Domingo, 1 de Febrero de 2015
Este domingo nos quedamos en casa. Habíamos planeado dar una vuelta por las orillas del Cidacos y visitar las ermitas y basílicas de Tafalla. La nieve no nos dejó. Aproveché la mañana para releer a D. Angel Morrás. En el nº extraordinario de Navidad de La Voz de la Merindad me publicaron el artículo que incluyo más abajo.
Junto al ventanal, viendo caer la nieve disfruté, una vez más, con las historias de D. Ángel.
El pasado seis de diciembre se cumplió el 80 aniversario de la muerte de Don Ángel Morrás Navascués. Dejó escritas unas Memorias Tafallesas que van de 1821 a 1898 en las que encontramos el devenir cotidiano del siglo XIX contado de manera amena y cercana.
Don Ángel fue todo un personaje. Gran lector de los clásicos castellanos, cuando terminó sus estudios de Agrimensura, se dedicó a la agricultura junto con su padre y hermanos. Se casó a los treinta y un años con su prima Dña. Francisca Camón y a la muerte de su padre, ocurrida en 1885, inició su actividad pública. Ocupó los cargos de alcalde, concejal, teniente de alcalde, presidente de la Junta de Regadío, de la Bodega Cooperativa, además de participar en otras muchas asociaciones civiles y religiosas. Sus adversarios políticos lo metieron en la cárcel, aunque él jamás guardó rencor a nadie.
Ante la insistencia de su amigo D. José Mª Azcona, comenzó a publicar por entregas, a los 87 años, sus recuerdos tafalleses en la Voz de la Merindad a partir de Agosto de 1933. En los años 70 se hicieron dos ediciones de sus memorias: Una de la Cofradía Gastronómica del Pimiento Seco y otra del Semanario Merindad, subtitulada “Escenas de la vida tafallesa”.
La obra consta de dos partes. La primera cuenta historias que D. Ángel había escuchado a sus padres. Sirva ésta como ejemplo:
“Poco después de la guerra de los siete años (se refiere a la primera guerra carlista) fueron azotados cuatro sujetos que salieron a robar a la cuesta de San Gregorio. Volvían a la cárcel y el que los capitaneaba, al bajar del asno, fue cogido violentamente por el verdugo que, con un hierro candente, le marcó en la espalda las letras P.L., que quieren decir “por ladrón”.
La segunda parte se centra en sucesos vividos por él personalmente, como una conversación que tuvo con un tal Aguau en el campo:
“Una vez, estaba edrando en Valdelobos, en una viña mía; hubo un nublado, salió el arco iris y, para buscarme la boca dijo:
-El arco iris es la señal de que ya no ha de haber otro diluvio ¿verdad?
Yo le contesté:
-De agua no, pero de fuego sí que habrá otro que reducirá el mundo a cenizas.
-Pues, los que vengan detrás ¡qué trigos y qué cebadas cogerán con tanto quemau! -replicó el Aguau.
Tenía una memoria prodigiosa. Los que tuvieron la suerte de conocerlo, como mi padre, contaban que era un hombre cercano y afable. Con ganas de conversación. Recordaba sin ninguna vacilación fechas, nombres y lugares. Un verdadero archivo viviente.
Sirva este humilde recordatorio como agradecimiento al hombre que nos dejó, sin pretensiones, la memoria de una Tafalla distinta pero parecida y que, haciendo gala de un fino humor, se despidió en la presentación de su publicación: “(...) a veces, lo más humilde, lo más modesto es causa de lo transcendental; y que no es mi culpa que la batalla de Waterloo no se diese en la plana de Olite.”
Este artículo fue publicado en el nº 298 del 15 de Diciembre de 2014 de la revista La Voz de la Merindad.
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