miércoles, 27 de octubre de 2021

Una abejera y una cantera en Valdiferrer



Domingo, 24 de octubre de 2021

Un domingo de octubre, aunque sea el de Ferias, con sol y buena compañía, son irresistibles las ganas de salir a caminar. 
Si a eso le añadimos que vamos a buscar una abejera y una cantera en el término del Vaquero, ya llevamos un rato levantados para cuando suena el despertador
Son las 08:00 horas. El cielo está despejado y no anda viento. 

En octubre el gallinero, mucha pluma y poco huevo. 

El termómetro marca 3º. Hace frío. 
Nos adentramos por el Vaquero. 



En una finca los membrillos abarrotan un árbol casi vencido por el peso de los frutos.



A nuestra izda. el Corral del Vaquero parece esconderse en la ladera parda. 



Dejamos a nuestra izda. el Corral de la Mariana y cruzamos el camino que sube a Valdiferrer y la Lobera. 
Sendero viejo y orillando una pieza divisamos nuestro primer objetivo. 
09:00 horas. Abejera de Valdiferrer. 



Sergismundo, que fue quien me pasó la ubicación, la llamó "Valdiferrer Sur" y es verdad que se encuentra en la zona más meridional de este término. 


La vegetación, como en casi todas las construcciones abandonadas, ha invadido todo el espacio. 



La rodeamos con alguna dificultad para apreciar su buen estado de conservación. 


Necesita un buen desbroce, aunque lo cierto, es que el acceso hasta ella es un poco complicado. 
Continuamos nuestra ruta. 
Caminamos hacia el S. 



Una vieja cabaña de piedra espera agazapada entre la maleza. 



Aunque su estado no es malo, está mejor conservada en su interior. 




Volvemos a orillar una pieza y llegamos a tres enormes losas de piedra cuya visita merece la pena. Nos detenemos un buen rato a admirarlas.



 
Subimos al cerro próximo y, en una roca, hacemos nuestra parada para reponer fuerzas. Son las 10:00 horas
Muy cerca de donde nos encontramos, el amigo Sergio nos ha indicado la existencia de un refugio de piedra. Nos acercamos. 



Nuestra sorpresa es mayúscula. 





Es un habitáculo espacioso que nos hace pensar, dada la altura y la cercanía de la carretera de Larraga, si no sería un puesto de observación y vigilancia de las contiendas carlistas. 
Descendemos y nos adentramos en el pinar.


Junto a un camino viejo se yerguen las ruinas de una abejera semimoderna.



Lo que queda en pie de ella permite, todavía, apreciar las piqueras y la distribución en su interior. 
Un sendero desdibujado nos introduce en el pinar. La frondosidad mantiene la poca humedad del suelo , en el que descubrimos extensas zonas de musgo. 

Una larga carretera
entre grises peñascales,
y alguna humilde pradera
donde pacen negros toros. Zarzas, malezas, jarales.

          Está la tierra mojada
por las gotas del rocío,
y la alameda dorada,
hacia la curva del río.
Tras los montes de violeta
quebrado el primer albor:
a la espalda la escopeta,
entre sus galgos agudos, caminando un cazador.

(Antonio Machado)(Amanecer de otoño)

Por un camino ancho llegamos a una zona de abejeras modernas y las contemplamos de lejos tomando todas las precauciones. 




Los cajones rodean una construcción antigua y bien conservada que tiene toda la pinta de ser una antigua abejera. No llegamos a comprobarlo porque el acceso a la zona está prohibido. 
Caminando entre los pinos, por buen terreno, llegamos a nuestro siguiente hito de esta mañana. 
11:00 horas. Cantera de Valdiferrer. 




Escondida entre el arbolado, se aprecia muy bien su explotación ahora abandonada. 
Luis "Cholas" me contaba en nuestras largas conversaciones que en esta zona había dos canteras: la de Legat y la de Fausto Ochoa. Según sus indicaciones, estaban un poco más adelante, por lo que ésta en la que nos encontramos no puede ser ninguna de ellas. Habrá que revisar los apuntes. 



Salimos de nuevo al camino junto al Corral de La Mariana e iniciamos el regreso. 
Cruzamos la carretera de Larraga y subimos al Planillo. En la hípica, un galgo oscuro nos ladra y nos sigue a distancia. 




En Galloscantan volvemos la vista al Caracierzo de la Celada, donde las viñas han cambiado su vestido verde por el rojizo del otoño. Entramos en Tafalla. Son las 11:50 horas.
Una hora estupenda para dar una vuelta por la Feria. 








miércoles, 20 de octubre de 2021

Otra vez en Oiangibela




Domingo 17 de octubre de 2021

Desde enero de hace dos años no habíamos visitado el menhir de Oiangibela. 

Hoy lo haremos de nuevo y, además, lo haremos desde una perspectiva diferente. 

Son las 09:00 horas. Aparcamos en el Coto de la Valdorba en Sansoain. 

El cielo está oscuro y cerrado. La fina llovizna parece dar lustre a los pocos coches aparcados. 

Por San Lucas, dulces están las uvas. 

La temperatura es buena, 11º, y no anda viento. 

La vuelta de hoy será corta. El día no está para muchas distancias y, además, queremos hacer alguna otra visita en el término de Tafalla. 

Descendemos por el pueblo hasta llegar a la pista blanca que, poco a poco, asciende hacia el monte. 



En algunas fincas vemos carteles, avisando de que están excluidas de caza. 

Hoy tenemos un invitado especial para nosotros.

Mi amigo Juan, reconocido radiestesista y zahorí, nos va a acompañar en el paseo. 

Ha traído también a su perro, que se llama Gordon. 

Pequeño, vivaracho y rápido, es una mezcla de podenco y callejero que fue rescatado de una protectora de animales. Nos dice Juan que al principio era desconfiado y temeroso. Había sufrido varios abandonos. 

Ahora que está bien tratado, se ha vuelto juguetón y se acerca veloz hacia nosotros, con un palo entre los dientes, incitando a que se lo arrojemos lejos para salir como una centella detrás de él. 

Abrimos y cerramos los paraguas intermitentemente.

10:20 horas. Menhir de Oiangibela. 



Se encuentra medio escondido entre los robles. Tiene una longitud de unos 4 m.

Juan, con sus técnicas de radiestesia, hace una serie de mediciones de energías y nos indica cuál fue la parte enterrada, cuando el menhir estaba en pie, y cuál era el extremo que apuntaba al cielo.


 

Desde esta posición, el paisaje que se divisa en los días claros es espectacular. Hoy nos tenemos que conformar con la cortina de lluvia que viene del SO y que inevitablemente nos alcanzará. 

Un cura torero. En el año 1630  D. Fernando de Valencia, presbítero de Sansoain, bajó con unos amigos a las fiestas de Tafalla y se puso cerca de los toros. Y celebrándose la corrida, una persona fue con su familia a un tablado y el cura de Sansoain con otros clérigos se pusieron delante, impidiendo ver los toros. Al llamarles la atención, todo el cuerpo clerical, al mando del cura de Sansoain, les insultaron y les dieron de guantazos. Como resultado de todo, hay un gran pleito con sus 40 folios y el recuerdo de una cura valdorbés aficionado a los toros y a algo más. (P. M. Flamarique)(El tren en el Valle)


Descendemos para volver al pueblo. 

El otoño ya tiñe los árboles. Los escaramujos se están desnudando de hojas, mientras las de los endrinos amarillean en las matas. 

11:30 horas. Lavadero. 

El pequeño edificio está bien conservado y limpio. 



La restauración que se llevó a cabo permite ver el interior y rememorar los duros trabajos que tenían que soportar, en aquellos tiempos, las mujeres. Descender del pueblo con los cestos de ropa encima de la cabeza, restregar la ropa en los fríos días del invierno y volver a subir la cuesta. 

Cinco minutos más tarde entramos en el pueblo. 

La llovizna ha cesado, pero el ambiente es otoñal. 

Las cálidas luces del comedor del restaurante alumbran a un nutrido grupo de personas que, entre animadas conversaciones, dan cuenta de un suculento almuerzo. 

Volvemos para casa. 

En este enlace se puede ver el recorrido que hemos seguido nosotros hoy. 


Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.

Los enemigos y “La piedra del rayo”   

(Todos los personajes y los hechos que contiene esta narración, se deben a la imaginación del autor y no guardan semejanza con la realidad)

 

Aquel día, 28 de enero de 1840, el matrimonio formado por María Elvira Oianberría, de 54 años y Domingo de Peñurdín, de 57, estaba más que contento…, estaba feliz, pues se había cumplido un sueño que ambos cónyuges, a los que Dios no había dado hijos, acariciaban desde que terminara la guerra¹.

Cuando el Jefe Político anunció, que los que quisiesen tener estanco local en propiedad, presentaran su solicitud a S. S.² por la secretaría de intendencia, en Pamplona, y una fianza de 8.000 reales vellón, ambos, conformes con ello, solicitaron la merced, apoyándose en su patrimonio, que venía a importar un total de 10.249 reales vellón.

Todo esto, a la sazón, sucedía en el pueblo valdorbés de Sánsoain: 32 casas, 3 calles, 22 vecinos y 446 almas, a 2 horas de Tafalla, con los medios de comunicación de la época.

Así pues, helos ahí, a ambos cónyuges, regidores de un establecimiento de distribución de toda clase de tabacos ultramarinos, sobre todo labores filipinas y cubanas; amén de otro tipo de menudencias y mercancías, sobre todo de mercería, de las que los habitantes de esa localidad, con sus tres caseríos, Pozuelo, San Lorenzo y Muzquer-Iriberri, y de las colindantes, a saber: Benegorri, Bézquiz, Maquirriain y Olleta, iban a disponer a partir de aquel momento.

Así pues, sin perder tiempo, habilitaron una estancia en los bajos de su casa. En la calle Santa María, número 17, abrieron una puerta a la calle y colocaron sobre el dintel un hermoso cartel de madera, policromada con los colores rojo y gualda de la enseña nacional, que rezaba el rimbombante nombre de “ESTANCO”. Añadiremos que dicha estancia, que ya disponía de una ventana que daba a la citada calle, había servido hasta el momento como despacho de correos o postas, puesto que Domingo ejercía, amén de sacristán y secretario del ayuntamiento, como cartero rural y recadero.

Hay que decir que la inauguración del establecimiento fue bien acogida por casi todos los habitantes del pueblo que, a partir de entonces, ya no tendrían que desplazarse hasta Tafalla, o hacer encargos al recadero, ahora convertido en estanquero, para proveerse de tabaco y artículos menudos, puesto que los tenían ya a tiro de piedra.

Sin embargo, no todo el mundo se alegró del evento. En la misma calle, en el número 25, habitaba Vicente Ichaurreta, soltero, de 56 años, que ejercía de guarda del Ayuntamiento y que, por motivos políticos, exacerbados más si cabe en la pasada guerra¹, odiaba con un odio profundo y sarraceno al cartero; desde que, en la francesada, y ya iba para veinticinco años la cosa, aquel lo hubiese delatado al lugarteniente de Don Francisco Espoz y Mina, Felix Sarasa, alias “Cholín”, por su carácter pendenciero y crueldad con los prisioneros enemigos. Al guarda, este comportamiento le valió una temporada de arresto y al reciente estanquero, los galones de sargento, con los que terminó, al acabar la contienda.

Item más”. Al volver ambos al pueblo, los dos guerrilleros se enamoraron de la misma moza, de María Elvira, que poseedora de gran sentido común y un carácter sumamente práctico, eligió a Domingo, con el que ya llevaba, en 1840, veintiséis años casada.

A lo largo de los años, a pesar de que uno y otro se dedicaban a labores que los mantenían distantes, Domingo, en el pueblo, cumpliendo sus funciones de funcionario, o en el camino, ida y vuelta, de Tafalla; Vicente, ejerciendo la guarda de los fragosos montes, piezas, corrales y caseríos que rodeaban el pueblo.

Se habían enfrentado, con ferocidad, en varias ocasiones, sacando a relucir las navajas y obligando a intervenir al cura, Don José Manso Echaurrieta, que, a pesar de su estado y de su patronímico, era un hombre valiente y había parado las acometidas con determinación. Él también se había curtido, como guerrillero, en las dos guerras pasadas y no era hombre que se arredrara fácilmente.

Así pues, hasta el momento, y por fortuna, la sangre no había llegado al barranco que discurría por el valle, a los pies del pueblo. Como el clérigo vivía en el número 21 de la dicha calle Santa María, pudo acudir con presteza en las ocasiones en que se habían producido los encontronazos e intervenir en su solución, sin que hubiese derramamiento de sangre.

Eso, hasta el momento, porque llegados al dicho 28 de enero de 1840, al guarda Vicente, se le habían hinchado mucho las narices y estaba que no se aguantaba. Incluso, llegó a pasar varios días enfebrecido por no poder asimilar el éxito de los que él consideraba sus enemigos y decidió plantarse y “tirar por la calle de en medio”. ¿Cómo? Tenía que discurrirlo. Se propuso buscar la manera de matar al odiado Domingo sin que lo descubriesen. Buscaría una buena ocasión, un “accidente” y una coartada. ¿Quién sabe? Incluso cabía que María Elvira, que era una mujer práctica y no aguantaría mucho viuda y sola, consintiese en casarse, por fin, con él. Con estas y otras elucubraciones, se animó algo y se dijo que debería pensar y pensar hasta hallar la manera de salirse con la suya. Por de pronto, aparecería poco por el pueblo. Dejaría pasar un tiempo sin que se supiese mucho de él. Y mucho menos frecuentaría el establecimiento del matrimonio. Como su trabajo se prestaba a ello, se aprovisionaría de lo necesario en Tafalla e iría guareciéndose en alguno de los corrales diseminados por el término que tan bien conocía: el de Vicente, el de Recalde, el de Tomasena… Eso sí, espiaría las idas y venidas del estanquero, e incluso procuraría enterarse de otros pormenores de su vida, cuando, como guarda, bajase a dar novedades al Ayuntamiento. Discretamente, como quien no quiere la cosa, sin levantar sospechas.

Y así, pasaron los días, las semanas y los meses. Como todos los años, llegó el verano. Pasó el día de San Juan, con sus hogueras de víspera y sus “remojones” al amanecer, y llegó el día de San Pedro y San Pablo, 29 de junio.

En Sánsoain el día amaneció luminoso, aunque oreaba viento del sur, bochorno. El alba se pintó de rojo, primero, y amarillo después. La recién inaugurada estación presentaba más credenciales de tiempo primaveral que de estío, tiempo, “revuelto”, vamos. Como reza el dicho tafallés: “Alba rubia, o viento o lluvia”.

Ese día en casa de los estanqueros se madrugó. Como todos los años, como secretario del Ayuntamiento de Sánsoain, debía desplazarse hasta Tafalla, para llevar al Juzgado, del recién creado Partido Judicial, las contribuciones correspondientes al año en curso, que quedarían, a buen recaudo, en lugar seguro. Hasta que fueran trasladadas, junto con las que serían depositadas por parte de todos los pueblos del distrito a la capital, a Pamplona.

Domingo hizo honor a su nombre. Desayunó; se aseó y vistió su mejor traje “de golilla³”, el de los días de fiesta o funeral; se calzó abarcas nuevas, de cuero, bien atadas a los “peales⁴” y, después de coger su cayado (al que ató un paraguas, en previsión de posibles lluvias), la navaja, una pistola cargada y colgarse el morral donde guardaba el dinero y los documentos, se despidió de su mujer y se puso en camino. Salió a las siete de la mañana. Calculaba que llegaría a su destino a las nueve y media, más o menos.

No tenía ningún miedo. Eran ya varios años los que venía repitiendo el mismo ritual y realizando el mismo servicio y nunca había tenido contratiempos. Estaba feliz, pues sabía que ese día comería bien, a costa del erario público, junto a los otros secretarios de ayuntamiento que acudían a Tafalla con el mismo cometido.

Iba distraído, contento, como antes se ha dicho. Conocía bien los caminos y no veía que pudiese surgir ningún problema. A esas horas y en esa época del año, los lobos no bajaban tan cerca de los caminos. Temían al hombre y se refugiaban arriba, en el monte, en los “Altos de Guerinda”, donde en primavera y verano disponían de comida abundante, pues la Naturaleza estaba en plena crianza.

Sin embargo, “El hombre propone y el enemigo dispone”. Ya sé que el dicho es de otra manera, pero, en este caso, la cosa era así. Ese mismo día, a unos tres cuartos de legua⁵ del pueblo, esperaba apostado el guarda Vicente que, siguiendo el plan que había meditado, decidió esperar al estanquero el día que, por obligación, sabía que iría a Tafalla.

Domingo iba a ir hasta la muga del Caserío de Pozuelo, pasando por el paraje de “Oiangibela”, para bajar luego por el término tafallés de “Valgorra” y llegar a la ciudad, evitando el Camino Real, donde podía tener problemas con alguno de los grupos de bandoleros que se habían “echado al monte”, después de los años de guerra, la mayoría porque ganaba más asaltando al prójimo que cultivando la tierra. Al ir por caminos poco conocidos-pensaba él- era más fácil esquivar el peligro.

Sin embargo, como ya sabemos el peligro lo acechaba. Vicente había elegido esperarlo en lo alto del portillo desde donde ya se da vista al valle del Cidacos. Allí, en un pequeño altiplano que rompía la cuesta, había un conjunto de rocas diseminadas aquí y allá, que-como se sabría más tarde, cuando se estudiasen estas cosas- constituían un antiguo poblamiento de la Edad de Piedra. Eso no lo sabía él; tampoco ninguno en su pueblo. Sin embargo, todos habían oído viejas historias y consejas que hablaban de que, en ese paraje, “Oiangibela”, ocurrían fenómenos “mucho raros”: luces, ruidos extraños-como chirriar de piedras y aullidos-, rodar de piedras, sin más ni más… Había quien decía haber visto figuras fantasmales y etéreas vestidas de blanco y hasta a alguno se le aparecía el diablo. ¡Vaya usted a saber qué fundamento tenía aquello! La cosa era que era un lugar considerado “raro por algunos”, “embrujado” o “endemoniado” por otros. Lo que más imponía, a simple vista, en aquel lugar era una gran roca alta, rectilínea, no muy gruesa, que levantaba su mole hacia el cielo. Por aquella época, en el pueblo la llamaban “Oiangibelako arria” o, también, “Tximistako arria”, la piedra del rayo.

Pues, en ese lugar, parece que se iban a desarrollar los acontecimientos de nuestra historia. Domingo caminaba hacia su enemigo. Vicente esperaba con ferocidad a que aquel apareciese. No tenía intención de dejarse ver. Su propósito era dejar pasar a su víctima y empujarla contra las rocas, para que se golpeara y se matara; como si hubiera muerto de un accidente, al caerse de mala manera. Esperaba y, al poco, vio al otro que venía. Lo dejó pasar. Cuando Domingo estaba cerca de las rocas y del gran menhir que levantaba su figura contra el cielo, pues eso era aquella gran roca enhiesta, y no otra cosa, Vicente salió por detrás de su víctima y abalanzándose sobre ella la empujó contra la mole. Pero, no se percató de que había comenzado a llover. Ciego de odio y de furia, cuando iba a llegar hasta su enemigo, resbaló. Domingo, alertado por el gran aullido que había dado el guarda, antes de llegar a él, tuvo tiempo de apartarse y alejarse unos metros de su atacante, mientras este se abalanzaba contra la piedra.

De manera simultánea, cuando la cabeza del atacante se golpeaba fuertemente contra un saliente de la roca, se oyó un gran estampido, sobre las cabezas de los hombres y un fuerte rayo se estrelló contra el menhir, que se levantó unos palmos de la tierra, como si fuera una pluma y cayó sobre el malvado, aplastándolo por la cintura. El estanquero observó aterrado como su rival exhalaba una gran bocanada de sangre y, con los ojos en blanco y una expresión horrible en su cara, quedaba inmóvil, bajo el peso de la gran piedra. Ni siquiera intentó cerrar los ojos al difunto. Cuando se cercioró de que no se movía, comenzó a caminar de vuelta a su pueblo, a buen paso, para dar parte de lo acaecido y para que el buen Don José administrara los Santos Óleos al fallecido. Como es de suponer, las alcabalas de Sánsoain llegaron un día más tarde a su destino. Luego, la vida siguió su curso, para los habitantes de aquel pueblo valdorbés. La memoria del malvado guarda se perdió en la noche de los tiempos.

¡Buen camino!

       Vale.

 

NOTAS

¹ [se alude a la Primera Guerra Carlista]

² [Su Señoría]

³ [Traje de los funcionarios, en juicios o grandes solemnidades]

⁴ [Calcetín de lana gruesa sobre el que se ataban las tiras de las abarcas]

⁵ [3,75 Km] 



miércoles, 6 de octubre de 2021

Del pozo del Secretariado al Cabecico Pelao



Domingo, 3 de octubre de 2021

Hay días en los que la climatología nos hace dudar: ¿Salimos al campo o nos quedamos en casa? Hoy es uno de ellos. 

Nos arriesgamos. A las 08:30 horas dejamos el coche en la Chiquitina y empezamos a andar. No llueve. 

El cordonazo de San Francisco, por tierra y mar se ha de notar. 

El cielo está plomizo. De la zona de Codés, una cortina blanquecina avanza lentamente hacia el Saso. La temperatura es buena: 18º. En la mochila, por si acaso, llevamos paraguas y chubasquero.

Salimos al camino principal y tomamos el primero que  va a la dcha. 

Subimos por detrás del pinar que está junto al Caserío de Gregorico y descendemos hasta el cruce de los caminos que van al Zorrico y Lazarau. No tomamos ninguno de los dos. Seguimos por un tercero a la izquierda.


Las ontinas están acurrucadas en la orilla del camino. Nos frotamos las manos en su flores y percibimos el intenso aroma que despiden. 

El camino va casi paralelo al barranco del Saso, donde hace años la Sociedad de Cazadores hizo una importante plantación de tamarices. 

Unos perros inquietos y saltarines se acercan, nos olisquean y ladran. 
Sus dueños, dos cazadores, se acercan y nos los quitan de encima. 

- Ahora nos dejan sacar a los perros al campo - nos comentan - Viene bien porque así se desfogan.
- ¿Que si hay poca caza? No hay apenas nada. El jabalí está haciendo estragos. Se come los huevos y las crías de la perdiz y del conejo. Durante el día está a la fresca dentro de los maizales y al atardecer se mueve para darse el festín. 

Con la vista puesta en la cortina de agua cada vez más cercana llegamos al orillo de una pieza. 


El cogote que nutre el pozo destaca en medio del campo.

09:00 horas. Pozo del Secretariado. 
En el extremo S. del cerro, medio escondido, está el pozo.
Gabriel "Margain", al que tanto echamos de menos, nos trajo una tarde hasta este lugar desconocido para nosotros y para tanta gente. 



Pequeño pero bien construido, es un aljibe que recogía las aguas que bajaban por la ladera. La abundante hierba hacía de tamiz y el agua entraba limpia en su interior, permitiendo beber a los del campo en las largas jornadas de trabajo. 
Volvemos hasta el barranco y cruzamos un par de rastrojeras. 
Comienza a llover. 
Nos abrigamos y sacamos los paraguas. 


Estamos metidos en el "Saso profundo" y decidimos seguir hasta nuestro siguiente objetivo.

(...) Por aquellos años el número de audiencias se aumentó a ochenta. Vinieron dos nuevas a Navarra, de las que una se asignó a Tafalla. El pueblo las bautizó con el remoquete despectivo de "audiencias de perro chico". Se le instó al Ayuntamiento para que construyese un edificio en el que instalar la sede de la audiencia; pero éste se limitó a habilitar el segundo piso de la casa consistorial. Nuestros munícipes pensaron, y pensaron bien, que no valía la pena hacer inversiones fuertes para aquella "audiencia de perro chico" que no duraría mucho tiempo y acertaron, pues no tardó muchos años en ser absorbida por la de Pamplona. 
Nos cuenta Morrás que el primer juicio oral que hubo fue contra un tal Gorricho, que había sido sorprendido cogiendo esparto en el Saso ¡qué pobre! (Juan Carlos Lorente)(Tafalla, efemérides del siglo XIX)
 
09:45 horas. Cabecico Pelao. 




Además de a caseríos y corrales, los labradores, pastores y cazadores han ido poniendo nombre a lugares que destacan por alguna característica.
Tal es el caso de: Pasomalo, Balsa de Tragasasos, etc.
Y esto que tenemos delante es otro de esos lugares. 
Por la parte que nos parece más asequible subimos a su cima. 
Comprobamos la altura: 357 m.



A pesar de la lluvia, la visibilidad es buena. 
A nuestra dcha. está el pinar de la Navascuesa y, encima de ella, Moncayuelo. 
Si miramos al N. distinguimos el tejado del Caserío de Manuel. A su izda. el Caserío de Gregorico y al fondo Las Zorreras con el Alto del Predicadero. 
Bajamos del cabezo y buscamos abrigo en su ladera para echar un bocado. 
Por el primer camino que abandona la cañada a la izda. subimos suavemente. 

10:35 horas. Caserío de Manuel. 
La higuera tiene los higos pequeños y duros.

 
Un higo, que ha tenido la mala suerte de madurar pronto, ha sufrido el ataque inmisericorde de algún pájaro.



En el caserío no hay nadie. 
La lluvia va y viene. 
Continuamente abrimos y cerramos los paraguas. 
El campo está bonito. Las últimas aguas ha reverdecido los rastrojos y las ondulaciones del terreno parecen ahora más suaves. 
Nuestra siguiente parada será "Gregorico".
El camino nos muestra un cerro: El alto Ventura. 




En una conversación reciente con Luis "Cholas" nos decía: 

- En el alto Ventura, liebre segura. 

Y es que, cuando iban a cazar por allí, siempre caía alguna.


 
En el cruce de caminos, nos acercamos a ver la Balsa de Justo. 
Tiene agua, aunque no mucha. Ahora vienen buenos meses para que se recupere. 


Subimos al Caserío de Gregorico y hacemos una breve parada. Otra vez se ha puesto a llover con ganas y decidimos bajar por el camino que nos lleva al coche.
 
11:20 horas. Terminamos nuestra excursión. Ha sido un paseo corto, pero muy interesante. 
Las visitas al pozo y al cabecico compensan lo desapacible que se ha puesto la mañana. 




Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.


“El Abuelico”   

 (Adaptación del cuento “El agüelico”, escrito por Luis María López Allué y recogido, primero, en su libro “Alma montañesa”, en 1913 y, posteriormente, en la recopilación “Cuentos aragoneses” de José Luis Acín Fanlo y José Luis Melero Rivas. Editado por José J. de Olañeta. Palma de Mallorca 1997)

 

(Las dos jotas y la poesía de Padro Mari Flamarique están tomadas del libro “Los Gregoricos. Raíces tafallesas y genealogía de los Zaratiegui”. Arantxa Marco Hernando. Altaffaylla. Tafalla 2009)

 

Qué triste se ha vuelto el Saso

sin galeras y sin mulas.

No hay jotas en los caminos

alegrando la llanura

 

Felisa, la dueña joven del “Caserío Manuel”, en el término tafallés del “Saso”, no daba paz a sus brazos en la mañanera y cotidiana labor.

Al asomar los primeros rayos del sol por la ventana de la cocina, en la que reinaba un cálido halo a hogar, había ya barrido el piso, la escalera y el patio, y había ya pasado por el cedazo la harina para amasar al día siguiente.

 Ardían en el hogar recios troncos de encina del cercano “Monte Plano”, cuyas llamas acariciaban el ventrudo caldero repleto de despojos de hortalizas para los cutos; tenía preparado el desayuno, sopas de pan con ajo frito, así como el condumio de mediodía, consistente en alubias con chorizo y tocino, seguidas de un oloroso guiso de carne de oveja.

Cuando estaba dando las últimas vueltas a la comida, antes de dejarla reposar, se presentó en la cocina su hijo Vicente, un muete de diez a once años, sucio, desgreñado, de facciones picarescas y sin más vestimenta que los pantalones y la camisa de lino. Traía sujeta bajo el brazo y hecha un revoltijo el resto de la indumentaria, o sea, las abarcas y los piales de lana, la chaqueta y la boina. Se sentó en el banco cercano a los dos poyos de piedra que limitaban el fogón, y allí, con aire displicente y ojos somnolientos acabó de vestirse.

- ¿Así se entra, pocos modos? - le increpó su madre-. Ya podías decir: ¡buenos días!

- Espérese que me espabile, ¡rediezla! -gruñó el chiquillo en prolongado bostezo.

- ¿Qué hace tu hermano? -repitió, en el mismo tono, aquella.

- Ahora comienza a vestirse.

- ¡Virgen de Ujué, qué madrugadores tenemos en esta casa! -y con irónico ademán, siguió-: Estamos en vísperas de San Andrés, y hace un Jesús que ha salido tu padre con las mulas a labrar el campo del “Alto Ventura”, que ya debía estar roto desde antes del Pilar; y tú, por las trazas, ya estará el sol por todo el mundo cuando sueltes los corderos; ¡qué verdad es aquel dicho!:

‹‹ por donde salta la cabra, salta el cabrito››.

                   Vicente, acaso por desviar hacia otro asunto la conversación, interrumpió:

         - ¿Qué hace el abuelo: se levanta o no?

         - Qué ha de hacer el infeliz, consumirse poco a poco: no quiere tomar nada; dice que todo le sienta mal.

         -Rediez, pobre abuelico -siguió Vicente-, pues ya es para él pasarse tantos días sin ir al “Pozo del Secretariado” y al “Cabecico Pelao”.

 

         Al terminar estas palabras y como evocado por un conjuro, apareció en la puerta de la cocina el señor Cesáreo, el abuelo del “Caserío Manuel”, como le llamaban en Tafalla, por ser ese el nombre patronímico de la casa, desde que fue construida, hacía ya unos siglos.

         Se quedó parado breves instantes bajo el dintel, apoyando su diestra temblorosa y descarnada en su recio cayado de boj. El señor Cesáreo era de los pocos que todavía vestían el clásico calzón sujeto con una amplia faja o ceñidor, lo que hacía resaltar más su extremada delgadez. Blancos mechones asomaban bajo la boina capona, aureolando su rostro exangüe y macilento como el de un asceta.

         - ¡Rediezla, el abuelo! -le saludó Vicente.

         - ¿Pero tiene conciencia de levantarse? -le riñó su nuera-. ¡No se acuerda que la semana pasada le dijo el practicante que quietecico en la cama hasta que él mandase otra cosa?

         Hizo el abuelo un mohín despectivo. Arrastrando los pies, se acercó al banco que estaba al amor de la lumbre y tomó asiento. Con voz débil y entrecortada por la fatigosa respiración, murmuró:

-Pues que me he asomado a la ventana del cuarto, y al ver el sol tan placentero levantarse sobre el “Monte Plano”, me he pensado que la cama tira para ella, y… ¡arriba! He dicho; y aquí me tienes.

         -Pero usted no ha tenido en cuenta -le arguyó Felisa- que sobre el “Monte Plano” está el sol, pero hacia la cañada, hacia Falces y Miranda de Arga, está la boira prieta, prieta, y luego la tendremos aquí.

         ¡Qué sea lo que Dios quiera! -acabó el abuelo.

         Se dio por vencida la nuera; avivó el hogar con un manojo de ilagas y alargándole al suegro un plato de humeantes sopas, le dijo:

-Tómelas de seguido, porque están recién escudilladas, y le apañarán el cuerpo mejor que las medicinas.

Repitió la misma operación con su hijo, y abuelo y nieto, aquel sentado en el banco y este a sus pies en la piedra del fogón, entre cucharada y cucharada de sopas, entablaron un breve e interesante diálogo:

-Escucha, Vicente: ¿cuántas ovejas han parido ya?

-Catorce, abuelo, tantas como preñadas.

- ¿No queda ninguna por parir?

-Ninguna.

-(Sonriendo). ¿No te lo decía yo? Tú me apostabas que para la Purísima no habrían parido todas: yo que sí… ¿quién ha ganado?

- ¿Y usted qué se sabía?

- (Con marcada satisfacción) Porque estas ovejas de casa nuestra, no sé si será por la clase o por permiso de Nuestro Señor, pero el caso es que se amanecen muy temprano.

-La última ha sido aquella oveja muesa: esa parió anteanoche.

- ¿Habéis puesto este año alguna oveja en la paridera?

- Tampoco hemos puesto ninguna.

- (Con la misma satisfacción). ¡Mira tú si son amorosas! -y tras breve pausa, siguió-: ¿Y de ricios en los llecos, cómo estamos?

- Este año de primera. Ya han corrido las piezas del “Pozo del Secretariado” y hoy las voy a llevar más allá, hacia las ezpuendas del “Cabecico Pelao”; ¡allí se hartarán, abuelo; hay un ricio de más de a palmo!

- (Al abuelo se le ilumina el semblante de júbilo). ¿A las ezpuendas del “Cabecico Pelao”? Pues en cuanto caliente el sol una miaja, subiré, aunque no sea más que un ratico para hacerte compañía.

- (Vicente patalea de alegría). Sí, abuelico, sí: suba, que allí estará muy bien y, además, que allí no llega nunca la boira.

Cuando tal escuchó Felisa, cortó el diálogo:

-Por Dios, abuelo: ¿sabe lo que dice? ¡Si no está usted ni para salir a la puerta del caserío!

- (El abuelo responde con energía). Si estoy o no estoy, luego lo veremos. Yo probaré; si me acompañan las fuerzas seguiré, y si me faltan recularé.

Vicente, sin replicar, se fue a soltar los corderos, advirtiéndole a su madre:

-Madre, póngame pal mediodía una chula con mucho magro, y un cacho pan bien grande.

-A ti te esperaba -le replicó-; ya hace una hora que la tienes en el cajón de la mesa.

Vicente bajó al corral, desatrancó las puertas, que dejó abiertas de par en par, y soltó los corderos del encierro. Estos, dando saltos y cabriolas y lanzando lastimeros balidos, salieron en confuso tropel al camino; y precedido Vicente del diminuto rebaño, se puso en marcha tan alborozado y contento hacia el campo, como al de Montiel el caballero manchego en su primera salida.

Por el camino del Saso

el cansancio no me agobia.

Canto para mi solico

y la distancia se acorta.

Las piezas del “Cabecico Pelao” eran las mejores del “Caserío Manuel”, y unas de las mejores del término. Estaban situadas al norte del caserío, hacia la muga de Miranda de Arga. Aquellas tierras eran en tiempos un estéril y pedregoso yermo, donde nacían abundantes las ontinas, las ilagas, el esparto y los tamarices; y en las que las aguas, cuando caían, al descender de los tesos, abrían algunos barrancos y torrenteras. Pero los del “Caserío Manuel”, a costa de la sangre y el sudor de tres o cuatro generaciones, mucho antes de que naciera don Joaquín Costa, habían puesto por obra la definición que este dio de la agricultura: “la ciencia de convertir las piedras en pan”.

 

         Cuántas veces recordó el señor Cesáreo las heladoras mañanas de enero, en que siendo él todavía un muete, arreaba el borrico que, aparejado con collera y tirantes, arrastraba penosamente la narria cargada de pedruscos; pedruscos que su padre y su abuelo, ayudados por hijos y hermanos todos de la casa, los colocaban uno a uno y piedra sobre piedra, hasta alzar el sólido muro, sostén y cimiento de la finca. Y así un día y otro día, y un año y otro año, y una generación y la siguiente, sin desmayar un momento en la empresa.

         ¡Admirable ejemplo de abnegación y de voluntad! Bien sabían unos y otros que no trabajaban para ellos; que ellos no recogerían el fruto de tantos afanes; pero, ¡qué importaba!, trabajaban en favor del “Caserío Manuel”.

 

         Llegó Vicente a las espuendas del “Pozo del Secretariado” mayoral de su rebaño y dejó que los corderos pastaran en los ricios a discreción. Fue a colocarse al lado del pozo y aspiró con fruición la brisa impregnada del aroma de las ontinas. Pero su vista no pudo otear como otras veces por el vasto panorama que se extendía a sus pies, hasta perderse en la lejanía, donde, en los días serenos, brillaban con reflejos diamantinos, hacia el sur, las nevadas cumbres del Moncayo.

         La niebla, a modo de manso oleaje, subía y subía desde la muga de Falces, cubriendo con su manto, de occidente a oriente, toda la tierra baja del “Saso”.

         -¡Rediezla! -alborotó cortando sus reflexiones-. ¡Ya está allá el abuelo; y viene con mi hermanico!

         Efectivamente, por el camino se acercaban lentamente el señor Cesáreo apoyando la diestra en el cayado y la izquierda en el hombro del más pequeño de sus nietos, de Juanico, que contaba dos años menos que el mayor.

         El camino era corto, mas, era penosa la andada para sus años y sus achaques, aunque de sobra compensada ante la esperanza de volver a pisar las piezas del “Pozo del Secretariado” y de los alrededores del “Cabecico Pelao”; de ver nuevamente aquella tierra, de la que se nutrían la sangre de sus venas y las fibras de sus músculos, y que al contemplarla se le antojaba como madre cariñosa que lo aguardaba para estrecharlo contra su seno.

         -¡¡Juanico!! -gritó impaciente Vicente-. ¡Hala templaus, que os encorre la boira!

Transcurridos diez minutos, llegaron al pozo. Hicieron un descanso y bebieron un trago de agua, que les supo a gloria, con la taza de metal que siempre estaba en su borde sujeta con un alambre. Luego el señor Cesáreo, y no obstante la fatiga y la respiración anhélica, recorrió con la mirada, de un extremo a otro las piezas, dibujándose una sonrisa de gratitud en sus labios contraídos. Se acercó a una ezpuenda y se sentó, o más bien se desplomó, al abrigo del oreo, bañado por el sol.

- ¿Se ha cansau abuelo? - le interrogó Vicente.

         El abuelo contempló ensimismado a su nieto y balbuceó:

         -¡Una miajauna miajica! Paice que tengo las piernas de vidrio. Anda, Juanico -ordenó a este después de un corto intervalo-, arranca unos fajos de esparto de los más altos y se los llevas a tu madre.

En tanto que fue a ejecutar Juanico lo ordenado, se le aproximó a Vicente un cordero muy blanco, la cola lanuda, fino el hocico y muy vivos los ojos.

-¡Hola, Palomo- le saludó acariciándolo-, ya voy a darte el pienso que te gusta…

En aquel instante recordó que se había olvidado de traerse la chula y el pan.

Mecachis! -profirió pataleando; y al mirar a su abuelo, paró al instante.

-¡Tengo frío, Vicente!-gimió el anciano con voz casi imperceptible.

-Eso es la boira; mírela, ya está en todo el mundo; pero aquí no llega.

Efectivamente, la niebla, cual inmenso y tranquilo piélago de nubes, cual denso velo de color plomizo, cubría montes y hondonadas. Sobre aquella impalpable y uniforme llanura, el redondo “Cabecico Pelao” parecía que flotaba en el abismo.

No se oía ni un grito, ni una voz; ni el canto de las aves, ni el gemido del viento. La mirada vagaba inútilmente y se perdía en el infinito de aquel silencio solemne y majestuoso.

Se diría que la tierra había desaparecido para siempre. Se sentía la angustiosa sensación del caos, de la nada, algo así como la evocación de aquellas primeras e insondables palabras del Génesis: ‹‹ En el principio Dios creó…››.

-¿Verdad que se está bien al sol, abuelo? -insinuó Vicente, como temiendo turbar la paz de la naturaleza.

El abuelo asintió con ligero movimiento de labios. No sentía ya frío ni dolor alguno. Sus miembros se hallaban inertes, insensibles. Un ligero ronquido acompañaba a su jadeante respiración. Los sentidos se le apagaban insensiblemente, y únicamente, allá dentro, en el cerebro, brillaban, como fugaces lucecitas, confusos recuerdos de su existencia. Le parecía que las piezas de tierra se dilataban por todos los ámbitos; y allá lejos, muy lejos, columbró a su padre y a su abuelo, alzando afanosos, piedra sobre piedra, una pared, y también se veía a sí mismo cual otro yo, que arreaba al borriquillo del acarreo. Una mano, un soplo invisible apagó la lucecita; y el señor Cesáreo, el abuelo del “Caserío Manuel”, contrajo los labios en un rictus de placidez y, con los ojos entreabiertos, recostó suavemente la cabeza contra una amplia mata de esparto.

¡Abuelo! ¡Abuelo! -repitió impaciente Vicente, que no lo perdía de vista presintiendo el desenlace- ¡Abuelo! ¡Rediezla... si se ha muerto!

Le levantó un brazo. Que al soltarlo cayó inerte sobre el cuerpo. Le tocó la cara, y apartó repentinamente la mano como herido de la impresión del inconfundible frío de los cadáveres.

-¡Abuelo!-insistió junto al oído-.Por más que lo llame ya está rematau.

Se quedó en suspenso y como alelado ante la efigie de su abuelo, pero, aunque niño, no se amedrentó, ni se sobrecogió el supersticioso y ancestral terror que nos inspira la muerte.

Si lo hubiera visto expirar en el lecho de su cuarto, al tétrico resplandor de los cirios, rodeado de sus hijos y nietos y de las mujeres tocadas con negros mantos y coreando con ayes y rezos las plegarias del cura, es seguro que, entonces, todo acongojado y oprimido el pecho, se hubiese deshecho en lágrimas, y que esa triste escena no se hubiera borrado jamás de su imaginación; pero esta muerte, o mejor, este casi insensible pasar a otra vida, bajo la radiante luz del sol del mediodía, en plena naturaleza, teniendo precisamente por lecho el brocal del “Pozo del Secretariado” y a la vista el “Cabecico Pelao”; sin lamentos ni imprecaciones, sin el bisbiseo de las plegarias y rezos, y sin la aquelarresca visión de mujerucas enlutadas y de rostro compungido, era para Vicente un fenómeno extraordinario pero no terrorífico; significaba para él la muerte de su abuelo, en aquellos momentos, algo así como una hoja más de las muchas que, secas y amarillentas, se desprendían de los árboles y revoloteaban a ras del suelo.

No obstante, Vicente pensó que era urgente una determinación. Precisamente Juanico acababa de abandonar el lugar cargado con unos cuantos fajos de esparto. Rápido se fue Vicente hasta colocarse cerca de él y lo llamó:

Juanico!

.¿Qué quieres?-contestó parándose.

-Repara bien lo que voy a decirte. Le dirás a madre que te dé el pan y la chula que me he dejado en la cocina.

-¡Bueno!-replicó el otro, disponiéndose a marchar.

-¡Espera!-Lo atajó imperioso Vicente-; y también, escucha bien; también le dices ¡que se ha muerto el abuelo!

-¿De veras?

-Lo que oyes-y a modo de despedida, insistió-: A ver si te acuerdas de todo: el pan con la chula, y que acaba de morirse el abuelo.

Salió corriendo Juanico, esfumándose y borrando su silueta a los pocos momentos entre las sombras de la niebla, y Vicente, al dirigirse nuevamente donde yacía el cadáver del señor Cesáreo, se paró a la mitad del camino, y contemplándolo con lástima, exclamó arrasándole las lágrimas los ojos:  

Rediezla, qué casualidad, venirse a morir al “Pozo del Secretariado”… quién se lo iba a decir!... ¡¡pobre abuelico!!

 


“Por los caminos del Saso

se perdio un día un muetico,

camina que te camina,

siguiendo los pajaricos.

Se encontró a un pastor viejo

que le preguntó quedito:

‘Oye muete, ¿adónde vas?

¿has perdido el camino?’

Y aquel muete juguetón,

con aires de sabio rico,

le dijo con voz cantarina,

tan cara como un buen libro:

‘Voy buscando un año más,

que tengo pocos, poquicos,

y quiero hacer muchas cosas,

y años son que necesito’.”

(Pedro Mari Flamarique 1994)


    

¡Buen camino!

       Vale.