miércoles, 26 de enero de 2022

Dos piedras en la Gariposa


Domingo, 23 de enero de 2022

Un encuentro casual hace un par de semanas con un cazador y conocedor del término me proporcionó una información valiosa. 
En el alto de la Gariposa, cerca del desaparecido corral, hay una piedra con una inscripciones y la firma de un viejo conocido nuestro. 
Las abundantes lluvias de hace quince días y una excusión montañera aplazada desde hace mucho tiempo nos han impedido visitar la zona hasta ahora.
Hoy lo vamos a hacer. 
Son las 08:30 horas. Estamos junto al cartel del recorrido SL-NA 179 cerca del Centro de Salud. 



La temperatura es baja, -3º. 

Carámbanos en enero, llenan el puchero.

El cielo está despejado y los campos  blancos por la helada. 
Salimos por el camino de las Yurtas.


Las gallinas, protegidas por su plumaje, picotean en la hierba helada buscando el sustento de la mañana. 
En las inmediaciones del Caserió de Osés hay varios coches aparcados. 
En sus remolques, los perros aullan inquietos esperando a ser liberados para correr tras los asustados conejos. 
09:15 horas. Llegamos a la primera balsa.



La que nosotros conocíamos como la de Patuca nos dicen algunos conocedores de esta zona que es la de los Ricos. Ha sido desbrozada hace unos meses, lo que permite ver la pequeña balsa (en realidad lo que se le llama el pozo) más cercana a Tafalla. 
La superficie está dura y rugosa. Las heladas de estos últimos días se dejan notar. 
Seguimos en dirección N. 
Llegamos a la siguiente balsa que, según esas informaciones, sería la de Patuca. Tenemos que contrastar esa información y si es preciso, rectificaremos lo que hemos escrito en otras ocasiones.




De menor tamaño que la anterior, los carrizos casi no dejan ver la superficie helada. 
Continuamos por el camino de enfrente. Nos adentramos en el Tajubo. 
Sabemos que no tiene salida porque muere en una finca particular. 
Llegamos a la puerta metálica –que está cerrada– y nos disponemos a volver cuando llega el dueño con su furgoneta. 
- Nos has pillado cuando íbamos a entrar a robarte - le decimos en broma. 
- Poco hay p·a llevarse –nos responde– ¿queréis entrar?
Y entramos. 
Damos una vuelta por las instalaciones y charlamos un rato de lo mal que está todo. Tiene dos pozos de perforación pero dice que en veranos anda escaso de agua. 
Volvemos al camino y llegamos al cruce con el SL. 
Por camino ancho que pronto se convierte en sendero llegamos hasta donde estaba el Corral de la Gariposa. 
No han dejado ni las piedras. 

Las demás localizaciones pertenecientes a este mundo del (de la Edad) Hierro se han hallado básicamente en los terrenos de Candaraiz y Romerales, así como en otros emplazamientos de clara vocación estratégica de Vaquero, Busquil y Gariposa. (Rosa Mª Armendáriz Aznar)(Revista Panorama n 32)

Antes de iniciar la búsqueda de la piedra, en un carasol, paramos a echar un bocado. 
Comenzamos la búsqueda. 
Con la fotografía que me facilitó mi informante y con tijeras de podar en mano rebuscamos entre las zarzas. 
11:30 horas. Aparece la primera piedra.


 
Medio escondido por la vegetación, un pedrusco de buen tamaño tiene grabado una especie de sol. Junto a él la firma del "artista". Tintán 1942. 
Echamos un vistazo a la fotografía porque nos damos cuenta de que esa no es la que buscamos. 
Efectivamente, de casualidad, hemos encontrado otra diferente. 
Juanjo escudriña el terreno y con la foto en mano deduce donde está ubicada la otra piedra. 
Las zarzas la ocultan casi por completo. 
Las tijeras cumplen su cometido y... ¡ésta es!
Nos acercamos y comprobamos que es la que nos habían indicado.



El dibujo es diferente al anterior. Mucho más elaborado.


Y a su izda. está también el nombre del autor, pero esta vez sin fecha. 
Decidimos regresar. El paseo de hoy ha sido productivo. 
Por el camino que baja al que va a Valdetina, llegamos a Macocha.


La parada en la presa de Recarte o del Cascajar es obligada.
El río baja alegre. Las orillas muestran un paisaje invernal. 
En los charcos sombríos, el hielo sigue duro. Viene otra jornada de frío. 
Estamos en enero y es el tiempo que tienen que hacer.

 

Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.


El Vigilante de La Gariposa (23 de enero de 2022)

 

(Casi Todos los personajes y los hechos que contiene esta narración, se deben a la imaginación del autor. Toda semejanza con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia)

 

“Cuando escucho los lamentos en la noche,

que el viento en su boca trae presos…”

(Grabado en una de las ventanas de la espadaña de la Iglesia de San Nicolás, en el despoblado de Rada)

Aquel domingo de octubre del año 1957 volvieron a oírse los disparos por los alrededores del corral de la Gariposa, al norte de Tafalla. Apenas había amanecido y aún podía verse, hacia el oeste, el gran ojo lunar que, lechoso y pesado, iba cayendo lentamente para esconderse tras los altos de la Lobera.

Poco a poco, El Vigilante percibía con más nitidez, según clareaba la mañana, los detalles de aquel paisaje rústico y montaraz que rodeaban la colina donde se asentaba el sólido redil de piedra. Desde allí se divisaba una amplia extensión, varios kilómetros a la redonda.

Por el momento no había novedad. El Vigilante hizo, con parsimonia, un giro de trescientos sesenta grados, apuntando con sus prismáticos a todo lo que se veía: valles, barrancos, colinas, arbolado disperso, robles y encinas, que rodeaba las piezas de cereal, preparadas ya para la próxima siembra y que formaba un regular ajedrezado, que los técnicos denominaban bocage, y no vio nada que le llamara la atención.

Terminó su periplo visual deteniéndose un momento cuando dio vista al camposanto del Pueyo, allá hacia el norte, que, desde la perspectiva que él tenía, parecía adosado al muro sur de la antigua ermita de Santiago.

“Cierzo, cierzo de muertos -pensó-. Mal presagio. Los tenemos demasiado cerca y no es bueno quitar vidas donde moran los que ya no la tienen. Pueden quedárselas y usarlas a su antojo. Y, además, luna llena. Habrá que estar atentos, no sea que tengamos un disgusto hoy. Precisamente hoy, que el alcalde ha invitado al señor Gobernador a cazar palomas. ¡Cristo! ¡Qué día me espera!”.

Tras estos pensamientos, el hombre se estremeció. Siguió con su callada tarea, deseando que el sol subiera por los altos de Valgorra y templara el ambiente, cuanto antes. No soportaba bien el frío desde que, quince años antes, se le metiera en el cuerpo allá por las estepas rusas, en el frente de Novgorod. Había sido uno de los muchos españoles que fueron a luchar al frente ruso con la División azul.

De aquellas tierras se había traído, además del frío, que se le había encapsulado en el cuerpo para siempre, una condecoración de Caballero de la Cruz de Hierro, que le fue impuesta por su valor. Durante dos días, con sus noches, había impedido el avance de un pelotón ruso, permaneciendo emboscado en un nido de ametralladoras, entre la nieve, mientras sus compañeros caían, uno tras otro.

Él se salvó por los pelos. Cuando ya se daba por perdido y había hecho acto de contricción, encomendándose a San Sebastián y a la Virgen de Ujué, llegaron las tropas alemanas y lo rescataron. Eso sí, tuvo que estar hospitalizado dos meses y a punto estuvieron de cortarle los dedos de los pies, que se le habían congelado.

Pero, al final, logró salvarlos. Más tarde, cuando volvió a Tafalla, su madre donó a la iglesia de Santa María la medalla. “Para el tesoro de la Virgen-le dijo al Párroco don Antonio-. Por haberme devuelto al hijo, sano y salvo”. Hay quien dice que, al párroco, a don Antonio, no le hizo mucha gracia semejante objeto, pero no tuvo más remedio que aceptarlo para no desairar a la pobre mujer que quería con ello honrar a Nuestra Señora. El cura, en su fuero interno se consoló recordando el dicho evangélico que rezaba: ”No juzguéis y no seréis juzgados”.

Cuando miró hacia el sur, hacia las dos balsas que se abrían al lado del camino de La Pedrera, separadas por una distancia que no llegaba al kilómetro, y que los tafalleses llamaban La Balsa de los Ricos y Balsa de Patuca, respectivamente, pudo observar que los cazadores y sus ayudantes ya habían llegado.

Avanzaba la mañana y El Vigilante sabía que las palomas no tardarían en aparecer, empujadas por el cierzo. Se preparó para hacer su tarea, pero antes, en previsión de que la mañana se presentase animada de tiros y de aves, abrió la navaja y aprovechó para comer algo de queso y chorizo, con un cacho de pan y dar un par de tientos a la bota. Reconfortado, sacó de su morral el artilugio, como él lo llamaba y lo armó.

El artilugio, como él lo llamaba, consistía en una especie de tirabeque de gomas montado sobre una larga madera plana, que lanzaba unos círculos pintados de blanco, de madera, de diámetro como un palmo, y que El Vigilante debía lanzar hacia las balsas, cuando divisara una bandada de palomas que se dirigían al sur.

La idea, como puede suponerse, no era suya. El Vigilante era, además de guarda de campo, cazador. Por ello, conocía la forma de cobrar palomas que se usaba en el norte, en la frontera con Francia, y, discurriendo, discurriendo, había adaptado la técnica para cazar desde las palomeras de la tierra tafallesa.

Y el invento no le había salido mal. Únicamente, había tenido que suprimir el mango que tenían los originales y preparar un dispositivo que impulsara lejos la paleta. Al no poder situarse en las palomeras que frecuentaba a tanta altura como desde la que disparaban en Echalar con la mano, El Vigilante fabricó un aparato para hacer que el reclamo llegase a la mayor distancia posible.

 

El hombre no había patentado su invento. No lo creyó necesario. Dejó que quien quisiera se aprovechara de él. Algunos pensaban que era una lástima, pues, ¿quién sabe?, a lo mejor se habría hecho rico. O, al menos, habría quedado en los Anales como uno de esos inventores navarros, geniales, que el escritor don José María Iribarren había citado en alguno de sus libros.  

Acabó a tiempo. Nada más terminar de armar cuatro de dichos artilugios divisó una bandada de palomas que sobrevolaba el Portillo del Sastre y se enfilaba hacia las balsas. Supuso, pues ya no los veía, que los cazadores de una y otra balsa estarían ya dispuestos, cada cual oculto en su apostadero. Calculó el momento en que debía lanzar las paletas: “una…, dos…, tres… y cuatro! Lanzó dos cerca de la Balsa de los Ricos, y las otras dos cerca de la Balsa de Patuca.

 Las palomas, engañadas por el sencillo reclamo se dispersaron y se lanzaron hacia el agua unas a la primera balsa; otras a la segunda. ¡Aquello parecía El Álamo! Tiro va, tiro viene, la bandada quedó diezmada. Las que no habían sido alcanzadas volaron hacia el sur tan deprisa que, si la cosa hubiera sucedido quince años más tarde, las habrían confundido con los aviones Phantom II F-4, que lanzaban bombas en la Bardena y daban la vuelta justamente sobre Tafalla, rompiendo la barrera del sonido.

Y tras la tempestad, la calma. Cesaron los tiros; se cobraron las piezas; y cada mochuelo a su olivo, digo, cada cazador, volvió a apostarse en su cado. La cosa se repitió varias veces más. Hasta que, a media mañana, pararon para almorzar. El Vigilante volvió a utilizar sus prismáticos y pudo ver que ambos grupos se habían reunido en la Balsa de Patuca, la más grande de las dos, donde los ayudantes estaban encendiendo fuego para asar las costillas de cordero, plato fuerte, pero no único, del almuerzo campestre.

En efecto; a la carne se le añadían el chorizo, el queso, el jamón, conservas de varias clases… Todo ello regado abundantemente con tintos y claretes de la tierra, que eran libados, ora en tripudas botas, ora en rebosantes vasos de cristal. Cada cual bebía según su costumbre. Viendo el ágape, se entendía que de aquellos cazadores alguno de los ayudantes afirmara, con algo de sorna, que eran unos “verdaderos Monarcas de la alimentación”.

Cuando llegaba este momento, El Vigilante dejaba su puesto y bajaba a participar del festín. Pensaba que se lo había ganado. No iba a estar solo para engañar a las palomas o para recoger, al día siguiente, junto a otros empleados del ayuntamiento, todas las mierdas que los ricos dejaban por allí.

Como conocía el terreno, se encaminó hacia la Balsa de Patuca. En vez de bajar por la senda que desde el corral de la Gariposa desembocaba en el camino, junto a la Balsa de los Ricos, se encaminó en línea recta hacia la otra. Así bajaría antes y podría participar del condumio antes de que se acabaran todas las viandas.

Ya estaba casi abajo, cerca del camino. Para llegar hasta los cazadores debía pasar junto a un caserío, a la sazón abandonado, que había servido de vivienda durante muchos años a una familia que se había trasladado a Tafalla. Los tiempos cambiaban y la gente iba buscando cada vez más comodidades y facilidades para vivir. Los hijos debían estudiar, los trabajos de la ciudad proporcionaban sueldos fijos, y al campo se podía ir con más rapidez que antaño gracias a los vehículos.

El Vigilante llegó a la altura del caserío que ya había empezado su declive y presentaba algunas paredes derrumbadas. Distraído como iba, en un primer momento no fue consciente, pero un segundo después paró en seco. Abrió mucho los ojos y vio, o le pareció ver dentro de las ruinas, una figura, con boina, vestida de oscuro, apostada en una de las ventanas. Se acercó con sigilo. El hombre, parecía que lo era, no se percató de su presencia. Estaba concentrado apuntando con una escopeta, desde la ventana, hacia el grupo de cazadores que seguía almorzando, ajenos al peligro que corrían. ”¡Va a dispararles”-pensó El Vigilante.

No dudó un momento. Sin hacer ruido, aprovechando que el sujeto seguía concentrado en apuntar su arma, cogió una piedra del suelo y le golpeó en la cabeza, por encima de la boina. Cayó hacia atrás, como un fardo, la escopeta agarrada todavía, afortunadamente sin disparar, pues no había montado los gatillos. Antes de que la sangre, que resbalaba boina abajo le cubriera el rostro, El Vigilante lo miró. “¡Jodo!-se dijo-. ¡Si es mi amigo Chapela! ¿Qué hace este aquí? ¡Y apuntando a esos con la escopeta! ¡Y le he dado fuerte! ¡Cómo sangra! ¿Y si lo he matado?”

El Vigilante era un hombre resuelto. Miró por la ventana y vio que el grupo, al otro lado del camino, seguía al lado de la balsa, almorzando. Ahora tomaban café que iban sacando de unos termos. También degustaban diversos licores. Pronto, dedujo, empezarían a cantar. “Mejor-pensó-. Así me podré llevar a este de aquí sin que me vean. No creo que nadie me eche de menos”. Y agarrando al herido se lo cargó al hombro y volvió sobre sus pasos, hacia el corral. El pastor había salido con el hato casi al amanecer, cuando él llegaba. Sabía que no volvería hasta la tarde.

La subida fue penosa. El herido gemía, de vez en cuando. Pero El Vigilante era un hombre sufrido. Por fin llegó al corral y entró hasta lo más oscuro donde, en un rincón, depositó su carga. Luego, salió y se percató de que no había nadie por los alrededores. Después de descargar y enterrar la escopeta volvió a entrar. Cogió otra vez al hombre y lo sacó hasta el serenado del corral. Allí, en un extremo de la tapia había una pequeña casa de piedra que servía de cobijo al pastor durante el buen tiempo.

El Vigilante entró y cogió algunos trapos y agua. Luego, comenzó a curar al hombre que, salvo algún que otro gemido, seguía inconsciente. Con cuidado, le quitó la boina que estaba hecha un amasijo, pegada al cabello con sangre que empezaba a resecarse y, despacio, le limpio la herida. Esta era bastante aparatosa, pero la boina había amortiguado la dureza de la piedra. El shock se debía más al golpe que a la incisión. Le limpió también la cara y le ató un trapo alrededor de la cabeza, tapando la herida, que había dejado de sangrar. Parecía un amortajado.

Volvió a salir. No se veía a nadie. Aquel no era un lugar muy frecuentado. Por ese lado estaba tranquilo. Cuando entró, el hombre movía la cabeza y gemía. Se estaba despertando.  El Vigilante esperó un rato a que el otro recobrara la conciencia. Cuando vio que lo miraba le preguntó:

-¿Qué pasa, Chapela? Casi te mato. ¿Qué leches hacías entre aquellas ruinas, apuntando a todo quisque de aquella manera tan feroz? Y con la escopeta cargada con balas de jabalí de 180 grains ¿Pensabas tumbar a alguien, o qué?

- ¡Ospas! Genaro-que ese era el nombre cristiano de El Vigilante-. ¡Eres tú! ¡Pues sí que me has pegado fuerte! ¡Cómo duele!

-¿Que te duele? ¡Más te habría dolido si aquellos de abajo te llegan a pillar, después de hacerles un salchucho! ¿Qué querías, cargarte a alguno o qué?

-A alguno, no. A Uno. ¿Tú sabes quién está allí abajo, de incógnito? ¡Claro, no tienes ni idea! ¡A ti te lo van a decir! Ahí abajo-Chapela bajó la voz y habló muy muy despacio-, ahí abajo está cazando el mismísimo Franco, con varios de sus escoltas personales. Invitado por las autoridades. Si miras bien, verás también, entre otros, al Gobernador Civil. ¡Mira, mira bien! ¡A ver qué ves!

Y Genaro, El Vigilante salió del corral, con cuidado, y apuntó sus prismáticos hacia la Balsa de Patuca. “¡Jodo petaca-pensó- sí, parece que sí! ¡Que es el mismísimo Caudillo! ¡Y yo sin enterarme! Ahí está, al lado del Alcalde, y de ese otro tan bien pertrechado, que supongo que será el Gobernador Civil”.

Cuando se cercioró de que Chapela decía la verdad, volvió a entrar al corral.

-¿Qué-le preguntó este-, es o no es?

-Sí, sí, parece él. Tal y como lo sacan en el NODO, inaugurando los pantanos esos-respondió el guarda, balbuceando-. Pero yo oí ayer, en la radio, que Franco iba a estar en Valencia, para enterarse de lo que había ocurrido en las inundaciones del día catorce. Parece que van ya más de ochenta muertos.

-Pues ya ves. Por lo visto no ha ido a Valencia, pues está por aquí. Como le gusta tanto cazar y gandulear, habrá enviado a alguno de esos dobles que tiene y que dicen que aparecen en su lugar, por si las moscas.

-Pero tú, sinfundamento, ¡qué sabrás tú! ¿Cómo te has enterado de que El Caudillo iba a venir a Tafalla? -preguntó el guarda, poniendo cara de suma extrañeza.

-Pues fácil. Ya sabes que mi tía Dolores trabaja para la viuda de don Marcelino, el que le ayudó a crear el Archivo de Salamanca. Y sé de buena tinta que Franco visitaba, de vez en cuando, de incógnito, al matrimonio, cuando aún vivía el hombre, pues tenían mucha amistad desde la época en que aquel dirigía la Academia General Militar de Zaragoza, antes de la Guerra. Incluso estos días ha vuelto a visitarla. Y, entusiasmada, me lo contó a mí. Yo no se lo he dicho a nadie, pero los he seguido y he visto que había una oportunidad de librarnos del dictador. Y no me lo he pensado

-¿Y qué? ¿Pensabas volver a ganar la Guerra tú solo, otra vez? ¡Pero si tú eres más carlista que la Cruz de San Andrés, el Aspa de Borgoña!

- Precisamente por eso. Porque, después de ayudarle a ganar la guerra, Franco ha machacado al carlismo. Incluso nos está cerrando los Círculos y metiendo a gente en la cárcel. Así que, si conseguía quitarlo de en medio, pues ¡muerto el perro, se acabó la rabia!

-Pero tú estas mal, Chapela, muy muy mal. Y luego qué. Ibas a volverte tan ricamente a casa y ¡Hala, a seguir como si nada! Vamos, que la podías haber montado gorda, muy gorda. Lo mínimo era que acabaras fusilado, por lo menos dos o tres veces. ¡Más vale que te he pillado a tiempo, si no…! Mira, vamos a hacer una cosa. Nos vamos a volver a Tafalla, antes de que esos acaben el almuerzo. Ahí tengo la Guzzi. Te dejo en casa. Le digo a la Carmen, a tu mujer, que has venido conmigo, a ayudarme, y que te has caído y golpeado con una piedra. Que llame al médico. Yo volveré a la Gariposa, a que me vean. Y de esto, ni una palabra a nadie, o nos fusilan a los dos. ¡Ah! Y cuando te pongas bueno, te vas solico andando hasta Ujué, y le das las gracias a la Morenica de que no haya pasado nada. De paso, a ver si el cierzo te aclara las ideas, ¡sinfundamento, más de sinfundamento!

Y así se hizo. Y no pasó nada más. El Caudillo, o sus sosias eso no se conoce, vivió hasta el año 1975. El Vigilante y Chapela, algunos más. Ambos se llevaron su secreto a la tumba. Entonces, ¿qué como me he enterado yo de esta historia? Pues deduciendo, lectores, deduciendo. Porque sé de buena tinta que Franco vino a Tafalla, de visita, varias veces. Y de incógnito. Lo del atentado… ¡Bueno, como dicen los italianos… ¡si non vero e ben trovato!  

 

        Buen Camino.

¡Vale et Valete!