miércoles, 22 de septiembre de 2021

Una mañana en la Carrera Vieja



Domingo, 19 de septiembre de 2021

El otoño está a la vuelta de la esquina. Este año, seco como pocos, el otoño entrará el próximo martes a las 21:21 horas. Ya desde hoy se ha hecho presente. 

Vamos a ir a la Carravieja (la antigua Carrera Vieja), pero antes daremos una vuelta por Valgorra. 

Son las 08:00 horas. La mañana está fresca. 10º. Apetece ponerse la chaqueta. 

Pájaros de otoño, gordos como tordos. 

En las Cuatro Esquinas y en la Placeta no cabe más basura. La noche, sin restricciones, parece que hace invisibles los contenedores de la calle Mutuberría. 

Cruzamos el túnel de la autopista una vez rebasada la Fuente del Rey y torcemos a la dcha. por el camino de la autopista. 



El primer camino de la izda. nos adentra en el Mocellaz. Recorremos este camino por el que rara vez transitamos. El corte del Canal, que se llevó por delante el Portillo del Aire, hace que cada vez que subimos a Valgorra lo hagamos por el Juncal. 

Disfrutamos como si fuera la primera vez que pasamos por aquí. 

Al llegar a lo más alto, miramos la ladera de la dcha. y recordamos la pequeña y humilde cruz devocional a Codés, sin brazos, del siglo XVIII. 


Hace pocos años tuvo una vida azarosa. La robaron. Lo denuncié en Merindad y la volvieron a dejar tirada en este mismo lugar. La recogimos y la guardamos hasta que el Patronato de Cultura vino a recogerla. Ahora está bien guardada, a la espera de buscarle una ubicación digna y segura. 

En el corte de la ladera hay una pequeña senda que desciende sin problemas hasta la orilla del canal. 


Las primeras "quitameriendas"  se asoman en la tierra húmeda. 

Cruzamos el Canal por uno de sus puentes y ascendemos por buen camino. 

Estamos en Valgorra. 

En la ezpuenda de una pieza grande descubrimos nuestro primer objetivo. 

09:15 horas. Abejera de Valgorra 2.

Cruzamos la finca en barbecho. La tierra está húmeda, blanda. 

Huele a rastrojo, tomillo y escaramujo. 


La vieja abejera está muy deteriorada. La mitad de la construcción, prácticamente desaparecida. La otra mitad muestra aún las celdas y permite apreciar el modo en que se elaboraba la miel. 

Volvemos al camino y comenzamos a subir hacia los molinos. 

Por el Corral de Valgorra parece que no pasa el tiempo.


 

Sus paredes y columnas centrales aguantan estoicamente las inclemencias del tiempo, mientras  guardan en su interior las viejas historias de robos y denuncias que tan magníficamente nos relató D. Angel Morrás. 

En lo alto de la Carravieja, el paisaje se abre ante nosotros y muestra las tierras llanas que el Moncayo vigila y protege con su silueta azul.

Entre dos molinos una senda estrecha nos invita a descender por el interior del pinar. 

A medida que vamos bajando el sendero se complica. 


Una fuerte pendiente nos hace tomar todas las precauciones.

10:30 horas. Abejera del Yu. 

Por fin llegamos. ¡Y sin sufrir ningún percance!

La construcción está en ruinas. 

Se aprecia aún que constaba de dos partes bien diferenciadas. 

Una era la caseta donde se extraía la miel y se guardaban los utensilios y herramientas. 


Y la otra era donde estaba la abejera con sus celdas y sus panales de miel. 

Aprovechamos la soledad y tranquilidad del lugar para reponer fuerzas. 

Observando estas ruinas y disfrutando de la abundante y variada vegetación, viene a nuestra memoria la frase de Marcel Proust: 

El verdadero acto del descubrimiento no consiste en salir a buscar nuevas tierras, sino en aprender a ver la vieja tierra con nuevos ojos. 

La abejera del Yu (se llamaba Nicolás Ribada) se encuentra en un paraje que queda debajo del camino amplio que atraviesa la Carravieja y por encima del Canal, por lo que no se deja ver por los caminantes que frecuentan ese lugar. Para disfrutar de la abejera, hay que adentrarse en la espesura del pinar.

Por una senda desdibujada, nos alejamos de la abejera hasta que salimos  a la orilla del canal. 


Una rústica (y práctica) pasarela nos permite salvar el desnivel. 

Por la pista que discurre junto al canal avanzamos a buen paso. 

De vez en cuando nos asomamos para disfrutar de la claridad del agua, en la que algunos peces diminutos (Juanjo me dice que pueden ser percas) se esconde en las algas al notar nuestra presencia. 

Volvemos a cruzar el canal por otro puente situado más abajo que el que hemos pasado a la mañana. Nos adentramos en el Pontarrón. 

Una cabaña de piedra bien conservada llama nuestra atención. Disfrutamos observando su construcción.

12:00 horas. Llegamos a unas ruinas junto a una granja, un lugar al que queríamos llegar. 

Hace unos días Sergismundo me mandó esta ubicación al consultarle yo por una posible abejera en este término. 



Los vestigios que quedan no aportan ninguna evidencia, pero por el tipo de construcción y por su ubicación, creemos que bien pudo haber sido una abejera. Intentaremos tener más datos. 

Salimos a la carretera de San Martín y llegamos hasta el rincón de una viña. 


Orillamos el barranco de Valmayor en el que, entre las hiedras, se aprecia una especie de pozo y, por debajo de la autopista, entramos en Las Pozas. 

A nuestra dcha contemplamos el Tomillar. Un término, me dice Juanjo, con un nombre muy aromático. 

Por el camino del Escal, cruzamos la vía y llegamos a la presa de Ereta o de la Estación. 



Son las 12:30 horas

Al Cidacos, para cambiar de aspecto, le hacen falta unas cuantas jornadas de lluvias abundantes. 


En este enlace se puede ver el recorrido de hoy


Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.

Luces flotando en la noche, cerca de la abejera del “Yu” (domingo 19 de septiembre de 2021)  

 

(Todos los personajes y los hechos que contiene esta narración, se deben a la imaginación del autor y no guardan semajanza con la realidad, excepto dos de los mencionados: Nicolás Ribada, “El Yu” y  Andrés Armendáriz que vivieron en Tafalla en el siglo XX)

 

 

 

Los tres hombres iban despreocupados por la carretera que une Tafalla con la localidad de San Martín de Unx, después de haberse desayunado con unos curruscos de pan y un par de tragos del “aguardiente compuesto” que fabricaba la Cooperativa Vinícola de Tafalla.

 

Aquella mañana de abril de 1944, fresca y que auguraba un día algodonoso de primavera, los encontró viajeros en un carro de dos ruedas, cargado de los trebejos del oficio de albañil, camino de rematar la obra que venían construyendo desde hacía unas semanas y que no era otra que una caseta destinada a abejera, levantada en la ladera sur del paraje llamado “La Carravieja”.

 

La habían construido por encargo de un industrial tafallés, don Andrés Armendáriz, que había caído en el capricho de tener su propia miel, para obsequiar a sus amistades con un tarro del rico y sano alimento. Con lo que le estaba costando el levantar aquella pequeña industria podía haber comprado suficiente miel a alguno de los muchos pequeños productores que había en la localidad. Podía haber abastecido a la mitad de la población de la ciudad y aún haber llegado al final de sus días sin haber gastado ni la mitad de lo que llevaba invertido en la tarea a la que se dirigían los menestrales tafalleses.

 

Pero, los deseos son órdenes cuando salen del caletre de un rico que tiene los suficientes cuartos para gastárselos en lo que le dé la gana. Así que, los tres hombres iban a su trabajo con buen ánimo y el deseo de terminar la pequeña obra, para cobrar cuanto antes el jornal que habían acordado con su patrón.

 

Al cabo de una hora transcurrida desde que habían cruzado el paso a nivel del tren, a la salida de Tafalla por la Avenida de Ujué, dejaron la carretera y se encaminaron hacia la ladera del término mencionado, por un camino de herradura. Pocos minutos más tarde llegaban a su destino. En una leve pendiente, antes de que la ladera se hiciese más abrupta, poblada de coscojas, ilagas y romeros, apareció la construcción. Se trataba de una abejera que mantenía las hechuras de las más tradicionales: dividida en dos partes, la parte izquierda, según se la miraba de frente, la ocupaban tres filas de colmenas, redondas, que sumaban en total 42, con lo que estaba preparaba para producir miel abundante. La parte derecha, se destinaba a almacén o, incluso alojamiento del melero, separadas ambas por una puertecilla de madera para mantener aisladas a las abejas y no molestarlas salvo en la época de recogida de la miel. A esta parte se accedía por una puertecilla lateral que permitía introducirse en el recinto sin tener contacto con los insectos.

 

Los tres albañiles, parcos en palabras por lo temprano de la hora, llegaron al tajo y, cada uno, se dedicó a las tareas que tenían bien aprendidas. Los tres eran de Tafalla y amigos desde la infancia. Los tres andaban por los treinta y tantos y habían ido y, afortunadamente, vuelto de la Guerra Civil, tras unos años por diferentes frentes españoles, como habían ido muchos hombres del pueblo, por obligación. En este caso, por ser navarros, sirviendo al ejército nacional, que era el que mandaba en su tierra, cuando, desde Pamplona, entre otros lugares, estalló la sublevación. Pero aquellos tiempos habían pasado y, además, a ellos no les gustaba hablar de aquello tan confuso y que les traía malos recuerdos. Los tres tenían familias que mantener y muchas ganas de vivir, para lo cual no les quedaba otro remedio que trabajar como condenados, pues a la guerra fueron sin nada y volvieron con menos, aunque contentos de seguir vivos.

 

Los tres, como es de rigor, tenían nombre y apellidos, pero casi no los utilizaban pues, como era usual en la Navarra rural de aquellos tiempos, los tres tenían su apodo, con el que los conocía habitualmente: el que podríamos decir que era el jefe ostentaba el enigmático sobrenombre del “Yu”. Él era quien había apalabrado el trabajo con don Andrés Armendáriz (que tampoco se libraba de la inveterada costumbre del mote, a pesar de su posición social, pues él y sus hermanos eran conocidos por “Los Modernos”, nombre que provenía de la fábrica de calzado que regentaban en Tafalla, “La Moderna”, luego “calzados EYA”). Los otros dos, habían sido “bautizados” con apodos más inteligibles. Uno era “Sulfato” y el otro “Nitrato”. Ambos apelativos hacían referencia a sus ocupaciones cuando trabajaban de jornaleros “p’autri”, pues el primero era más dado a trabajar en las viñas y el otro en los campos de cereal. Para quien esté al tanto de los productos que se utilizan en uno y otro cultivo, no hay más que explicar.  

 

Aquel día, como queda dicho, iban a terminar la obra. No les quedaba sino ajustar algunas tapas y dejar los “piqueros” por los que entrarían las inquilinas a sus “pisos” y encalar la parte destinada a refugio y almacén. Cuando terminaran, habían hablado de preparar un buen calderete para celebrar el fin de su trabajo, regado con unos buenos tragos de vino tafallés y, si se terciaba, rematar la faena con unos tragos de anís y unos “Farias”.

 

No hemos hablado del aspecto de los tres amigos. Morenos, flacos y nervudos, de mediana estatura, las miradas algo hundidas, lo que les perfilaba la nariz, eran dignos representantes del obrero de su época: muchas horas de trabajo y poca comida. Si no fuera por los “cuatro tragos, siete mentiras” y algún cigarro de picadura, con los que distraían sus penurias, la vida se les habría hecho aún más dura, pues el poco dinero que ganaban iba casi íntegro a sus respectivas “parientas”, pues había que mantener a la, normalmente, abundante prole con la que Dios recompensaba a los pobres. Y no era de hombres honrados el hacer pasar más hambre de la necesaria a la familia.

 

Ese día, puesto que tenían que terminar, la mañana se hizo larga. No terminaron la faena hasta las dos. Cuando pararon, con un gesto unísono y no premeditado, signo del trabajo terminado, ya fuese la vendimia, la siega o la recogida de las olivas, los tres a la vez se quitaron las boinas caponas, pequeñas y descoloridas por el mucho uso, y las lanzaron al aire, profiriendo un agudo grito que sonó como el comienzo de un “irrintzi” abortado, que el cierzo se fue llevando hacia el sur: “¡YUUUUuuuuu!”

 

Sabían que se les iba a hacer tarde para comer, pues aún tenían que acabar de hacer el calderete. No obstante, ya lo tenían casi a medias, pues “Sulfato”, el especialista en estos menesteres, se había ocupado en ello desde la primera hora: había revisado los lazos que ponían, un día sí y otro también, para coger conejos. Tenía despellejados y partidos dos de los cinco que habían caído durante la noche en las trampas y había pelado y troceado las patatas, cebollas, ajos y pimiento seco. Luego, encendió un buen fuego y dejó que el guiso se fuera cociendo, lentamente. De vez en cuando, lo removía con una cuchara de madera y, cuando estaba hacia la mitad, echó en el caldo una ramica de tomillo, lo que, a su juicio, daba mejor gusto al “caldico”.

 

Ya eran casi las cuatro, cuando se sentaron sobre unas piedras, con el calderete en medio y se pusieron a comer. Los tres iban “cazando” del Caldero, cada uno de su parte, trozos de conejo, patatas y caldo. Todo ello ayudado por trozos de pan que, aunque negro, pues era de “racionamiento” ayudaba a pasar la comida. De vez en cuando, con bastante frecuencia uno de ellos decía “prau”, palabra mágica que les hacía dejar la cuchara y dedicarse, por turno, a echar grandes tragos de vino de una renegrida bota, que les sabía a gloria.

 

Terminaron casi a las seis, pero no tenían ninguna prisa. La tarde de abril se mostraba amable. Como estaban en un carasol, al abrigo, la temperatura era muy llevadera. Después de comer, tomaron unos tragos de anís, se fumaron un “Farias”, cada uno y jugaron unas manos a la “brisca”, pues al ser tres no podían hacerlo al mus, que era lo más habitual cuando iban a la taberna de “La Petra” a cenar su “cazuelica”.

 

Cuando bajaba el sol y el atardecer desdibujaba los contornos y alargaban las sombras, dejaron de jugar y se pusieron a hablar. Primero, se preguntaron cómo sería el nuevo trabajo que los tres habían apalabrado, como muchos otros jornaleros y albañiles de la Merindad. Iban a empezar a reconstruir el castillo de Olite, según tenía proyectado la Diputación Foral. Tenían trabajo para rato, pues aquel monumento llevaba más de cien años derruido y querían dejarlo como nuevo. Precisamente, desde donde estaban ellos, hacia el sur, podía verse algo del mismo, al fin de la llanada y formando parte de esta población cuyas piedras brillaban doradas al sol bajo de la tarde. Iban a empezar a mitades de mayo, con la llegada del buen tiempo, y la obra se iba a prolongar, por lo menos hasta el otoño, eso si no había que seguirla el año siguiente.

 

Una cosa llevó a la otra. Aunque eran hombres hechos a casi todo, y en la guerra habían visto más desgracias y miserias de las que un hombre puede ver en tiempos normales, empezaron a hablar de las leyendas, crímenes, cuentos y aparecidos, a propósito de todo los que contaba por la comarca. Se decía que, en todos los lugares donde había gente enterrada, solía haber presencia de almas en pena. Habían oído de sus mayores las leyendas del Despoblado de Rada, el alma en pena del desgraciado Príncipe de Viana, en Olite; los muertos del cólera en Tafalla, allá por 1855 y, desgraciadamente, los muchos asesinados viles y sin juicios, a comienzas de la Guerra Civil, en las tapias de los cementerios de los pueblos de la zona. Ellos no eran miedosos, pero lo sobrenatural los sobrecogía y no las tenían todas consigo. En su fuero interno, conservaban el fondo de superstición ante todo lo que se refería al más allá y que se remontaba hasta el tiempo de los romanos, si no más atrás aún.

 

Cuando cayó la noche, los encontró todavía sentados, alrededor del fuego, “alumbrados” por los muchos tragos trasegados y con el ánimo algo sobrecogido, después de hablar tanto tiempo de ánimas y de muertos. Cuando les entró la modorra, convinieron que no era caso de volver a sus casas. Como habían hecho más de una noche mientras trabajaban en la abejera, decidieron dormir en la caseta adyacente. Sus mujeres sabían que, si no volvían con el día, se quedaban allá en la obra y no se iban a preocupar. Dieron una vuelta por el carro y el macho, que había permanecido todo el día, pastando en los alrededores, lo ataron cerca de ellos y se fueron a dormir.

 

No les costó mucho coger el sueño. Sobre el suelo de cemento, envueltos en las mantas que guardaban para ello, se dieron las buenas noches y se quedaron dormidos enseguida. El campo se había callado. Sólo se oía el ulular de un búho que andaba de caza y marcaba su territorio, pero eso a ellos no les molestaba. Todavía no era tiempo de grillos, así que el silencio dominaba el paraje.

 

Pasaron varias horas. Poco después de la media noche a “Sulfato”, que era el que más había bebido de los tres, le entraron ganas de orinar. Despacio, para no despertar a sus compañeros, salió de la caseta y, mirando hacia el sur, se alivió. Cuando se disponía a volver a su refugio, para seguir durmiendo, levantó un momento la vista y no dio crédito a sus ojos. Abajo, donde acababa la pieza que llevaba hasta la carretera que va de Tafalla hasta San Martín de Unx vio una hilera de luces diminutas y temblorosas que discurrían en una larga hilera y se iban moviendo hacia el este, despacio. Le entró un sudor frío y, como pudo, volvió al refugio, tropezándose y metiendo mucho ruido. No dijo nada. Se tapó con la manta y se quedó quieto. Sus compañeros se movieron algo, pero no se despertaron.

 

“Sulfato” no pudo volver a conciliar el sueño. Permaneció acurrucado toda la noche debajo de su manta, sin moverse. Recordaba alguno de los cuentos que habían estado compartiendo al atardecer. Especialmente, recordó uno que les había relatado el guasón de “Nitrato”. Decía que él lo había oído contar a un soldado gallego en el frente. Hablaba de algo llamado “La Santa Compaña” y decía que se trataba de una fila de almas en pena que vagaban de noche, por los campos, de un sitio a otro y llevando unas luces en la mano. Comentó también que el gallego había asegurado que el mortal que la de noche, ha de morir antes de que pase el año. Y añadió que no fallaba nunca. “Sulfato” no paraba de darle vueltas, con el alma sobrecogida.

 

Cuando amaneció y sus compañeros se despertaron no dijo nada. Recogieron todo. Desayunaron frugalmente y aparejaron el carro y la caballería. Luego, volvieron a Tafalla. “Sulfato” iba callado. “El Yu” y “Nitrato” tampoco hablaban. Sin embargo, al llegar a la altura de la ermita de San José, no pudo aguantar más y les contó la visión que había tenido. Los dos lo escucharon en silencio y no dijeron nada. Pero, cuando llegaron a la altura de la Estación del tren, de repente, “El Yu”, comenzó a reírse, y lo hizo tan fuerte que tuvo que parar el carro y bajar al suelo, para no caerse. Al rato, cuando se calmó, fue donde sus compañeros y, mirando a “Sulfato” con la cara roja todavía, por la risa, le espetó a bocajarro:

 

-      Pero, so animal. Qué “Santa Compaña” y qué vainas. ¿No recuerdas que hoy es primero de mayo?

 

“Sulfato”, sin decir nada, esperó a que su compañero terminara su razonamiento.

 

-      Pues eso, que lo que viste anoche no era “La Santa Compaña”, ¡animal! Era la “Hermandad de los Doce” que iba hasta Ujué, como todos los años. Con sus faroles y en silencio, como corresponde. ¡Animal, más que animal!

 

“Sulfato” no contestó. “Nitrato” y “EL Yu” no pararon de reír hasta que se separaron para ir cada uno a su casa. Y se rieron, todavía, unos cuantos días más. “Sulfato” estuvo una semana sin aparecer por la taberna de “La Petra”, a cenar su “cazuelica”. Luego, pasó el tiempo y todo se olvidó, sobre todo, cuando empezaron a trabajar en la reconstrucción del Castillo de Olite y a ganar buenos jornales.

 

Sin embargo, la cosa no acabó aquí. Pasaron los meses y allá por marzo del año siguiente, una mañana de helada, “Sulfato” que trabajaba en los tejados del Castillo de Olite, resbaló y se precipitó hasta el suelo, matándose. El día de su funeral, “El Yu” Y “Nitrato” se arrepintieron de haberse reído de su amigo. Y, además, le dieron las gracias, en su fuero interno, por no haberlos despertado para ver aquellas luces silenciosas y oscilantes que flotaban en la noche, camino de San Martín de Unx. Porque, ¿qué habría ocurrido si también ellos las hubieran visto?

    

¡Buen camino!

       Vale.


miércoles, 8 de septiembre de 2021

La nueva torre de Beratxa

 


Domingo, 5 de septiembre de 2021


El domingo pasado me dijo Juanjo que todavía no había visto la Torre de Beratxa remodelada, así que, además de comprobar cómo le han sentado al campo las últimas lluvias, vamos a hacer una visita a uno de los emblemas de Tafalla. 

Son las 08:00 horas. El termómetro marca 17º. 

Por Santa Rosalía (4 de septiembre) crece la noche y decrece el día. 

El cielo despejado y un fresco bochorno nos invitan a salir en dirección a Galloscantan. 




La balsa del mismo nombre está tan cubierta de carrizos que es imposible ver el fondo, aunque sospechamos que estará seca. 

Pasamos por el puente nuevo de la variante y, cuando llegamos a la pieza del cruce de caminos, hacemos la parada obligatoria. 



Cada vez más escondida entre la maleza, la lápida, con la cruz bien labrada, pasa desapercibida. 

Cruzamos la carretera de Miranda y nos adentramos en el Planillo. 

En el orillo de una pieza de girasoles, unas plantas llaman nuestra atención. 

Es el temido estramonio. Nos sorprende encontrarlo en tan gran cantidad.

Juanjo tira de navaja y parte por la mitad uno de sus frutos para poder observar las semillas. 

Continuamos nuestro camino. 

Las lluvias de esta semana han formado algunos charcos. El campo ha resucitado. Las olivas arrugadas ahora lucen tersas. Los racimos, escondidos en las cepas, tienen un brillo especial. 


Las hormigas se prepararon a conciencia para el golpe de agua que se avecinaba. 

Vamos ascendiendo despacio, saboreando el paisaje. A nuestra izda. la Laguna brilla en medio de los campos. A la dcha. el Corral del Vaquero, el de la Mariana y el Caserío de Valdiferrer contemplan mudos el comienzo de un nuevo día. 



Desde la parte más alta de las Rocas, la vista emociona. 

A nuestros pies, el Prado de Rentería se ha convertido en un inmenso maizal. La balsa de las fuentes de Perputiain está más seca que en otras ocasiones. 

La torre de Beratxa, con su nuevo vestido, se asoma entre los pinos esperando impaciente nuestra visita. 

Comenzamos el descenso. Saludamos a la vieja sabina que aguanta en la ladera y pasamos por el setal de negrillas, que ahora se encuentra yermo.

Cuando llegamos al Prado de Valditrés, no nos resistimos a visitar la balsa y la fuente. 

Entre los pinos rodeamos el carrizal hasta llegar a la zona despejada. 

De la oquedad que conforman las piedras sale un hilillo de agua, suficiente para alimentar la balsa. 



Algunos cangrejos, al notar nuestra presencia, se han ocultado veloces en el fondo, levantando una pequeña nube de barro. 

Iniciamos la subida a la torre. 

Por la senda escarpada, entre señales del club de tiro con arco, vamos ganando altura poco a poco. Los romeros y las ilagas prosperan a duras penas en este suelo de yesos brillantes. 

10:00 horas. Torre de Beratxa. 

Estamos solos.

Damos una vuelta a su alrededor y Juanjo me dice que le gusta. 









A mí también, pero menos que como estaba antes. 

Año 1873. La ciudad se iba llenando de tropas. Se construyeron las fortificaciones de Santa Lucía sobre los restos del antiguo castillo y la Torre de Beracha, estableciéndose entre ambos fortines un telégrafo óptico. Así Tafalla se vio convertida en el cuartel general de las tropas del Gobierno. Esto daba mucha vida a la ciudad porque circulaba mucho dinero y algunas familias se enriquecieron. Se abrieron nuevas fondas, cafés y comercios, pero el pueblo hubo de soportar las continuas tropelías de la soldadesca. En la iglesia de San Pedro los soldados destrozaron el órgano, se llevaron las trompetas y rompieron algunos sillones del coro. No íbamos a ganar para disgustos. En la iglesia de Capuchinos, convertida en depósito de municiones, estuvo a punto de ocurrir una catástrofe. Los soldados, para divertirse, rociaron una rata con petróleo, le dieron fuego y la dejaron correr por la iglesia. (J. C. Lorente Martinena)(Tafalla. Efemérides del siglo XIX).

Nos sentamos a almorzar aprovechando la sombra que ofrece la edificación. 

Escuchamos voces en el camino de enfrente. Un grupo nutrido de bicicletas de montaña se acerca hasta donde estamos. En las piernas de los culotes, se indica que son de Olite. Uno a uno, conforme van llegando, nos saludan con el consabido ¡que aproveche!. 

Cuando terminamos, bajamos por el camino por el que discurre el SL (sendero local). 



Estamos frente a la Cantera de Ros o de Malamadera. 

Un caballo y un poni están "alojados" en las viejas casetas. Entramos por el camino para echar un vistazo a la fuente, pero la vegetación se ha apoderado de tal manera del entorno, que es imposible visualizar siquiera el largo abrevadero. 

Salimos al camino principal y torcemos a la izda. en dirección a Romerales. 


El pequeño vallecito con las cuatro islas no tiene ahora la belleza del invierno. 

El calor, en esta hondonada, aprieta y obliga a sacar las cantimploras. 

Entramos en el sombrío del pinar y comprobamos que la temperatura desciende agradablemente. 

11:25 horas. Balsa de Romerales.


 

Veníamos intrigados por cómo la encontraríamos, pero, para nuestra sorpresa, apreciamos una gran extensión de agua. Bajamos a su orilla y la rodeamos. 

El salitre o el yeso, ahí tenemos dudas, impide cualquier forma de vida en sus aguas. 


Subimos por la pieza en rastrojo hasta llegar al camino y volvemos a ver la balsa desde el otro lado. En invierno, cuando el campo empiece a verdear, este lugar volverá a ser único. 

Caminando junto al antiguo vertedero, algo llama nuestra atención. 




Una culebrilla descansa plácidamente al sol. La tocamos con la punta del bastón y, nunca mejor dicho, "culebrea" hasta que se esconde entre los hierbajos de la orilla. 

En el Caserío de la Laguna hay gente. 


Un perro, con aspecto fiero pero indolente, nos mira aburrido y ni siquiera nos ladra.


La Laguna tiene agua, pero nos sorprende la gran cantidad de algas que se aprecian la altura en la que nos encontramos.  

Cruzamos la carretera de Miranda y subimos por la Cuesta de la Calera para desviarnos hacia la Celada. 

Hacemos una breve visita a la finca de Isabel y Agustín y bajamos.

 

Por el desagüe que atraviesa la variante, salimos al camino y entramos en los "enredos".

Son las 12:40 horas. El día viene fuerte de calor. 

La vuelta que hemos dado hoy nos ha compensado de las altas temperaturas. 

En este enlace se puede ver el recorrido de hoy. 


Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.

Rey contra Rey y Torre, y la ayuda de unos caballos (domingo 5 de septiembre de 2021)  

 

(Todos los personajes y los hechos que contiene esta narración, se deben a la imaginación del autor y no guardan semejanza con la realidad)

 

 

“Encierras al Rey negro en el famoso ‹‹rectángulo›› de la muerte. Se dice que el Rey blanco ‹‹coge la oposición››. Gracias a esta oposición se puede hacer recular al Rey negro en el rectángulo de la muerte”

(¡Juega! Patrick Gonneau. Iniciación al ajedrez. Ediciones Martínez Roca. Barcelona. 2000)

 

Las tres novicias caminaban, en fila, con la cabeza baja sumergida en una gran toca blanca y flanqueadas por las tenues y oscilantes resplandores de las velas, con ritmo más bien parsimonioso. El gran Cristo que colgaba a la derecha del altar parecía darles ánimos emitiendo ya destellos, ya sombras oscilantes, según la cadencia que marcaba el movimiento de las llamas de las bujías.  Cada paso que daban retumbaba como si el pulso del Mundo hubiera encontrado un altavoz donde manifestarse con una voz ancestral, oculto para los simples mortales. Ellas lo sabían, pero, aunque conocedoras de la situación en la que se iban a introducir, su juventud les impedía ser conscientes del futuro, que se iba a limitar a las paredes del convento de Madres Recoletas de Tafalla. El clímax del momento lo puso el padre de una de ellas que, cuando las tres figuras anónimas se disponían a atravesar la puerta que las recluiría en otro mundo, para siempre, gritó con voz estentórea y el alma rota: “¡Adiós, hija querida! ¡Hasta el valle de Josafat!”.

 

La ceremonia de entrega había finalizado. En aquella Tafalla de 1874 era algo más o menos regular que, un año sí y otro también, algunas jóvenes de la ciudad o de poblaciones de la merindad, profesaran en religión, entrando a formar parte de la clausura del convento que habían fundado los señores de Mencos, hacía ya varios siglos. A partir de ese instante, las tres jóvenes habían muerto para el mundo, pero habían nacido plenamente para Dios y para orar por todos. Su vida, reglada por el antiguo lema benedictino “ora et labora”, ya iba a ser un continuo en el espacio-tiempo. Un horario estricto y perfectamente regulado; rezar a solas y en comunidad; cultivar la hermosa huerta que, a modo de “caceral” las monjas tenían detrás del convento, hacia las orillas del río Cidacos y, de vez en cuando, solo de vez en cuando, algo de charla semanal con las demás hermanas.

 

Las tres profesas habían muerto para el mundo exterior, pero en este “otro mundo” habían adoptado una nueva personalidad, lo que conllevaba un nuevo nombre. Las llamaremos sor Asunción, sor Sagrario y sor Corpus, indistintamente. De sus rasgos físicos, nada podemos decir, pues habían desaparecido en el anonimato del fiero hábito, casi moruno, que las aislaba del mundo y las hacía indescriptibles. En cuanto a lo sicológico, como podrá verse más adelante, cada una seguía conservando su idiosincrasia. Sabido es que el alma es de cada uno y solo se debe devolver a Dios. Sin embargo, en la primera oportunidad de charla con sus semejantes, alrededor de la huerta, se buscaron y se reconocieron enseguida, pues en el siglo habían sido amigas, desde la infancia. Lo primero que comentaron sobre los rigores de su nueva vida (el porqué de encontrarse allí lo conocían en los tres casos de sobra, tenía que ver con una especie de tributo tácito por el que los pueblos, desde antiguo, habían calmado a los dioses con una ofrenda, en este caso de doncellas).

 

En Tafalla se sufría mucho por la falta de agua, pues era muy escasa. En el convento la tenían muy racionada. Esto en un pueblo cuya mayor carencia era el disponer del líquido elemento se acrecentaba en el caso de las monjas, pues no disponiendo sino del agua que desde la presa se colaba por la acequia de la huerta, y no apta para el consumo humano, solo disponían de aquella  que los tafalleses vertían, a modo de limosna, en los pocillos abiertos al efecto en los muros exteriores del convento y que la conducían hasta unas grandes tinajas de barro donde se iba almacenando y de las que se sacaba lo necesario para el consumo de las monjas.

 

Y así, fueron transcurriendo los días. Todos iguales. Todos uno, si no fuera por el rato semanal de convivencia entre las monjas. Las tres nuevas, que cada vez lo eran menos, se iban conociendo más, si cabe. Una de ellas introdujo un elemento nuevo para ocupar los cuerpos y las mentes: el ajedrez. Su padre, gran aficionado a este arte, le había enseñado a jugar desde muy pequeña y ella, a su vez, enseñó a sus compañeras. Tuvieron que jugar con materiales rudimentarios, pero, como les sobraban el tiempo y la paciencia, lo consiguieron. Fueron pasando lo días, las semanas, los meses, los años….

 

En el convento de Recoletas de Tafalla la vida discurría ajena a los avatares del siglo. Y eso fue así hasta 1872 en que comenzó la última guerra civil del siglo. Poco a poco fueron llegando contingentes gubernamentales que ocuparon la ciudad y hasta el propio edificio de las monjas de clausura fue ocupado por los soldados y convertido en un cuartel. Las religiosas pasaron a vivir en una de las casas fuertes de la ciudad, en este caso la llamada “Casa Rentería” que tuvieron que compartir con algunos miembros de la oficialidad del ejército liberal de quienes pasaron a ser simples sirvientas.

 

Para sor Asunción, sor Sagrario y sor Corpus, las más jóvenes de las religiosas, esto no supuso una ruptura muy drástica respecto de su vida anterior, pues llevaban poco tiempo recluidas y el trabajo que se les encomendaba era similar al que desempeñaban en sus respectivas casas, ayudar a sus madres en todo tipo de tareas que realizaban las mujeres de las casas de labradores. Por otra parte, los militares las trataban con deferencia y eran comedidos en sus comentarios cuando las muchachas estaban delante. No siempre permanecían callados cuando en las horas de las comidas las monjas se ocupaban en servirles. De ese modo, las tres jóvenes se iban enterando de las vicisitudes del conflicto. Supieron así de la ocupación de Estella, por parte de los carlistas y del bloqueo de Pamplona que estaba totalmente aislada de su entorno por los soldados de Carlos VII.

 

Ellas, que compartían habitación, habían salido ganando también el poder desplazarse por el pueblo, cuando tenían que acudir a por suministros para sus huéspedes. De vez en cuando, las tres se acercaban a sus respectivas casas familiares para estar un rato con los suyos. Supieron así que la mayoría de los hombres de sus familias se habían echado al monte para luchar contra el gobierno, en las filas carlistas, facción a la que, por otra parte, pertenecían la mayor parte de los navarros de la época. Algunas veces, incluso podían transmitirles parte de los comentarios de los oficiales, información, a veces intrascendente, otras más importante que era inmediatamente trasladada a los voluntarios de don Carlos. En los pocos ratos en que descansaban, además de la costura, una de sus ocupaciones más frecuentes, seguían practicando el ajedrez e incrementando su conocimiento de este juego de estrategia.

 

El invierno del año 1875 comenzó con los fríos habituales. La cosecha de cereal, de frutas y la vendimia habían llenado los graneros y los lagares tafalleses, si bien, las necesidades de los miles de soldados que se hospedaban en las casas de la ciudad los iban vaciando con más celeridad que de costumbre. Se cogieron las olivas. Pasaron las Navidades, se celebraron de manera austera las fiestas religiosas, echando de menos a todos aquellos que faltaban en los respectivos hogares por estar en primera línea de combate. La mayoría de los hombres de Tafalla andaban por Estella y sus alrededores, desde donde el pretendiente, don Carlos VII dirigía las operaciones de sus ejércitos. Las batallas se iban sucediendo por toda la geografía navarra, con suerte desigual para ambos bandos, pues unas veces resultaban vencedores unos y otras, los contrarios.

A principios de ese 1875 el ejército había proclamado rey de España al hijo de la reina Isabel II, Alfonso XII y el Gobierno de la nación se había propuesto incrementar las acciones y los medios para derrotar a los insurrectos. A mediados de enero de 1876 se estaba fraguando una estrategia contundente para acabar de una vez por todas con el ejército carlista, con el Pretendiente y, por tanto, con la guerra. Una tarde, en una de las dependencias de la casa Rentería de Tafalla, en la que se hospedaban y en la que servían las tres monjas jóvenes de nuestro relato, hubo una reunión al más alto nivel, que se mantuvo muy en secreto. Pocos días antes había llegado a la ciudad el general Martínez Campos, de incógnito. Había dejado a sus tropas acuarteladas en diferentes localidades de la Ribera navarra, para que los carlistas no supieran de sus intenciones y no recelaran de lo que se proponía hacer.

 

En la reunión estuvieron presentes todos los jefes del ejército liberal que tenían mando en plaza en Navarra, que también habían acudido de incógnito la noche anterior, para no despertar sospechas del enemigo. Y lo habían conseguido, pues ninguno de los numerosos espías que trabajaban para los carlistas se habían percatado de la “jugada”. Además, habían aprovechado la noche del 20 de enero, día del Patrón de la localidad, de modo que la mayoría de los paisanos estuviesen ocupados en celebrar al santo. Sin embargo, los liberales reunidos en la casa Rentería de Tafalla no sabían que tenían en caballo de Troya dentro de su propia residencia. Durante la cena que habían dispuesto para reunirse, el general Martínez Campos fue desgranando los planes que el Estado Mayor del ejército liberal había preparado para acabar con los facciosos.

 

Sor Asunción, sor Sagrario y sor Corpus, disimuladas entre las otras monjas y sirvientas que atendían a los militares fueron enterándose del grueso del plan que los hombres iban conociendo. Terminó la cena; todo el mundo se retiró a sus aposentos. También las monjas, que, a eso de la media noche, se reunieron en el cuarto de una de ellas, para poner en común la información que habían oído. Cuando terminaron de contar cada una su versión, llegaron a la conclusión de que los liberales iban a lanzar una gran ofensiva contra Estella, con el fin de ocupar la ciudad, capturar a don Carlos y acabar con el ejército carlista. Para ello, habían dispuesto miles de hombres que estarían esperando para cercar la ciudad y así vencer al enemigo. Entendieron también que la chispa se iba a iniciar en la propia Tafalla. El día 27 de enero. Ese día, el propio general Martínez Campos saldría de la ciudad, al mando de un gran ejército, para atacar el feudo carlista. Este sería el cebo. Se trataba de hacer ver al enemigo que era una operación más dentro del curso de la guerra, pero sin capacidad de desnivelar la balanza a favor de los liberales. Mientras los carlistas se ocupaban en contener a los soldados que se les acercarían desde el este, el grueso de las tropas realizaría un ataque relámpago desde el norte, por Oteiza y el suroeste, por detrás de Montejurra, desde Arellano. 

 

Las tres muchachas convinieron que tenían que avisar a los carlistas de las intenciones de sus enemigos y, después de esbozar un sencillo plan, decidieron dedicar los días siguiente a pertrecharse, para ir hasta Estella y así poder trasladar a los a los suyos las intenciones de los liberales. Tenían que conseguir ropa y calzado de hombre, para poder salir de la casa sin ser detectadas. Además, sería conveniente que sustrajeran algún alimento, pues no sabían el tiempo que le iba a llevar llegar a su destino por aquellos páramos desolados que hay entre las dos ciudades. Las tres, como queda dicho, eran hijas de casas de labradores y se desenvolvían bien en el campo, donde había transcurrido gran parte de su vida. Conocían bien los términos y eran buenas andarinas. No creían que las siete leguas que median entre Tafalla y Estella fuesen un obstáculo infranqueable. Puesto que el general Martínez Campos tenía planeado empezar su plan el día 27, ellas debían anticiparse a dicho día y salir, como muy tarde el día 24 de enero para que les diese tiempo a llegar a su destino.

 

Llegada la mañana del 23 día ya se habían hecho con los pertrechos. Saldrían al día siguiente, vestidas de monjas, como si fuesen a realizar sus recados habituales. Esa noche acabaron de decidir los detalles de su plan. Amaneció el día 24. Las tres jóvenes salieron, por separado y en momentos diferentes, de la casa. Nadie se fijó en ellas. Cada una tomó un camino distinto. Eso sí, las tres iban provistas de grandes cestas de mimbre, como las que, habitualmente, utilizaban en sus salidas. El día era frío. El cielo oscuro amenazaba nieve. Pero las tres siguieron el plan trazado y, por caminos distintos se dirigieron hacia el oeste. Cruzando el término que los tafalleses llaman “el Planillo”, llegaron a una especie de acantilado, entre terroso y abrupto que se conoce como “las Rocas”. Desde ahí, bajaron al pequeño valle que se abre al sur y llegaron a un lugar donde el agua que llega desde la “Laguna del Juncal”, por las balsas y el pequeño barranco que lleva el misterioso nombre de “Purputiain” que desaparece en un agujero, especie de dolina que se traga en un alegre gorgoteo todo lo que llega hasta allí.

 

Se quitaron los hábitos; se vistieron con ropa de hombre y se cubrieron la cabeza con sombreros oscuros, de ala corta, como los que solían llevar los hombres del campo en invierno. Las gruesas chaquetas de pana que habían conseguido sustraer, les daban un aire anodino y corriente, de absoluta normalidad. Introdujeron los hábitos en el agujero por donde el agua se colaba bajo la tierra. La dolina se tragó las ropas en un santiamén. Luego, como tenían pensado, bajaron hasta el fondo del valle, hasta el “Prado de Rentería”, donde, cerca de una balsa y una fuente, pastaban unos cuantos caballos que los vecinos echaban al campo para que se fueran criando. Se trataba de animales destinados al trabajo, por lo que estaban de sobra familiarizados con las personas. Las muchachas se habían hecho también con tres ronzales de cuerda basta y con tres mantas, para utilizarlas a modo de sillas.  Acostumbradas a tratar con animales, aparejaron a los tres jacos que mejor pinta tenían y probaron a montarlos. La cosa no fue difícil, los animales se dejaron hacer, sin plantear problemas.

 

Ahora venía lo más difícil. Cerca de la entrada de ese valle llamado “Valditrés” había una torre, la llamada “Torre de Beratxa”, que los liberales habían levantado con el fin de que sirviera de telégrafo óptico para comunicarse con Tafalla y Larraga, y que formaba parte de una amplia red distribuida por todo el norte del País. Este sistema de comunicación, ideado por un francés a finales del siglo XVII, fue muy útil, antes de la llegada del telégrafo y, a la sazón, aún estaba en uso. Era el escollo más importante que se les presentaba, pues en la torre y alrededores había, siempre, una pequeña guarnición de soldados que, por una parte, oteaban los cuatro puntos cardinales; por otra se comunicaban con las guarniciones de Olite, Tafalla y Larraga y, por último, guardaban el camino que comunicaba estos dos pueblos.

 

Pusieron en marcha el plan que habían preparado. En primer lugar, actuaría sor Asunción. Su cometido era volver a salir al camino general y se dejaría ver por los soldados que guardaban la torre. Luego, en una segunda fase, los comprometería, desde una distancia prudencial, lanzando gritos a favor de los carlistas. Y así lo hizo. En cuanto los soldados se percataron de su presencia, le dieron el “¡alto quién va!”. Ella, por toda respuesta les respondió cantando:

                            “Por Dios, por la Patria y el Rey,

                             lucharon nuestros padres.

                             Por Dios, por la Patria y el Rey,

                             lucharemos nosotros, también”

 

Y, no le dio tiempo a más. Sin pensárselo, cinco de los soldados montaron sus caballos y se dispusieron a capturar a aquel “carca” tan atrevido.

Sor Asunción, como tenía previsto, volvió grupas y se dirigió de nuevo al valle de “Valditrés”. En el término abundaban el yeso y los romeros. Aquel se hacía añicos bajo las pezuñas del percherón que montaba la monja. El romero ponía una nota azulina con sus flores de invierno, que se mezclaba con el verde de las plantas y el pardo de la tierra, en un caleidoscopio de imágenes que pasaban veloces ante los ojos de la fugitiva. Además, comenzaron a caer, primero unas “purnias” suaves, luego unos grandes copos que, en un santiamén, cubrieron de blanco el suelo. Los perseguidores se iban acercando. La monja, que sabía muy bien adonde se dirigía, no paraba de espolear a su montura. Enfiló el camino que conduce, por recovecos muy poco transitados, hasta la “Laguna de Romerales”. Aunque los soldados iban ganando terreno, no se preocupó, pues sabía que quedaba muy poco para llegar a su objetivo. Bastaba, pensaba ella, con que les ganase dos o tres minutos a sus perseguidores.

 

         Lo consiguió. Cuando llegó a la pequeña laguna, esta, ya no se veía, pues el agua se había helado y una fina capa de nieve blanca, recién caída cubría su superficie, haciendo invisible su presencia, a no ser que se conociera bien el terreno. Y ella, lo conocía. Bordeando la balsa por el oeste, se colocó al otro lado, enfrente del lugar, por donde aparecerían sus perseguidores, que iban ciegos tras ella y que no se detuvieron. Al ver a su enemigo a poca distancia, detenido, como rendido, siguieron de frente. Entraron, sin saberlo en la laguna. Anduvieron unos metros y, entonces se dieron cuenta de la trampa que les habían tendido. Hubo un breve chapoteo de las patas de los caballos, que duró unos segundos, para inmediatamente comenzar a hundirse en un lodo grisáceo que parecía no tener fondo. Los cinco soldados estaban muy juntos y, juntos también, veían cómo sus monturas se iban hundiendo, cada vez más. Les entró un pánico cerval y se tiraron de los caballos. No lo hubiesen hecho. Ahora, los que se hundían en el fango, sin remisión, eran ellos.

 

         La joven sor Asunción, una vez vio el resultado de su estratagema, no lo pensó más. Se alejó del lugar, para seguir el plan, según lo habían previsto. Daría un rodeo y se dirigiría a Estella, llegando, primero, hasta Larraga y desde allí cogería el camino que, alejado, pero paralelo al camino principal, pasa por el poblado de “Baigorri” y llega hasta la ciudad del Ega bordeando este río.

 

Y, ¿en qué se habían ocupado, mientras tanto sor Sagrario y sor Corpus? Una vez que vieron cómo su compañera era perseguida por los soldados liberales, se encomendaron a Dios y a la Virgen de Ujué y se acercaron, sin ser vistas, hasta la “Torre Beratxa”. Allí habían quedado los otros cinco militares de los diez que, habitualmente componían el retén. Seguía nevando, aunque menos que hacía un rato. Las dos monjas, dando un rodeo por el norte de la torre, cruzaron el camino y pasaron al otro lado, al paraje que llaman de las “Tres mugas”, por juntarse ahí los terrenos de Tafalla, Larraga y Artajona. Por ese lugar discurría, de norte a sur también, desde tiempo inmemorial, la Cañada Real de “Andía a Tauste”.

 

Pararon a unos cientos de metros al norte de la torre, procurando no ser vistas, retrocediendo, por la ladera de los altos que cierran el camino por el norte, hasta encontrarse casi a la par de la construcción. Tras esconder los caballos en uno de los abruptos barrancos abiertos por las lluvias se dedicaron, durante un rato a arrancar algunas de las abundantes matas de romero, tomillo, ilagas, coscoja y todo aquello que fuera susceptible de hacer un buen fuego. Cuando tuvieron el montón de broza preparado y las manos algo más estropeadas que antes, utilizando un mechero “chisquero” que por aquel tiempo usaban no solo los hombres, sino también muchas mujeres, prendieron la broza, que comenzó a arder enseguida. Confiaban en que soplase el sempiterno cierzo tan habitual en esa zona.

 

Al cabo de unos minutos, el monte bajo era una línea de llamas imparables que, a no mucho tardar, lamería los pies de la torre. Iban a tener ocupados a los militares durante un buen rato y, además, con un poco de suerte, acudirían otros que anduviesen cerca, dejándoles el paso expedito. Entonces, pusieron en marcha la última parte de su plan. Una, sor Sagrario, se dirigiría hacia Artajona por la cañada, para llegar, primero a Villatuerta y, luego, bajar a Estella. La otra, sor Corpus, seguiría el camino habitual que, pasando cerca de Larraga y cruzando Oteiza de la Solana, llega hasta Estella.

 

Las tres tenían un buen trecho que recorrer, pero también una importante misión que cumplir. Ya casi era mediodía, pero confiaban que, al menos una de ellas, llegaría a tiempo para transmitir el mensaje a los carlistas. Además, eran sabedoras de que cuanto más cerca se encontraran de estos, más fácil iba ser el encontrarse con alguna partida de las muchas que vigilaban aquellas tierras. Y así fue. La primera en toparse con los carlistas fue sor Asunción, que llevaba ventaja a las otras dos. Luego sor Sagrario y, finalmente sor Corpus. Las tres consiguieron hacerse entender por los facciosos y ser conducidas a Estella, donde se reunieron de nuevo. Contaron lo que sabían a los jefes del estado Mayor de don Carlos, que, a su vez, lo transmitieron a este.

 

Creyeron a las monjas y, después de valorar la situación, sabiendo que la guerra estaba perdida, no podían sino preparar un plan de evacuación hasta Francia, para salvar al Rey y todo lo que pudieran de su ejército. No tenían mucho tiempo, así que se pusieron manos a la obra. Dejarían dos grupos de soldados alrededor de Estella, uno hacia el este y el otro hacia el oeste, por donde esperaban que atacasen los liberales, según habían informado las religiosas. El resto, con discreción y debidamente camuflado y dividido, se encaminaría hacia la frontera, siendo el grupo que iba a proteger al rey el que iría en medio. No podían transportar las armas pesadas, por lo que decidieron esconder los 25 cañones que poseían, en las orillas del río Iranzu.

 

Luego, todo lo que sucedió está en los libros de historia. En primer lugar, el 30 de enero de 1876 se produjo la “Batalla de Oteiza”, en la que los carlistas, mandados por el general Calderón aguantaron el empuje de las tropas liberales, dirigidas por el general Fernando Primo de Rivera, el futuro “Marqués de Estella”. Sin embargo, tras cuatro horas de lucha y bombardeos y doscientos muertos, incluidos jefes y oficiales, aquellos fueron derrotados y una parte importante de ellos hechos prisioneros.

 

Los días 17 y 18 de febrero de ese año, los liberales asestaron el golpe definitivo en Montejurra-Arellano. El general Primo de Rivera consiguió vencer, a los pies mismos del monte sagrado del carlismo, a los generales Lizarraga y Calderón, siendo este último hecho prisionero. A partir de entonces, todo fue “coser y cantar”, para el ejército gubernamental. El día 19, ocupó Estella, sin disparar un solo tiro, pues la ciudad había sido abandonada por los carlistas. El Ayuntamiento se puso a disposición del general vencedor, que hizo su entrada en la ciudad a las 3 de la tarde y fue declarado hijo adoptivo, por el ayuntamiento, con la connivencia del clero y los vecinos más pudientes. El día 4 de marzo del año 1876, a las 2 de la tarde, fue el propio rey Alfonso XII quien se presentó en la ciudad de Ega, poniendo fin a la guerra.

 

Pero, ¿qué había sido, mientras tanto de las heroínas tafallesas que habían contribuido a salvar el grueso de la tropa carlista y la vida del pretendiente? Habían seguido al rey, pues no podían volver ni a su convento, ni a su pueblo. Un ojo avisado las habría podido distinguir el día 28 de febrero en el pueblo de Arnegui, ya en Francia, todavía vestidas de hombre, como si fueran unas nuevas “Catalina de Erauso, la monja alférez”, formando parte del séquito del frustrado monarca cuando gritó aquello de “¡Volveré, volveré!”, que nunca se cumplió. Aunque el rey se salvó, gracias a una torre y a los caballos, le dieron “jaque mate”.

 

Y ellas, tampoco volvieron. Ni a Tafalla, ni a retomar los hábitos. Se quedaron en Francia. Pero eso ya forma parte de otra historia. 

 

¡Buen camino!

       Vale.