miércoles, 30 de diciembre de 2020

Por la ladera de Otaberal (Olleta)


Domingo, 27 de diciembre de 2020

Desafiando a la tormenta "Bella", decidimos dar una vuelta por el monte de Olleta. 

Los rincones que hemos ido descubriendo en nuestros paseos nos sugieren una excursión de invierno para disfrutar de una naturaleza, aparentemente, muerta, pero llena de colores y sonidos. 

Son las 08:30 horas. Aparcamos en la plaza de Olleta. 

El termómetro marca -2º. El cielo está despejado y los guantes y gorros hoy son imprescindibles. 

Año heladero, año aceitero. 

Antes de salir por el camino del Pinar, nos detenemos a contemplar el puente medieval sobre el río Sansoain. 

La riqueza monumental de este pequeño y bien cuidado pueblo nos invita a dar una vuelta por sus rincones entrañables. 

La suave pendiente por la que abandonamos el caserío no es suficiente para hacernos entrar en calor. 

En los caracierzos de los campos, la nieve se va acumulando. La temperatura no permite el deshielo. 

08:50 horas. Cruz de hierro.

La parada es obligatoria. 

El 16 de junio de este año estuvimos por aquí y su descubrimiento supuso una grata sorpresa.

En ambas caras, tiene elementos tallados de la Pasión y está coronada por una pequeña cruz de hierro que, al parecer, sustituye a la desparecida original de piedra. 

Caminamos diez minutos y nos detenemos en la Roca del Marchante. 

Un pedrusco de un tamaño considerable que tiene una curiosa leyenda sobre un pobre hombre aplastado por ella. 

En la otra orilla del camino se encuentra la senda que se interna en el robledal y que lleva a la Peña de los Cuervos. 

Hoy no vamos a subir a ella. Nuestra idea es caminar por la ladera de Otaberal; adentrarnos por sus sendas y descubrir nuevos parajes. 

09:20 horas. Corral de Uterga. 

Se encuentra junto al camino y está en ruinas. 

Enfrente, y también en ruinas, las paredes del Corral del Herrero se confunden con la vegetación. 

Por amplio camino, entre pinares, seguimos adelante. 

Hay una bifurcación. 

Desechamos la ruta de la izda. y continuamos por la dcha. 

El monte, poco a poco, se transforma. 

Los pinos dan paso a los robles, enebros y bojes. 

Un pastor eléctrico nos cierra el paso. 

Lo pasamos por debajo. 

Vera, la galga, toca con su lomo el cable y lanza un aullido de dolor. 

La descarga, aunque poco intensa, provoca que salga de estampida. 

El camino se convierte en senda y ésta en sendero de animales. 

Vamos subiendo despacio por ladera. 

La vegetación y la hondonada del terreno hacen que entremos en calor. 

Cuando llegamos al tendido del pastor eléctrico, salimos a uno de los caminos que dan comunicación al parque eólico. 

Un reguero largo de sangre llama nuestra atención. 

Al subir hemos escuchado tiros en esta parte del monte.  

Unos metros más adelante estamos ante lo que ha debido de ser "el cuerpo del delito".

10:50 horas. Monte Lerga. 982 m

Aprovechando su pequeña cima colocaron un enorme molino. 

Sacamos los almuerzos y disfrutamos del paisaje. 

Tenemos enfrente la Higa e Izaga con su cresta blanqueada por la nieve. A su izda. el Adi y a su dcha. Lakartxela. 

La mañana sigue fría. El viento, aunque suave, es helador. 

Por el camino principal, un grupo de ciclistas pasan veloces. 

Algunos son de Tafalla y nos saludan. Los últimos del grupo jadean con el esfuerzo y consiguen no quedarse retrasados. 

Un camino viejo a la dcha. desciende hacia el pueblo. Lo tomamos.

De nuevo nos toca pisar nieve. 

Entre bojes y zarzas, un imponente caballo nos mira curioso. 

La ladera de Otsaragi está desnuda de arbolado. Su exposición al N. la convierte en un terreno duro e inhóspito. 

La bajada es cómoda. 

12:00 horas. Llegamos a Olleta. 

Por el lado por el que entramos al pueblo, la Iglesia es lo primero que nos encontramos. 

El hermoso tempo del siglo XII está cerrado. 

Contemplamos su portada...

y su crismón. 

En la plaza hay más vehículos. 

Un grupo de ciclistas suben por la carretera hacia el Alto de Lerga. 

De un coche se baja una pareja y nos pregunta la manera de llegar al Molino. Creemos que les habrán bastado nuestras explicaciones. 

Volvemos para casa. La calefacción del coche funciona de maravilla. Se nos olvidan las penalidades de la subida hasta el parque eólico. 

En este enlace se puede ver el recorrido de hoy


Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.



                                                         Vista de Bozate


El marchante de Bozate (Arizcun, valle de Baztán)

Marchante¹ (Del fr. Marchand.) [] 4. Buhonero, vendedor ambulante (Diccionario de la RAE).

 

Agote. “En el pueblo de Arizcun, uno de los 14 que [] componen el valle [de Baztán], hay un barrio llamado Bozate, cuyos habitantes son conocidos con el nombre de Agotes, tributarios del palacio de Ursúa, hoy perteneciente al palacio de Santa Coloma y situado en el expresado barrio. No se sabe su origen ni su introducción en Baztán, pero hechos constantes que se remontan hasta la oscuridad de los siglos, nos están atestiguando la humillación y el abatimiento de unas gentes generalmente despejadas, industriosas y pacíficas, del mismo carácter, de las mismas costumbres que el resto de los habitantes del país. Los agotes nunca han obtenido cargos públicos, ni la menor intervención en la administración económica y gubernativa del valle, como los demás vecinos; aun en la iglesia tenían paraje determinado. Los baztaneses jamás contraen matrimonio con personas de esta raza, y si puede citarse alguno que otro ejemplar, es muy raro y una excepción singular. Los legisladores navarros no han dejado de ocuparse en mejorar la suerte de estos infelices, pero, aunque en el día de hoy se ha disminuido mucho la prevención general contra ellos, más debe atribuirse a la acción poderosa del tiempo que a las disposiciones legislativas.”

(Pascual Madoz, “Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España (Madrid 1845-1850) volumen dedicado a Navarra”)

 

Nota del autor: Como suele ser habitual en estos casos, el autor se ve en la obligación de aclarar que los personajes y los sucesos contenidos en este pequeño relato son ficticios (excepto los episodios de la historia que recogen los libros y otros documentos). Sin embargo, los paisajes y topónimos, por donde discurren estas correrías, se ajustan a la realidad en su mayoría.

 

 

I La fuerza del prejuicio

El niño tardó en nacer. A pesar de que era el cuarto que su madre traía al mundo, su llegada no fue fácil. Quién sabe si se trataba una premonición, de aquel retraimiento que iba a marcar para siempre la vida de Pedro de Sala Insaurriaga. El día de San Pedro de 1900 estaba ya bien entrado, cuando el recién nacido lanzó sus primeros lloros y vagidos, que más bien parecían lamentos, al mundo. En la casa llamada “Andresena”, en el barrio baztanés de Bozate, perteneciente al pueblo de Arizcun, un nuevo miembro de la familia fundada años antes por Martín de Sala y Catalina de Insaurraga aumentó, en uno, el número de los “agotes” de aquel lugar que ostentaba la mayor representación de esta que algunos todavía llamaban “maldita”.

El día de fiesta era magnífico. La primavera baztanesa es una de las más sugerentes de Navarra, llena de verdes prados, repletos de colores, bosques en pleno apogeo; trinos por doquier y casas engalanadas con cientos de geranios que, en su fragilidad, contrastaban con la solidez de aquellas viviendas fuertes y acogedoras, hechas a conciencia para durar siglos y siglos. No en vano los habitantes de los catorce pueblos del valle eran hidalgos. Sus viviendas tenían que ser acordes con la reciedumbre de su estirpe. Únicamente a los que se consideraba agotes se les hurtaba este y otros privilegios, desde tiempo inmemorial. El lugar en la iglesia les estaba vetado; no podían representarse ni a sí mismos en la administración del valle y, lo que era más doloroso para muchos, no podían ni pensar en casarse con mozos y mozas, del valle, que no fueran agotes. Ni la religión cristiana, ni las leyes del antiguo reino, habían logrado sojuzgar la fuerza del prejuicio que dominaba las almas de los “baztaneses de pro”. Este era un lugar único en el mundo, en el que, aún los judíos que, de vez en cuando, se dejaban caer para realizar diferentes transacciones comerciales (sobre todo venidos de la cercana ciudad de Bayona) eran mejor tratados que los agotes. Hay quien cree que porque los judíos eran ricos y los agotes pobres. ¡Quién sabe, cada cual que piense lo que quiera!

Al bautizo de Pedro, que tuvo lugar en la parroquia de San Juan Bautista, una iglesia barroca acabada de construir hacia 1724, acudieron el padre, una tía del neonato, Francisca, hermana de su madre y ya entrada en años, con fama de curandera y hasta de “sorguiña” y Fermina, la segunda de los hijos del matrimonio. Al primogénito, Miguel, se lo habían llevado unas fiebres palúdicas a finales de 1898. Hubo quien dijo que esta enfermedad la habían traído algunos soldados que lucharon en la guerra de Cuba, pero ¡vaya usted a saber! El caso es que, el bautizo fue recoleto. La celebración, en la casa familiar, austera. Lo mismo sucedería con el evento en que se cristianaría a los hermanos de Pedro que nacieron después: Engracia y Dionisio, con los que nuestro protagonista compartiría juegos, disputas y, luego, de mayores, algunos de los sinsabores que les deparaba la vida.

De los primeros años de Pedro, no hay mucho que contar. Acudió a la escuela, en su infancia, donde fue tratado, sobre todo por sus condiscípulos, de la misma manera que los otros niños agotes, o sea, con desdén y distanciamiento, a pesar de que el maestro, don Genaro, riojano y furibundo partidario de las ideas liberales, intentaba que todos sus alumnos fueran iguales, pero no lo conseguía. El hecho de que los niños hablasen entre sí en vascuence, aunque las clases se dieran en castellano, le hurtaba el poder intervenir en las disputas. Al final, se imponía la ley del más fuerte y los niños agotes, las más de las veces, eran los paganos de los odios de sus compañeros. Por eso y por verse un tanto relegado del trato con muchos de los vecinos, por su condición de monolingüe, don Genaro iba alimentando un sordo rencor que no le permitía desarrollar del todo sus capacidades pedagógicas, que no eran pocas, en un entorno en el que los más ignorantes de sus vecinos dominaban tres lenguas: el vascuence, el castellano y, la mayoría, el francés. Era la ley de la frontera. Y aún había algún otro que había desarrollado una cuarta capacidad, la “gramática parda” tan propia de las tierras donde el contrabando pervive al mismo nivel que la agricultura y la ganadería.

Así pues, la infancia y la primera juventud de Pedro de Sala transcurrió sin pena ni gloria. El muchacho era despierto. Pasaba horas ayudando a su padre en el taller de carpintería que Martín tenía en su casa y hasta hacía alguna labor de cantero, pues tenía maña. En eso, era un digno representante de los de su raza, buenos artesanos, inteligentes y humildes. 

 

       II Éxodo

Pero, cuando Pedro cumplió los dieciocho años, empezó a sentir un deseo incontenible de marcharse. Sabía, porque las noticias corren rápidas en la frontera, y por los parientes que vivían en la parte vascofrancesa, al otro lado de la muga, que había habido una gran guerra en Francia y otros países y que había terminado. Le llegaron también rumores de que en aquel país se necesitaba mucha mano de obra, pues gran parte de los hombres jóvenes habían sido muertos en combate. Así pues, tras tomar una decisión, comunicó a su familia sus intenciones. A los padres no les pareció mal. La tía Francisca, que, como queda dicho era medio “sorguiña” y algo “herbera” le hizo alguna recomendación y le previno con lo que se iba a encontrar con el cambio de vida. El muchacho tomó buena nota. La mujer era quien realmente lo había criado y hasta enseñado muchos de los saberes que ella atesoraba sobre la naturaleza. Asimismo, le dijo que se cuidara de los caminos solitarios y de las muchachas alegres. Pedro tomó aquellas recomendaciones como propias de una mujer mayor, temerosa y algo pusilánime. Mucho tiempo después, tendría ocasión de comprobar que los consejos de su tía no eran baladíes, que sabía lo que se decía. Una mañana, lío el petate y se marchó de casa, tras despedirse, no sin pena, de su familia.

A los dos días, llegó a Bayona que, de primeras, se le presentó abigarrada, ruidosa y magnífica. Aquellos dos ríos que la cruzaban, La Nive y el gran Adour, le parecieron semejantes a los ríos mesopotámicos, Tigris y Eúfrates. La ciudad le gustó. Se presentó en casa de sus tíos, Juan de Sala y María de Errazu. Vivían en el barrio de Saint-Esprit, el barrio de los judíos de Bayona, al otro lado del río, con sus hijos Bernabé, Rita y Tomás y fue acogido de muy buena manera por sus parientes.

      

III El aprendiz de comerciante

       El tío de Pedro, Juan de Sala, le había buscado trabajo al mozo. Al día siguiente a su llegada, fue presentado en el comercio donde comenzó a trabajar inmediatamente. Bayona, a la sazón, era una ciudad próspera, En ella confluían varios caminos, desde mucho antes del tiempo de los romanos: el de Gascuña que venía del norte, pasando por Burdeos; el del este, que llegaba de la ciudad de Tolouse; el del sur, desde España y un camino al oeste que llegaba, prácticamente de todo el orbe, por el puerto, en la desembocadura del río Adour.

        

         El judío, amigo de su tío, se llamaba Salomón Ferreira y su esposa Corinne Meyer. Ambos regentaban un gran almacén de productos de todo tipo, sobre todo comestibles y coloniales, pero también traficaban con telas, herramientas y otros útiles. A su casa llegaban mercaderes y comisionistas de todo el occidente europeo, e incluso de allende los mares, de las costas africanas y de las Islas Canarias, Madeira y las Azores, Por supuesto, también de Ámerica del Sur y de las Filipinas. El matrimonio era también propietario de tres barcos mercantes. Su negocio iba viento en popa y sus tres vástagos, una chica y dos varones, no tendrían que esforzarse mucho para vivir con comodidad, si decidían seguir los pasos de sus padres.

 

         En el almacén, donde Pedro empezó haciendo de todo un poco, organizaba el trabajo un navarro, Tomás Ozcáriz, exiliado de la última guerra carlista, y factótum y hombre de confianza del negocio. Este hombre, que no cumpliría ya los sesenta, había sido coronel en el ejército y, fiel a su rey y a su causa, no quiso acogerse a la amnistía que el gobierno español había resuelto para los facciosos y decidió quedarse en Francia, eso sí, relativamente cerca de su tierra y de su lugar de origen, Tafalla. Desde el primer momento acogió de buen grado al agote, y vio que, al contrario que rezaban las consejas al uso, no era de cara roma y juanetudo, tenía las orejas normales y con sus lóbulos correspondientes y donde él pisaba, sí que volvía a crecer la hierba. Se percató, al poco tiempo, de que era una buena persona, inteligente, leal y muy capaz. Pensó en broma, para sus adentros, que no necesitaba que se le obligara a llevar como señal el pie de gato de color rojo o una pata de oca, ni a sonar unas campanillas o las tablas a las que llamaban “cliquetas”, en su recorrido, para avisar de su presencia y que durante largos siglos había marcado a los suyos.


         Además, Pedro de Sala se había convertido en un hombre, hecho y derecho. No muy alto, fornido, de tez algo morena, pelo castaño y ojos verdes, de los que salía, de vez en cuando, un reflejo que indicaba una intensa vida interior. Apenas llegó, más de una chica se fijó en él, empezando por la hija de su patrón, Ruth, que andaría por los diecisiete años, pero que prometía convertirse en una guapa mujer, en breve. Pero el mancebo no estaba, todavía para esos menesteres. Él quería trabajar, aprender; ya tenía perfilados dos o tres planes de futuro (y en ellos, todavía, no entraba ninguna mujer), así que se dedicó a su trabajo con toda la fuerza e intensidad que le conferían sus dieciocho años y no se preocupó sino de aprender los recovecos del comercio. Como era de carácter franco y de habla fácil, hizo conocimiento de muchos de los proveedores y clientes que venían a la empresa. De todos ellos, le gustaba departir especialmente con dos tipos; por una parte, con los capitanes, pilotos y contramaestres de los barcos que traían mercancías y que le relataban detalles de allende los mares, haciéndole soñar con aventuras y viajes por lejanas tierras y, por otra, con los arrieros y buhoneros, casi todos contrabandistas, a los que Pedro consideraba “marineros de tierra adentro” y que le relataban también sus historias. En estas no había grandes olas, ni largas playas, ni bucaneros, pero sí tierras soleadas al sur, Navarra, la Rioja y Aragón, caminos abiertos a los cuatro vientos y ventas donde se comía bien y se bebía buen vino, todo ello amenizado por hermosas canciones, especialmente bravas jotas. Todo ello servido por bellas mesoneras.

 

         El muchacho soñaba; iba ahorrando dinero y se veía ya, dentro de pocos años, como protagonista de largos viajes y aventuras de comercio, bien fuera sobre la cubierta de un barco, o encima de un carro o una caballería, que lo llevarían, raudos, por esos mundos de Dios. Pero ya se sabe, “el hombre propone y Dios dispone”, o el diablo, eso nunca se sabe. El caso es que solo había transcurrido un año completo desde su llegada y el comienzo de su aprendizaje, cuando se desató el caos por aquellas tierras: una ráfaga de la mal llamada “gripe española”, que venía haciendo estragos desde hacía años por todo el mundo llegó con gran virulencia también al Golfo de Gascuña. Precisamente, el lugar más castigado fue Bayona, que, por su carácter de puerto abierto a los cuatro vientos, estaba expuesta a toda clase de infecciones por tierra y por mar. En menos de dos meses, la pandemia se cobró las vidas de un tercio de la población, incluidas las de sus tíos, sus patronos, los hijos de estos y el encargado, don Tomás Ozcáriz. Todos ellos sucumbieron en un breve tiempo y el muchacho quedó solo. Se vio en la necesidad de huir de aquel foco de podredumbre y, recogiendo sus escasos bártulos y sus ahorros, se dirigió hacia su pueblo, Bozate, en el Baztán navarro, pensando que ahí, dado el relieve abrupto y retirado de aquellas tierras, estaría a salvo.

 

         Sin embargo, el destino le deparaba otra prueba. Al llegar a su lugar de origen se enteró de que una gran parte de los habitantes de su barrio habían muerto, entre ellos, todos los miembros de su familia. La enfermedad no perdonó ni siquiera a los “puros” pobladores de Arizcun y otros pueblos del Baztán que, mortales como eran, aunque ellos creyeran lo contrario, también sucumbieron a la peste. Y es que Dios, en su inmensa sabiduría, nos iguala a todos en la muerte y no hace distingos ni entre el color de la sangre, ni el lugar de nacimiento o la procedencia. Al final, nos llama a todos, indistintamente, lo cual es uno de los actos de justicia más sublimes que puedan darse en este complicado planeta.

 

         De repente, a Pedro de Sala se le derrumbó el futuro. Se preguntaba, a menudo, por qué a él le había respetado el mal y a todos los que quería y apreciaba no. ¿No habría sido más justo que se llevase solo a las malas personas y dejase vivas a las buenas, para hacer un mundo algo mejor? Durante un par de días pernoctó en la que había sido su casa y, tras meditarlo mucho, decidió lo que haría: sería buhonero, marchante, por los caminos del sur en que tanto había pensado. No estaban los tiempos para echarse a la mar y confiaba así también en librarse de ser llamado a quintas. Tendría que conseguir los medios para pasar desapercibido y ejercer su oficio, pero conocía a alguien, en Pamplona, que por una parte de sus ahorros, lo proveería de papeles y útiles para camuflarse convenientemente. Cuando abandonaba su casa, para ir a la Capital, le vino al pensamiento aquel comentario de su tía Francisca, la que decían “sorguiña”, que “se cuidara de los caminos solitarios y de las muchachas alegres”. Tuvo entonces un pálpito de que lo tendría que hacer así. Cuando su tía se lo había dicho, por algo sería…

  

IV Un marchante, hecho y derecho  

         Y, ahí tenemos a Pedro de Sala. Habían pasado ya doce años y, a la vez que la convulsa historia de España iba quemando etapas en episodios de lo más dispar y trágico, él iba viviendo por aquellos caminos que unen Navarra, la Rioja y Aragón, sin olvidarse de pasar a sus lugares conocidos de Francia, donde se proveía de todo tipo de mercancías que, luego, iba vendiendo, con pingües beneficios por las ciudades, villas y aldeas de aquellas regiones.

 

         Vendió su casa de Bozate, abandonando para siempre aquellas tierras verdes que no le traían sino tristes y amargos recuerdos, y se compró una casa en Tafalla, lugar que estaba en el centro de su radio de acción y donde no se consideraba si uno era agote o cristiano viejo (Tomás Ozcáriz le había ponderado las muchas virtudes del lugar). Además, desde esta ciudad podía desplazarse hasta Tudela, Logroño, Estella y Sangüesa, amén de sus viajes al norte, para proveerse de mercancías, pasando por Pamplona. Mantenía una buena red comercial y un nutrido grupo de clientes que, tras pasar las ferias de febrero en Tafalla, las primeras en que comenzaba sus transacciones todos los años, por su importancia y la comodidad que suponían para él, constituían el punto de arranque de sus correrías por el norte, el sur, el este y el oeste, hasta bien entrado diciembre, que marcaba el fin de su comercio, con las ferias de Santo Tomás. Luego, volvía a su feudo tafallés y pasaba allí las Navidades, esperando que llegase febrero. Ponía a buen recaudo sus ganancias, que no eran pocas, y se dedicaba durante los días fríos del invierno a practicar los viejos oficios de su padre: el trabajo con la madera y la piedra, lo que le ayudaba bastante a pasar el invierno. Se sumía, año tras año, en una dulce melancolía, recordando a aquellos, familiares y gentes con las que había convivido en su juventud, que ya se habían ido, pero que recordaba con cariño.

 

         Tenía poco trato con otras personas. Frecuentaba la iglesia de Santa María. La asistencia a misa, oficios y celebraciones obraban como bálsamo, para su espíritu algo aturdido. Todo lo que se prodigaba en sus viajes, contrabandos, ventas y compras por esos caminos del mundo, quedaba luego soterrado con el frío, cuando su vida se hacía sedentaria. En Tafalla se le consideraba bien. Era muy conocido, sobre todo en los pueblos de los alrededores: Olite, Miranda, Larraga, Artajona, la Valdorba… y otros muchos lugares a los que se desplazaba en sus largos periplos ambulantes. En fondas y ventas de aquella región lo conocían y apreciaban, pues sabían que era buen pagador, formal y discreto. Y, aunque gustaba del buen yantar y del buen vino, nunca había tenido ningún percance ni disputa con nadie, dado su carácter manso y discreto.

 

         Y eso que los tiempos no eran precisamente pacíficos. Con la llegada de la Segunda República los ánimos, en toda España, se habían exaltado. Las violencias y atropellos se sucedían por doquier, como es sabido, y, aunque en Navarra, no se notaban tanto como en otros lugares, no por ello eran inexistentes. Pedro había oído y aún visto en muchos lugares episodios de gentes de izquierdas que atentaban contra otras llamadas de derechas, y viceversa. A él no le iba la política, pero, como trataba con todo tipo de personas, de una ideología y de otra, se sentía preso de una inquietud y una desazón que muchas veces lo acompañaba, en sus periplos comerciales. Seguía recordando el consejo de la tía Francisca, “ni caminos solitarios, ni muchachas alegres”. Pasaron así los años y cumplió los treinta y seis. Pensaba que debía sentar la cabeza. A expensas de en qué pudiese derivar el transcurso de los acontecimientos, decidió que aquel sería el último año de su oficio de marchante y que debía buscar su media naranja y casarse. Partidos no le faltaban, pues seguía siendo bien parecido y hombre de posibles. Sabía de cuatro o cinco mozas a las que les gustaba. Tendría que decidir la que más le convenía. Con sus ahorros y el conocimiento comercial que había adquirido en los años de oficio, abriría un establecimiento, una tienda de ultramarinos o algo similar, en Tafalla y se dedicaría a tener hijos y a sus aficiones, la madera y la piedra, en el término había abundantes canteras de arenisca de las que podría proveerse. Además, compraría un huerto y se dedicaría a criar aquellas frutas y verduras que tan pródigas crecían en aquella ciudad de la que alguien había dicho que, junto a la cercana Olite, era “la flor de Navarra”.

 

         Pero, un día de junio de aquel año, recibió una visita inesperada. Eran las once de una noche templada y amable cuando sonó, quedamente, el quisquete de su casa. Cuando abrió la puerta, lo que menos esperaba es que se tratase de aquellas personas. Los dos hombres, conocidos suyos, eran dos carlistas del pueblo, con los que había congeniado bastante a lo largo de aquellos años. Fuera, escondidos en la penumbra de las esquinas, creyó ver dos sombras enhiestas, que vigilaban la puerta de su casa.

 

         Los dos amigos le contaron que se estaba preparando algo gordo, en toda España, y que posiblemente empezaría, entre otros lugares, en Navarra.

Venían a pedirle ayuda, para un asunto de vida o muerte. Tenía que trasladar una fuerte cantidad de dinero y unos documentos comprometedores hasta Bayona, donde aguardaba uno de los responsables de la acción que se estaba fraguando. Pedro, los escuchó atentamente y, de primeras les dijo que él estaba viejo para tales encargos, que iba a abandonar su oficio itinerante y que quería sentar la cabeza y formar una familia, precisamente aquí, en Tafalla. Ellos, esperaban una respuesta semejante. Sabían que la encomienda era peligrosa, pero arguyeron que no conocían a nadie tan idóneo como él; tan conocedor de los secretos de los caminos, a uno y otro lado de la muga entre España y Francia. Comprendían sus razones, pero era una cuestión fundamental, de vida o muerte, como le habían dicho. Además, lo que viniese no iba a ser una cuestión meramente española. En toda Europa corrían vientos de violencia: Alemania, Italia, Rusia… El olor a pólvora se mascaba en el ambiente.

 

         Tardaron un rato, pero, al final lo convencieron. Con mucho detalle, le explicaron los pormenores de su misión. Tras ello, bajaron a la calle y llamaron a los hombres que se habían quedado vigilando en el exterior. Eran dos; también carlistas de Tafalla. Y no solo entraron, sino que trajeron un saco del que extrajeron unas hermosas alforjas, nuevas, amplias, sólidas, pesadas. Contenían una gran cantidad de dinero, en oro. Los carlistas confesaron a Pedro de Sala que confiaban en él, absolutamente. Sabían de sus simpatías por la causa. Conocían que era hombre acaudalado y con el valor suficiente para llevar a buen término aquella misión. Lo que hiciera, cómo lo hiciera y los caminos que transitara, eran cosa suya. En su momento, le dijeron, la Patria sabría reconocerle el hecho. En vista de estas argumentaciones, tras pensarlo un rato, Pedro aceptó la propuesta. Los carlistas le dijeron que debía partir a la mayor brevedad. Ellos permanecerían en su compañía y lo escoltarían discretamente, hasta que abandonase la población, luego, el resto era cosa suya. Eso sí, le advirtieron que no las tenían todas consigo. Sospechaban y aún sabían que estaban siendo vigilados por elementos afines al gobierno. Hombres de fuera de Tafalla, para más inri. Habían detectado que los habían seguido en los últimos días y, no sería de extrañar que conocieran que habían acudido a su casa.

     

                            V Un viaje de ida y vuelta, pero sin retorno

         Transcurrió la noche y el día siguiente. Los requetés permanecieron junto al marchante, mientras este preparaba el viaje. Llegada la noche, Pedro de Sala salió de su casa. Iba montado en su caballo, pero no llevaba consigo la mula que le servía para transportar sus mercancías. Emprendió el viaje. Al poco, se supo acompañado por su improvisada escolta. Tomó el Camino Real, la carretera que conducía a Pamplona y, luego a la frontera. Por la mañana, llegó a las ventas de Campanas y paró a desayunar. Por el momento, no había sido capaz de detectar si lo seguían o no, pero un pálpito le decía que sí, que alguien venía tras él. En la venta, donde lo conocían de sobra, se encontró con otros viajeros, comerciantes como él, a la antigua usanza, que también se dirigían al norte. Entre ellos había uno con el que había compartido más de un viaje. Pedro le explicó que acudía a Bayona, a arreglar unos asuntos personales, pues, le confesó, iba a casarse y a retirarse del oficio en breve. El colega le dijo que ellos volvían también a Francia. Habían llevado a cabo sus transacciones con éxito, y volvían a sus feudos, la mayoría eran vascofranceses, e intuían que las cosas en España se estaban poniendo feas. Ponían pies en polvorosa. Guiñándole un ojo, le confesó que volvían a caballo, para no declarar nada en la aduana. El marchante, comprendió en seguida que eran contrabandistas y que ¡cómo no! Le convenía ir con ellos. Aunque desoyendo por primera vez el consejo de la tía Francisca irían por caminos solitarios y ¡quién sabe si no encontrarían por el camino alguna que otra muchacha alegre! En esos momentos, sabía que debía saltarse el consejo de su querida tía y que, aunque lo siguieran, por el momento estaba bien protegido.

 

         Al rato, se pusieron en marcha. Kilómetro a kilómetro, legua a legua, parando, una tras otra, en las ventas que convenía, los viajeros llegaron al Pirineo y, por vericuetos que solo ellos conocían. Se mimetizaron de tal modo con el paisaje que, sin ser detectados lo más mínimo por los carabineros, de uno y otro lado, pasaron sin problemas. Incluso llegaron a despistar a los perseguidores que solo Pedro de Sala sabía que existían. Estos se quedaron en el lado español, maldiciendo por lo alto y por lo bajo, y proponiéndose encontrar la pista del huido. Fueron a Pamplona y, en el Gobierno Civil, dieron parte de su misión. A base de teléfono y con las indicaciones pertinentes, Pedro fue localizado en Bayona, pero ya cuando, tras cumplir satisfactoriamente su misión, volvía para su casa en Tafalla. Sus perseguidores así lo intuían y, esta vez se propusieron localizarlo a la mayor brevedad.

 

         El marchante volvía de vacío. Tras cumplir el encargo, le explicaron que lo mejor para su seguridad era volverse a casa. Ellos procurarían, por otros medios enviar las órdenes oportunas a los compañeros que estaban al tanto de lo que se preparaba. Pedro, satisfecho de haber sido de utilidad, agradeció que lo liberasen de otro encargo. Se sintió seguro y con ganas de llegar a su destino. Fue recorriendo el camino y deteniéndose en las ventas que más le apetecía. Iba contento, seguro, relajado, siempre por el Camino Real, por la carretera. Sin embargo, antes de llegar a la llamada “Venta del piojo”, en Unzué, supo que lo seguían. Detectó dos jinetes que iban ocultándose, bastante más atrás que él. No sabía qué pensar, no llevaba nada de tanto valor como para que le robaran. Sin embargo, decidió ser precavido. Desoyendo por segunda vez en su vida el consejo de su tía Francisca, abandonó el Camino Real y se internó por los vericuetos del valle de Valdorba, a fin de despistar a sus perseguidores. De Unzué fue a Olóriz. Desde aquí a Solchaga. Al atardecer de aquel día de finales de junio, la noche se intuía amable y hasta clara, iluminada por una gran luna que comenzó a salir por el Este. Como no se fiaba de haber despistado a los que le seguían, decidió subir hasta las cercanías de Leoz y, casi por el monte, tirar todo recto desde Uzquita hasta Olleta. Una vez ahí, bajaría a las ventas del Pueyo y ya, de nuevo en el Camino Real, llegaría hasta Tafalla, pensaba que sin contratiempos. Era su último viaje y tenía la plena seguridad de que lo acabaría con bien.

 

         Pero, se equivocaba. Sus perseguidores estaban rabiosos y, lo que es peor, conocían muy bien el terreno. Cuando lo vieron enfilar el sur, una vez pasado el pueblo de Uzquita, intuyeron por dónde iba a ir. Se le adelantaron, pues sabían cómo interceptarlo sin problemas. A unos dos kilómetros de Olleta, hacia el norte, el camino que sube hacia Uzquita y Sabaiza se estrecha. A un lado del mismo, una gran mole de piedra, desprendida de los roquedos que los habitantes del lugar conocen como “La peña de los cuervos”, casi intercepta el camino. Ahí se apostaron los dos enemigos de Pedro de Sala. Cuando llegó, en el mismo estrecho, al lado de la gran roca, saltaron sobre él. Ni siquiera sonó un disparo, con un gran golpe dado con una piedra le abrieron la cabeza. El hombre cayó muerto en el acto. Los asesinos registraron sus ropas y sus pertenencias y no encontraron sino un reloj de bolsillo y algo de dinero, además de la documentación. Dejaron el cadáver en medio del camino y, llevándose el caballo, desaparecieron en la cálida noche de junio. Más abajo de donde habían cometido su fechoría pasaron a un lado de la cruz penitencial que se encuentra antes de llegar al pueblo. Ni siquiera repararon en ella. Aunque algo lejana, esa fue la única asistencia espiritual que recibió, en el momento de su muerte, el agote Pedro de Sala.

 

         Al día siguiente, un vecino de Olleta que se dirigía con su rebaño hacia los corrales de “Urteaga” y “El herrero”, encontró el cadáver. Bajó al pueblo y dio parte. Los asesinos habían dejado la documentación del muerto a su vera, pues no les servía para nada. Así supieron de quién se trataba y lo pudieron trasladar hasta Tafalla, para darle cristiana sepultura. A partir de aquel día a aquella mole de conglomerado que se yergue a la vera del camino, entre Olleta y Uzquita, se la conoce como “la roca del Marchante”. Ni qué decir tiene que, aunque solo lo supieron los tafalleses que le habían encomendado la misión, Pedro de Sala, el agote de Bozate, fue el Primer caído “por Dios y por España” que hubo en Navarra. En pleno frente, el primero ya sería un requeté, Joaquín Muruzábal, de San Martín de Unx, el 23 de julio, tras el alzamiento con el que comenzó la Guerra Civil española.

 

A pesar de todo, ¡Feliz y próspero 2021!

Buen camino. Vale.

 







miércoles, 23 de diciembre de 2020

Niebla en Valditrés y Romerales




Domingo, 20 de diciembre de 2020

Hace años establecimos la tradición de ir el domingo anterior a la Nochebuena a Las Rocas, Valditrés y Romerales. 

Copiamos a los montañeros navarros que también en esa fecha suben a San Miguel de Aralar y dan por finalizado el curso deportivo. 

Nosotros también tenemos una razón sentimental para cumplir año tras año esta costumbre. En el 2011 despedimos desde lo más alto, "los santos lugares" que decía él, a Manolo Iriso. 

Son las 08:00 horas. La mañana está fría a causa de la niebla cerrada. 

(21 de diciembre) Por Santo Tomás, los talos y la chistorra no dejes de probar. 

El termómetro marca 6º pero la sensación térmica es mucho menor.

La balsa de Galloscantan está mortecina. 

La abundante vegetación no deja ver la escasa agua que suele contener. 

Caminamos por asfalto. La nueva variante ha alterado los viejos caminos y un moderno puente nos traslada a la muga de Margalla y el Caracierzo de la Celada. 

Nos cuesta encontrar en el ángulo de un sembrado la piedra con la cruz labrada que fue descubierta hace pocos años. 

Las zarzas y el abandono del lugar la ocultan y tenemos que recurrir al desbroce para poder apreciarla. 

Cruzamos la carretera de Miranda de Arga y entramos en el Planillo. 

Antes de llegar a la hípica, una bandada de estorninos revolotea junto a los cables del tendido eléctrico. 

Al pasar junto a las cuadras, un perro atado con una cadena se desespera ladrándonos. Se yergue sobre sus patas traseras y nos muestra sus amarillentos colmillos tratando de intimidarnos. 

Continúa haciendo frío. 

El sol se asoma por encima de El Plano y trata, sin conseguirlo, de abrirse paso entre la espesa niebla. 

09:00 horas. En lo alto de Las Rocas nos asomamos al precipicio. 

El Prado de Rentería luce una uniforme alfombra verde. El cereal, recién nacido, extiende su manto desde Ponputiain o Porputiain hasta Valditrés. 

La balsa circular y el muladar cercano son casi invisibles hoy. 

Caminamos en dirección O. y comenzamos a bajar.

El trayecto es malo. Las aguas y los vehículos han deshecho el piso. 

Los pinos y los enebros son los amos del lugar. 

El setal está yermo. Juanjo, que sabe de esto, nos dice que hasta finales de mes o comienzos de enero no sale aquí la negrilla. 

En el prado de Valditrés un motorista pasa veloz hacia Candaraiz. 

Sin llegar a la Media se vuelve y nos saluda con la mano. 

09:45 horas. Cantera de Ros (o de Malamadera)

El lugar está solitario.


Se oye ladrar un perro detrás de la pared de la caseta. Al parecer, hace tiempo que alguien ha ocupado ese lugar y guarda allí algún caballo.









Como estamos en vísperas de Navidad comentamos el magnífico marco que sería el paredón que tenemos delante para ambientar un belén gigante. 

Volvemos al camino principal y, un poco más adelante, encontramos un par de dolinas. 

No son muy profundas, pero, en alguna de ellas, se puede ver cómo entra el agua antes de ocultarse en el subsuelo. 

Tomamos el primer camino a la izda. y comenzamos a subir suavemente. 

Otro caso especialmente singular es el del yacimiento Romerales II en el que se da una continuidad de asentamiento desde el Hierro I, pasando por el Hierro II, hasta época romana. Las demás localizaciones pertenecientes a este mundo del Hierro se han hallado básicamente en los terrenos de Candaraiz y Romerales, así como en otros emplazamientos de clara vocación estratégica de Vaquero, Busquil y Gariposa. (Rosa Mª Armendáriz Aznar)(Revista Panorama nº 32)

La niebla se desliza en este pequeño valle y crea un atmósfera mágica.

Estamos, para mí, en una de las dos partes más bonitas del término de Tafalla. 

En cualquier época del año este paisaje es fascinante pero, en invierno, se convierte en un lugar único. 

Más adelante caminamos entre pinos, ilagas y enebros. 

Entre los árboles, de repente, aparece la Laguna de Romerales. 


Está casi llena. La soledad y el silencio del entorno hacen que nos detengamos maravillados. 

Para evitar el barrizal del sembrado, rodeamos el cerro por buen camino. 

En un carasol, aunque el astro no brille, nos detenemos a echar un bocado. 

Rodeamos el depósito de residuos y salimos al camino que va al vertedero. 

11:15 horas. Caserío de la Laguna. 


En su interior no vemos a nadie, aunque hay varios coches aparcados. 

Nos hubiera gustado echar un vistazo al pequeño tentadero, si es que aún existe. Lo dejamos para otra ocasión. 

En la Laguna del Juncal hay una intensa "vida social". Los patos se pasean por su superficie como si interpretaran una pieza de ballet. 

Mirando al N. el terreno se llena de claroscuros. 


El sol se cuela por los huecos que se abren en la niebla y Tafalla le sonríe en este día sereno de diciembre.

Cruzamos otra vez la carretera de Miranda y subimos un tramo de la Cuesta de la Calera.



 







Torcemos a la izda. y, por el camino de la Celada, llegamos al olivar de Isabel y Agustín donde hacemos una breve parada.

A las 12:00 horas entramos en Tafalla por, como decía el Templao, los "enredos". 

La mañana se ha quedado fría. Se ha vuelto a espesar la niebla, como si quisiera quedarse a recibir al invierno, que entrará mañana a las once y dos minutos.

En este enlace se puede ver el recorrido de hoy. 

 


Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.

Navidad en la cantera de Ros (Tafalla)

 

I Un gitano honrado

José Luis Sanfelices era gitano, eso se percibía claramente en su tez aceitunada, sus ojos de azabache, su nariz fina y algo curvada, su pelo negro, ensortijado y abundante. Tenía las manos largas, con dedos finos como de guitarrista, de bailaor o de cestero. El resto de su persona, pues lo normal. Ni alto ni bajo; más bien delgado, fibroso; un moverse flemático y parsimonioso de raza vieja. Se cimbreaba algo al andar y siempre iba con la mirada al frente.

Había pasado sus veinticuatro años de vida en el pueblo riojano de Grávalos, dedicado a elaborar sillas de anea y toda clase de utensilios de mimbre, al igual que los hicieran antes sus abuelos, luego sus padres y sus tíos y ahora sus hermanos y sus primos. José, además, había adquirido una gran destreza en la confección de sogas, suelas de alpargata y objetos variados con esparto. Esta “ciencia” se la había enseñado un pariente de su padre, el tío “Galán”, que, cuando mermaron sus facultades físicas, habiendo permanecido soltero, por su carácter rondón y mujeriego, se había encontrado solo, sin familia y había ido a vivir con su sobrino, desde el pueblo navarro de Sesma. El tío “Galán” era un artista con el esparto, uno de los mejores de aquel pueblo donde, es sabido, habitan algunos de los más hábiles esparteros de España.

A José Luis Sanfelices le gustaba su trabajo, tocar la guitarra y echar unos cigarros y unos tragos con los amigos. Pero lo que más le gustaba era una mujer, una paya, de su edad, llamada Lucía Ramírez que vivía en su misma calle y que, muchas veces, pasaba delante del pequeño taller donde trabajaba el gitano, siempre con la puerta abierta y las manufacturas expuestos en la acera, en horas de trabajo. Ella retardaba el paso y miraba hacia el hueco a ver si veía al muchacho. Esto ocurría ya hacía tiempo, desde que José Luis se había convertido en un hombre hecho y derecho y ella, Lucía, en una moza rubia, bien proporcionada, guapa y de tez rosada.

La verdad, cuando José Luis se dio cuenta de que a ella le importaba algo, sintió una especie de deslumbramiento y, poco a poco, fue consciente de que no podía dejar de pensar en ella, ni de día ni de noche. Lucía y José Luis no se habían tratado nunca, más allá de lo obligado por la vecindad. En el pueblo solo había tres familias gitanas que se ganaban la vida con la artesanía y se comportaban con normalidad. El resto de habitantes los toleraban, pero mantenía las distancias entre unos y otros. Por eso, los gitanos y las gitanas, en edad de merecer, tenían que buscar pareja en los pueblos de los alrededores y, a pesar de estar bien entrado el siglo veintiuno, aquello se mantenía a rajatabla, al igual que había ocurrido siempre.

José Luis estaba desconcertado. Bebía los vientos por su vecina y no sabía cómo salir de aquel atolladero. No se decidía a hablar con ella; no se atrevía a hablar con los padres de la chica y, en fin, no se le ocurría qué hacer. La cosa se complicó cuando un día la vio pasar cogida de la mano de un mozo apuesto, rubio, como ella y, además, forastero. En ese momento, un ramalazo de celos y rabia cruzó todo su ser y le obnubiló el pensamiento. Se quedó petrificado; de primeras, no pudo articular palabra. Pasado un buen rato, consiguió levantarse del escabel donde, sentado, realizaba su trabajo y subió al primer piso de su casa. Su madre, que estaba en la cocina ocupada en sus quehaceres, lo vio entrar, pálido, y supo que algo le había ocurrido. Además, José Luis se sirvió cuatro vasos seguidos de vino que bebió casi sin respirar. El vino le devolvió el color. Su madre, prudente, no le dijo nada. Esperó a que el muchacho soltara la primera palabra.

-      Madre -consiguió articular con un hilo de voz- ¿dónde está padre?

-      Ya sabes, hijo que hoy es jueves y ha bajado al mercado de Arnedo a vender los cachivaches. Vendrá a primera hora de la tarde. ¿Qué pasa? ¿Te ocurre algo?

-      Sí madre. Tengo un problema. Pero quiero contárselo a usted y a padre cuando estén juntos, pues es un asunto serio que puede afectar a toda la familia. Esperaremos a que venga.

 

Luego, volvió a su trabajo. Creyó que era lo mejor que podía hacer. Las horas pasaron lentas. Por fin, su padre regresó. Después de que comiera, cuando el hombre estaba echando un cigarro y tomando café, el cestero subió a la cocina y, aprovechando que ni sus hermanos ni hermanas estaban en casa, relató sus cuitas a sus padres. Ellos, en un primer momento, no dijeron nada. José Luis sabía que su padre reflexionaría pausadamente lo que le había dicho y, por la noche, lo consultaría con su madre. Luego, ambos, tomarían una decisión. Sabía también que, dijeran lo que dijeran, tendría que acatar su dictamen. Era la ley de su raza y, ni por lo más remoto, se le habría ocurrido desobedecer pues se habría hecho acreedor de una maldición que truncaría su vida, su futuro y, lo que era peor, la de su familia.

Pasó la noche. El mozo no durmió nada. No hacía sino pensar en Lucía, en el intruso y en su triste situación. Se le ocurrieron, unas tras otras, varias soluciones, todas tremebundas y trágicas. Afortunadamente, con los primeros albores del día se disiparon, casi del todo, las malas ideas y se levantó algo aliviado. Tras el desayuno, cada uno fue a sus quehaceres. Todo indicaba que el día era otro más, un día de labor como casi todos. Sin embargo, al rato de ponerse a trabajar, el padre de José Luis fue donde su hijo y le indicó, con una leve seña que pasó desapercibida para el resto de los hermanos, ocupados en la elaboración de sus artesanías, que lo siguiera. Los dos hombres salieron de casa, anduvieron por el pueblo y, finalmente, llegaron al paraje llamado “La fuente de arriba”. Este era un lugar a las afueras del pueblo, casi siempre solitario y abierto por los cuatro costados. Allí podrían hablar a sus anchas, sin ser oídos.

-Hijo-comenzó el padre-. Tu madre y yo hemos hablado de lo tuyo y hemos llegado a una conclusión. Mira- y aquí al padre le bajó el tono de voz y se le frunció el ceño-, somos gitanos. Nuestra familia lleva muchos años viviendo en Grávalos. Ya sabemos que los payos no nos consideran de los suyos. Ni siquiera esos que en política se dicen de “izquierdas” y que miran, o eso dicen, por el bien de la clase trabajadora. Se ve que nosotros no somos de esa “clase”, porque como bien saben y lo hemos demostrado, trabajadores y formales sí que somos. Eso no nos lo puede negar nadie. Pero de ahí a que se case un gitano con una paya… ¡No lo verán mis ojos! Al revés, sí; ya lo hemos visto. Más de un payo se ha casado con una gitana guapa. Incluso en nuestra familia tenemos un ejemplo. Tu hermana Sara se casó con Miguel Salcedo. Y, la verdad, son felices y nos han dado varios nietos que son la alegría de la familia. Sobre todo, de tu madre.

Pero lo tuyo es diferente. No te puedes casar con Lucía Ramírez. Por tres razones. Escucha y óyeme bien hijo, que a mí y a tu madre, bien nos duele.

En primer lugar, ella es paya y tú gitano. Y no hay nada que hacer; en segundo, la moza se ha echado novio y tú ni siquiera habías hablado con ella, por mucho que te pareciera que te miraba al pasar. Por último, porque su padre, Ricardo es el agricultor más pudiente del pueblo y aún de la comarca. Recuerda que ha sido alcalde desde los tiempos de Franco. Luego con las derechas y, por último, con los socialistas. Un hombre con piel de camaleón, como muchos de nuestros paisanos, que cambian de piel o de chaqueta, según tengan que mirar por sus intereses. Y ahí, y esto viene de antiguo, no cabemos los gitanos. Es verdad que, en parte, nuestra raza se lo ha ganado. Pero otros muchos hemos sabido vivir de nuestro trabajo. Eso sí, a nuestro aire y con nuestras leyes, pero sin delinquir ni molestar. Por eso, tu madre y yo hemos convenido que solo hay dos soluciones. La primera, te puedes quedar; claro está esto conlleva el olvidarte de Lucía y buscar una mujer de tu raza; en segundo lugar, si no eres capaz de lo primero, te tienes que marchar. Y nos duele el corazón al decirte esto, pero, créeme, es lo mejor para ti y para nuestra familia. Nosotros ya somos viejos y no podemos afrontar problemas que acabarían con nuestra familia. Perdóname por decírtelo así, pero no hay mujer, por divina que sea, que valga el pagar semejante precio. Hijo, esto es lo que hay. Ahora, la decisión es tuya.     

 

 

 

II Éxodo

         Y ahí tenemos al muchacho. Después de ordenar su taller, como hacía siempre que terminaba de trabajar, seleccionó algunas de las herramientas más necesarias, por si se terciaba que podría ejercer su oficio en otro lugar. Tras preparar su equipaje y guardar a buen recaudo, en una faltriquera muy del gusto de los gitanos para llevar dinero, sus ahorros, que no eran muchos, se despidió de su familia, con pena, diciéndoles que les comunicaría, a menudo, por dónde andaba. De primeras, tomo el autobús de la mañana, que iba hasta Calahorra y, luego ya vería. Terminaba marzo y José Luis sabía que a partir de esa época se podían ganar buenos jornales como temporero en la agricultura. Él era cestero, pero al haberse criado en un ambiente agrícola entendía de la recogida de los muchos productos que se criaban en ambas márgenes del Ebro, lo mismo en el lado riojano que en el navarro.

Cuando llegó a la ciudad de Quintiliano pensó hacia donde continuar primero. Era la época del espárrago, y aunque sabía que muchos agricultores apalabraban su recogida con temporeros venidos, sobre todo, de Andalucía o de inmigrantes lo mismo legales que ilegales, seguro que habría trabajo en una de las muchas fincas que tanto se prodigaban por toda aquella comarca de La Ribera. Y así fue. Recogió espárragos en San Adrián; cerezas en Milagro; melocotones en Sartaguda; peras en Rincón de Soto y, ya llegado el final del verano, subió hasta Mendavia para trabajar en la vendimia. En algunos lugares, de primeras, lo recibían con frialdad por ser gitano y por presentarse solo, a pesar de ir aseado y con las ropas limpias, como siempre le había enseñado su madre. Él mostraba sus papeles. Estaba afiliado a la Seguridad Social y tenía todo en regla, y, casi siempre, acababan contratándole. En muy pocos lugares no le dieron trabajo. Cuando esto ocurría, José Luis no protestaba. Lo admitía con resignación y seguía su camino hacia otro lugar. Donde lo contrataban se daban cuenta en seguida de que era bravo para el trabajo y lo respetaban. Además, su carácter reservado y taciturno ayudaba a que lo dejaran algo a su aire. Normalmente se alojaba con otros jornaleros itinerantes en los lugares que los dueños de las fincas habían dispuesto para ese menester. A veces también la comida iba incluida en el jornal. Así gastaba poco y, cuando esto ocurría, menos trabajo. De vez en cuando, en alguno de los ratos libres, iba con alguno de sus compañeros, habitualmente con los que consideraba formales, a tomar unas cervezas a cualquier bar cercano. Incluso llegó, en dos o tres ocasiones, a acudir a las fiestas de alguno de los pueblos de los alrededores, que por esa época se iban sucediendo una, tras otra, con regularidad anual.

Cuando llegó octubre y la vendimia fue subiendo hacia el norte, José Luis le siguió los pasos. Mediado el mes, recaló en Tafalla. En esta ciudad consiguió que le alquilaran una casita vieja, en la carretera que salía hacia San Martín de Unx. Aún trabajó varios días por los pueblos de los alrededores. El trabajo de vendimiador escaseaba. La mecanización de esta labor había hecho innecesaria la contratación de jornaleros. Solo algunas personas mayores, que mantenían la viña más por romanticismo que por necesidad económica, y se veían solas, lo contrataron durante unos días. Hubo incluso quien recogió la uva para hacer vino en casa. Llegó noviembre. José Luis decidió permanecer en Tafalla y pasar en esa ciudad el invierno, con los ahorros que cuidadosamente había guardado. Decidió volver a ejercer su antiguo oficio de artesano cestero y espartero. Preguntando, se enteró de dónde se criaban los carrizos y las aneas. Se agenció una bici de segunda mano y se dedicó, antes de que llegaran los fríos, a cortar los materiales con los que iba a trabajar por los términos que le habían indicado. También se hizo con cañas y largas ramas de salcera, que crecían a la orilla del pequeño río Cidacos. Con ello se preparó para pasar aquel invierno. Hijo de su tiempo, era usuario de un teléfono móvil con el que llamaba, de vez en cuando a sus padres. La cosa, pensaba, es que podía haber vuelto a su pueblo, pero decidió dejarlo para la siguiente primavera. Aún le quemaba el recuerdo de Lucía y no quería volver a pasar otra vez por lo mismo. Por eso, esperaría al año siguiente. No imaginaba, ni él ni nadie, en diciembre de 2019, que el año nuevo venía con sorpresa. Sorpresa de las gordas y de lo más desagradable que pueda verse. ¿Quién iba a imaginar, a estas alturas de la historia, que al mundo le acechaba un mal universal que iba a poner a toda la humanidad en peligro?

 

III Cuando solo tenemos el amor

         Pero, a comienzos de enero de 2020, la opinión pública era desconocedora de lo que se venía encima y la gente, como es normal, estaba a otras cosas. Para el día de los Reyes Magos, José Luis decidió que a él también le iban a traer un regalo. ¡Cómo no! Les pidió una guitarra. Hacía meses que había dejado la suya en casa de sus padres, por no llevarla a cuestas por esos pueblos de Dios. Pero ahora que estaba un tanto asentado, creyó oportuno hacerse con una, le ayudaría a pasar las largas veladas del invierno.

         El viernes tres de enero cogió el tren por la mañana y fue a Pamplona. Deambuló por la capital navarra, que ya conocía algo por haber acudido tres o cuatro veces a los sanfermines, durante todo el día. Comió en un bar; compró algunas ropas, una manta y otros objetos que necesitaba y, por la tarde, volvió a Tafalla.

         Anochecía cuando llegó a su destino. Bajó del tren para ir a su casa, que estaba cerca de la estación. En el andén, sentada en uno de los bancos de hierro que había al lado de la taquilla cerrada, vio a una mujer sentada, con una mochila a un lado y gran un bolso al otro. A José Luis le dio la impresión de ser, más que una viajera, una transeúnte; una persona que iba por aquí y por allá, sin rumbo fijo. Cuando pasó a su lado, llevando agarradas las bolsas de las compras y la guitarra enfundada colgada de un hombro, pensaba que tenía ganas de llegar al que ahora era su hogar, pues se sentía cansado. Entonces, la mujer le dijo:

-      ¡Hola! ¿Oye, me puedes prestar algo de dinero? Estoy sin blanca y no tengo ni para coger el tren hasta Pamplona. Vengo de Tudela y al llegar aquí el revisor me ha echado porque no tenía billete. Y me ha dicho que diera gracias, pues por ser Navidad no iba a avisar a la policía. Si me puedes dejar algo, aunque sea para comprar comida, te lo agradeceré. Si no fuera necesario, no te lo pediría; además mañana intentaré encontrar trabajo o me las ingeniaré para ir a Pamplona, a ver si allí tengo más suerte que hasta ahora.

 

El hombre estuvo a punto de decirle que no le podía dar nada; que él también era pobre y tenía lo justo para vivir, pero, cuando miró a la cara a la mujer y se encontró con sus ojos, grandes, tristes, rodeados por la sombra de unas ojeras oscuras, sintió una pena y una congoja tan grandes que dejó las bolsas en el suelo para buscar en su faltriquera algunas monedas que dar a la vagabunda. Pero, mientras trasteaba buscando el refugio donde guardaba su dinero, se oyó decir como si no saliera de su boca y la voz perteneciera a otra persona.

- Oye, se me ha ocurrido que voy a hacer algo mejor. Ahí cerca tengo alquilada una casita y, si te parece, puedes venir y cenar y descansar en ella. Te aseguro que soy de fiar. Creo que es lo mejor que puedes hacer.

- Mira, estoy tan cansada que dormiría hasta en el filo de un cuchillo. Además, no estoy como para ponerme exigente. Y tengo que decirte que llevo ya un tiempo por esos mundos de Dios y sé defenderme sola. ¡Acepto tu ofrecimiento! ¡Mañana será otro día!

-Bien. Entonces, sígueme. Por cierto, me llamo José Luis San Felices ¿Y tú?

- Yo Ana María Galilea. Te sigo.

 

         Y los dos echaron a andar en silencio. Cuando llegaron a la casa, José Luis indicó a Ana María dónde dejar sus cosas, mientras él preparaba algo para cenar. Tras la cena, que ella devoró como si no hubiera comido en todo el día, lo cual era cierto, el gitano le dijo que podía dormir en su cama, que él dormiría en el suelo con su saco, al que estaba acostumbrado. Ella iba a protestar, pero cuando vio la determinación del hombre y con lo cansada que estaba no tuvo ganas de argumentar nada. La casita era pequeña. Tenía la cocina, una habitación y un baño, todo pequeño. Cenaron y, sin más dilación, se acostaron. A ella le costó poco, apenas cayó en la cama se quedó dormida con una respiración suave, casi inaudible. José Luis tardó mucho en conciliar el sueño. Estaba aturdido por el episodio de la voz que le había salido al ofrecerle su hospitalidad a la desconocida. No sabía qué pensar. Pasado un buen rato, se durmió con un sueño inquieto y desasosegado. Notaba que algo estaba ocurriendo, pero no sabía qué.

 

         Llegó la fría mañana de enero. El hombre se despertó y vio que la mujer todavía estaba dormida. Procuró no hacer ruido. Encendió fuego en la pequeña chimenea que había en un rincón de la habitación y preparó el desayuno. Para cuando Ana María dio señales de vida, olía a café y él se había tomado ya dos tazas, además de unas tostadas con aceite. Ella se levantó, fue al baño y, tras asearse, desayunó, sin decir una palabra. A la luz del día y tras el aseo, José Luis observó que Ana María era más joven de lo que parecía y le gustó su cara, morena, de rasgos finos, labios rojos y alguna peca aquí y allá, lo que confería a su aspecto una imagen algo traviesa y hasta juvenil. El pelo, ondulado y ahora bien peinado, le caía hasta los hombros. Vestía unos vaqueros y un jersey de lana. Era delgada y algo más baja que su benefactor.

 

         Después de desayunar, la muchacha comenzó a hacer el petate. José Luis estaba algo desconcertado. Por la noche se le había ocurrido decirle a la chica que no se fuera, que esperara a que el tiempo fuese más benigno. Ahora, algo azorado, no le salían las palabras. Creía que, si le comentaba que se podía quedar, pensaría que era para aprovecharse de ella. Pero, ni por asomo. A ella el mozo también le dio una mejor impresión que por la noche. En seguida se dio cuenta de que era gitano, pero le pareció guapo y observó que tenía la pequeña casita bastante bien apañada y que presentaba un aspecto de persona limpia. Pensó que no le habría importado nada quedarse. No tenía ganas de seguir deambulando de aquí para allá, sin arrimo; sin nadie que la esperara; sin nadie que la echara en falta.

 

         A veces las cosas ocurren y no vemos el porqué. Cuando él le iba a decir a ella que se quedara, ella le iba a comentar que no le importaría nada quedarse. Los dos comenzaron a hablar a la vez. No acabaron de decir nada coherente y se echaron a reír al unísono. Quizá porque todavía era Navidad, él vio algo especial en sus ojos y ella, a su vez, observó un brillo diferente en su cara. De repente, como suele ocurrir, ambos se dieron cuenta de que no se habían encontrado por casualidad.

 

         Hablaron. Primero ella contó a José Luis una infancia y una adolescencia ciertamente desgraciadas allá abajo, en Viana, auspiciada por una madrastra que tenía absolutamente dominado al padre de la joven. Había tenido que irse de su casa, no hacía mucho y estaba bastante asustada sobre su futuro. Él, a su vez, le relató la historia que todos conocemos. Decidieron unir sus caminos y ¡qué fuera lo que Dios quisiera! A partir de aquel día convivieron de una manera formal. Él era delicado con ella; ella lo miraba cada vez con más ternura. Se enamoraron. Aquel invierno fue, hasta entonces, el mejor de sus vidas. El amor lo puede todo. Si hubiesen sabido francés, que no era el caso, habrían entendido y saboreado aquella canción de Jacques Brel que dice “Quand on a que l’amour…” y comprendido dónde estaba su mucha riqueza.

 

IV Ahora sí. Navidad

         Pero, el diablo que todo enreda, tenía preparadas ya sus trampas para los simples mortales que pueblan la vieja Tierra. Pasó enero; paso febrero; llegó marzo de 2020 y, como diría aquel mítico grupo de rock “ha estallado el obús”. Este interludio os lo voy a ahorrar. Todos sabéis lo que hemos vivido en todo el mundo, de marzo a esta parte. Cada uno sabe lo suyo. Todos lo hemos sufrido y no sabemos en qué parará este desastre. Yo, menos que nadie.

 

         Lo único que os puedo relatar es lo que les ocurrió a Ana María y a José Luis, pues eso sí lo sé de buena tinta. Imaginaos. De marzo a junio, confinados. En el verano, “sálvese quien pueda”. El otoño, a verlas venir. Llegó el invierno y, por supuesto, la Navidad, que es lo que justifica el título de este relato. Quizá me he extendido demasiado en los prolegómenos de la historia de nuestros héroes, pero debo deciros que aún podría haber sido más prolijo contando los hechos. Bien, dejémoslo para más adelante.

 

         El caso es que, más o menos cuando se produce el otro fenómeno extraordinario de este año, la conjunción planetaria de Júpiter y Saturno, en diciembre, Ana María y José Luis ya no están en Tafalla. Digo mal, no están en la ciudad, sí en su término. El año ha sido malo. El trabajo poco. Los dineros, se han acabado. José Luis no tiene alma de ocupa. Su espíritu honrado le hace abandonar la casita que era su hogar porque no puede pagar el alquiler. Ha recurrido a Cáritas; ha recibido alimentos de la Cruz Roja; ha buscado trabajo. Pero, nada. Ahora él y Ana María ya no tienen quién los ayude. Recogieron sus bártulos; cargaron un pequeño carro que José Luis compró a un hortelano viejo, con el que iba quizá el último borrico de Tafalla, y fueron hasta un paraje que el hombre había descubierto en sus correrías en busca de esparto, allá entre las carreteras de Larraga y Miranda: La cantera de Ros o “Malamadera”, en el término de Valditrés.

 

         La cantera, de yeso, es un artístico y barroco corte del terreno de donde se extrajo yeso, tras la guerra civil, y que hoy está abandonada. Cerca hay un pequeño cobertizo, todavía con aspecto sólido, que se levantó como apoyo para los obreros de la cantera, una balsa, no muy grande, rodeada de aneas y, algo más arriba, la fuente que alimenta la balsa. El pequeño valle está en un enclave de pinos plantados en los años veinte y poblado de romeros que, en el momento de este relato, comienzan a vestirse de flores azules. El ambiente es frío, ¡es invierno! Pero no puede oler mejor: pinos, romeros, aneas, carrizos, juncos, tierra mojada y el sempiterno cierzo… 

 

         No os he comentado dos cosas, todavía. Una que, en lote del carro y el borrico que José Luis compró al viejo hortelano también una vieja cabra, quizá tan vieja como su dueño, pero que aún daba leche. La segunda y quizá lo más importante de la historia, es que Ana María iba a dar a luz, de un momento a otro. En efecto, aquella noche del 24 de diciembre la cosa estaba a punto. José Luis había acumulado una ingente cantidad de leña, abundante por aquellos lugares y de agua de la fuente. Había instalado a su compañera de la manera más cómoda que había podido, a un lado el borrico, al otro la cabra, para darle calor, y preparado lo que él creía que podía hacer falta. Pero estaba aterrado. No sabía nada de nada de qué hacer en aquellas circunstancias. No se le ocurría a quién acudir; además no se podía ausentar de allí, no podía dejar sola a Ana María. ¡Estaba desesperado! Hacía meses que no tenía teléfono, pues el poco dinero de que disponían lo necesitaban para comer. Tendría que arreglárselas como pudiera. Lo único que le salió, de repente, fue rezar. Aunque no era un hombre muy religioso, recordaba perfectamente las oraciones que le había enseñado su madre, cuando era niño. Por lo bajo, comenzó: “Padre Nuestro…”, “Dios te salve María…” y, así, un rato largo. A su vera, Ana María, amodorrada, tenía un semblante plácido, entre el burro y la cabra, pero, de tanto en tanto, un rictus de dolor le cruzaba la cara y emitía un débil gemido.

 

         Parecía que el tiempo, todo el tiempo del mundo, se hubiese detenido en aquel instante. José Luis seguía rezando; Ana María gemía; la noche iba cayendo, fresca y húmeda. Arriba, en el cielo, podía verse un punto brillante allá, casi en el horizonte, hacia el suroeste… De repente, como si las estrellas se hubiesen hecho añicos sobre el suelo y se moviesen en zigzag, como esos cohetes llamados “borrachos” que echaba el alguacil por el suelo de la plaza, para hacer saltar a chicos y mozas en las fiestas de antaño, por el camino, luces a pares: dos, cuatro, seis ocho, diez…

 

         Poco más tarde, ruido. Ruido de truenos, ¿de truenos? No; de motores. En la claridad de la noche se distinguían un coche blanco; un coche azul; un coche con cuadros reflectantes; un coche rojo y un coche verde, en caravana.

 

         Paran al lado del cobertizo. Primero se bajan la médico y la enfermera; luego Ángel, el pastor, e Iñaki el párroco; más tarde, dos policías municipales; dos policías forales y, por último, dos guardia civiles, una mujer y un hombre.

La médico y la enfermera, en seguida, se hacen cargo de la situación. El pastor y el cura, rezan al lado de la entrada. Arriba la luna llena casi eclipsa a los planetas que, juntos, quieren también iluminar la noche. Más atrás, esperando a ser necesarios, los policías municipales, con un termo de sopa; los policías forales con mantas y toallas; los guardiaciviles con ropa limpia y prendas de abrigo.

 

         José Luis se sienta en un extremo del cobertizo y espera, temblando. Poco a poco, como en un engranaje bien engrasado, todo se va deslizando con parsimonia. Pasa una hora y un rato y… ¡Un gemido!, ¡un lloro! Al final, un llanto estridente cruza la noche y el frío y se pierde hacia el horizonte. Entonces, todo el mundo entra en acción. Con eficacia, con buen hacer… Alguien grita:  “es una niña. Una niña preciosa”. Tras un rato, en el coche blanco se van la médico, la enfermera, Ana María, José Luis ¡y su hija! En otro, Ángel, el pastor e Iñaki, el cura. Más atrás, en caravana, el coche a cuadros fosforescentes de la Policía Municipal; el coche rojo de la Policía Foral y el coche verde de la Guardia Civil. Todos hacia Tafalla. Todos con la satisfacción del deber cumplido. No han pasado una Nochebuena más emocionante, más gratificante, en su vida. Posiblemente no pasarán otra igual. En el cobertizo, el burro y la cabra se quedan solos bajo la noche luminosa, fría y estrellada, pero no les importa, se duermen.

 

                                               V Epílogo

         Imagino que pediréis una explicación y, claro está, os la daré. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo se habían concatenado los hechos para que el desenlace fuera feliz? Bien, es sencillo. Cerca de la cantera de Ros, del cobertizo, de la balsa, de la fuente y del prado de Valditrés, hacia el sur, hay un corral y un caserío llamados “Eulalio” y “La Escolara”. Ambos están cerca y aún sostienen un buen rebaño que, a la sazón, pastoreaba Ángel Guardans, hombre de unos cincuenta años, que había bajado de sus pirenaicas tierras oscenses para casarse en Navarra. Buen pastor, trajinaba su rebaño por aquellos términos tafalleses: Candaráiz, Tamarices y Valditrés. Hacía ya un tiempo que se había percatado de la llegada de la pareja y observado el estado de buena esperanza de la mujer. Un día de asueto, se había acercado a la parroquia tafallesa de Santa María y había hecho partícipe de su descubrimiento al párroco. Más aún, le había transmitido sus temores acerca de la futura criatura y su entorno. Iñaki, el párroco, había tomado en consideración el comentario del pastor y se puso manos a la obra. Dio parte al Ayuntamiento, a la Policía Foral y a la Guardia Civil, además de a los Servicios sociales, que lo habían comunicado al centro de salud. Lo demás, es fácil de adivinar. La historia terminó bien.

 

         ¿Bien? No. La historia terminó muy bien. Después del nacimiento de su hija, a la que pusieron por nombre Esperanza, a Ana María y a José Luis los contrataron para trabajar en la Residencia de la Tercera Edad “Nuestra Señora de Egipto”, de Barásoain. Y allí que fueron los tres. Os suena la historia, ¿no?

 

         Por cierto, al borrico y a la cabra los adoptó Ángel, el pastor, que también se quedó el carro, como regalo, además de ser el padrino de la niña. Si algún día vais a pasear por Candaráiz, por Tamarices o por Valditrés, seguramente podréis verlos a todos, retozando felices rodeados de ovejas y de perros juguetones, como si de una antigua historia bíblica se tratara.         

 

¡Feliz Navidad!

Buen camino. Vale.