miércoles, 23 de diciembre de 2020

Niebla en Valditrés y Romerales




Domingo, 20 de diciembre de 2020

Hace años establecimos la tradición de ir el domingo anterior a la Nochebuena a Las Rocas, Valditrés y Romerales. 

Copiamos a los montañeros navarros que también en esa fecha suben a San Miguel de Aralar y dan por finalizado el curso deportivo. 

Nosotros también tenemos una razón sentimental para cumplir año tras año esta costumbre. En el 2011 despedimos desde lo más alto, "los santos lugares" que decía él, a Manolo Iriso. 

Son las 08:00 horas. La mañana está fría a causa de la niebla cerrada. 

(21 de diciembre) Por Santo Tomás, los talos y la chistorra no dejes de probar. 

El termómetro marca 6º pero la sensación térmica es mucho menor.

La balsa de Galloscantan está mortecina. 

La abundante vegetación no deja ver la escasa agua que suele contener. 

Caminamos por asfalto. La nueva variante ha alterado los viejos caminos y un moderno puente nos traslada a la muga de Margalla y el Caracierzo de la Celada. 

Nos cuesta encontrar en el ángulo de un sembrado la piedra con la cruz labrada que fue descubierta hace pocos años. 

Las zarzas y el abandono del lugar la ocultan y tenemos que recurrir al desbroce para poder apreciarla. 

Cruzamos la carretera de Miranda de Arga y entramos en el Planillo. 

Antes de llegar a la hípica, una bandada de estorninos revolotea junto a los cables del tendido eléctrico. 

Al pasar junto a las cuadras, un perro atado con una cadena se desespera ladrándonos. Se yergue sobre sus patas traseras y nos muestra sus amarillentos colmillos tratando de intimidarnos. 

Continúa haciendo frío. 

El sol se asoma por encima de El Plano y trata, sin conseguirlo, de abrirse paso entre la espesa niebla. 

09:00 horas. En lo alto de Las Rocas nos asomamos al precipicio. 

El Prado de Rentería luce una uniforme alfombra verde. El cereal, recién nacido, extiende su manto desde Ponputiain o Porputiain hasta Valditrés. 

La balsa circular y el muladar cercano son casi invisibles hoy. 

Caminamos en dirección O. y comenzamos a bajar.

El trayecto es malo. Las aguas y los vehículos han deshecho el piso. 

Los pinos y los enebros son los amos del lugar. 

El setal está yermo. Juanjo, que sabe de esto, nos dice que hasta finales de mes o comienzos de enero no sale aquí la negrilla. 

En el prado de Valditrés un motorista pasa veloz hacia Candaraiz. 

Sin llegar a la Media se vuelve y nos saluda con la mano. 

09:45 horas. Cantera de Ros (o de Malamadera)

El lugar está solitario.


Se oye ladrar un perro detrás de la pared de la caseta. Al parecer, hace tiempo que alguien ha ocupado ese lugar y guarda allí algún caballo.









Como estamos en vísperas de Navidad comentamos el magnífico marco que sería el paredón que tenemos delante para ambientar un belén gigante. 

Volvemos al camino principal y, un poco más adelante, encontramos un par de dolinas. 

No son muy profundas, pero, en alguna de ellas, se puede ver cómo entra el agua antes de ocultarse en el subsuelo. 

Tomamos el primer camino a la izda. y comenzamos a subir suavemente. 

Otro caso especialmente singular es el del yacimiento Romerales II en el que se da una continuidad de asentamiento desde el Hierro I, pasando por el Hierro II, hasta época romana. Las demás localizaciones pertenecientes a este mundo del Hierro se han hallado básicamente en los terrenos de Candaraiz y Romerales, así como en otros emplazamientos de clara vocación estratégica de Vaquero, Busquil y Gariposa. (Rosa Mª Armendáriz Aznar)(Revista Panorama nº 32)

La niebla se desliza en este pequeño valle y crea un atmósfera mágica.

Estamos, para mí, en una de las dos partes más bonitas del término de Tafalla. 

En cualquier época del año este paisaje es fascinante pero, en invierno, se convierte en un lugar único. 

Más adelante caminamos entre pinos, ilagas y enebros. 

Entre los árboles, de repente, aparece la Laguna de Romerales. 


Está casi llena. La soledad y el silencio del entorno hacen que nos detengamos maravillados. 

Para evitar el barrizal del sembrado, rodeamos el cerro por buen camino. 

En un carasol, aunque el astro no brille, nos detenemos a echar un bocado. 

Rodeamos el depósito de residuos y salimos al camino que va al vertedero. 

11:15 horas. Caserío de la Laguna. 


En su interior no vemos a nadie, aunque hay varios coches aparcados. 

Nos hubiera gustado echar un vistazo al pequeño tentadero, si es que aún existe. Lo dejamos para otra ocasión. 

En la Laguna del Juncal hay una intensa "vida social". Los patos se pasean por su superficie como si interpretaran una pieza de ballet. 

Mirando al N. el terreno se llena de claroscuros. 


El sol se cuela por los huecos que se abren en la niebla y Tafalla le sonríe en este día sereno de diciembre.

Cruzamos otra vez la carretera de Miranda y subimos un tramo de la Cuesta de la Calera.



 







Torcemos a la izda. y, por el camino de la Celada, llegamos al olivar de Isabel y Agustín donde hacemos una breve parada.

A las 12:00 horas entramos en Tafalla por, como decía el Templao, los "enredos". 

La mañana se ha quedado fría. Se ha vuelto a espesar la niebla, como si quisiera quedarse a recibir al invierno, que entrará mañana a las once y dos minutos.

En este enlace se puede ver el recorrido de hoy. 

 


Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.

Navidad en la cantera de Ros (Tafalla)

 

I Un gitano honrado

José Luis Sanfelices era gitano, eso se percibía claramente en su tez aceitunada, sus ojos de azabache, su nariz fina y algo curvada, su pelo negro, ensortijado y abundante. Tenía las manos largas, con dedos finos como de guitarrista, de bailaor o de cestero. El resto de su persona, pues lo normal. Ni alto ni bajo; más bien delgado, fibroso; un moverse flemático y parsimonioso de raza vieja. Se cimbreaba algo al andar y siempre iba con la mirada al frente.

Había pasado sus veinticuatro años de vida en el pueblo riojano de Grávalos, dedicado a elaborar sillas de anea y toda clase de utensilios de mimbre, al igual que los hicieran antes sus abuelos, luego sus padres y sus tíos y ahora sus hermanos y sus primos. José, además, había adquirido una gran destreza en la confección de sogas, suelas de alpargata y objetos variados con esparto. Esta “ciencia” se la había enseñado un pariente de su padre, el tío “Galán”, que, cuando mermaron sus facultades físicas, habiendo permanecido soltero, por su carácter rondón y mujeriego, se había encontrado solo, sin familia y había ido a vivir con su sobrino, desde el pueblo navarro de Sesma. El tío “Galán” era un artista con el esparto, uno de los mejores de aquel pueblo donde, es sabido, habitan algunos de los más hábiles esparteros de España.

A José Luis Sanfelices le gustaba su trabajo, tocar la guitarra y echar unos cigarros y unos tragos con los amigos. Pero lo que más le gustaba era una mujer, una paya, de su edad, llamada Lucía Ramírez que vivía en su misma calle y que, muchas veces, pasaba delante del pequeño taller donde trabajaba el gitano, siempre con la puerta abierta y las manufacturas expuestos en la acera, en horas de trabajo. Ella retardaba el paso y miraba hacia el hueco a ver si veía al muchacho. Esto ocurría ya hacía tiempo, desde que José Luis se había convertido en un hombre hecho y derecho y ella, Lucía, en una moza rubia, bien proporcionada, guapa y de tez rosada.

La verdad, cuando José Luis se dio cuenta de que a ella le importaba algo, sintió una especie de deslumbramiento y, poco a poco, fue consciente de que no podía dejar de pensar en ella, ni de día ni de noche. Lucía y José Luis no se habían tratado nunca, más allá de lo obligado por la vecindad. En el pueblo solo había tres familias gitanas que se ganaban la vida con la artesanía y se comportaban con normalidad. El resto de habitantes los toleraban, pero mantenía las distancias entre unos y otros. Por eso, los gitanos y las gitanas, en edad de merecer, tenían que buscar pareja en los pueblos de los alrededores y, a pesar de estar bien entrado el siglo veintiuno, aquello se mantenía a rajatabla, al igual que había ocurrido siempre.

José Luis estaba desconcertado. Bebía los vientos por su vecina y no sabía cómo salir de aquel atolladero. No se decidía a hablar con ella; no se atrevía a hablar con los padres de la chica y, en fin, no se le ocurría qué hacer. La cosa se complicó cuando un día la vio pasar cogida de la mano de un mozo apuesto, rubio, como ella y, además, forastero. En ese momento, un ramalazo de celos y rabia cruzó todo su ser y le obnubiló el pensamiento. Se quedó petrificado; de primeras, no pudo articular palabra. Pasado un buen rato, consiguió levantarse del escabel donde, sentado, realizaba su trabajo y subió al primer piso de su casa. Su madre, que estaba en la cocina ocupada en sus quehaceres, lo vio entrar, pálido, y supo que algo le había ocurrido. Además, José Luis se sirvió cuatro vasos seguidos de vino que bebió casi sin respirar. El vino le devolvió el color. Su madre, prudente, no le dijo nada. Esperó a que el muchacho soltara la primera palabra.

-      Madre -consiguió articular con un hilo de voz- ¿dónde está padre?

-      Ya sabes, hijo que hoy es jueves y ha bajado al mercado de Arnedo a vender los cachivaches. Vendrá a primera hora de la tarde. ¿Qué pasa? ¿Te ocurre algo?

-      Sí madre. Tengo un problema. Pero quiero contárselo a usted y a padre cuando estén juntos, pues es un asunto serio que puede afectar a toda la familia. Esperaremos a que venga.

 

Luego, volvió a su trabajo. Creyó que era lo mejor que podía hacer. Las horas pasaron lentas. Por fin, su padre regresó. Después de que comiera, cuando el hombre estaba echando un cigarro y tomando café, el cestero subió a la cocina y, aprovechando que ni sus hermanos ni hermanas estaban en casa, relató sus cuitas a sus padres. Ellos, en un primer momento, no dijeron nada. José Luis sabía que su padre reflexionaría pausadamente lo que le había dicho y, por la noche, lo consultaría con su madre. Luego, ambos, tomarían una decisión. Sabía también que, dijeran lo que dijeran, tendría que acatar su dictamen. Era la ley de su raza y, ni por lo más remoto, se le habría ocurrido desobedecer pues se habría hecho acreedor de una maldición que truncaría su vida, su futuro y, lo que era peor, la de su familia.

Pasó la noche. El mozo no durmió nada. No hacía sino pensar en Lucía, en el intruso y en su triste situación. Se le ocurrieron, unas tras otras, varias soluciones, todas tremebundas y trágicas. Afortunadamente, con los primeros albores del día se disiparon, casi del todo, las malas ideas y se levantó algo aliviado. Tras el desayuno, cada uno fue a sus quehaceres. Todo indicaba que el día era otro más, un día de labor como casi todos. Sin embargo, al rato de ponerse a trabajar, el padre de José Luis fue donde su hijo y le indicó, con una leve seña que pasó desapercibida para el resto de los hermanos, ocupados en la elaboración de sus artesanías, que lo siguiera. Los dos hombres salieron de casa, anduvieron por el pueblo y, finalmente, llegaron al paraje llamado “La fuente de arriba”. Este era un lugar a las afueras del pueblo, casi siempre solitario y abierto por los cuatro costados. Allí podrían hablar a sus anchas, sin ser oídos.

-Hijo-comenzó el padre-. Tu madre y yo hemos hablado de lo tuyo y hemos llegado a una conclusión. Mira- y aquí al padre le bajó el tono de voz y se le frunció el ceño-, somos gitanos. Nuestra familia lleva muchos años viviendo en Grávalos. Ya sabemos que los payos no nos consideran de los suyos. Ni siquiera esos que en política se dicen de “izquierdas” y que miran, o eso dicen, por el bien de la clase trabajadora. Se ve que nosotros no somos de esa “clase”, porque como bien saben y lo hemos demostrado, trabajadores y formales sí que somos. Eso no nos lo puede negar nadie. Pero de ahí a que se case un gitano con una paya… ¡No lo verán mis ojos! Al revés, sí; ya lo hemos visto. Más de un payo se ha casado con una gitana guapa. Incluso en nuestra familia tenemos un ejemplo. Tu hermana Sara se casó con Miguel Salcedo. Y, la verdad, son felices y nos han dado varios nietos que son la alegría de la familia. Sobre todo, de tu madre.

Pero lo tuyo es diferente. No te puedes casar con Lucía Ramírez. Por tres razones. Escucha y óyeme bien hijo, que a mí y a tu madre, bien nos duele.

En primer lugar, ella es paya y tú gitano. Y no hay nada que hacer; en segundo, la moza se ha echado novio y tú ni siquiera habías hablado con ella, por mucho que te pareciera que te miraba al pasar. Por último, porque su padre, Ricardo es el agricultor más pudiente del pueblo y aún de la comarca. Recuerda que ha sido alcalde desde los tiempos de Franco. Luego con las derechas y, por último, con los socialistas. Un hombre con piel de camaleón, como muchos de nuestros paisanos, que cambian de piel o de chaqueta, según tengan que mirar por sus intereses. Y ahí, y esto viene de antiguo, no cabemos los gitanos. Es verdad que, en parte, nuestra raza se lo ha ganado. Pero otros muchos hemos sabido vivir de nuestro trabajo. Eso sí, a nuestro aire y con nuestras leyes, pero sin delinquir ni molestar. Por eso, tu madre y yo hemos convenido que solo hay dos soluciones. La primera, te puedes quedar; claro está esto conlleva el olvidarte de Lucía y buscar una mujer de tu raza; en segundo lugar, si no eres capaz de lo primero, te tienes que marchar. Y nos duele el corazón al decirte esto, pero, créeme, es lo mejor para ti y para nuestra familia. Nosotros ya somos viejos y no podemos afrontar problemas que acabarían con nuestra familia. Perdóname por decírtelo así, pero no hay mujer, por divina que sea, que valga el pagar semejante precio. Hijo, esto es lo que hay. Ahora, la decisión es tuya.     

 

 

 

II Éxodo

         Y ahí tenemos al muchacho. Después de ordenar su taller, como hacía siempre que terminaba de trabajar, seleccionó algunas de las herramientas más necesarias, por si se terciaba que podría ejercer su oficio en otro lugar. Tras preparar su equipaje y guardar a buen recaudo, en una faltriquera muy del gusto de los gitanos para llevar dinero, sus ahorros, que no eran muchos, se despidió de su familia, con pena, diciéndoles que les comunicaría, a menudo, por dónde andaba. De primeras, tomo el autobús de la mañana, que iba hasta Calahorra y, luego ya vería. Terminaba marzo y José Luis sabía que a partir de esa época se podían ganar buenos jornales como temporero en la agricultura. Él era cestero, pero al haberse criado en un ambiente agrícola entendía de la recogida de los muchos productos que se criaban en ambas márgenes del Ebro, lo mismo en el lado riojano que en el navarro.

Cuando llegó a la ciudad de Quintiliano pensó hacia donde continuar primero. Era la época del espárrago, y aunque sabía que muchos agricultores apalabraban su recogida con temporeros venidos, sobre todo, de Andalucía o de inmigrantes lo mismo legales que ilegales, seguro que habría trabajo en una de las muchas fincas que tanto se prodigaban por toda aquella comarca de La Ribera. Y así fue. Recogió espárragos en San Adrián; cerezas en Milagro; melocotones en Sartaguda; peras en Rincón de Soto y, ya llegado el final del verano, subió hasta Mendavia para trabajar en la vendimia. En algunos lugares, de primeras, lo recibían con frialdad por ser gitano y por presentarse solo, a pesar de ir aseado y con las ropas limpias, como siempre le había enseñado su madre. Él mostraba sus papeles. Estaba afiliado a la Seguridad Social y tenía todo en regla, y, casi siempre, acababan contratándole. En muy pocos lugares no le dieron trabajo. Cuando esto ocurría, José Luis no protestaba. Lo admitía con resignación y seguía su camino hacia otro lugar. Donde lo contrataban se daban cuenta en seguida de que era bravo para el trabajo y lo respetaban. Además, su carácter reservado y taciturno ayudaba a que lo dejaran algo a su aire. Normalmente se alojaba con otros jornaleros itinerantes en los lugares que los dueños de las fincas habían dispuesto para ese menester. A veces también la comida iba incluida en el jornal. Así gastaba poco y, cuando esto ocurría, menos trabajo. De vez en cuando, en alguno de los ratos libres, iba con alguno de sus compañeros, habitualmente con los que consideraba formales, a tomar unas cervezas a cualquier bar cercano. Incluso llegó, en dos o tres ocasiones, a acudir a las fiestas de alguno de los pueblos de los alrededores, que por esa época se iban sucediendo una, tras otra, con regularidad anual.

Cuando llegó octubre y la vendimia fue subiendo hacia el norte, José Luis le siguió los pasos. Mediado el mes, recaló en Tafalla. En esta ciudad consiguió que le alquilaran una casita vieja, en la carretera que salía hacia San Martín de Unx. Aún trabajó varios días por los pueblos de los alrededores. El trabajo de vendimiador escaseaba. La mecanización de esta labor había hecho innecesaria la contratación de jornaleros. Solo algunas personas mayores, que mantenían la viña más por romanticismo que por necesidad económica, y se veían solas, lo contrataron durante unos días. Hubo incluso quien recogió la uva para hacer vino en casa. Llegó noviembre. José Luis decidió permanecer en Tafalla y pasar en esa ciudad el invierno, con los ahorros que cuidadosamente había guardado. Decidió volver a ejercer su antiguo oficio de artesano cestero y espartero. Preguntando, se enteró de dónde se criaban los carrizos y las aneas. Se agenció una bici de segunda mano y se dedicó, antes de que llegaran los fríos, a cortar los materiales con los que iba a trabajar por los términos que le habían indicado. También se hizo con cañas y largas ramas de salcera, que crecían a la orilla del pequeño río Cidacos. Con ello se preparó para pasar aquel invierno. Hijo de su tiempo, era usuario de un teléfono móvil con el que llamaba, de vez en cuando a sus padres. La cosa, pensaba, es que podía haber vuelto a su pueblo, pero decidió dejarlo para la siguiente primavera. Aún le quemaba el recuerdo de Lucía y no quería volver a pasar otra vez por lo mismo. Por eso, esperaría al año siguiente. No imaginaba, ni él ni nadie, en diciembre de 2019, que el año nuevo venía con sorpresa. Sorpresa de las gordas y de lo más desagradable que pueda verse. ¿Quién iba a imaginar, a estas alturas de la historia, que al mundo le acechaba un mal universal que iba a poner a toda la humanidad en peligro?

 

III Cuando solo tenemos el amor

         Pero, a comienzos de enero de 2020, la opinión pública era desconocedora de lo que se venía encima y la gente, como es normal, estaba a otras cosas. Para el día de los Reyes Magos, José Luis decidió que a él también le iban a traer un regalo. ¡Cómo no! Les pidió una guitarra. Hacía meses que había dejado la suya en casa de sus padres, por no llevarla a cuestas por esos pueblos de Dios. Pero ahora que estaba un tanto asentado, creyó oportuno hacerse con una, le ayudaría a pasar las largas veladas del invierno.

         El viernes tres de enero cogió el tren por la mañana y fue a Pamplona. Deambuló por la capital navarra, que ya conocía algo por haber acudido tres o cuatro veces a los sanfermines, durante todo el día. Comió en un bar; compró algunas ropas, una manta y otros objetos que necesitaba y, por la tarde, volvió a Tafalla.

         Anochecía cuando llegó a su destino. Bajó del tren para ir a su casa, que estaba cerca de la estación. En el andén, sentada en uno de los bancos de hierro que había al lado de la taquilla cerrada, vio a una mujer sentada, con una mochila a un lado y gran un bolso al otro. A José Luis le dio la impresión de ser, más que una viajera, una transeúnte; una persona que iba por aquí y por allá, sin rumbo fijo. Cuando pasó a su lado, llevando agarradas las bolsas de las compras y la guitarra enfundada colgada de un hombro, pensaba que tenía ganas de llegar al que ahora era su hogar, pues se sentía cansado. Entonces, la mujer le dijo:

-      ¡Hola! ¿Oye, me puedes prestar algo de dinero? Estoy sin blanca y no tengo ni para coger el tren hasta Pamplona. Vengo de Tudela y al llegar aquí el revisor me ha echado porque no tenía billete. Y me ha dicho que diera gracias, pues por ser Navidad no iba a avisar a la policía. Si me puedes dejar algo, aunque sea para comprar comida, te lo agradeceré. Si no fuera necesario, no te lo pediría; además mañana intentaré encontrar trabajo o me las ingeniaré para ir a Pamplona, a ver si allí tengo más suerte que hasta ahora.

 

El hombre estuvo a punto de decirle que no le podía dar nada; que él también era pobre y tenía lo justo para vivir, pero, cuando miró a la cara a la mujer y se encontró con sus ojos, grandes, tristes, rodeados por la sombra de unas ojeras oscuras, sintió una pena y una congoja tan grandes que dejó las bolsas en el suelo para buscar en su faltriquera algunas monedas que dar a la vagabunda. Pero, mientras trasteaba buscando el refugio donde guardaba su dinero, se oyó decir como si no saliera de su boca y la voz perteneciera a otra persona.

- Oye, se me ha ocurrido que voy a hacer algo mejor. Ahí cerca tengo alquilada una casita y, si te parece, puedes venir y cenar y descansar en ella. Te aseguro que soy de fiar. Creo que es lo mejor que puedes hacer.

- Mira, estoy tan cansada que dormiría hasta en el filo de un cuchillo. Además, no estoy como para ponerme exigente. Y tengo que decirte que llevo ya un tiempo por esos mundos de Dios y sé defenderme sola. ¡Acepto tu ofrecimiento! ¡Mañana será otro día!

-Bien. Entonces, sígueme. Por cierto, me llamo José Luis San Felices ¿Y tú?

- Yo Ana María Galilea. Te sigo.

 

         Y los dos echaron a andar en silencio. Cuando llegaron a la casa, José Luis indicó a Ana María dónde dejar sus cosas, mientras él preparaba algo para cenar. Tras la cena, que ella devoró como si no hubiera comido en todo el día, lo cual era cierto, el gitano le dijo que podía dormir en su cama, que él dormiría en el suelo con su saco, al que estaba acostumbrado. Ella iba a protestar, pero cuando vio la determinación del hombre y con lo cansada que estaba no tuvo ganas de argumentar nada. La casita era pequeña. Tenía la cocina, una habitación y un baño, todo pequeño. Cenaron y, sin más dilación, se acostaron. A ella le costó poco, apenas cayó en la cama se quedó dormida con una respiración suave, casi inaudible. José Luis tardó mucho en conciliar el sueño. Estaba aturdido por el episodio de la voz que le había salido al ofrecerle su hospitalidad a la desconocida. No sabía qué pensar. Pasado un buen rato, se durmió con un sueño inquieto y desasosegado. Notaba que algo estaba ocurriendo, pero no sabía qué.

 

         Llegó la fría mañana de enero. El hombre se despertó y vio que la mujer todavía estaba dormida. Procuró no hacer ruido. Encendió fuego en la pequeña chimenea que había en un rincón de la habitación y preparó el desayuno. Para cuando Ana María dio señales de vida, olía a café y él se había tomado ya dos tazas, además de unas tostadas con aceite. Ella se levantó, fue al baño y, tras asearse, desayunó, sin decir una palabra. A la luz del día y tras el aseo, José Luis observó que Ana María era más joven de lo que parecía y le gustó su cara, morena, de rasgos finos, labios rojos y alguna peca aquí y allá, lo que confería a su aspecto una imagen algo traviesa y hasta juvenil. El pelo, ondulado y ahora bien peinado, le caía hasta los hombros. Vestía unos vaqueros y un jersey de lana. Era delgada y algo más baja que su benefactor.

 

         Después de desayunar, la muchacha comenzó a hacer el petate. José Luis estaba algo desconcertado. Por la noche se le había ocurrido decirle a la chica que no se fuera, que esperara a que el tiempo fuese más benigno. Ahora, algo azorado, no le salían las palabras. Creía que, si le comentaba que se podía quedar, pensaría que era para aprovecharse de ella. Pero, ni por asomo. A ella el mozo también le dio una mejor impresión que por la noche. En seguida se dio cuenta de que era gitano, pero le pareció guapo y observó que tenía la pequeña casita bastante bien apañada y que presentaba un aspecto de persona limpia. Pensó que no le habría importado nada quedarse. No tenía ganas de seguir deambulando de aquí para allá, sin arrimo; sin nadie que la esperara; sin nadie que la echara en falta.

 

         A veces las cosas ocurren y no vemos el porqué. Cuando él le iba a decir a ella que se quedara, ella le iba a comentar que no le importaría nada quedarse. Los dos comenzaron a hablar a la vez. No acabaron de decir nada coherente y se echaron a reír al unísono. Quizá porque todavía era Navidad, él vio algo especial en sus ojos y ella, a su vez, observó un brillo diferente en su cara. De repente, como suele ocurrir, ambos se dieron cuenta de que no se habían encontrado por casualidad.

 

         Hablaron. Primero ella contó a José Luis una infancia y una adolescencia ciertamente desgraciadas allá abajo, en Viana, auspiciada por una madrastra que tenía absolutamente dominado al padre de la joven. Había tenido que irse de su casa, no hacía mucho y estaba bastante asustada sobre su futuro. Él, a su vez, le relató la historia que todos conocemos. Decidieron unir sus caminos y ¡qué fuera lo que Dios quisiera! A partir de aquel día convivieron de una manera formal. Él era delicado con ella; ella lo miraba cada vez con más ternura. Se enamoraron. Aquel invierno fue, hasta entonces, el mejor de sus vidas. El amor lo puede todo. Si hubiesen sabido francés, que no era el caso, habrían entendido y saboreado aquella canción de Jacques Brel que dice “Quand on a que l’amour…” y comprendido dónde estaba su mucha riqueza.

 

IV Ahora sí. Navidad

         Pero, el diablo que todo enreda, tenía preparadas ya sus trampas para los simples mortales que pueblan la vieja Tierra. Pasó enero; paso febrero; llegó marzo de 2020 y, como diría aquel mítico grupo de rock “ha estallado el obús”. Este interludio os lo voy a ahorrar. Todos sabéis lo que hemos vivido en todo el mundo, de marzo a esta parte. Cada uno sabe lo suyo. Todos lo hemos sufrido y no sabemos en qué parará este desastre. Yo, menos que nadie.

 

         Lo único que os puedo relatar es lo que les ocurrió a Ana María y a José Luis, pues eso sí lo sé de buena tinta. Imaginaos. De marzo a junio, confinados. En el verano, “sálvese quien pueda”. El otoño, a verlas venir. Llegó el invierno y, por supuesto, la Navidad, que es lo que justifica el título de este relato. Quizá me he extendido demasiado en los prolegómenos de la historia de nuestros héroes, pero debo deciros que aún podría haber sido más prolijo contando los hechos. Bien, dejémoslo para más adelante.

 

         El caso es que, más o menos cuando se produce el otro fenómeno extraordinario de este año, la conjunción planetaria de Júpiter y Saturno, en diciembre, Ana María y José Luis ya no están en Tafalla. Digo mal, no están en la ciudad, sí en su término. El año ha sido malo. El trabajo poco. Los dineros, se han acabado. José Luis no tiene alma de ocupa. Su espíritu honrado le hace abandonar la casita que era su hogar porque no puede pagar el alquiler. Ha recurrido a Cáritas; ha recibido alimentos de la Cruz Roja; ha buscado trabajo. Pero, nada. Ahora él y Ana María ya no tienen quién los ayude. Recogieron sus bártulos; cargaron un pequeño carro que José Luis compró a un hortelano viejo, con el que iba quizá el último borrico de Tafalla, y fueron hasta un paraje que el hombre había descubierto en sus correrías en busca de esparto, allá entre las carreteras de Larraga y Miranda: La cantera de Ros o “Malamadera”, en el término de Valditrés.

 

         La cantera, de yeso, es un artístico y barroco corte del terreno de donde se extrajo yeso, tras la guerra civil, y que hoy está abandonada. Cerca hay un pequeño cobertizo, todavía con aspecto sólido, que se levantó como apoyo para los obreros de la cantera, una balsa, no muy grande, rodeada de aneas y, algo más arriba, la fuente que alimenta la balsa. El pequeño valle está en un enclave de pinos plantados en los años veinte y poblado de romeros que, en el momento de este relato, comienzan a vestirse de flores azules. El ambiente es frío, ¡es invierno! Pero no puede oler mejor: pinos, romeros, aneas, carrizos, juncos, tierra mojada y el sempiterno cierzo… 

 

         No os he comentado dos cosas, todavía. Una que, en lote del carro y el borrico que José Luis compró al viejo hortelano también una vieja cabra, quizá tan vieja como su dueño, pero que aún daba leche. La segunda y quizá lo más importante de la historia, es que Ana María iba a dar a luz, de un momento a otro. En efecto, aquella noche del 24 de diciembre la cosa estaba a punto. José Luis había acumulado una ingente cantidad de leña, abundante por aquellos lugares y de agua de la fuente. Había instalado a su compañera de la manera más cómoda que había podido, a un lado el borrico, al otro la cabra, para darle calor, y preparado lo que él creía que podía hacer falta. Pero estaba aterrado. No sabía nada de nada de qué hacer en aquellas circunstancias. No se le ocurría a quién acudir; además no se podía ausentar de allí, no podía dejar sola a Ana María. ¡Estaba desesperado! Hacía meses que no tenía teléfono, pues el poco dinero de que disponían lo necesitaban para comer. Tendría que arreglárselas como pudiera. Lo único que le salió, de repente, fue rezar. Aunque no era un hombre muy religioso, recordaba perfectamente las oraciones que le había enseñado su madre, cuando era niño. Por lo bajo, comenzó: “Padre Nuestro…”, “Dios te salve María…” y, así, un rato largo. A su vera, Ana María, amodorrada, tenía un semblante plácido, entre el burro y la cabra, pero, de tanto en tanto, un rictus de dolor le cruzaba la cara y emitía un débil gemido.

 

         Parecía que el tiempo, todo el tiempo del mundo, se hubiese detenido en aquel instante. José Luis seguía rezando; Ana María gemía; la noche iba cayendo, fresca y húmeda. Arriba, en el cielo, podía verse un punto brillante allá, casi en el horizonte, hacia el suroeste… De repente, como si las estrellas se hubiesen hecho añicos sobre el suelo y se moviesen en zigzag, como esos cohetes llamados “borrachos” que echaba el alguacil por el suelo de la plaza, para hacer saltar a chicos y mozas en las fiestas de antaño, por el camino, luces a pares: dos, cuatro, seis ocho, diez…

 

         Poco más tarde, ruido. Ruido de truenos, ¿de truenos? No; de motores. En la claridad de la noche se distinguían un coche blanco; un coche azul; un coche con cuadros reflectantes; un coche rojo y un coche verde, en caravana.

 

         Paran al lado del cobertizo. Primero se bajan la médico y la enfermera; luego Ángel, el pastor, e Iñaki el párroco; más tarde, dos policías municipales; dos policías forales y, por último, dos guardia civiles, una mujer y un hombre.

La médico y la enfermera, en seguida, se hacen cargo de la situación. El pastor y el cura, rezan al lado de la entrada. Arriba la luna llena casi eclipsa a los planetas que, juntos, quieren también iluminar la noche. Más atrás, esperando a ser necesarios, los policías municipales, con un termo de sopa; los policías forales con mantas y toallas; los guardiaciviles con ropa limpia y prendas de abrigo.

 

         José Luis se sienta en un extremo del cobertizo y espera, temblando. Poco a poco, como en un engranaje bien engrasado, todo se va deslizando con parsimonia. Pasa una hora y un rato y… ¡Un gemido!, ¡un lloro! Al final, un llanto estridente cruza la noche y el frío y se pierde hacia el horizonte. Entonces, todo el mundo entra en acción. Con eficacia, con buen hacer… Alguien grita:  “es una niña. Una niña preciosa”. Tras un rato, en el coche blanco se van la médico, la enfermera, Ana María, José Luis ¡y su hija! En otro, Ángel, el pastor e Iñaki, el cura. Más atrás, en caravana, el coche a cuadros fosforescentes de la Policía Municipal; el coche rojo de la Policía Foral y el coche verde de la Guardia Civil. Todos hacia Tafalla. Todos con la satisfacción del deber cumplido. No han pasado una Nochebuena más emocionante, más gratificante, en su vida. Posiblemente no pasarán otra igual. En el cobertizo, el burro y la cabra se quedan solos bajo la noche luminosa, fría y estrellada, pero no les importa, se duermen.

 

                                               V Epílogo

         Imagino que pediréis una explicación y, claro está, os la daré. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo se habían concatenado los hechos para que el desenlace fuera feliz? Bien, es sencillo. Cerca de la cantera de Ros, del cobertizo, de la balsa, de la fuente y del prado de Valditrés, hacia el sur, hay un corral y un caserío llamados “Eulalio” y “La Escolara”. Ambos están cerca y aún sostienen un buen rebaño que, a la sazón, pastoreaba Ángel Guardans, hombre de unos cincuenta años, que había bajado de sus pirenaicas tierras oscenses para casarse en Navarra. Buen pastor, trajinaba su rebaño por aquellos términos tafalleses: Candaráiz, Tamarices y Valditrés. Hacía ya un tiempo que se había percatado de la llegada de la pareja y observado el estado de buena esperanza de la mujer. Un día de asueto, se había acercado a la parroquia tafallesa de Santa María y había hecho partícipe de su descubrimiento al párroco. Más aún, le había transmitido sus temores acerca de la futura criatura y su entorno. Iñaki, el párroco, había tomado en consideración el comentario del pastor y se puso manos a la obra. Dio parte al Ayuntamiento, a la Policía Foral y a la Guardia Civil, además de a los Servicios sociales, que lo habían comunicado al centro de salud. Lo demás, es fácil de adivinar. La historia terminó bien.

 

         ¿Bien? No. La historia terminó muy bien. Después del nacimiento de su hija, a la que pusieron por nombre Esperanza, a Ana María y a José Luis los contrataron para trabajar en la Residencia de la Tercera Edad “Nuestra Señora de Egipto”, de Barásoain. Y allí que fueron los tres. Os suena la historia, ¿no?

 

         Por cierto, al borrico y a la cabra los adoptó Ángel, el pastor, que también se quedó el carro, como regalo, además de ser el padrino de la niña. Si algún día vais a pasear por Candaráiz, por Tamarices o por Valditrés, seguramente podréis verlos a todos, retozando felices rodeados de ovejas y de perros juguetones, como si de una antigua historia bíblica se tratara.         

 

¡Feliz Navidad!

Buen camino. Vale.

 





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