miércoles, 24 de febrero de 2021

La cueva de Bultxako (Orisoain)



 Domingo, 21 de febrero de 2021

Dicen que la borrasca Karim llegará esta tarde-noche por estas latitudes. 
Vamos a aprovechar la mañana para hacer un recorrido que, a finales de enero, hizo Sergismundo. 
Daremos una vuelta por el monte de Orisoain visitando la cueva de Bultxako y el Robrar. 
Son las 08:30 horas. Aparcamos a la entrada del pueblo y salimos. 
El cielo está gris, plomizo. El viento del sur sopla con fuerza. Nuestro termómetro marca 9º, pero la temperatura nos parece mucho más baja. 

Castañas en cocción, en otoño o en invierno, buena alimentación. 

Por lo menos, tenemos la certeza de que no va a llover. 
Bajamos por la carretera de acceso a la población y, una vez rebasadas las instalaciones de las piscinas, pasamos junto a la fuente de Echagüe. 



De sus dos caños no sale ni gota de agua.



Junto a la fuente se encuentra la ermita de Nuestra Señora de los Remedios. Está cerrada. Damos una vuelta por su exterior y salimos a la carretera. 
Caminando uno pocos metros, llegamos a la entrada del Sendero Micológico. 


Es un camino viejo que asciende hacia el interior del monte.
Pronto se convierte en un sendero. 
El entorno ha cambiado bruscamente. Los pinos conviven con los enebros y comenzamos a ver los primeros bojes. 


Un poste con un pequeño letrero nos marca la dirección a seguir.  
Por sendero estrecho, comenzamos a subir. 
Las encinas forman una tupida masa forestal que oculta el roquedo. 
09:10 horas. Cueva de Bultxako.

 
Una gran oquedad interrumpe nuestro camino. 
Sergismundo lo advierte en Wikiloc: 

La Cueva de Bultxako no es una cueva propiamente dicha, sino la oquedad que quedó bajo una gran roca desprendida del acantilado superior. Toda esta zona está formada por conglomerado de cascajo y, aunque es bastante duro, se suelen desprender trozos.
La cueva mide unos 10 m de profundidad, y tiene pinta de que haya sido refugio de pastores antiguamente.


Descendemos la pequeña pendiente y entramos. 


Vera, a cuatro patas, tiene más fácil el adentrarse por los rincones más estrechos.
Salimos al sendero y volvemos al camino principal. 
En la ladera se aprecia el aclareo que están haciendo en el monte. 


La madera, amontonada junto al camino, espera a ser recogida para su aprovechamiento.
Seguimos subiendo. 
La mañana continúa fría. El sol, muy de vez en cuando, consigue imponerse en el cielo nublado y, al abrigo del bosque, la temperatura sube notablemente. 



Hacemos una nueva parada para contemplar la Hoya. Es una depresión en la que se aprecia una pequeña balsa. La vegetación ha invadido todo el terreno y sospechamos que, en la parte oculta, habrá una balsa mayor. 


Cruzamos una alambrada que está tumbada en el suelo, seguimos subiendo y volvemos a cruzar otra vez la misma alambrada por otro punto.
Desde aquí las vistas son excepcionales. 


Tenemos a nuestros pies Artariain. Un poco más a la dcha. Amunarrizqueta. Después Iracheta y, al fondo, la Peña de Unzué, la Higa y la Peña de Izaga. 
Todo ello sustentando por laderas repletas de robles que, ahora, pintan color ceniza, pero que en otoño se convierten en una explosión de colores. 
10:00 horas. El Characal o Monte de la Cea. (750 m)

Su cima en un pequeño acantilado de aglomerado invadido por la vegetación. Hay que mirar con precaución dónde se pisa. 
Bajamos buscando un abrigo del viento y paramos a echar un bocado. 
Juanjo se detiene un momento y nos descubre una rareza botánica. 


Es un brezo blanco, poco habitual en estas latitudes. 
Caminamos por senda estrecha hasta que salimos a uno de los caminos que suben a San Pelayo. 


En la orilla, junto al cruce, hay una lápida de madera con una emotiva leyenda. 
En el cielo se empieza a oír una algarabía conocida.


Varias bandadas de grullas, con su característica formación, se dirigen al N. Señal inequívoca de que el invierno está llegando a su fin, a pesar de que aún suframos algún coletazo. 

El camino que baja es ancho y preparado para los todoterrenos. 


Al llegar a un cruce, torcemos a la izda. y seguimos por camino viejo hasta llegar a otro nuevo que sube a Arrondoba. 


Giramos a la izda. y empezamos a subir a buen paso.

 
Nos detenemos un momento junto a la balsa y escuchamos gritos y ladridos al final de camino. 
Los primeros vehículos aparcados que vemos nos confirman nuestras sospechas. Hay batida de jabalí. 
Un cazador abandona su puesto y se viene hasta nosotros. 
Nos dice que están cazando en Arrondoba y que no nos aconseja que sigamos. Por supuesto que descartamos subir hasta allí, pero le decimos que hemos salido del Robrar y que no hemos visto ningún triángulo de aviso. Nos dice que los han puesto más abajo y que no llevan los suficientes para cubrir todos los cruces. 
Nos despedimos y, según nos parece escuchar, deben de tener algún perro herido por ataque de jabalí. 


Al llegar al cruce que está más abajo del cruce del Robrar vemos el aviso de batida de jabalí. 
Por el camino de Amatrain nos vamos acercando poco a poco a Orisoain.



Antes de llegar al cruce del camino de Benegorri, se encuentra una cruz devocional orientada hacia Ujué. 
En el fondo del valle llama nuestra atención una instalación. 


A una paseante que viene detrás de nosotros, le preguntamos por ella. Nos dice que es una granja de perdices y que, si no hubiera tanto viento, las podríamos escuchar. 


12:15 horas. Entramos en Orisoain. 
La mañana ha empeorado. El bochorno frío sopla con más intensidad. 
Se nos ha quedado en el "tintero" la visita a Arrondoba. 
Casi podemos decir que ¡mejor!
Así tenemos excusa para repetir esta ruta que tan buen sabor de boca nos ha dejado. 



Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.

Una mañana “científica” por los montes de la Baldorba y algo más

 

Dedicado a Pedro Mari Flamarique Zaratiegui,

que, aunque nunca se lo he dicho,

ha sido mi “Pelayo”.

¡Gracias!

 

Han pasado muchos años y me han ocurrido muchas cosas desde aquel día, tantas que algunas, sobre todo las más desagradables, ya ni las recuerdo. Pero hay algo que aún tengo muy presente y que me viene a la memoria, día sí, día no, porque todavía no me lo he podido explicar. La verdad, no sé si merece la pena contarlo ahora que ya me queda poco. Pero siempre he tenido dentro de mí esa incertidumbre, esa dulzura, que me dejó lo que me ocurrió aquel veintitrés de febrero de mil novecientos ochenta y uno.

Entonces, yo era un mozalbete de veinticuatro años que había terminado la carrera el año anterior y que estaba buscando datos para elaborar su tesis doctoral en “Geología aplicada”.

Yo soy de Tafalla, ciudad cosmopolita donde las haya, sita en el viejo solar del Reino de Navarra y lugar de encrucijada. Paso y metamorfosis entre vientos, climas, folclores e, incluso, ideas políticas. Tengo un amigo historiador, por supuesto, de Pamplona, de eso que llaman ahora PTV (pamplonés de toda la vida) que denomina a Tafalla “ciudad reversible”. Lo explica diciendo que, viendo la historia y las “historias” que nos han contado desde hace unos años, lo mismo se viste de rojo que de verde, que de azul (incluso de amarillo, afirma). Sostiene que se ha conseguido volcar en la misma, en Tafalla, una cantidad tan dispar de “sustancias históricas amalgamadas” capaz de llenar más volúmenes de los que hay en la Biblioteca Vaticana, que ya es decir. Lo asevera, aportando datos incontestables: Tafalla, según él, es vascona de raíz; celta de oídas; romana de habla; visigoda, de paso; árabe por el nombre y española por conquista. Lo que sí es, áspera por el cierzo, pétrea por su suelo y vinícola de sangre. A falta de agua, el vino ha corrido abundantemente por las venas de sus habitantes, desde que el nieto de Noé, Túbal, trajo la primera cepa y, por lo visto, la plantó aquí “in illo tempore”.

Bueno, que me voy por las ramas, mejor dicho, por los sarmientos y me desvío de mi historia. Lo del vino viene a cuento porque es elemento fundamental para explicar lo que me ocurrió aquel día. Dicho sea de paso, apuntaré que en la lista de los elementos que componen la naturaleza, a saber: Agua, Aire, Tierra y Fuego, los antiguos alquimistas se olvidaron de incluir el Vino, líquido generoso y alimento fundamental, sin el cual nuestra historia, la de los navarros, digo, habría sido bien diferente. A ver quién va a aguantar todo los que se nos ha venido encima desde el Neolítico, si no es por el beatífico y milagroso vino. Todo lo acontecido no se sostiene trasegando esas bebidas de “chichinabo”, tales como la cerveza o la sidra, pongo por caso. Para eso, mejor beber agua, que por lo menos deja la mente lúcida, aunque el estómago algo triste. Para hacer sangre (y cada cual que lo interprete en el sentido que quiera), vino. Y si puede ser Clarete de San Martín de Unx o de Olite (porque en Tafalla se hizo buen vino, pero ya no se hace,), pues mejor.

Bueno, pues eso. Yo soy partidario de sopesar los hechos y vivires al estilo de los antiguos galos: después de beber vino y después de beber agua. Cara y cruz; blanco o negro. Lúcido o “alumbrado”.

Y, ahora, al grano. Ocho y media de la mañana. Dejé el coche (a la sazón un “Simca mil”, ¡qué recuerdos!) a la entrada del noble lugar de Orisoain, en todo el centro de la Baldorba. Aunque tenía algunos buenos amigos en el pueblo, que eran los que me habían enseñado la ubicación de los lugares que me disponía a visitar, no los molesté. Era un día de labor y no todo el mundo podía dedicarse a pasárselo “estudiando” piedras y andando, gratuitamente, por los caminos.

Cerré el coche. Me pertreché con todo mi equipo (sin olvidar el almuerzo y la bota de vino, elementos imprescindibles en el ajuar de todo científico que se precie) y eché a andar, hacia el este. Por un camino viejo que va subiendo hacia la muga de Artariain. A la media hora, hice una parada y subí por una senda entre bojes y encinas hasta una oquedad que se abre en una gran formación de cantos rodados. “Bulchaco” le llaman los del pueblo. Ahí me demoré un rato, recogiendo y catalogando varias muestras. Luego, seguí subiendo por la ladera que discurría entre pinos, enebros y aliagas. A media altura, me detuve, de nuevo, y exploré la llamada “Hoya”, una depresión formada en el seno de una brecha, cubierta de vegetación, pero que decía a las claras cómo discurrían las aguas de un barranco apenas nacido algo más arriba y que mostraba la fuerza de la erosión en los diferentes materiales que componían aquellos terrenos.

Tras las oportunas observaciones y anotaciones, me puse de nuevo en marcha. Mi objetivo era llegar a una formación pétrea que dividía los términos de Orisoain y Artariain, formando un gran cortado hacia el norte y donde esperaba encontrar buenos ejemplares de rocas para mi estudio. Tardé algo más de media hora, pero, al fin, llegué a lo más alto. Lo primero que hice fue extasiarme con el lugar. En la toponimia de la zona se lo denominaba como “Characal” y, además de los grandes salientes y cortados de puro conglomerado, de colores, se observaba el gran cambio que se producía en la vegetación. Hacia el norte, bajando hasta el valle donde estaban ubicados Artariain, Amunarrizqueta e Iracheta, todo eran robles. El sur, el lugar por el que yo había subido, lo poblaban pinos, encinas y enebros, entre otros. La transición era drástica, genuina, llena de encanto para la vista y mucho más para un botánico aficionado, como también yo era.

El día era algo invernizo, aunque un sol tímido se dejaba querer en los abrigos. Busqué uno. Como el viento oreaba de bochorno, me senté mirando hacia los pueblos mencionados, hacia el norte. Pasaron varias bandadas de grullas (grulla y bulla, riman), augurando bonanza. Enfrente tenía el muñón de la Peña de Unzué, la sierra de Alaiz y, más allá, la sierra del Perdón. Disfrutando del paisaje, saqué el almuerzo y la bota. Entre bocado y bocado, trago y trago, vistazo y vistazo, almorcé, creo yo, mejor que un rey. Recordé aquel prosaico poema de Góngora: “¡Hablen otros del gobierno/del mundo y sus monarquías/mientran gobiernan mis días/ mantequillas y pan tierno/y rifififí y rafafafá y ríase la gente!”.

Al rato, una vez confortado por la gloriosa chistorra tafallesa y el sagrado caldo de San Martín, me puse, de nuevo, al trabajo. Deambulé, exploré y arranqué muestras, con mi pequeña piqueta, que fui guardando bien clasificadas en mis cajas de muestras. Anduve por todo el filo del cortado. Aquello parecía firme. Sin embargo, en un momento determinado, se me fue el pie y comencé a deslizarme ladera abajo, rodeado por un río de cantos rodados y tierra. Lo primero, grité lo que todo buen tafallés dice en una situación así: ¡Virgen de Ujué! Lo segundo, intenté agarrarme en los bojes, las ilagas y otros arbustos que crecían entre las rocas, pero no conseguí sino arañarme las manos y los brazos, de mala manera. En un momento determinado, me sentí en el vacío y noté un golpe que me cortó la respiración. Todo se oscureció.

No sé cuánto tiempo permanecí desvanecido. Cuando me desperté, me dio la impresión de que no había sido demasiado. Me levanté. Me di cuenta de que había tenido mucha suerte, pues un poco más abajo el cortado se hacía más profundo y de haber caído por él, me habría hecho mucho daño. Gracias a unos arbustos que habían detenido mi caída, no había ido hasta el fondo. Mi mochila y mis cajas de muestras amortiguaron algo los golpes. Busqué mi martillo, que era un regalo de fin de carrera que me habían hecho mis padres y, por suerte, lo encontré en un hueco. Noté algunas magulladuras, pero, en conjunto, los desperfectos no habían sido graves. Lo malo es que la subida era difícil. Había tres o cuatro metros entre el lugar donde me encontraba y el saliente desde donde me había despeñado. Intenté varias veces llegar a él, pero el terreno era muy inestable y no conseguía avanzar.

Cuando estaba más dubitativo, entre ir buscando paso por la ladera o bajar, si podía hasta el valle, oí una voz:

-¡Oye! ¿Estás bien?

         Levanté la vista y vi la cabeza de un muchacho que se asomaba por el cortado.

-¡Sí!-le dije-¿Me puedes ayudar?

-¡Claro! Te echo una cuerda. Átatela a la cintura y yo la sujetaré a un roble. Luego, ve buscando suelo firme, para que puedas subir. Yo te vigilo. No dejes de agarrarte.

         Así lo hice. Durante media hora fui subiendo, despacio, sujetándome a la cuerda, mientras parte del suelo rodaba ladera abajo a cada paso que daba, pero, al final, conseguí llegar arriba. El muchacho seguía sujetando y tirando de la cuerda. Llegué exhausto, tanto que me tiré al suelo y descansé un rato. El muchacho permaneció de pie, a mi lado. Me levanté y lo observé. Era muy joven, no muy alto y delgado. Sus cabellos rizados y muy negros brillaban con una especie de aureola que me extrañó. Vestía una camiseta negra y, sobre ella le caía desde los hombros una túnica de un rojo sangre muy brillante. Era muy guapo. Únicamente, una marca horizontal de herida vieja, ya cicatrizada, le marcaba el cuello, a la altura de la nuez.

-¿Estás bien?-Me preguntó.

-Sí muy bien- respondí-, gracias a ti. Yo me llamo Juan. Y tú ¿quién eres?

-Yo soy Pelayo-Me dijo. Vivo ahí arriba-señaló la cima de un monte-. He oído tus gritos y he venido a ayudarte.

-¿Qué vives ahí arriba y has oído mis gritos?-exclamé algo asustado- Pero si ahí- y señalé la cima del monte San Pelayo-Solo hay una ermita… ¡La ermita de San Pelayo!-caí- O sea, que tú… tú… balbuceé… ¡Anda no te quedes conmigo!

-Sí, soy Pelayo. Y no, no me voy a quedar contigo-respondió sin comprender el sentido de mis palabras-. Me tengo que ir. Ya se ha acabado el rato de mi paseo. Salgo todos los días a estar con mis amigos y amigas: las ardillas, el tejón, los jabalíes, el zorro, los jilgueros el pinzón… ¡Lo pasamos muy bien! Pero, ahora, me tengo que marchar, Juan. ¡Cuídate! Y, otro día, si vienes por aquí, llámame y hablamos. Viene muy poca gente por estos andurriales. Y la poca que viene, quitando el veintiséis de junio, mi fiesta, en que me festejan los de Artariain, Amatriain y Orisoain, nadie se acuerda de mí. La verdad, mi efigie vive durante el año en estos pueblos. Se me reparten “a pachas”, pero mi espíritu está siempre en la ermita. Ya sabes, cuando quieras, vienes y nos vemos. ¡Adiós!

         Y me dio la espalda, difuminándose unos metros más allá y dejando un intenso olor a espliego. En el momento en que dejé de verle, oí un revuelo de alas y un rumor de carreras que iban tras él. ¿Pájaros, ardillas, zorros…? Recompuse mi persona, en lo que pude, y bajé hasta el pueblo. Nunca he dicho nada a nadie, hasta ahora. Sí que he vuelto muchas veces estos últimos años hasta la ermita, pero nunca más me ha hablado Pelayo. Yo sí. Cuando iba hasta “su casa”, le iba contando mis cuitas. Todo lo que me ocurrió a lo largo de los años que vinieron después. Un día de romería subí con los pueblos a verlo y, ¡no os lo creeréis! Me guiñó el ojo. En ese momento creí oír “¡no dejes de agarrarte”! Me hizo mucha ilusión, se acordaba de mí.

         Por cierto, no viene muy a cuento (nunca mejor dicho), pero cuando presenté mi Tesis Doctoral, sobre “Geología aplicada”, obtuve un “Sobresaliente cum laude” y se lo fui a decir a Pelayo.

         ¡Ah! Y cuando llegué a Tafalla, por la tarde, me enteré de que en Madrid hubo un intento de golpe de estado. Que unos guardiaciviles habían entrado en el Congreso de los Diputados. Pero eso, es historia y seguro que ya lo conocéis. Lo malo es que, para esto último y lo que vino después en España, ni con mil Pelayos y otros muchos santos hay remedio, ni milagro que lo arregle.     

        

¡Buen camino! (Y haced una visitica a Pelayo, alguna vez, que merece la pena)

Vale.

 




  



miércoles, 17 de febrero de 2021

El Corral de las Vacas (Ujué)



Domingo, 14 de febrero de 2021

Volvemos a Ujué. 
Josemari Alcuaz ha preparado una ruta interesante: ir al Corral de las Vacas y volver por el madroñal, visitando un paraje hermoso y poco transitado de este inmenso término. 
Son las 08:30 horas. Aparcamos en las ruinas de la ermita de San Miguel. 

Por San Valentín, el invierno anuncia su fin

El cielo está despejado. Hace frío. Nuestro termómetro marca 1º pero, como no anda apenas aire, al sol la mañana parece agradable. 
En el aparcamiento hay mucha gente. 
Una cuadrilla grande de cazadores se están preparando para dar batidas al jabalí. 
En el grupo hay dos conocidos y les decimos que vamos a pasear por el Vedado y el Corral de las Vacas. 
Nos dicen que no hay ningún problema. Ellos van a cazar por la zona de Mugazuria. 
Hay cuatro o cinco jabalíes que están dando guerra desde hace unos días y quieren acabar con ellos. 
El camino es bueno y apenas tiene barro. 
Descendemos. 
Pasamos junto al alto de las Muelas y seguimos bajando. 
A la izda. del camino vemos una balsa. 


Las abundantes lluvias la han llenado. 
La vegetación es abundante. Entre los encinos y lo enebros se empiezan a ver los primeros madroños. 

Los romeros están florecidos. 
En el cruce de caminos tomamos el de la dcha. 
09:40 horas. Balsa de Medios. 




Está un poco apartada de la ruta. Nos acercamos a echar un vistazo. 
Antes de adentrarnos en el arbolado, volvemos la vista. 





Al fondo, encaramado en su cerro soleado, Ujué comienza a despertar. 
09:55 horas. Corral de las Vacas. 



Cuando lo ves por primera vez, como es nuestro caso, te deja sin palabras. 
Contemplando sus arcos, apreciamos el increíble trabajo que se hizo en su construcción. 



Mikel Burgui en su blog describe la actividad de bueyes y vacas en el Ujué de antaño. Merece la pena pinchar en este enlace El corral de las vacas.

Aprovechamos el lugar para echar un bocado. 
Las vistas desde aquí son una maravilla.


 
El Aurino y el Chinchón a los que tuvimos el gusto de conocer hace tres semanas, se asoman tras los cerros próximos. 




Encima del corral apreciamos la cantera, a la que no podemos subir porque la vegetación lo ha invadido todo. 
Podríamos quedarnos aquí todo el tiempo del mundo, pero tenemos que regresar. 
Giramos a la izda. y nos adentramos en el pinar. 


Pero antes nos despedimos de nuestros "nuevos amigos".
El camino de regreso es fantástico. 
Vamos por la mitad de la ladera. 
Los pinos y los madroños, "modrollos" que les dicen en Ujué, forman un bosque inimaginable. 



A dcha. y a izda. el madroñar nos sorprende por su abundancia. 
Salimos, con pena, al cruce que hemos abandonado a la mañana. 
El terreno despejado ofrece otras vistas también muy interesantes. 




A nuestra izda. se alza el Alto de Capaburros  al que subimos hace casi tres años. 
El día se ha enfriado. Aunque haya subido la temperatura, ha comenzado a mover el bochorno y, gracias al sol, no tenemos que abrigarnos completamente. 
A nuestra dcha. hay un pequeño cerro. Es el alto de Santa Cruz. 
Subimos. Josemari nos cuenta que hubo allí una ermita de la que no quedan más que unos montones de piedras. 




De nuevo en el camino, la torre fortaleza de Ujué se asoma curiosa observando nuestro regreso. 
12:45 horas. En la ermita de San Miguel casi no quedan coches. 




Un grupo de jóvenes se para ante la ermita, mientras una guía, micrófono en ristre, les habla de la fachada y el crismón. 
Nos montamos en el coche y, al pasar por el pueblo, es obligado hacer una parada. 
Compramos un pan cabezón, roscos y algún libro. 
Y nos emplazamos para más excursiones de la mano de nuestro "guía particular" Josemari. 


Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.

Una lección de historia en el campo. Trata de cuando las campanas de Ujué salvaron a Pamplona

 

“Mirandoal mapa lloró

Un navarrico en la escuela.

Mirando al mapa lloró,

porque pintaron pequeña

la tierra que tanto dio”

(Jota navarra)

I

Don Virgilio Gurbindo, el maestro de la clase de los mayores, en la escuela de Ujué, encabezaba la pequeña comitiva que abandonaba el pueblo, hacia el sur, por un camino de tierra parda y dura. La pista estaba flanqueada por tomillos, ilagas, matas de manzanilla y escaramujos. Grupos de juncos crecían en los bordes de las pequeñas balsas arcillosas que se abrían por aquí y allá.

Bajo el cielo azul caminaban unos veinticinco mozalbetes, hablando y riendo. Metían tanta bulla que apagaban con sus voces los trinos de las muchas aves que revoloteaban por todas partes, persiguiéndose unas a otras. Ambos barullos, el de los chavales y el de los pájaros era vigilado atentamente por varios aguiluchos que oteaban el suelo con su vuelo geométrico y equilibrado, en busca de alguna presa.

El pueblo iba quedando atrás. Un fragante aroma a primavera vestía aquella mañana de principios de junio. A don Virgilio le recordó el que solía usar Encarna, la maestra de las chicas, que hoy se había quedado con sus alumnas y los más pequeños en la escuela. El buen hombre andaba algo enamorado.

 Ambos docentes eran jóvenes. Don Virgilio, un hombre delgado, moreno, de cara franca y mirada clara, frisaría en los treinta. Su compañera de oficio, una guapa moza de cabellos castaños, ojos verdes y rostro sonrosado, aún era más joven. Había llegado a principios de curso, para sustituir a Doña Elisa, que había fallecido el verano anterior.

El maestro no conocía su edad exacta, pues todavía no habían cruzado más palabras que las necesarias para desempeñar su cometido. A pesar de ello, el hombre pensaba pedir relaciones a la dama a finales de curso, para lo que no faltaba mucho.

El profesor, enfrascado en estos pensamientos, no se percató de que habían llegado a su destino. Una voz le puso al corriente:

-Don Virgilio-dijo uno de los muchachos-, que ya hemos llegado a “Santa Cruz”.

-Gracias, Miguel-respondió el docente-. A ver chicos, ya sabéis lo que os he dicho. Primero almorzaremos. Luego, os dejaré un tiempo de recreo, ¡pero con cuidado, eh!, que ya veis que esto está muy alto y alguno puede rodar pendiente abajo, si se descuida. Más tarde, os contaré una historia que, más o menos, ocurrió por estos lugares hace algo más de doscientos años. Así, que ahora a alimentarse. ¡Qué aproveche!

         Y los alumnos comenzaron a dar cuenta, con buena gana, de lo que les habían puesto sus madres para almorzar. Todos traían algo pues, aunque los tiempos de posguerra no eran excesivamente pródigos, en todas las casas había lo qué comer. Unos, un trozo de pan con chorizo o con chula; otros un puñado de higos secos o de almendras; aquellos algún rosco frito en sartén… Todos tenían con qué aliviarse la gazuza, que a esa edad es compañera siempre presente. También el maestro atacó el bocado que le había puesto la señora Julia, la patrona de la casa en la que estaba de pensión. Y le supo muy bueno. Cuando terminó, parsimoniosamente, se ocupó en liar un cigarro de cuarterón en uno de los papeles amarillentos que sacó del librillo y se lo fumó con deleite.

 

                                                        II

                                     

No fue hasta pasado un rato que, batiendo palmas, llamó a su grey:

- ¡Venga, venga, muetes! ¡Venid aquí y sentaos en semicírculo, a mi alrededor! ¡Así, así, mirando todos hacia el sur, hacia las Bardenas!

El lugar era una pequeña explanada que se abría a la izquierda del camino y desde la que se divisaba un amplio terreno. En cierto modo, dada la altura a la que se encontraban, parecía que estaban en la proa de un barco. A su alrededor, donde quiera que se mirara, se veían colinas, laderas cubiertas de “modrollos” (así llaman a los madroños en Ujué), coscojas y alguna que otra encina. Y rocas, muchas rocas.

En la lejanía montes y más montes. Incluso se perfilaban por el norte, detrás de la sierra de Leire los Pirineos y, por el sur, a la derecha de la larga raya que marcaba las Bardenas Reales, el Moncayo. A ambos lados de la planicie, se abrían pequeños pero profundos valles, moteados por piezas de cereal, que ya amarilleaba. En el fondo aparecían algunos barrancos a cuyas orillas crecían, en ordenadas hileras, estilizados chopos vestidos de verde nuevo. Hacia el norte, a menos de un kilómetro, se alzaba, sólido, el pueblo alrededor de su firme torreón de piedra. El lugar, aunque desnudo de árboles y un tanto pelado, era magnífico.

 

III

Los niños fueron sentando, algunos sobre piedras y otros sobre la hierba. Se pusieron lo más cómodos que permitía el terreno, dispuestos a escuchar lo que el maestro les quisiera decir. El hombre comenzó su lección:

-Bien. Ya sabéis que estamos en un término que se llama Santa Cruz. ¿Quién sabe por qué tiene ese nombre?

La mayoría de los chicos se miraron unos a otros. Uno levantó la mano.

-A ver, Gregorio, -dijo don Virgilio dirigiéndose a él- ¿por qué llamamos así a este paraje?

- Mi padre me dijo que, antiguamente, aquí había una ermita llamada “La Santa Cruz” y que nuestros antepasados bendecían desde aquí los campos el día de la Cruz de mayo. También desde aquí, cuando barruntaban que venía tronada se conjuraba el pedrisco, para que no cayese en el término y se malograse la cosecha o las ovejas.

-Muy bien, Gregorio- respondió el maestro, pensando que aquel muchacho espigado y no muy fuerte, llegaría a ser algo, si le dejaban.

En efecto-siguió el maestro-. Además del “Santuario de La Virgen”, de “La Blanca” y de “San Miguel”, en el término de Ujué hubo otros lugares dedicados al culto, incluso antes del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. Hace tres mil años había aldeas prehistóricas, al menos cuatro, diseminadas por aquí y por allá. Ahí, encima de esa colina que está a vuestra izquierda, llamada “Capaburros” se pueden ver los restos de una. Más tarde, los Romanos colonizaron este y otros pueblos y fueron construyendo calzadas, villas y campamentos. De eso hace unos dos mil años. Luego, en la Edad Media se levantó el Santuario al que los últimos reyes y reinas de Navarra acudían con frecuencia. Aun así, a mitades del siglo quince, Ujué estuvo a punto de desaparecer por los muchos años de guerra que padeció Navarra cuando todavía era un Reino. Fue una princesa, llamada Leonor, la que estableció un privilegio para la Villa, de modo que se le perdonaran los impuestos. Ella quería que se conservara el Santuario y así fue. Cuando los Reyes Católicos conquistaron Navarra se abrió un periodo de cierta prosperidad. Pero todo lo bueno tiene su fin en este mundo-continuó el hombre mientras sus alumnos escuchaban atentos. Una suave y cálida brisa, que oreaba de cierzo, hacía que más de una cabeza se inclinara adormecida en un dulce y beatífico sopor producido por el almuerzo y la rítmica cadencia de las palabras del docente-.

 

 

     IV

-No os preocupéis, que ya llegamos- siguió el hombre, haciéndose cargo de la suave modorra que embargaba a algunos-. Hace unos doscientos años murió, en Madrid, un rey de España al que llamaban Carlos II, “El hechizado”.  porque se “embobaba” con cualquier cosa y vivía más en las nubes que sobre la Tierra- y no miro a nadie - aprovechó para decir don Virgilio. Pues bien, murió sin hijos, lo que, en aquellos tiempos, era una gran tragedia para cualquier país. Como no se podía estar mucho tiempo sin rey, el año mil setecientos uno comenzó una guerra que iba a durar catorce años. A un lado había un pretendiente francés, Felipe, nieto del rey más famoso de Francia, Luis Catorce, al que llamaban “El Rey Sol”. En el otro, quería ser rey de España un tal Carlos, de la casa de Austria, enemiga del francés, los dos parientes del rey muerto. El conflicto se desarrolló por toda Europa. Fue la primera gran guerra de la época moderna. Hubo batallas por todo el país y unas regiones se aliaron con los franceses y otra con los austríacos, vaya, que se dividió España en dos, como de costumbre.

-Pero, ¿qué tiene esto que ver con Ujué y con el lugar donde estamos, señor maestro? Madrid está muy lejos y nosotros vivimos aquí, apartados. Yo ni siquiera he ido a Pamplona, todavía. Mi padre me dijo que más allá de nuestra capital a muchos kilómetros, hacia el norte, se llega al mar, que es como el río Aragón, pero sin fin.

-Ten paciencia-Fermín-, que ahora sigo. Nosotros, los navarros, nos pusimos de parte del rey francés, de Felipe, quiero decir. La guerra duró catorce años y, por aquí también hubo sus batallas. La cosa es que los aragoneses se pusieron de parte del otro, de Carlos el Archiduque de Austria. Se armó el gran lío. Como sabéis, cerca de Sangüesa está la muga con Aragón. Luego baja por Cáseda, Gallipienzo y Carcastillo. Como todo lo malo viene de abajo, esa vez también.

Un día, dicen las crónicas que era el diecinueve de diciembre de mil setecientos diez, un gran número de enemigos atacó Sangüesa, Cáseda y Gallipienzo. Todos los paisanos de esos pueblos, y también varios de Ujué, acudieron a defender el puente de Gallipienzo, el más importante por estos contornos. Lo hicieron vigorosamente, con espadas, sables, hoces, mosquetes, pistolas… Cada uno con lo que tenía o lo que conseguía arrebatar al enemigo. En un primer momento, murieron cinco navarros y otros varios fueron hechos prisioneros. El propósito del enemigo era, primero dominar el paso de San Ginés, debajo del monte “Chuchu” alto. Luego Lerga, Eslava y Aibar. Querían llegar hasta Pamplona y conquistarla. Si lo conseguían tenían la guerra ganada. El Archiduque Carlos habría sido proclamado rey de España y la historia de nuestro país, incluso de Europa, habría sido diferente de lo que hemos conocido- aquí la voz del maestro se hizo más grave-. Pero intervinieron los de Ujué.

-¿Qué hicieron, qué hicieron?- preguntaron varias voces al unísono- (llegados a este punto, hasta los que estaban modorros se habían despertado)-.

-Pues veréis. Mandaba las tropas de nuestro pueblo el capitán Sánchez. Cuando este militar se percató del empuje del enemigo, mandó llamar a tres de Ujué. A uno lo envió hacia Lumbier, Urroz y Aoiz, para que diera aviso de lo cerca que estaba el enemigo y lo fuerte que era y formaran compañías de defensa. Al segundo le dijo lo mismo, pero le ordenó que llegara hasta la misma Pamplona. Al tercero lo envió a Ujué para que avisara a los que quedaban en el pueblo y pudieran escapar. Le dio también la orden de que él y algún otro valiente que quisiera quedarse comenzaran a tocar las campanas, a rebato, hasta que se hiciera de noche. Entonces, la gente estaba acostumbrada a ir de un lugar a otro andando. Y, como ya sabéis, especialmente los de Ujué, pues para ir a los muchos corrales que se diseminan por el término andaban varios kilómetros todos los días.

- Y, ¿se acabó la guerra? -preguntó uno de los chicos ansioso por conocer el desenlace de la historia-.

- No, claro que no- respondió don Virgilio-. En aquella época las cosas se hacían más despacio que ahora. Los tres ujuetarras cumplieron su misión. Por tierras de Aoiz y de Pamplona la Diputación de Navarra llamó a todos los hombres “a Fuero”, o sea a luchar. Los armó y los instruyó.

Los de San Martín, al oír que las campanas de Ujué tocaban a rebato, avisaron a los de Olite y Tafalla. Todos los pueblos fueron corriendo la voz de lo que se les venía encima. Consiguieron prepararse a tiempo. Hubo muchas escaramuzas por toda la línea que va desde Tafalla a Aoiz, pasando por la Baldorba, pero, no sin esfuerzo, los navarros consiguieron, primero, parar la ofensiva y, luego, hacer que el enemigo fuera retrocediendo. El día cinco de enero de mil setecientos once, el enemigo fue arrojado de Navarra para siempre. Incluso consiguieron tomar la villa de Sos, en territorio aragonés. La Diputación felicitó a todos los pueblos y procuró ayudar a aquellos que habían sufrido desmanes y saqueos.

Felipe de Borbón fue proclamado rey, con el nombre de Felipe Quinto. Castigó a los que se habían opuesto a su reinado y hasta cedió varios territorios a otros países. Comenzó la dinastía de los Borbones, de los que habría mucho que hablar. Pero esa es una historia que dejaremos para otro día.

A Navarra le fue bien, pues mantuvo sus Fueros. Durante muchos años hubo paz por nuestra zona y las gentes pudieron prosperar.

Debemos mucho a los que nos precedieron. También, daos cuenta de todo lo que ocurrió por las tierras que nos rodean. Parece que, en ellas, todo es calma y quietud, pero no. Esta historia no es la única que ocurrió a orillas del río Aragón. Pero esa lección queda para más adelante. Pensad en lo que habéis oído y, si se os ocurren preguntas, las apuntáis y las resolveremos en clase. Ahora, vámonos que por hoy ya es bastante. Va a ser el Ángelus y tenemos que volver al pueblo. ¡En marcha!

        

¡Buen camino! Vale.