miércoles, 31 de marzo de 2021

Tres abejeras de las de antes



Domingo, 28 de marzo de 2021

Hoy nos quedamos en Tafalla. El campo está precioso. Al verdor de los sembrados, se unen los arbustos en flor y los árboles empiezan a mostrar unas hojas diminutas, anticipo de la frondosidad que durará hasta bien entrado el otoño. 

Vamos a visitar tres abejeras antiguas. 

Son las 08:00 horas. El cielo está limpio de nubes. La temperatura es fría: 4º, pero vamos a disfrutar de una mañana de primavera. 

La sardina y la longaniza, al calor de la ceniza

Salimos cuesta arriba por el camino del Vaquero. 



Cruzamos el canal, que en este tramo va bajo tierra.

Entramos en la Aquitana. 


La cruz de Corpus Alegría, solitaria como siempre, luce un ramo de romero en su cresta.



En la ladera del cerro donde se asientan las ruinas del Caserío de los Capitanes, las ilagas y los romeros han florecido. El contraste entre el amarillo intenso y las frágiles florecillas lilas y blanquecinas disputa en belleza con el verdor de las cebadas. 

Orillando la pieza, llegamos a la Abejera de Garbayo. Son las 08:50 horas. 


La parada es obligatoria. 

Tantas veces como la hemos contemplado y, siempre que la visitamos, nos sorprende. 

Los almendros que la rodean ya han perdido la flor y sus ramas se visten de un verde limpio y fresco. 

Por la pieza, en dirección O. llegamos al camino que sube a la Lobera. 



La balsa, en la orilla del camino, tiene mucha agua. 

Continuamos hacia el N. 

Llegamos al pozo de Jurío. 

La piedras amontonadas del viejo pozo cobijan en su interior el tesoro del agua. 

Metemos los bastones y comprobamos que el agua llega hasta medio metro de altura. 


El Ciprés de Arizona, que alguien tuvo la feliz idea de plantar a su lado, parece sonreírnos. 

En las inexistentes fronteras entre los términos de Tafalla, pasar del cruce de caminos que desciende al Prado Redondo supone abandonar Valdiferrer para entrar en La Aquitana. 

09:40 horas. Abejera de Froilán 

Desde el camino no hay forma de ver la construcción. La maleza lo ha invadido todo y es prácticamente imposible llegar a ella. 

Siempre que hemos pasado por aquí, hemos proyectado adentrarnos algún día en esa maraña. Hoy es ese día. 

Bajamos a la pequeña hondonada llena de carrizos y juncos y nos acercamos al inmenso zarzal que oculta la abejera y medio asfixia los tres o cuatro almendros que sobreviven. 

Acercarse hasta la fachada de las piqueras es imposible. Van a hacer falta trabajos de desbroce.  

Pero la construcción, por lo poco que podemos ver, está bien conservada. 


Rodeamos la vegetación y, como podemos, subimos al pinar para situarnos encima de ella. 

Salimos al camino. 

Las ideas y propuestas bullen en nuestras cabezas. Hay que conseguir que se desbroce el paraje y descubrir, fotografiar y documentar esa abejera. 

Subimos hacia el Alto de la Lobera. 

Entre las acacias comunes, descubrimos varios ejemplares de acacias de tres espinas.

 

Sus características bayas destacan por su tamaño. 

En estos lugares es frecuente la aparación de cerámicas de variada tipología entre las que se encuentra representada no sólo la de almacenaje, cocina y despensa, sino también la vajilla fina de mesa como la sigillata y la pigmentada. Además de estos hallazgos, que suelen ser los más habituales, destaca la localización de un elemente epigráfico de alto interés patrimonial, en el paraje de La Lobera, que consiste en una lápida funeraria descontextualizada en la que aparece el nombre indígena THURSCANDO. (Rosa Mª Armendáriz Aznar)(Reviasta Panorama nº 32)

10:00 horas. Abejera de La Lobera. 


En el lado superior de una pieza cuadrada, junto a una palomera, se encuentran los restos de esta antigua abejera. Su propietario o usufructuario también era Froilán. 


Está muy deteriorada, pero se aprecia que fue importante. 

Muy cerca de ella, un aljibe, de construcción nueva, recoge las aguas que descienden por la ladera del cerro. 

El lugar y la hora son los indicados para echar un bocado. 

Al abrigo del escaso viento, junto a un lozano quejigo, nos sentamos. Las vistas son una maravilla: El Plano, arropado por Lazarau y Don Galindo; Moncayuelo y su parque eólico...

Y el caserío de Valdiferrer, con su protección de cipreses. 

Al otro lado del alto disfrutamos de un paisaje impresionante. 


Artajona brilla con la intensa luz de la mañana. 

A nuestra dcha. la Higa, Izaga, San Pelayo y la sierra de Izco. Y más cercanos: Buskil y el Portillo del Sastre. 

Volvemos al camino principal y comenzamos a descender. 

Unas florecillas de color violeta llaman nuestra atención. 


Es la carrasquilla. Esta planta se llegó a utilizar como remedio casero, en infusión, para combatir la hipertensión. La farmacología moderna ha desplazado estas prácticas, que no estarían exentas de riesgos.


 

Al llegar al canal, cruzamos un puente y llegamos a la cabaña de Chispas. 

El estado de la construcción es penoso. 

Cada vez que pasamos, está un poco peor y nunca se hace nada. 

La techumbre, que se ha hundido en parte, tiene una vigas de piedra que son dignas de visitar. 



11:40 horas. Gurrutxo. A diferencia de la Cabaña Redonda de Valgorra, a la que erróneamente se la ha denominado gurrutxo, ésta es la única construcción que tiene ese nombre. 

Si la cabaña de Chispas está en ruinas, qué diremos del Gurrutxo. 

Parece ser que la construcción se halla en un terreno particular, pero me consta que la propiedad está en buena disposición para permitir, con las compensaciones pertinentes, la rehabilitación de todo el contorno. Ojalá podamos ver materializados esos acuerdos y no se llegue demasiado tarde, como ha ocurrido en otros casos. 

Descendemos por el camino de Losillas y entramos otra vez en el Vaquero. 

12:30 horas. Fin del recorrido. 

El Barranco del Abaco, debajo del asfalto, nos conduce hasta la carretera de Estella. 


En este enlace se puede ver el recorrido de hoy. 


Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.

Dinamita, abejas, miel y un ángel

 

I

La explosión retumbó a lo largo del pequeño valle, como si parte de la colina que lo cerraba por el lado oeste se hubiera venido abajo de repente. O, más bien, eso es lo que sucedió. Cuando el espeso polvo grisáceo se hubo disipado, se pudo ver que la cantera de yeso había retrocedido y, a sus pies, yacían los escombros de lo que durante millones de años había formado parte de las entrañas de la Tierra. La escena transcurría en el pequeño vallecito llamado “Valditrés”, hacia el oeste del término de la ciudad navarra de Tafalla.


Gerardo, el capataz de la explotación gritó al dinamitero que se hallaba resguardado del peligro tras un talud, algunos metros a su derecha:

- ¡Déjalo ya Rufino. ¡Por hoy, tenemos bastante para cargar unos cuantos viajes! ¡Mañana, vuelves a la misma hora!

- ¡Muy bien, señor Gerardo! ¡Hasta mañana, pues!

 

Y Rufino, el dinamitero, que estaba contratado en la empresa “Yesos Recarte”, por horas, montó en su bicicleta “Orbea” y se puso en marcha hacia la carretera que conducía desde Tafalla hacia Larraga. Cuando se incorporó a esta vía se dirigió en dirección a esta última población y no hacia la primera, donde vivía. La mañana de abril estaba recién estrenada y aún le quedaba mucho tajo por delante. Y es que Rufino, el dinamitero, era un hombre pluriempleado. A ratos, era capaz de demoler en un santiamén todo aquello que le pusieran por delante. A él, que le dieran unos cuantos cartuchos de dinamita y que le dijeran qué había que deshacer. Lo demás corría por su cuenta. Por ello, no solo la empresa que explotaba el yeso en el término de Tafalla, sino empresas constructoras e, incluso, las cercanas “Canteras de Alaiz”, en el Carrascal, hacia Pamplona, reclamaban, día sí día no. Sus servicios.

 

En la época en que transcurre nuestro relato, Rufino, el dinamitero, tenía ya treinta y cuatro años. Era un hombre no muy alto, fornido, moreno, de cejas pobladas y rostro cuadrado donde nacía una amplia nariz que se sobreponía a unos labios gruesos, más entrenados en comer que en hablar. Por su aspecto no se diría que albergase la necesaria delicadeza como para tratar con suavidad un elemento tan peligroso como la dinamita, pero así era. Cuando Rufino, el dinamitero, manejaba el explosivo que constituía la herramienta principal de su oficio, se transformaba. Trataba a esta sustancia de una manera mucho más delicada que a su mujer Ángeles. No reparaba en tiempo ni delicadeza cuando preparaba una explosión. Ya hubiese querido su consorte que fuera tan atento con ella. Y no es que Rufino, el dinamitero, fuese mal marido, ¡qué va! Solo que, como las explosiones de su media naranja no eran tan letales como las del Trinitrotolueno, pues eso, que las encajaba, cuando ocurrían, o sea un día sí y otro también, de una manera más filosófica. Podría decirse que al estilo de Santa Teresa de Jesús: “La paciencia todo lo alcanza”. El hombre dejaba correr los frecuentes estallidos de la fémina y decía amén a todo. Pensaba para sus adentros: “Grita, grita, mujer. Desahógate, que por aquí me entra y por aquí me sale” Y, claro, se señalaba imaginariamente ambas orejas. Aun así, el matrimonio había conseguido sacar adelante dos retoños: una chica, Felisa, que, a la sazón contaba seis años y un niño, Aurelio de cuatro.

        

                              II

Pero, ¿Por qué Rufino, el dinamitero, no iba hacia su casa si ya había concluido lo más mollar de su jornada laboral? ¿Por qué se dirigía en dirección contraria a la que llevaba a su pueblo? No, no os preocupéis. No se trataba de ningún secreto. No se iba a acercar hasta el Caserío de La Sarda, que estaba un poco más adelante, en plena carretera, a echar un trago con su compadre Nicolás, el de La Sarda. Aunque los dos habían hecho la guerra juntos y juntos habían conseguido volver vivos a Tafalla, hoy no tocaba. Y eso que, no es que no le apeteciera un trago de ese vino añejo que elaboraba el agricultor en su fundo. Le apetecía y mucho, como siempre. Además, Nicolás, el de La Sarda, era, más que su amigo, su hermano de sangre. Uno a otro se habían salvado el pellejo no se sabe ni las veces; no llevaban la cuenta. Uno y otro habían aprendido el arte de la dinamita juntos, allá en el frente de Teruel primero, en diciembre de mil novecientos treinta y siete y, luego en la batalla del Ebro en julio del año siguiente. Los dos, quintos, habían tenido que ir al frente recién cumplidos sus veintiún años.

“No”, pensaba para su caletre el buen hombre. Hoy tenía que resolver un asunto importante que no afectaba a su querido Nicolás, el de La Sarda, y lo iba a hacer. Así que siguió pedaleando un rato. El sol cogía fuerza desafiando al cielo azul. La primavera campaba a sus anchas. Las cebadas verdeaban pujantes y, en las lintes y espuendas las ilagas, romeros, coscojas, enebros y sabinas renovaban su pacto anual con la Madre Naturaleza. Sin embargo, las amapolas, tan querenciosas de abril, no habían nacido apenas.

 

El hombre vivía en la calle del Olmo, cerca de la Tasca de La Petra, allá en la cuesta de Santa María, donde Rufino, el dinamitero, cenaba todas las noches la cazuelica que le preparaba su “Santa”, junto con otros vecinos. A la sazón, el comentario más común en dicho local era que “… el año estaba mucho raro…”. La última vez que había llovido fue para las Ferias de febrero. Luego, nada. El grifo se había cerrado y ya no había caído ni una gota. Algo se “barruntaba” en el ambiente, repetían, sobre todo, los hombres del campo. Si la cosa no mejoraba, habría que ir a Ujué, este año, descalzos o sacar al San Sebastián en procesión, no sea que se “jibase” la cosecha.

 

Pero, volvamos a Rufino, el dinamitero. El motivo de su amplio rodeo era que tenía que visitar a sus “amigas”, como las llamaba él. No, no penséis mal. Por aquellos andurriales no había ninguna casa de mala nota. Si es caso, lo más abundante eran los zorros, que hacían sus cados en las abundantes yeseras, los tejones, las perdices y los conejos. También proliferaban las grandes culebras de escalera, entre las pesadas losas de arenisca, que se desparramaban por doquier y ofrecían buen refugio a estos animalitos. Rufino, el dinamitero, las cazaba a mano, de vez en cuando. Al igual que a los grandes “gardachos”. Él no era cazador, pero el Ayuntamiento tafallés pagaba bien por las alimañas, lo que le suponía un sobresueldo. También, como buen “gourmet” de la tierra, gustaba de aderezarse alguno de ellos. Sus preferidos, ¡cómo no!, eran los lagartos, que tenían una carne “mucho rica”. Con eso, algún que otro caracol y las ranas que “pescaba” en las balsas, Rufino, el dinamitero, lo pasaba tan ricamente, con su cazuelica vespertina en la Taberna de la Petra. Incluso, le daba para invitar a sus compadres, de vez en cuando. Y así podían recordar viejos tiempos y hazañas pasadas practicando esa filosofía tan tafallesa de echar “cuatro tragos y siete mentiras”.

 

Pues eso, ahora iba a visitar a sus “amigas”: las abejas. Y es que, Rufino, el dinamitero, era un verdadero enamorado de estos insectos. Después de la dinamita, las abejas. Incluso las ponía por delante de la familia. Decía que eran los animales más buenos y más sabios de la tierra y, convendréis conmigo que algo de razón no le faltaba.

 

Así que, dejando al oeste el caserío de su amigo Nicolás, el de La Sarda, enfiló el norte y se dirigió hacia otro caserío, el llamado de Valdiferrer, situado entre aquel y la ciudad, cerca del cual Rufino, el dinamitero explotaba dos grandes y viejas abejeras de piedra que pertenecían al Ayuntamiento y estaban ubicadas en terreno comunal. Ambas eran construcciones sólidas de proporciones muy parecidas. Divididas en dos pisos y cubiertas de lajas de arenisca, contaban con unos veinticuatro huecos, cada una, donde, en un “cuévano” de mimbre vivía un enjambre. La parte frontal se asemejaba, por tanto, a esos edificios de las grandes ciudades que contienen infinidad de cubículos llamados “pisos” y donde viven, un tanto hacinadas, infinidad de personas diríase “estabuladas”. Pues las abejas, igual. Debajo de cada habitáculo, se podía ver una ranura bien lubricada con cera, por donde entraban y salían las trabajadoras abejas, el “piquero”. A un lado había una pequeña puerta de madera por la que entraba el apicultor para realizar las tareas propias de su oficio, en las diferentes estaciones del año. Cerca de la colonia había siempre una pequeña balsa, o un aljibe, pues las abejas necesitan del agua cercana para producir su milagroso alimento y una pequeña “caja” hecha de losas de arenisca, el “venturero”, que servía para recoger los enjambres que abandonaban las colmenas, cuando nacía una nueva reina. Y, por supuesto, romero, infinidad de matas de romero, por todas partes.

 

Rufino, el dinamitero, explotaba pues dos de estas factorías. El oficio lo había heredado de su padre, que, a su vez, lo conservaba del suyo. Su familia no poseía tierras; únicamente un pequeño huerto en el “Congosto”, al norte de Tafalla, donde desde siempre habían cultivado los suyos las verduras, frutas y hortalizas necesarias para una economía de subsistencia, como la mayoría de sus convecinos.

 

Pero, antes de llegar a la primera de las abejeras, aún le quedaba pasar su pequeño calvario: cruzar los caminos del término del Caserío de Valdiferrer, antes mencionado. Esto lo podía hacer bien por el oeste o bien por el este de dicho fundo. El día que nos ocupa, como ya queda dicho, eligió el del oeste. Como cambiaba con frecuencia, tenía la esperanza de poder pasar cerca de la vivienda sin que le vieran. No se sabe por qué razón, el dueño del caserío, Jacinto, el de Valdiferrer, como lo llamaban, le guardaba una gran animadversión que se remontaba a los tiempos de la escuela, donde este y Rufino, el dinamitero, se habían “zurrado la badana” de lo lindo, desde que tuvieron uso de razón y suficiente fuerza para hacerse daño. ¿Motivo? No se sabe. Se miraron mal desde el principio. La cosa empezó con unos empujones a los seis años y había llegado a las navajas. En esto la guerra los ayudó, pues pudieron canalizar sus violencias hacia otros enemigos. La mayoría de los que los conocían pensaban que esto les había salvado la vida, a uno, y a otro del presidio.

 

Cuando volvieron del frente y ambos formaron sus respectivas familias, se les amortiguó en ardor. Al menos los primeros años. Ya habían tenido suficientes raciones de odios, violencia y muerte, diríase que para todo lo que les restaba de vida. Pero, el diablo que nunca descansa, había hecho de las suyas. Con el transcurrir de los años, a Jacinto, el dueño del caserío de Valdiferrer, que no tenía hijos y sí mucho tiempo para trabajar y para elucubrar su inquina hacia su enemigo, le había dado por incordiarlo. Lo hacía a menudo, pero sin enfrentarse a él directamente.

 

Y es que, de vez en cuando, se dirigiera hacia sus abejas por el camino de arriba o por el de abajo, ocurría que se le pinchaban las ruedas de la bici y, al arreglarlas, encontraba unas chinchetas muy sospechosas. Otras veces encontraba pedruscos o ramajes en el camino, que debía retirar si quería pasar. Incluso, un día, se había dado cuenta de que había una liza tendida de lado a lado, a la altura del manillar. Tuvo la suerte de verla, pues si no, el porrazo podía haber sido morrocotudo.

 

Rufino, el dinamitero, había dejado pasar estas provocaciones y no había respondido a ninguna. Sin embargo, aquel día de abril la cosa cambió. Cuando llegó a la primera de las dos abejeras, la más cercana al caserío mencionado, la que está cerca del aljibe llamado pozo de Jurío, con el ánimo de echarles un vistazo para ver cuándo podía quitarle algo de miel de primavera, se llevó un sofoco. Encontró más de la mitad de los huecos con la tapa de piedra rota, en pedazos; la puerta desencajada y tirada en el suelo y, lo peor, cuando se asomó al interior, vio unos cuantos recipientes de mimbre destrozados y muchas abejas muertas, como si las hubieran envenenado.

 

Rápidamente se dirigió hacia su segunda abejera, la que estaba cerca de la muga de Artajona y era similar a la primera. Cuando llegó, lo mismo. Incluso el pequeño aljibe, tan necesario a esa altura del campo estaba lleno de piedras. A Rufino, el dinamitero se le cayó el alma a los pies. En otras circunstancias se habría preguntado quién podría haber sido tan ruin para cometer semejante desmán. En las suyas, no lo dudó ni un momento. Estaba convencido de que el culpable del salchucho era su proverbial enemigo, como él decía el “cabrón” de Jacinto, el de Valdiferrer.

 

Rufino, el dinamitero era, como ya es sabido, hombre de cuajo. Pacífico si alguien no “jodía la manta”, pero furo si había que arremeter y más si se trataba de una injusticia, como en aquel caso. Estaba dolido, muy dolido y decidió que lo mejor que podía hacer era irse a su casa y, luego, ya vería. Así que, sin tocar nada, quería dar parte a la Guardia Civil, pues tocar una colmena era un delito, reprimiendo su gran enfado y hasta alguna que otra lágrima de rabia, subió a la bicicleta y, buscando un camino hacia Artajona, pues no quería pasar cerca del caserío de Valdiferrer, aunque tuviese que dar un gran rodeo, se dirigió, pedaleando furiosamente, hacia Tafalla. Lo primero fue ir al cuartel de la Guardia Civil y dar parte. Luego, ya vería.

 

 

    III

     Llegó a su casa pasado el mediodía. Procuró que no se le notara el enfado. Le dijo a su mujer que se iba un rato al huerto, a coger algo de verdura y comería allí, que no lo esperase. De ese modo no caería en la tentación de contar lo sucedido a nadie. La tarde transcurrió en el huerto. A ratos trabajando, a ratos sentado, echando humo de tabaco y también los malos humos que lo intoxicaban por dentro. Cuando el día declinó, se fue para casa. Ya sabía qué iba a hacer. Había meditado y tomado una determinación.

 

         Aquella tarde no bajó a la Tasca de La Petra. A su mujer, Ángeles, le extrañó. Por eso, cuando le preguntó si le ocurría algo, Rufino, el dinamitero, le contestó que estaba un poco “destemplado”, lo que no era mentira, del todo. A decir verdad, esa noche no durmió bien, por eso no le costó nada madrugar y, procurando no despertar a su media costilla, ni a sus hijos, salió de casa. Como único pertrecho, había cogido un trozo de pan, dos guindillas y un cacho de chorizo, amén de su inseparable bota que, por supuesto, solo usaba cuando no tenía que poner ningún barreno. Sin embargo, aquel día iba a hacer una excepción. Desayunaría y luego prepararía una función “especial” si todo salía como quería, la cosa iba a ser “sonada”.

 

         En lo más profundo de la madrugada, cuando no se había despertado todavía ni el relente, Rufino, el dinamitero, iba en su bicicleta Orbea, hacia el

Oeste. Diríase una sombra oscura y fugaz que cruzaba veloz el campo como si de un Ángel de la muerte, en busca de sus deudos, se tratara. Todo estaba dormido. Solo el ulular funesto de la lechuza le marcaba el ritmo. Conocía de sobra todos los vericuetos de los alrededores de la ciudad y aún lo más recóndito de su término. Por eso, al rato, ya se había plantado en el hueco de un barranco, a la vista del caserío de Valdiferrer. Aún faltaba un buen rato para que el sol apuntase detrás de los altos de Ujué. Acomodó la bicicleta de modo que quedase fuera de la vista de quien pudiera pasar cerca de donde se encontraba, cuando amaneciera, pero tan a mano que la pudiese recuperar con facilidad. Sacó las viandas y la bota y, sin dejar de observar la vivienda y el corral del caserío, desayunó, sin prisa, con parsimonia, echando varios tragos bien cumplidos que lo reconfortaron sobremanera.

 

         Ni una luz, ni un ladrido, ni un balido de las cabras o de las ovejas salía del edificio que tenía enfrente, apenas a doscientos metros. Solo, de vez en cuando, el trino estridente de un ruiseñor que marcaba su territorio se dejaba oír, ahí abajo, en la balsa que se abría al lado del camino que subía hasta el caserío. Rufino, el dinamitero, no lo pensó más. Del zurrón que había traído consigo extrajo cuatro barrenos y otros tantos cebadores. Los había cogido el día anterior del escondite que tenía cerca de su huerto, apenas hubo tomado la determinación de lo que iba a hacer.

 

Con agilidad, fue acercándose al caserío. Colocó la primera carga en el dique de la balsa. Lo primero, dejar sin agua al enemigo. Y más en aquel año tan seco en que tanta falta iba a hacer. “Tiempo, una hora”. Luego, se acercó por la parte norte de la construcción, la que servía de “mosquera” a las ovejas cuando el calor, y donde sabía que se encontraba el pozo. “Tiempo, cincuenta minutos”.  Con cuidado, moviéndose sigilosamente, para no despertar a los perros, se acercó al corral. En él, a ambos lados de la pared norte, introdujo dos barrenos más. Uno a cada lado. “Tiempo, cincuenta minutos”. Rufino pensó que los del caserío se iban a llevar el mayor susto de su vida. A ellos no les quería hacer daño, no era tan criminal como para eso, pero si alguien la palmaba del susto, no le iba a importar nada.

 

Cuando remató su faena, tomó el camino de vuelta hacia el lugar donde había dejado la bici. Apenas pasó la balsa y cruzó el camino, para subir hasta donde estaba su vehículo. Saltó a su lado una sombra alta que, sin darle tiempo a reaccionar, le dijo con voz queda:

-¿Qué haces, Rufino? ¿Crees que merece la pena vengarse de esa manera tan ruin?

Por la voz lo reconoció, pues muchas veces aquel hombre le había ayudado con la miel y también muchas veces Rufino, el dinamitero lo había provisto de alimento, ropa y otros útiles, pues era una especie de ermitaño que vivía desde hacía varios años en una cabaña de piedra, muy cerca de las abejeras del Tafallés.

         -¡Hostia, Bordonaba! Vaya susto que me has dado. Si no te reconozco la voz, te juro que saco la navaja. ¿Qué haces por aquí a estas horas?

         -Esperarte, Rufino. Esperarte para que no hagas ninguna salvajada y te eches a perder, a ti y a tu familia. Estoy al tanto de todo lo que te ha hecho ese malnacido de Jacinto, el de Valdiferrer. Sé mucho más de lo que crees y quiero evitar que te pongas a su altura o incluso que aún caigas más bajo que él. Yo he sido testigo de sus fechorías. Te estaba esperando porque sabía lo que ibas a hacer. Si te parece bien, declararé en el cuartel de la Guardia Civil todo lo que he visto, para que lo castiguen como merece. Mira que, como decía el emperador romano Marco Aurelio “La mejor venganza es no ser como tu enemigo”.

 

         Sebastián Bordonaba era un sabio. Habiendo llegado a desempeñar un alto cargo en la administración del Estado, en Madrid, por sus estudios y su gran valía, la vida lo había castigado duramente.  Cuando estalló el Alzamiento era secretario de un alto mando republicano. Como no pudo salir de la capital, tuvo que colaborar con el Gobierno. En mil novecientos treinta y nueve fue encarcelado y pasó varios años en prisión. Cuando lo liberaron volvió a su casa, en Tafalla, donde no encontró sino rechazo y malquerencia de los suyos.  Sin oficio, sin familia y sin porvenir, decidió retirarse al campo.

 

         Llevaba ya varios años malviviendo en una caseta de piedra, cerca de donde se encontraban en ese momento los dos hombres. Tenía un pequeño huerto donde cultivaba algunas verduras y hortalizas, con gran trabajo, pues el agua no abundaba por aquellos parajes. Además, algunas personas como el mismo Rufino, el dinamitero, le daban algo de trabajo o lo socorrían. El mismo párroco de Santa María de Tafalla, don Antonio Añoveros, sabiendo de su bondad y bonhomía, se había acercado algunas veces a hablar con el y a tratar de convencerlo para que volviese a Tafalla, sin conseguirlo.

 

Nunca iba por el pueblo y, si tenía qué, comía. Si no, ayunaba, aunque esto ocurría pocas veces, pues Sebastián sabía sacar partido de los recursos de la Naturaleza, incluida la miel, pues además de ayudar a los que tenían colmenas, conocía el emplazamiento de enjambres silvestres y todo tipo de animales, que cazaba. Entre los tafalleses que no lo conocían lo suficiente tuvo mucho éxito una coplilla que discurrió alguien que, seguramente, no lo quería demasiado:

 

“Si vas a Valdiferrer,

    pregunta por Bordonaba.

Pero llévate de todo,

                                porque no tiene de nada.”

 

Él no concedía ninguna importancia a tal infundio. Entre otras cosas, porque no era verdad del todo y porque era un estoico que había decidido vivir a su aire, sin molestar, pero libre como los pájaros. Por ello, intentaba que su amigo y benefactor Rufino, el dinamitero, no perdiese la suya.

-Anda, Rufino-dijo el eremita con voz firme- ve y desactiva los explosivos. Luego, vienes y me los das, que yo te los guardo. Hasta yo sé que esos cacharros, si no están en contacto con el cebador, son inofensivos. Venga, no te demores, que pronto va a amanecer. Ya verás cómo, luego, te sientes mejor. Además, ¡no vas a dejar solas a tu familia y a las abejas! ¡Aún tenemos que coger mucha miel y tienes que ver crecer a tus hijos! ¡No vas a echar todo a perder por una mala persona! ¡Ya verás cómo tiene su castigo!

 

Las palabras de Sebastián Bordonaba hicieron mella en el dinamitero y, dándole un abrazo, le dijo efusivamente:

-Tienes razón, Sebastián. No me voy a poner a la altura de ese malnacido. Voy a retirar los cartuchos.

Dicho y hecho. El hombre volvió y deshizo el tinglado que había montado. Volvió donde estaba su amigo y le dio el explosivo. Luego, quedaron para ir a Tafalla, los dos, al Cuartel de la Guardia Civil, para que Sebastián Bordonaba declarara como testigo. Amanecía y Rufino el, dinamitero, se marchó al trabajo. Las explosiones en la cantera de yeso se realizaban muy temprano y la hora se le echaba encima. El ermitaño, a su vez, caminó hasta su vivienda y, tras desayunar lo que pudo, se aseó y vistió sus mejores ropas, pues iba a cumplir con la palabra dada y a acompañar a su amigo a la ciudad.

 

                               Epílogo

Pasaron varios meses. El cielo tafallés se había cerrado y no llovió nada hasta comienzos del año siguiente. Por eso, a mil novecientos cuarenta y nueve se le llamó “el año de la seca”. Las cosechas de cereal se perdieron. De la viña, más sufrida, aún se sacó algo, siquiera para el consumo casero y olivas, pocas.

 

En noviembre se celebró el juicio contra Jacinto, el de Valdiferrer. Gracias al testimonio de Sebastián Bordonaba, fue condenado a pagar una cuantiosa multa, al Ayuntamiento de Tafalla, pues las abejeras eran propiedad municipal, por una parte, y a Sebastián, el dinamitero, por otra, pues las abejas se consideraban suyas. Además, como el año no le fue bien, por la mala coseche y la falta de pastos para el ganado, a Jacinto, el de Valdiferrer, se le agrió el carácter y comenzó a maltratar a su mujer. Esta no tardó mucho en abandonarlo. El hombre se quedó solo y ya no tuvo día bueno. Por supuesto, ni se le ocurrió acercarse a las abejeras, de nuevo.

 

Sebastián Bordonaba no las tenía todas consigo. Se cuidaba muy mucho de acercarse al caserío o a los campos de Valdiferrer. Procuraba no dejarse ver, por si acaso. Hasta que un día, nadie sabe cómo, ya no se le vio más. Lo que sí cambió, fue la coplilla dedicada al ermitaño, pues, a partir del suceso, se hizo socio de Rufino, el dinamitero. Por eso, alguien discurrió otra nueva que decía:

 

“Si vas a Valdiferrer,

    pregunta por Bordonaba.

   Llévate un cacho de pan,

                                que la miel es regalada.”

 

                                     

Rufino, el dinamitero, recuperó a sus amigas y siguió con sus derribos, su huerto, su familia y sus cenicas en la Tasca de La Petra, hasta que Dios Quiso.

 

Hoy, el caserío, abandonado, las abejeras cubiertas por zarzas, matas de almendro y escaramujos, casi no se ven, aunque aún están ahí, para disfrute y solaz de los que gustamos de recorrer el término tafallés. En la época en que esto se escribe, finales de marzo, todo aquel paraje es un mar de cereal donde las olas de hierba van y vienen, mecidas por todos los vientos. Seguro que, si nos paramos a otear el horizonte, desde lo más alto, en la muga de Artajona, podremos ver pasar la sombra fugaz de Sebastián Bordonaba, el Númen bueno de aquellas tierras, cuyo espíritu, forjado en el sufrimiento y el perdón, guardan aquellos campos, para siempre.  

 

¡Buen camino!

Vale.








miércoles, 24 de marzo de 2021

Lantxurda desde la Bizkaia


Domingo, 21 de marzo de 2021

La publicación del libro "La Bizkaia de Navarra. Memorias de un valle en silencio" ha sido un motivo de alegría para los nacidos, y sus descendientes, en ese recóndito lugar. También lo ha sido para los que nos gusta recorrer y descubrir lugares tan cercanos y tan desconocidos como éste. 

Su autor, Juan J. Recalde Recalde, durante 540 páginas ofrece una información exhaustiva de la vida, historia y lugares del valle. 

Con todo esto, nos hemos planteado tratar de hacer unas rutas uniendo despoblados y castros y llegar a conocer mejor un paraje natural increíble. 

Para ir tomando contacto con el terreno, hoy subiremos a Lantxurda desde Sabaiza. 

Esta cima de la sierra de Izco con sus 1.037 m de altura es un balcón perfecto para contemplar la exuberancia de los bosques de la Bizkaia. 

Son las 08:30 horas. Aparcamos en Sabaiza. 

El día está frío; despejado, pero helador. El termómetro marca 3º, pero nos avisa de que vamos a sentir -2º. 

Marzo, marcero, o tan frío como enero o tan falso como febrero

Vera, la galga, salta del coche y nos mira. La vemos tiritar. 

El camino se pone en ligera cuesta que asciende. 

Cruzamos una langa y seguimos por la izda. Pasamos junto a una granja.

El día es invernal. 

La ropa, bien cerrada. Los guantes y las capuchas no estorban. 

Llegamos a un claro del pinar y algo llama nuestra atención. 

Damián nos explica que este tipo de artilugios se emplean para el control de plagas.

En algunos receptáculos se colocan unas bolsas con feromonas femeninas que atraen a los machos de los que se quieren obtener datos estadísticos.

Los hay de diferentes modelos y para especies distintas.  

Continuamos por buen camino. 

Un cartel nos informa de un proyecto piloto muy interesante que se está desarrollando para combinar la riqueza forestal y la ganadería.  

Al llegar a la siguiente granja, un camino que sale a la izda. nos lleva a la primera parada. 

09.30 horas. Balsa de Sabaiza. 

Enclavada en una pequeña depresión, rodeada de coníferas y verdes prados, nos hace evocar paisajes más propios del Norte que de donde estamos.

Volvemos al camino principal y seguimos ascendiendo. 

Una langa abierta y su "paso canadiense" se interponen en nuestro camino. 

Lo cruzamos nosotros, pero Vera, con sus finas patas, se para en seco. 

Por la orilla del camino, logramos que pase al otro lado con cuidado. 

Llegamos a terreno asfaltado. 

Enfrente, imponente, la Peña de Izaga nos muestra su cima con un manto blanco. 

Vamos descendiendo. De una palomera cercana nos llega un aroma a humo y almuerzo asado que despierta nuestros adormilados sentidos. 

10:10 horas. La parada en la subestación del parque eólico es obligatoria.

La construcción es magnífica y está bien cuidada. Los trabajos de cantería y carpintería dan a la construcción un aspecto inmejorable. 

Damos una vuelta por sus alrededores y volvemos al camino. 

Ahora tocar subir. 

Con los bastones rompemos el hielo de un charco y comprobamos su grosor. No cabe duda: como en cualquier día de invierno. La primavera entró ayer, pero todavía no se nota su presencia. 

En la parte exterior del vallado que cierra las instalaciones de las antenas de telefonía, al abrigo del frío cierzo, paramos a echar un bocado. 

Estamos rodeados de robles y bojes, pero sentados y abrigados. 

El paisaje queda oculto por la vegetación. 

En el cielo, una nube lenticular no nos quita ojo. 

Descendemos al cruce de caminos para subir a la cima. 

En la sombría ladera N. del monte, la nieve se resiste a marcharse. 

Cruzamos un par de vallas que cierran el camino, debido a que están extrayendo madera, y llegamos a la cima. 

11:00 horas. Lantxurda. (1.035 m) 

El vértice geodésico y el buzón casi está ocultos entre los bojes. 

La vista desde aquí es buena. Disfrutamos enumerando las cimas cercanas. 

Arangoiti, Peña, San Pedro y Santa Ágata, encima de Ayesa. Y, cerrando la línea del fondo, la silueta inconfundible de Ujué. 

Seguimos de frente y descendemos por buen camino. 

El entorno es bonito. 

Rocas, robles, pinos y bojes nos acompañan en la bajada.

Y el silencio... que nos hemos acostumbrado tanto a él que ni lo apreciamos.

Cada metro que descendemos nos adentra en lo profundo del valle. 

Una curva en herradura salva "El paso malo". 

Este topónimo de "paso malo" resultaba ser muy común cuando las barrancadas impedían el buen tránsito de hombres y ganados.

Este valle también vio pasar peregrinos en dirección a Santiago de Compostela, ya que constituía un camino secundario de la ruta jabobea al que se llegaba después de dejar atrás el hospital de Leache, de la encomienda de San Juan de Jerusalén. Tras atravesar la Bizkaia, el camino se internaba en la Valdorba, donde había hospitales en Iracheta y Catalain, para dirigirse finalmente a Puente la Reina. (La Bizkaia de Navarra. Memorias de un valle en silencio)(Juan J. Recalde Recalde)   

Las hayas son nuestras nuevas compañeras de viaje. 

Cuando la cuesta termina, llegamos a una langa. 

La cruzamos y torcemos a la izda. 

Salimos al camino que hemos llevado por la mañana. Hemos completado la ruta circular. 

12:25 horas. Sabaiza. 

Nos acercamos hasta la iglesia. Está cerrada. El pretil de piedra, abrigado del cierzo y soleado, nos invita a sentarnos y a hacer balance de la excursión. 

Tenemos que volver y caminar por los despoblados olvidados de Loya, Irangoiti, Usumbelz, ... Merece la pena "perderse" por estos lugares. 


En este enlace se puede ver la ruta de Sergismundo que hemos seguido nosotros hoy. 





miércoles, 3 de marzo de 2021

Bordatxar y Erreniaga (El Perdón)


Domingo, 28 de febrero de 2021

En Radio Clásica hay un programa estupendo que se llama "música a la carta". Nosotros también tenemos una sección parecida. Una persona de nuestro grupo expresó hace días su interés por conocer la Sierra del Perdón. 
Dicho y hecho. Preparamos la excursión y hoy, engañados por las predicciones del tiempo durante la semana, nos vamos a Subiza. 
Son las 08:30 horas. Aparcamos junto al depósito de aguas y salimos. 
La mañana está fría. El termómetro marca 4º y el cielo está totalmente encapotado. 

Cuando llueve en febrero, se llena el granero. 

La previsión es que no va a llover hasta las 13 horas. Eso esperamos. 




Un cartel nos indica el lugar por donde transita nuestra ruta.


Muy cerca de él, una hermosa caseta de distribución de aguas llama nuestra atención. Juanjo nos comenta que este era uno de los puntos que abastecían de agua a Pamplona. 





 En su cabezal hay un escudo de la capital y una fecha: año 1797. Una joya.
El regacho que baja del monte emite un murmullo de aguas limpias y abundantes. 
Tomamos el camino de la dcha. y comenzamos a subir. 



Cuando llegamos a una curva pronunciada, nos acercamos a mirar una bonito rincón en el que abundan los pinos negros
Un pequeño cahír a la entrada de una estrecha senda nos indica por dónde tenemos que seguir. 
Subimos despacio, disfrutando del bosque. 




Los bojes y robles forman unas tupidas paredes desde las que, a veces, podemos contemplar la sierra de Alaiz cubierta de nubes. 
Casi al final de la zona arbolada, nos encontramos con una palomera. 




La dejamos a nuestra dcha. y continuamos ascendiendo. 
La vegetación casi desparece y entramos en una zona más descarnada. 
La antenas de telefonía que pueblan las cimas se ven cada vez más cercanas.



 
A nuestros pies, Pamplona, en toda su extensión, parece una imagen congelada. 
09:40 horas. Bordatxar (1.002 m)




Junto a la zona vallada que cierra el conjunto de antenas, un humilde buzón nos dice que hemos llegado a la primera de las cimas. 
La mañana sigue fría. El terreno a partir de aquí y durante un buen rato es llano. 
El lugar es como una gran campa, verde y húmeda, azotada por todos los vientos. 
10:10 horas. Ermita de la Santa Cruz.


Es un templo moderno. Entramos al pequeño albergue que está en uno de sus laterales. 

Santa Cruz está en la meseta de la sierra de Francoandía. En 1799 "se encontró con bastante indecencia". En octubre de 1962 fue derribada, para levantar las torres de control aeronaútico. El Ejército del Aire la reconstruyó más hacia Subiza, con traza moderna. (Fernando Pérez Ollo)(Ermitas de Navarra)

Como es habitual, la puerta está cerrada y no podemos acceder a su interior.




Precisamente, un poco más adelante, pasamos junto a una de esas instalaciones que llaman la atención de todos los que nos acercamos por allí.  
A pocos metros, se halla la cima de Erreniaga (1.035 m).
Son las 10:15 horas




Visitamos primero el vértice geodésico y



después le echamos un vistazo al buzón. 
Bajamos por la ladera y salimos a la carretera que utilizan para el mantenimiento de todas las instalaciones. 
Un ciclista viene despacio y silencioso por detrás de nosotros. No lo oímos. Vera, la galga tampoco. 
Vera cruza por delante de la bici y el ciclista, que afortunadamente va muy despacio, no tiene tiempo de desenganchar sus calapiés y va al suelo. 
Alarmados, nos acercamos a socorrerlo. No se ha hecho nada y le quita importancia al suceso. Respiramos tranquilos.
Comienza a llover.  
En la primera curva, abandonamos el asfalto y entramos en un camino viejo y precioso. 
El suelo está mojado, embarrado. 
La vegetación es abundante. 




Un solitario acebo asoma medio escondido entre los bojes como si quisiera pasar desapercibido. 
Aprovechamos una zona despejada para almorzar. 
Las vistas siguen siendo fantásticas. 
Una nube baja, deshilachada, pasa suavemente ante nosotros dejando una estela silenciosa en las copas de los árboles. 




La lluvia, intermitente, nos hace abreviar la parada. 
Entramos en el pinar y llegamos a la curva donde está la entrada a la senda que hemos llevado a la mañana. 
Descendemos por el ancho camino y llegamos a los coches. 
12:10 horas. Fin del trayecto. 
Pero todavía vamos a hacer un par de paradas interesantes. 
En Subiza, nos detenemos ante su imponente palacio.





Un edificio del siglo XVIII ante el que merece la pena quedarse un buen rato.




Y un poco más abajo, en Olaz-Subiza, no podemos dejar de visitar su fuente medieval




Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.


Una noche en el Palacio de Subiza

Nota del autor:

El autor de este relato avisa de que todos los personajes y sucesos que el mismo contiene, salvo los históricos que aparecen citados en varias obras publicadas, son fruto de sus imaginación y no responden a persona o personas que vivan o hayan vivido en los últimos años. 

 

I

Las dos mujeres enfilaron el pequeño carretil que, entre campos de cereal, llevaba hasta el pequeño pueblo de Subiza. Habían dejado un rato antes el hotel en el que se hospedaban, en Pamplona, y recorrido, por la carretera nacional, que conducía a Tafalla, los aproximadamente trece kilómetros que separaban aquel de la capital.

 

En Subiza las esperaba Ángel, el sacristán, con quien habían contactado días antes y que se había prestado a ser su cicerone por toda aquella zona. Mediaba el mes de abril del año dos mil diecinueve y la naturaleza se mostraba exuberante, en pleno esplendor. La cosecha se auguraba buena. Por todas partes aparecían, florecidas, ilagas, escaramujos, bojes, tomillos, juncos, margaritas, amapolas y otras plantas menores que tapizaban las suaves laderas y ezpuendas que separaban los campos de labor. El aire estaba lleno de una suave fragancia que el ligero cierzo paseaba bajo un intenso cielo azul, adornado de algunas nubes algodonosas.

 

Ángel el, el sacristán, las recibió con una sonrisa. Cuando las mujeres se apearon del vehículo, observaron que se trataba de un hombre delgado, no muy alto, con una abundante y blanca cabellera y un rostro moreno y franco, de rasgos regulares y ojos negros. Había cumplido ya los setenta y cinco, pero aparentaba algunos años menos.

 

Aquel día no se había vestido como habitualmente hacía cuando pasaba la mañana en la pequeña huerta que cultivaba, en la parte baja de la población. Parecía, más bien, ataviado como de domingo: camisa blanca, chaqueta azul, pantalón y zapatos negros. Sin corbata, pero con un aspecto pulcro y cuidado. Ángel, el sacristán, pensaba que no se recibía todos los días, en aquel pequeño pueblo de la Cuenca de Pamplona, a dos señoritas americanas y, por eso, quería estar a la altura. Observó que ambas iban vestidas de forma muy discreta, con vestidos oscuros. La más alta era rubia y la otra pelirroja, delgadas ambas, con melena corta y rasgos finos. No supo adivinar qué edad representaban. A primera vista, se dijo, andarían por los cincuenta.

 

Cuando bajaron del vehículo, el hombre las saludó, casi ceremoniosamente, mientras les tendía la mano que solo una de ellas, la conductora, le estrechó mientras su compañera permanecía a su lado, en silencio y con la mirada perdida hacia el horizonte:

-Bienvenidas a Subiza, señoritas. Ya veo que han encontrado el pueblo enseguida. No crean, esta zona está muy a la vista, pero hay que conocer los recovecos, los rincones, quiero decir, para llegar hasta las pequeñas poblaciones que hay repartidas por todos estos campos.

-Gracias, señor-le respondió la mujer que le había estrechado la mano-. Yo soy miss Flint y esta es mi amiga miss Thornton. No le tenga en cuenta que no le haya estrechado la mano, no la ha visto porque es ciega, ¿sabe? Ahora lo hará.

Dame la mano, Margaret.

        

Ayudada por su amiga, la invidente estrechó la mano del sacristán.

-Encantada, don Ángel-dijo con una suave voz que también denotaba un ligero acento extranjero, al igual que su compañera-. Gracias por recibirnos tan amablemente.

-De nada, señoritas. Me llamo Ángel Uralde, pero todos me llaman “El Sacristán”, porque lo soy de la iglesia de Subiza. Cuando don Fermín, el párroco, me comunicó que dos periodistas americanas, amigas suyas, iban a venir para estudiar cosas del pueblo y me pidió que les sirviera de guía y ayuda, no me lo pensé y le dije que sí. Como ya les habrá dicho el páter, soy viudo, estoy jubilado y, a lo largo de mi vida me ha gustado buscar y reunir datos sobre el mismo. Se puede decir, modestia aparte, que, sin ser un erudito, he conseguido publicar tres libros sobre el lugar: “Subiza en la historia mágica de Navarra”, “Los Palacios de Subiza” y “Subiza, música y teatro”. Tendré muy a gala el obsequiarles con un ejemplar de cada uno, por si les pueden servir para su reportaje. Ahora, si les parece, me gustaría que vinieran a mi casa, desde donde podemos organizar el trabajo e ir viendo las cuestiones que les interesan. Síganme, por favor. 

        

                              II

El sacristán caminaba delante y las mujeres detrás. Barbara Flint sujetaba por el brazo a su amiga Margaret. El pueblo, pequeño, se deslizaba por la ladera este de la Sierra del Perdón hacia el amplio valle por donde discurría la carretera nacional. Lo componían unas cuarenta casas, muchas de ellas arregladas y modernizadas. Estas se abrían hacia el sur, flanqueadas por la parroquia de San Juan en lo más alto y el Palacio, en la parte baja, ambos edificios construidos con sólidos bloques de piedra arenisca parda.

 

No tardaron mucho en llegar a la puerta de madera marrón de una casa blanqueada y de mediano porte, que el hombre abrió con una llave grande.

-Pasen, señoritas. Están en su casa. Síganme, pero tengan cuidado con las escaleras.

Las mujeres fueron subiendo con cuidado y en la primera planta el sacristán las hizo pasar a un amplio y luminoso salón en el que abundaban los muebles de madera oscura. En las paredes se podían ver, aquí y allá, algunos grabados, coloreados, que mostraban lo que parecían ser escenas militares de épocas pasadas. Ángel hizo sentar a las damas a una mesa larga y maciza y les ofreció un café que ellas aceptaron con gusto.

 

Tras el pequeño refrigerio, en el que no faltaron algunas pastas, el hombre tomó la iniciativa:

-Bien, señoritas. Pues ustedes dirán. Como les he comentado, me gustaría saber, con más concreción, el motivo de su visita a nuestro pueblo. Si me explican qué quieren, les ayudaré, con gusto, dentro de mis posibilidades.

 

-Muy bien, don Ángel-respondió Bárbara Flint-. Trabajamos para la revista trimestral “Mysteries of the hidden lands” (misterios de lugares escondidos, en español), que se publica en la pequeña ciudad de Salem, cerca de Boston (Massachusetts), en los Estados Unidos. Aunque modesta, nuestra publicación se distribuye por todo el país y también por otros lugares, pues, además de los temas que trata, tiene el privilegio de tener su sede en el lugar donde se produjo uno de los primeros fenómenos de brujería en el Nuevo Mundo. Como sabrá, el año 1692 fueron detenidas y acusadas de brujería entre doscientas y trescientas personas, de las cuales diecinueve fueron ahorcadas el año 1693-. La mujer se detuvo un momento y bebió un sorbo de agua-. 

No es caso de entrar en detalles sobre aquel suceso. Además, el gran dramaturgo Arthur Miller estrenó, en 1953, una obra titulada “Las brujas de Salem”, basada en aquellos hechos, que dio la vuelta al mundo. La base de todo aquello parece ser un suceso de alucinación colectiva, dicen que debida a una intoxicación por comer pan de centeno contaminado por el ‘cornezuelo’ y que provoca los mismos efectos que luego hemos visto con el LSD.

El caso es que nuestra pequeña ciudad es famosa, desde entonces, por esto. Y nuestra revista también.

 

-Bien, señorita -le interrumpió Ángel-, pero todavía no veo el por qué han elegido ustedes nuestro pueblo para sus investigaciones.

 

-Permíteme, Bárbara-intervino la ciega miss Thornton.- Verá, señor Uralde. El año pasado realizamos un fructuoso viaje y posterior reportaje sobre el Camino de Santiago. Además de lo propio de ese itinerario, fuimos anotando todo aquello que íbamos sabiendo de los lugares cercanos al mismo. Recogimos muchos datos, entre otros los relativos a su pueblo, uno de los que más incógnitas nos planteó. Comunicamos el caso a nuestro director, el señor Sean Ford y, visto el éxito que había tenido el realizado sobre el Camino, hemos conseguido que nos permitiera venir a Subiza, para realizar el reportaje de primavera del presente año. Lo primero que nos gustaría es que nos informara sobre la localidad y sus alrededores. Luego, nosotras, que ya hemos investigado por nuestra cuenta, le haremos algunas preguntas, si le parece bien. Además, como punto final, tenemos que pedirle que nos faciliten ustedes llevar a cabo un pequeño experimento, pero eso se lo plantearemos más tarde.

        

El sacristán había escuchado con atención la perorata de las dos mujeres. Tras un breve silencio, les respondió:

-Muy bien, señoritas. Me hago más o menos cargo de lo que desean, a expensas de conocer ese “experimento” final que luego me explicarán. Puesto que he creído entender están al tanto de la historia del lugar, que se remonta a la llamada “Alta Edad Media”, con el rey navarro Sancho VII “El Fuerte”. Centrados en aquella época, existen dos obras literarias. Una es la zarzuela “El molinero de Subiza” y otra, basada en aquella “El carbonero de Subiza”. Pero son dos obras de ficción que no aportan nada a nuestro asunto. Son historias de reyes y amoríos, escritas por gentes de Madrid en el siglo XIX y, la verdad, no conozco el fundamento real de que las situaran aquí (ese es, quizá su único misterio). Yo haré hincapié en algunas cuestiones que pueden serles de más provecho.  

Lo más significativo que hay por estos lares podríamos decir que es el monte, la llamada Sierra del Perdón y todos los recursos que proporciona. En lo que respecta a las leyendas, la más conocida es aquella que trata sobre el peregrino, cansado y sediento, que fue tentado con el diablo. Este le ofrecía descanso y agua fresca, si aquel renegaba de Dios, la Virgen o el Apóstol Santiago, cosa que no consiguió y que dio lugar al florecimiento de una fuente. Esto sucedió en la ladera oeste de la sierra.

Pero aquí tenemos al primer elemento importante: el agua. A este lado, en Subiza y algo más abajo, afloran varios manantiales, abundantes, que incluso proporcionaron agua a Pamplona durante muchos años. El segundo elemento son las ermitas, por otra parte, abundantes en todos los pueblos navarros. Aquí tenemos dos: Nuestra señora de Nieva (al lado del Cementerio) y San Cristóbal, en la parte baja. Ya saben que este Santo, mártir de la época romana, se dice que fue un gigante que llevó sobre sus hombros a Cristo niño. Hoy es el patrón de los conductores y transportistas.

Sin embargo, la referencia a nuestra ermita es otra. En plena Guerra de la Independencia, el 7 de febrero de 1811, un guerrillero nacido aquí, lugarteniente de Espoz y Mina, Lucas Górriz, se enteró de que los franceses iban hacia Tafalla. Cuando los invasores llegaron ahí abajo, a la venta de Las Campanas, los navarros atacaron. El combate fue muy fiero y ganaron los nuestros. Pero Górriz quiso comprobar cómo había quedado todo y, a la carrera, anduvo por la carretera. Cuentan que el caballo se le desbocó y él cayó al suelo, quedando muy malherido. Sus hombres lo subieron a la ermita de San Cristóbal, donde el guerrillero murió. Tenía 33 años, como Nuestro señor Jesucristo. Y, ahora viene lo bueno. Se dice que su espíritu vaga por estos lugares y que se aparece algunas noches por alguno de los rincones del pueblo. Incluso hay quien afirma haberlo visto, no hace mucho.

-Ahí, ahí queríamos ir a parar-intervino Bárbara Flint-. Hemos oído que incluso hay noches en que se ven luces en algunos edificios. Y eso sí que nos interesa. Siga, siga, don Ángel.

 

-Bueno. Ahora voy a lo que usted menciona. El tercer elemento con más carga misteriosa es el Palacio, ya lo habrán visto, supongo, pues es una construcción magnífica. No se sabe por qué, pero un noble de Pamplona, apellidado Goyeneche, lo mandó construir aquí en 1763, sobre otro medieval que estaba en ruinas. Quiso imitar a otros que hay en el valle de Baztán, tierra de sus antepasados. Y lo consiguió, vaya que sí.

El palacio es bastante amplio. Consta de tres plantas: en la planta baja se guardaba el cereal; la primera se destinó a la cocina y a un enorme salón. La segunda se destinaba a vivienda. En la tercera, la última se tendía la ropa y había un palomar en una de las torres. También había unas dependencias que les llamaban “las cárceles”, donde dicen que incluso murió una persona y con lo que asustaban a propios y extraños, imagino para que no anduvieran mucho por aquí.

El Palacio fue pasando de mano en mano y se abandonó como vivienda, definitivamente, en 1981. Luego, lo compró un médico que murió en 2010, sin hacer nada con él. Estos últimos años, el ayuntamiento ha arreglado a sus expensas el tejado, pero el edificio se va deteriorando y, por ahora, no se le ve salida alguna.

 

-Pues ahí, ahí queríamos llegar-dijo Miss Margaret Thornton-. Nosotras queremos hacerle una proposición. Queremos pasar una noche en el Palacio, especialmente en la tercera planta, para comprobar qué anda por ahí o, por lo menos, para conocer de propia mano las sensaciones que proporciona el permanecer varias horas nocturnas en él. Además de publicar un artículo en nuestra revista, lo que haría visible el pueblo y sus circunstancias, en todo el mundo, les aportaríamos una cantidad de dólares que podrían contribuir en algo a la mejora del edificio. ¿Qué le parece, don Ángel?

 

El hombre, en silencio, miró a las dos mujeres, sopesando su solicitud. Transcurridos unos minutos respondió:

 

-Bueno, allá ustedes. Yo, por mi parte no lo veo mal, pero habría que hablar con el alcalde. Si les parece, yo realizo la gestión y les llamo, por teléfono esta misma tarde. Ahora, si quieren podemos dar un paseo por los lugares más emblemáticos de la localidad y sus alrededores.

 

-Muy bien, don Ángel- respondió Miss Flint-. Lo seguimos.

Y, despacio, deambulando por aquí y por allá, el trío fue visitando calles, casas, manantiales y campos del pueblo, mientras el sacristán explicaba a las mujeres algunas peculiaridades de los mismos e iban saludando a algunos vecinos y vecinas con los que se cruzaban. A mediodía, las americanas invitaron al hombre a comer en un restaurante cercano, y que tenía cierta fama, y, tras el café y dar las gracias a su anfitrión, marcharon hacia Pamplona.

             

    III

     Por la tarde, Ángel, el sacristán, habló con el alcalde y le explicó la petición de las americanas. En un principio, le extrañó, pero cuando conoció las condiciones, aceptó la propuesta. Ángel llamó a las periodistas y les dijo que todo estaba arreglado. Ellas propusieron realizar su experimento la noche del día siguiente. Quedaron a las seis de la tarde en el pueblo.

        

Las señoritas se presentaron puntuales. Fueron recibidas en la plaza del pueblo, que llevaba el nombre de “El Molinero de Subiza”. Tras las presentaciones, los cuatro entraron en el edificio y, aún de día, lo fueron recorriendo. Estaba vacío, en algunos lugares se veían escombros desprendidos de las paredes y del techo. Todo él hablaba de épocas que habían sido mejores, en el pasado, y rezumaba nostalgia de aquellos tiempos por los cuatro costados. O, al menos, eso era los que sentían los visitantes en aquellos momentos.

Miss Bárbara Flint explicó su plan a los dos navarros:

-No se preocupen por nosotras, señores. Llevamos mucho mundo recorrido y nos hemos enfrentado otras veces a todo tipo de situaciones. Como ven, todavía estamos enteras. Somos dos mujeres muy tranquilas. Por otra parte, tenemos tres bazas a nuestro favor. Una, los únicos que sabemos de esto somos nosotros, ¿no? -Los hombres asistieron con la cabeza sin hablar-. En segundo lugar, soy una experta tiradora-y sacó de debajo del chándal un revolver lustroso y brillante, cuya boca hablaba en negro de su fiereza, cuando se la miraba de frente. No se preocupen; tengo licencia de armas, incluso aquí, en España. Finalmente, no les he dicho que Miss Margaret Thornton suple su ceguera con una capacidad asombrosa de “sentir” lo sobrenatural. Ayer, sin ir más lejos, mientras visitábamos algunos de los enclaves cercanos sintió “presencias”. En el manantial; en la ermita de San Cristóbal y cuando visitamos los alrededores de este edificio. Es un don que posee desde siempre. Incluso mucho antes del accidente de automóvil que la dejó ciega (aquí la intrépida americana no aclaró que la conductora del vehículo que sufrió aquel accidente era ella, y que ambas iban borrachas, cuando ocurrió).

Tenemos nuestras sillas plegables. Un termo con café y linternas, para mí claro. Margaret no las necesita. Además, ya les hemos dado nuestros números de teléfono, por si les tenemos que pedir ayuda. Ahora, señores, les agradecería que abandonaran el edificio, cerrándolo por fuera para evitar molestias, y nos dejaran solas. Mañana, al amanecer, nos vemos de nuevo.

Los hombres no sabían qué decir. Ante posturas tan firmes les desearon buenas noches y Ángel les comentó que, si tenían algún asunto que requiriera ayuda, no dudaran en llamarle. Acudirían enseguida.

         Las mujeres se quedaron solas en la tercera planta del Palacio. Los hombres salieron del mismo, cerrándolo por fuera. Luego se fueron a la Sociedad del pueblo, que funcionaba como bar, a tomar unos vinos y comentar el asunto en que estaban metidos y del que no habían dado cuenta a nadie. Hacia las diez, se despidieron y cada uno se fue a su casa.

        

Cayó la noche, otra más en aquel lugar pequeño y silencioso. La población dormía. Solo el rumor del agua, el canto de los sapos en celo, el viento suave y el trino afilado del ruiseñor entre la maleza de los manantiales rompían el encanto de la noche primaveral. Todo estaba oscuro. Hacia el oeste, en lo alto, se veían una infinidad de puntos de luz, blancos, amarillos y rojos, que indicaban los muchos aparatos repetidores y generadores de electricidad que poblaban las varias cimas de la gran mole de la Sierra del Perdón. Vista desde arriba, alguien habría pensado que la habían sometido a una sesión de acupuntura, tantos eran los artilugios que se clavaban en su piel. En lo bajo, hacia el norte, la luminosidad de la capital y de los muchos pueblos que la rodeaban brillaban por todas partes.

        

En el reloj de la iglesia dieron las cuatro de la mañana. Luego, todo volvió a quedar en silencio. Pero, al rato, sonaron dos estampidos que, en aquel lienzo todo negro, sonaron a disparo de cañón y retumbaron desde la Sierra del Perdón, hasta la de Alaiz, la cual se levantaba enfrente, hacia el este. Inmediatamente unas cuantas ventanas se iluminaron. El ruido procedía del Palacio. El sacristán y el alcalde, casi sin vestir, se encontraron en la puerta del mismo. Nada más abrirla, aparecieron las dos americanas, apoyada una en el hombro de la otra. Sus cabellos se habían vuelto blancos. Sin hablar, con el rostro demudado, se dirigieron rápidamente hacia el vehículo que tenían aparcado muy cerca, lo arrancaron y desaparecieron en la noche. Había acudido más gente, pero nadie más que los dos hombres las habían visto. El sacristán y el alcalde se miraron. Cerraron la puerta y se marcharon juntos. Sin decir palabra. Las personas que habían acudido al lugar, al no ver nada y encontrar la puerta del Palacio cerrada se fueron marchando a sus casas.

        

Al rato, cuando los primeros rayos del sol rompían la noche detrás de la Peña de Izaga, el sacristán y el alcalde, sin ponerse de acuerdo, coincidieron en la puerta del Palacio. Entraron y fueron recorriendo los pisos. Al llegar al tercero, vieron las dos sillas que habían llevado las mujeres en el suelo. También estaban allí el termo del café, las linternas y … ¡la pistola! Además, observaron con horror que, debajo de un gran agujero que se abría en el techo, se encontraba el cadáver de un gran búho, rodeado de sangre y de plumas, con un gran orificio en su pecho. Recogieron todo y, lo más rápidamente que pudieron salieron del edificio. Nadie los vio. Una vez en casa del sacristán enterraron en el patio trasero todos los objetos que habían recogido. Luego llamaron a don Fermín, el párroco, que se presentó en el pueblo una hora más tarde y le relataron todo lo que sabían.

        

Don Fermín les dijo que admitía lo que le habían contado a título de confesión y les prometió que no diría nada a nadie, pues no convenía alarmar más a un pueblo que, les contó, allá por 1920 había sufrido un episodio de alucinación colectiva que tuvo que ser exorcizado por la Iglesia y que no había trascendido. Se trataría pues de un extraño suceso más que añadir a la nómina de los que tenía Subiza en su haber y que no convenía que trascendiera. Nadie, salvo ellos tres y las mujeres sabían nada. Si estas dieran señales de vida, ya verían qué se hacía. Y lo dejaron así. Lo único que quedaba en el tintero es que, dijo el cura, matar un búho es mal presagio. Convenía estar atentos para que no ocurriera ninguna desgracia y hacer un acto de contrición, para deshacer el maleficio, por si acaso.

 

                               Epílogo

Al día siguiente, salvo los comentarios de rigor, nadie dijo nada. El cura, el alcalde y el sacristán, hicieron correr la especie de que las detonaciones las había producido uno de los cazas que realizaban maniobras nocturnas en el Campo de tiro de las Bardenas Reales y que había subido más de la cuenta para dar la vuelta que, normalmente daban a la altura de Tafalla y en la que rompían la barrera del sonido. No era la primera vez que esto había ocurrido. Si esto no bastaba y alguien preguntaba más de la cuenta, podían dar la segunda versión: explosiones fortuitas de dinamita en las Canteras de Alaiz. O sea, tenían para elegir, y se quedaron tranquilos.

 

Llegó el verano. Pasaron las fiestas y el otoño. El año 2019 terminó. Ninguno de los tres hombres llegó a saber nada, nunca, de las periodistas americanas. En marzo de 2020 se desató una pandemia, un virus que comenzó a diezmar a las personas mayores. En Subiza, se dio el caso que los tres primeros en morir fueron el párroco, el alcalde y el sacristán. Nunca se enteraron de que, en América, en la pequeña ciudad de Salem (Massachusetts) las dos primeras en sucumbir fueron dos periodistas: Bárbara Flint y Margaret Thornton. ¿Podría atribuirse todo a la maldición del búho de Subiza o había algo más? Nunca se supo.

¡Buen camino!

Vale.