Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
El Vigilante de La Gariposa (23 de enero de 2022)
(Casi Todos los
personajes y los hechos que contiene esta narración, se deben a la imaginación
del autor. Toda semejanza con personas reales, vivas o muertas, es pura
coincidencia)
“Cuando escucho los lamentos en la noche,
que el viento en su boca trae presos…”
(Grabado en una de las ventanas de la
espadaña de la Iglesia de San Nicolás, en el despoblado de Rada)
Aquel
domingo de octubre del año 1957 volvieron a oírse los disparos por los
alrededores del corral de la Gariposa, al norte de Tafalla. Apenas había
amanecido y aún podía verse, hacia el oeste, el gran ojo lunar que, lechoso y
pesado, iba cayendo lentamente para esconderse tras los altos de la Lobera.
Poco a poco, El
Vigilante percibía con más nitidez, según clareaba la mañana, los detalles
de aquel paisaje rústico y montaraz que rodeaban la colina donde se asentaba el
sólido redil de piedra. Desde allí se divisaba una amplia extensión, varios
kilómetros a la redonda.
Por el momento no había
novedad. El Vigilante hizo, con parsimonia, un giro de trescientos
sesenta grados, apuntando con sus prismáticos a todo lo que se veía: valles,
barrancos, colinas, arbolado disperso, robles y encinas, que rodeaba las piezas
de cereal, preparadas ya para la próxima siembra y que formaba un regular
ajedrezado, que los técnicos denominaban bocage, y no vio nada que le
llamara la atención.
Terminó su periplo
visual deteniéndose un momento cuando dio vista al camposanto del Pueyo, allá
hacia el norte, que, desde la perspectiva que él tenía, parecía adosado al muro
sur de la antigua ermita de Santiago.
“Cierzo, cierzo de
muertos -pensó-. Mal presagio. Los tenemos demasiado cerca y no es bueno quitar
vidas donde moran los que ya no la tienen. Pueden quedárselas y usarlas a su
antojo. Y, además, luna llena. Habrá que estar atentos, no sea que tengamos un
disgusto hoy. Precisamente hoy, que el alcalde ha invitado al señor Gobernador
a cazar palomas. ¡Cristo! ¡Qué día me espera!”.
Tras estos
pensamientos, el hombre se estremeció. Siguió con su callada tarea, deseando
que el sol subiera por los altos de Valgorra y templara el ambiente, cuanto
antes. No soportaba bien el frío desde que, quince años antes, se le metiera en
el cuerpo allá por las estepas rusas, en el frente de Novgorod. Había
sido uno de los muchos españoles que fueron a luchar al frente ruso con la División
azul.
De aquellas tierras se
había traído, además del frío, que se le había encapsulado en el cuerpo para
siempre, una condecoración de Caballero de la Cruz de Hierro, que le fue
impuesta por su valor. Durante dos días, con sus noches, había impedido el
avance de un pelotón ruso, permaneciendo emboscado en un nido de
ametralladoras, entre la nieve, mientras sus compañeros caían, uno tras otro.
Él se salvó por los
pelos. Cuando ya se daba por perdido y había hecho acto de contricción,
encomendándose a San Sebastián y a la Virgen de Ujué, llegaron
las tropas alemanas y lo rescataron. Eso sí, tuvo que estar hospitalizado dos
meses y a punto estuvieron de cortarle los dedos de los pies, que se le habían
congelado.
Pero, al final, logró
salvarlos. Más tarde, cuando volvió a Tafalla, su madre donó a la iglesia de Santa
María la medalla. “Para el tesoro de la Virgen-le dijo al Párroco don
Antonio-. Por haberme devuelto al hijo, sano y salvo”. Hay quien dice que,
al párroco, a don Antonio, no le hizo mucha gracia semejante objeto,
pero no tuvo más remedio que aceptarlo para no desairar a la pobre mujer que
quería con ello honrar a Nuestra Señora. El cura, en su fuero interno se
consoló recordando el dicho evangélico que rezaba: ”No juzguéis y no seréis
juzgados”.
Cuando miró hacia el
sur, hacia las dos balsas que se abrían al lado del camino de La Pedrera,
separadas por una distancia que no llegaba al kilómetro, y que los tafalleses
llamaban La Balsa de los Ricos y Balsa de Patuca,
respectivamente, pudo observar que los cazadores y sus ayudantes ya habían
llegado.
Avanzaba la mañana y El
Vigilante sabía que las palomas no tardarían en aparecer, empujadas por el
cierzo. Se preparó para hacer su tarea, pero antes, en previsión de que la
mañana se presentase animada de tiros y de aves, abrió la navaja y aprovechó
para comer algo de queso y chorizo, con un cacho de pan y dar un par de tientos
a la bota. Reconfortado, sacó de su morral el artilugio, como él lo
llamaba y lo armó.
El artilugio, como él lo llamaba,
consistía en una especie de tirabeque de gomas montado sobre una larga
madera plana, que lanzaba unos círculos pintados de blanco, de madera, de
diámetro como un palmo, y que El Vigilante debía lanzar hacia las
balsas, cuando divisara una bandada de palomas que se dirigían al sur.
La idea, como puede
suponerse, no era suya. El Vigilante era, además de guarda de campo,
cazador. Por ello, conocía la forma de cobrar palomas que se usaba en el norte,
en la frontera con Francia, y, discurriendo, discurriendo, había
adaptado la técnica para cazar desde las palomeras de la tierra tafallesa.
Y el invento no le
había salido mal. Únicamente, había tenido que suprimir el mango que tenían los
originales y preparar un dispositivo que impulsara lejos la paleta. Al no poder
situarse en las palomeras que frecuentaba a tanta altura como desde la que
disparaban en Echalar con la mano, El Vigilante fabricó un
aparato para hacer que el reclamo llegase a la mayor distancia posible.
El hombre no había
patentado su invento. No lo creyó necesario. Dejó que quien quisiera se
aprovechara de él. Algunos pensaban que era una lástima, pues, ¿quién sabe?, a
lo mejor se habría hecho rico. O, al menos, habría quedado en los Anales
como uno de esos inventores navarros, geniales, que el escritor don José
María Iribarren había citado en alguno de sus libros.
Acabó a tiempo. Nada
más terminar de armar cuatro de dichos artilugios divisó una bandada de
palomas que sobrevolaba el Portillo del Sastre y se enfilaba hacia las
balsas. Supuso, pues ya no los veía, que los cazadores de una y otra balsa
estarían ya dispuestos, cada cual oculto en su apostadero. Calculó el momento
en que debía lanzar las paletas: “una…, dos…, tres… y cuatro! Lanzó dos cerca
de la Balsa de los Ricos, y las otras dos cerca de la Balsa de Patuca.
Las palomas, engañadas por el sencillo reclamo
se dispersaron y se lanzaron hacia el agua unas a la primera balsa; otras a la
segunda. ¡Aquello parecía El Álamo! Tiro va, tiro viene, la bandada
quedó diezmada. Las que no habían sido alcanzadas volaron hacia el sur tan
deprisa que, si la cosa hubiera sucedido quince años más tarde, las habrían
confundido con los aviones Phantom II F-4, que lanzaban bombas en la
Bardena y daban la vuelta justamente sobre Tafalla, rompiendo la barrera del
sonido.
Y tras la tempestad,
la calma. Cesaron los tiros; se cobraron las piezas; y cada mochuelo a su
olivo, digo, cada cazador, volvió a apostarse en su cado. La cosa se
repitió varias veces más. Hasta que, a media mañana, pararon para almorzar. El
Vigilante volvió a utilizar sus prismáticos y pudo ver que ambos grupos se
habían reunido en la Balsa de Patuca, la más grande de las dos, donde
los ayudantes estaban encendiendo fuego para asar las costillas de cordero,
plato fuerte, pero no único, del almuerzo campestre.
En efecto; a la carne
se le añadían el chorizo, el queso, el jamón, conservas de varias clases… Todo
ello regado abundantemente con tintos y claretes de la tierra, que eran
libados, ora en tripudas botas, ora en rebosantes vasos de cristal. Cada cual
bebía según su costumbre. Viendo el ágape, se entendía que de aquellos
cazadores alguno de los ayudantes afirmara, con algo de sorna, que eran unos “verdaderos
Monarcas de la alimentación”.
Cuando llegaba este
momento, El Vigilante dejaba su puesto y bajaba a participar del festín.
Pensaba que se lo había ganado. No iba a estar solo para engañar a las palomas
o para recoger, al día siguiente, junto a otros empleados del ayuntamiento,
todas las mierdas que los ricos dejaban por allí.
Como conocía el
terreno, se encaminó hacia la Balsa de Patuca. En vez de bajar
por la senda que desde el corral de la Gariposa desembocaba en el
camino, junto a la Balsa de los Ricos, se encaminó en línea recta hacia
la otra. Así bajaría antes y podría participar del condumio antes de que se
acabaran todas las viandas.
Ya estaba casi abajo,
cerca del camino. Para llegar hasta los cazadores debía pasar junto a un
caserío, a la sazón abandonado, que había servido de vivienda durante muchos
años a una familia que se había trasladado a Tafalla. Los tiempos cambiaban y
la gente iba buscando cada vez más comodidades y facilidades para vivir. Los
hijos debían estudiar, los trabajos de la ciudad proporcionaban sueldos fijos,
y al campo se podía ir con más rapidez que antaño gracias a los vehículos.
El Vigilante llegó a la altura del
caserío que ya había empezado su declive y presentaba algunas paredes
derrumbadas. Distraído como iba, en un primer momento no fue consciente, pero
un segundo después paró en seco. Abrió mucho los ojos y vio, o le pareció ver
dentro de las ruinas, una figura, con boina, vestida de oscuro, apostada en una
de las ventanas. Se acercó con sigilo. El hombre, parecía que lo era, no se
percató de su presencia. Estaba concentrado apuntando con una escopeta, desde
la ventana, hacia el grupo de cazadores que seguía almorzando, ajenos al
peligro que corrían. ”¡Va a dispararles”-pensó El Vigilante.
No dudó un momento. Sin
hacer ruido, aprovechando que el sujeto seguía concentrado en apuntar su arma,
cogió una piedra del suelo y le golpeó en la cabeza, por encima de la boina.
Cayó hacia atrás, como un fardo, la escopeta agarrada todavía, afortunadamente
sin disparar, pues no había montado los gatillos. Antes de que la sangre, que
resbalaba boina abajo le cubriera el rostro, El Vigilante lo miró. “¡Jodo!-se
dijo-. ¡Si es mi amigo Chapela! ¿Qué hace este aquí? ¡Y apuntando a esos con
la escopeta! ¡Y le he dado fuerte! ¡Cómo sangra! ¿Y si lo he matado?”
El Vigilante era un hombre
resuelto. Miró por la ventana y vio que el grupo, al otro lado del camino,
seguía al lado de la balsa, almorzando. Ahora tomaban café que iban sacando de
unos termos. También degustaban diversos licores. Pronto, dedujo, empezarían a
cantar. “Mejor-pensó-. Así me podré llevar a este de aquí sin que me
vean. No creo que nadie me eche de menos”. Y agarrando al herido se lo
cargó al hombro y volvió sobre sus pasos, hacia el corral. El pastor había
salido con el hato casi al amanecer, cuando él llegaba. Sabía que no volvería
hasta la tarde.
La subida fue penosa.
El herido gemía, de vez en cuando. Pero El Vigilante era un hombre
sufrido. Por fin llegó al corral y entró hasta lo más oscuro donde, en un
rincón, depositó su carga. Luego, salió y se percató de que no había nadie por
los alrededores. Después de descargar y enterrar la escopeta volvió a entrar. Cogió
otra vez al hombre y lo sacó hasta el serenado del corral. Allí, en un extremo
de la tapia había una pequeña casa de piedra que servía de cobijo al pastor
durante el buen tiempo.
El Vigilante entró y cogió algunos
trapos y agua. Luego, comenzó a curar al hombre que, salvo algún que otro
gemido, seguía inconsciente. Con cuidado, le quitó la boina que estaba hecha un
amasijo, pegada al cabello con sangre que empezaba a resecarse y, despacio, le
limpio la herida. Esta era bastante aparatosa, pero la boina había amortiguado
la dureza de la piedra. El shock se debía más al golpe que a la incisión. Le
limpió también la cara y le ató un trapo alrededor de la cabeza, tapando la
herida, que había dejado de sangrar. Parecía un amortajado.
Volvió a salir. No se
veía a nadie. Aquel no era un lugar muy frecuentado. Por ese lado estaba
tranquilo. Cuando entró, el hombre movía la cabeza y gemía. Se estaba despertando. El Vigilante esperó un rato a que el
otro recobrara la conciencia. Cuando vio que lo miraba le preguntó:
-¿Qué pasa, Chapela?
Casi te mato. ¿Qué leches hacías entre aquellas ruinas, apuntando a todo
quisque de aquella manera tan feroz? Y con la escopeta cargada con balas de
jabalí de 180 grains ¿Pensabas tumbar a alguien, o qué?
- ¡Ospas! Genaro-que
ese era el nombre cristiano de El Vigilante-. ¡Eres tú! ¡Pues sí
que me has pegado fuerte! ¡Cómo duele!
-¿Que te duele? ¡Más te
habría dolido si aquellos de abajo te llegan a pillar, después de hacerles un
salchucho! ¿Qué querías, cargarte a alguno o qué?
-A alguno, no. A Uno.
¿Tú sabes quién está allí abajo, de incógnito? ¡Claro, no tienes ni idea! ¡A ti
te lo van a decir! Ahí abajo-Chapela bajó la voz y habló muy muy
despacio-, ahí abajo está cazando el mismísimo Franco, con varios de sus
escoltas personales. Invitado por las autoridades. Si miras bien, verás
también, entre otros, al Gobernador Civil. ¡Mira, mira bien! ¡A ver qué
ves!
Y Genaro, El Vigilante
salió del corral, con cuidado, y apuntó sus prismáticos hacia la Balsa de
Patuca. “¡Jodo petaca-pensó- sí, parece que sí! ¡Que es el
mismísimo Caudillo! ¡Y yo sin enterarme! Ahí está, al lado del Alcalde, y de
ese otro tan bien pertrechado, que supongo que será el Gobernador Civil”.
Cuando se cercioró de
que Chapela decía la verdad, volvió a entrar al corral.
-¿Qué-le preguntó este-,
es o no es?
-Sí, sí, parece él. Tal
y como lo sacan en el NODO, inaugurando los pantanos esos-respondió el
guarda, balbuceando-. Pero yo oí ayer, en la radio, que Franco iba a
estar en Valencia, para enterarse de lo que había ocurrido en las inundaciones
del día catorce. Parece que van ya más de ochenta muertos.
-Pues ya ves. Por lo
visto no ha ido a Valencia, pues está por aquí. Como le gusta tanto cazar y
gandulear, habrá enviado a alguno de esos dobles que tiene y que dicen
que aparecen en su lugar, por si las moscas.
-Pero tú, sinfundamento,
¡qué sabrás tú! ¿Cómo te has enterado de que El Caudillo iba a venir a
Tafalla? -preguntó el guarda, poniendo cara de suma extrañeza.
-Pues fácil. Ya sabes
que mi tía Dolores trabaja para la viuda de don Marcelino, el que
le ayudó a crear el Archivo de Salamanca. Y sé de buena tinta que Franco
visitaba, de vez en cuando, de incógnito, al matrimonio, cuando aún vivía
el hombre, pues tenían mucha amistad desde la época en que aquel dirigía la Academia
General Militar de Zaragoza, antes de la Guerra. Incluso estos días
ha vuelto a visitarla. Y, entusiasmada, me lo contó a mí. Yo no se lo he dicho
a nadie, pero los he seguido y he visto que había una oportunidad de librarnos
del dictador. Y no me lo he pensado
-¿Y qué? ¿Pensabas
volver a ganar la Guerra tú solo, otra vez? ¡Pero si tú eres más carlista
que la Cruz de San Andrés, el Aspa de Borgoña!
- Precisamente por eso.
Porque, después de ayudarle a ganar la guerra, Franco ha machacado al carlismo.
Incluso nos está cerrando los Círculos y metiendo a gente en la cárcel.
Así que, si conseguía quitarlo de en medio, pues ¡muerto el perro, se acabó
la rabia!
-Pero tú estas mal, Chapela,
muy muy mal. Y luego qué. Ibas a volverte tan ricamente a casa y ¡Hala, a
seguir como si nada! Vamos, que la podías haber montado gorda, muy gorda. Lo
mínimo era que acabaras fusilado, por lo menos dos o tres veces. ¡Más vale que
te he pillado a tiempo, si no…! Mira, vamos a hacer una cosa. Nos vamos a
volver a Tafalla, antes de que esos acaben el almuerzo. Ahí tengo la Guzzi.
Te dejo en casa. Le digo a la Carmen, a tu mujer, que has venido
conmigo, a ayudarme, y que te has caído y golpeado con una piedra. Que llame al
médico. Yo volveré a la Gariposa, a que me vean. Y de esto, ni una
palabra a nadie, o nos fusilan a los dos. ¡Ah! Y cuando te pongas bueno, te vas
solico andando hasta Ujué, y le das las gracias a la Morenica
de que no haya pasado nada. De paso, a ver si el cierzo te aclara
las ideas, ¡sinfundamento, más de sinfundamento!
Y así se hizo. Y no
pasó nada más. El Caudillo, o sus sosias eso no se conoce, vivió
hasta el año 1975. El Vigilante y Chapela, algunos más. Ambos se
llevaron su secreto a la tumba. Entonces, ¿qué como me he enterado yo de esta
historia? Pues deduciendo, lectores, deduciendo. Porque sé de
buena tinta que Franco vino a Tafalla, de visita, varias veces. Y
de incógnito. Lo del atentado… ¡Bueno, como dicen los italianos… ¡si non
vero e ben trovato!
¡Vale
et Valete!
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