Domingo, 1 de agosto de 2021
Hoy vamos a andar por Pueyo.
José Ramón Aierra, entre las muchas curiosidades que tiene publicadas, habla de la Fuente de Goyena. La busqué en el Sitna y encontré el topónimo. Agustín, al que he nombrado mi "asesor para asuntos de Pueyo", me dijo que igual encontrábamos algún resto de lo que fue un pequeño manantío, aunque puede que esté todo perdido.
Son las 08:00 horas. La mañana está fresca: 12º. Anda algo de cierzo y en el cielo se ven algunos nubarrones, aunque prevalece el azul.
En agosto, ni por leña al monte, ni por agua al pozo.
Salimos de donde está colocado el panel del Pase de Valdetina, junto al Centro de Salud.
El aparcamiento de las Yurtas está lleno. Es una alegría ver que el turismo rural empieza a recuperarse.
El camino, de sobra conocido, siempre nos aporta nuevas sensaciones.
La pequeña fuente que ha brotado de lo que se filtra del canal tiene un chorro alegre y cantarín.
El zarzal que cubre las ruinas del Caserío de Osés permanece impertérrito al paso del tiempo.
En el cerro, el desolado de la Gariposa (ya podemos empezar a llamarlo así) muestra el montón de piedras en que se ha convertido el viejo y hermoso corral.
08:45 horas. Al llegar a la balsa de Patuca salimos del camino y nos acercamos a echar un vistazo. En su zona sur la espesura de la vegetación oculta el pozo. El lugar está pidiendo a gritos un desbroce para que podamos contemplar en toda su grandeza la balsa.
Unos metros más adelante, en el cruce de caminos, encontramos la balsa de los Ricos.
Los carrizos cubren totalmente el lecho y la vegetación se ha apoderado de tal manera del entorno que oculta las troneras destinadas a la caza de la paloma.
Por el camino de la izda. nos adentramos en el Tajubo.
Las rastrojeras se extienden por la ladera del Buskil esperando que las ansiadas lluvias pongan tempero en el campo y permitan la entrada de los arados. Mientras, en el alto, el vértice geódesico vigila las entradas y salidas al valle.
La cuesta y el abrigo del cierzo nos obligan a ralentizar el paso.
Antes de encarar el Portillo del Sastre, miramos al S.
El magnífico bocage que tenemos a nuestros pies es un espectáculo en cualquier época del año.
La convivencia del arbolado autóctono con las explotaciones agrícolas supone una riqueza paisajística que no podemos perder.
Una gran roca en la ezpuenda corona uno de los pasos del Portillo.
Orillamos piezas, tomamos viejos caminos casi desaparecidos y llegamos al Camino de Artajona. Sobre unas "cómodas" piedras reponemos fuerzas.
El día está estupendo para andar. El aire refresca pero no molesta.
10:40 horas. El nacimiento de un pequeño barranco en la falda de un cerro nos hace pensar que podríamos estar en lo que fue la Fuente de Goyena.
No tenemos la certeza, pero sí los indicios más claros que encontramos en todo el entorno.
Algunas matas de arañón muestran sus frutos lozanos y abundantes.
Caminamos en dirección a Pueyo.
Pasamos junto a dos corrales en ruinas de los que desconocemos sus nombres. Descendemos.
En el cruce que lleva a la Fuente de Valdetina seguimos a la izda. La cuesta arriba se hace pesada.
Año 1920. ... ha dado cuenta del resultado planteado para la traída de aguas de la fuente de Valdetina, originando los gastos la suma de 125 pesetas... de las observaciones efectudadas se deduce que, aproximadamente la casa de Urdín, está en la misma altura que la fuente Valdetina, la era de Faustino Arbeloa, 4 metros más baja que dicha fuente, la de Ignacio Subirán, 10 metros mas bajo, la de Dionisio Martínez, 15 metros mas bajo y el corral de Ibáñez, 11 metros mas bajo. Por consiguiente, es probable que en cualquiera de estos tres últimos puntos, pueda lograrse la conducción de la expresada fuente. (José Ramón Aierra Guillén)(En el lugar del Pueyo... Pueyo, a través de su archivo)
Nuestra idea es acercarnos al Corral de Zúñiga, pero un cercado de malla y alambre de espino rodea todo el campo.
Por su orilla vamos bajando hasta las inmediaciones del barranco de Valdetina.
No es posible acercarnos al corral y nos conformamos con una fotografía lejana.
Caminamos por mitad de los rastrojos.
Una pasarela agujereada llama nuestra atención. Nos acercamos para pasar el barranco.
Su estado es tan lamentable que no nos inspira ninguna confianza. Decidimos no arriesgarnos y seguimos el cauce hasta llegar a un puente sólido por el que pasa incluso la maquinaria agrícola.
Salimos al camino. Dejamos a la dcha. el que que sube a la Gariposa y llegamos al Camino viejo de Pueyo o de Macocha.
El Cidacos en los sombríos es un triste lamento.
12:25 horas. Presa de Rekarte.
El cauce sin gota de agua da una idea de la sequía importante que estamos padeciendo. En todo el mes de julio no ha caído más que un litro.
La situación comienza a ser preocupante. La uva y la aceituna ya están sufriendo la escasez de lluvia.
En este enlace se puede ver la ruta de hoy.
Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
Leyendas
apócrifas de la Zona Media: Moisés, pastor del Pueyo (domingo 1 de agosto de
2021)
(Todos los personajes y los hechos que contiene esta
narración, se deben a la imaginación del autor y no guardan semajanza con la
realidad. )
1.
”Moisés Valdetina Arambero, pastor de ovejas, para servir a Dios y a Usted”
Ya hacía unos años que Moisés, “Moisés
Valdetina Arambero, para servir a Dios y a Usted”, como decía, cuando se
presentaba ante gente “principal” (que para él
era todo el que tuviese o viviese en una casa “desde siempre” en el Pueyo o
algún pueblo de los alrededores) andaba de pastor para la dula de esta pequeña
localidad al norte de Tafalla.
Y es que, se daba el caso de que Moisés,
“el pastorico” como lo llamaban sus paisanos, era pobre de solemnidad. Era,
seguramente, el más pobre de toda la Valdorba, lo que ya es decir, en aquel año
del Señor de 1949. Ni tenía casa propia ni ningún otro bien, excepto algo de
ropa que le daban de caridad y algunos bártulos que llevaba en sus alforjas y
que le servían para ir tirando, día a día.
Que Moisés era de Pueyo, eso era
seguro. Había aparecido en la puerta de la iglesia del pueblo una mañana del
día de San Pedro y San Pablo, justo cuando la gripe se estaba llevando a
mansalva, al valle de Josafat, a todo quisque, por el ancho mundo. Se deduce
que era oriundo de aquel lugar porque, precisamente, la víspera había caído por
aquellos lares una de las tormentas más horrísonas de las que se tuviera
memoria. Había sido tal la profusión de centellas, truenos y agua que ni el
cura, experto conjurador de meteoros, se había atrevido a subir al campanario
para lanzar al éter el “téntere nublo”. Tampoco aquel conjuro viejo que se estilaba
por tierras valdorbesas, “mutatis mutandis” las localidades para las que se
pedía el indulto, según el enclave desde donde se proclamara:
“Arrasa la Francia,
la
Italia, también.
A Pueyo y Tafalla,
déjalos con bien”.
Aquella tarde y, luego por la noche, el
río Cidacos, el barranco Arambero y el río de Sánsoain hicieron de las suyas:
saltaron por encima de los puentes, anegaron huertas y campos y dejaron la zona
de las Ventas tan colmadas de aguas bravas que, si hubiese aparecido de pronto,
entre aquellas y el molino, el Arca de Noé no le habría extrañado a nadie.
Así que el chavalico debía ser
“producto local”, aunque, que se supiera, no se había tenido noticia de
embarazos clandestinos en los últimos tiempos. Y de los bendecidos por la Ley
de Dios, se llevaba buena cuenta, pues todos eran de dominio público. Ya se
encargaban las comadres, siempre bien intencionadas, de que no se escapara ni
uno (hay que disculparlas porque la vida de un pueblo tan pequeño no da para
distraerse con demasiadas novedades). O sea, quien fuera que lo hubiese
depositado en el umbral del templo, aprovechó bien la ocasión, cuando no se
veía nada a causa de la lluvia y se suponía que nadie iba a ser tan suicida de
salir bajo aquella tromba bíblica de agua, truenos y rayos.
Pero la tormenta pasó. Y la mañana de
los dos santos mártires amaneció clara y radiante. Como si, después de aquel
enjuague, Dios hubiese hecho el mundo de nuevo. Claro está que don Félix, el
cura, gran madrugador y santo varón, se pegó el susto de su vida cuando se
encontró aquella cesta de mimbre a la puerta de su iglesia. Y no digamos cuando
de su interior empezaron a salir unos berridos contundentes, con los que el
pobre Moisés quería decirle al personal que, a pesar del desahogo de sus
progenitores, quería seguir viviendo y, también, que tenía mucha hambre.
El pobre cura, no llegó ni a abrir la
iglesia. Cargando con presteza con el “regalo” que le habían dejado, volvió a
su casa para ver qué podía ser aquello. Sin muchas explicaciones, subió a la
cocina y depositó la cesta sobre la mesa. Como no podía hablar, llamó la
atención de su hermana Dora, que vivía con él y le servía desde que cantó misa,
ejerciendo las funciones de dueña de la casa y serora de la iglesia. Luego, se
sentó, para ver si se le pasaba el sofoco.
La mujer, que era de naturaleza
resuelta y tenía mucha “correa”, enseguida se hizo cargo del recién nacido. Lo
sacó de su recipiente y fue desenrollando las telas que lo envolvían. Lo lavó,
lo cubrió con paños limpios e intentó darle algo de leche templada con una tela
que iba empapando en el líquido nutricio. El niño, que por lo visto era un
superviviente nato, nunca mejor dicho, fue chupando, con ganas, todo el jugo
con el que la mujer empapaba la tela. Luego, cuando pasado un buen rato se
sintió ahíto, soltó un débil regüeldo y se durmió. Entonces, la hermana del
cura, lo llevó a su cuarto y lo depositó en el suelo, al lado de su cama, para
que no pudiera caerse.
Los dos hermanos departieron brevemente
e hicieron conjeturas sobre la naturaleza del niño, pero no llegaron a ninguna
conclusión, porque nada sabían de su procedencia. Decidieron poner el caso en
manos del alcalde y, luego, ya se vería qué resultaba de todo ello. Eso sí, el
cura dijo que lo llamarían Moisés, pues, aunque no lo salvaron de las aguas (el
día en que el Cidacos llegue a la puerta de la iglesia de Pueyo, se acabará el
mundo), vino con abundancia de ellas y en una cesta como el Profeta del Antiguo
Testamento.
2. Infancia
y algunas andanzas del joven Moisés
Por no apellidarlo “Expósito”, cognomen que
señalaba a quien lo llevara, lo bautizaron con topónimos alusivos al líquido
elemento: Valdetina (fuente al suroeste del pueblo, de aguas salutíferas
y permanentes) y Arambero (barranco que corre por el noroeste de Pueyo y
desemboca en el Cidacos, por dos hermosos ojos bien cimentados bajo la misma
vía del tren).
El chico fue creciendo. Considerando el
día de su llegada y el desconocimiento absoluto de su procedencia, nadie lo
quiso adoptar. Pueyo queda muy lejos, en el tiempo y en el espacio, de Egipto y
ahí, princesas generosas y hermanas de faraón, no las hay. El cura y la serora,
tuvieron que apechugar, pues, con la criatura. Pero, “como para siempre, Dios”,
que reza el dicho, ambos murieron de viejos cuando Moisés abandonaba la
adolescencia, para entrar en la juventud. Se ve que, a los dos, los años de la
II República no les cuadraron nada bien y decidieron pasar a mejor vida.
A Moisés ambos decesos lo pillaron entre
los dieciséis y los dieciocho años. Tuvo que salir de la rectoral e irse a
vivir a uno de los corrales cercanos a la fuente de su apellido, al corral
llamado de “Zúñiga”, donde trabajaba de pastor. Además, también lo pilló la
Guerra Civil. Un día, Genaro, el guarda, fue a buscarlo, porque tenía que ir
soldado. Aquella fue la primera y única vez en que Moisés abandonó su pueblo.
Primero lo llevaron a Pamplona. Luego, hasta Irún. Allí Moisés vio el mar y,
entonces, entendió algo de las enseñanzas que le había proporcionado el bueno
de don Félix. El mar se le representó como el cielo en hechuras terrenas, bueno
líquidas, más bien. Y sintió, al ver tal cantidad de agua junta, una paz y un
deseo de fundirse con aquel azul, que lo dejó sin palabras.
Taciturno y lacónico, como era, no dijo
nada a nadie. Él hacía lo que le mandaban. Andaba cuando le decían, disparaba
cuando se lo ordenaban. Solo era autónomo en esconderse y agachar la cabeza,
para que no le dieran un balazo. En esto demostró una sabiduría innata, pues
otros más listos que él se dejaron la vida en aquella desgraciada guerra.
Fueron
pasando las semanas. Y los meses. Por fin, casi tres años después de comenzado
el “salchucho”, alguien dijo a Moisés que la contienda había terminado, eso sí
añadió el mensajero, “con la victoria de los buenos”. De eso él no
entendía. Luchó donde le tocó y porque le obligaron. Aunque no lo decía, por
miedo. “Los otros también son españoles, como yo”, pensaba. Un día, como otro
cualquiera, montaron a los navarros en un camión y los llevaron a Pamplona.
Luego, desde la capital fueron trasladados a sus localidades. Así que Moisés se
bajó, al llegar a las Ventas, del que llamaban “Busin” y que no era sino la
precursora de lo que más tarde sería “La Tafallesa” y “tipi-tapa” fue subiendo
hasta lo alto de Pueyo, pues le habían dicho que tenía que presentarse al
alcalde. No le costó mucho, pues era un hombre ágil. Además, a la guerra había
ido con una mano delante y otra detrás y volvió con una mano detrás y la otra
delante. Contento, decía él por conservar la primera cabeza, pues otros la
habían perdido, a la vez que la vida.
3. Trabajando
en tiempos de “La Paz Triste”
En la primavera de 1939, faltaban manos
para trabajar el campo. A Moisés no le faltaron las ofertas para apalabrar el
jornal con unos y otros. Anduvo así varios años, trabajando a saltos, “pa
utri”. Pero a él lo que le gustaban era los animales, las ovejas, las cabras,
las vacas…, así que, en cuanto pudo, solicitó el puesto de pastor de la dula,
el que cuida el ganado de los vecinos que recoge de mañana por las casas y los
deja en estas por la noche. Durante el día los llevaba a pastar por los términos
del pueblo, cuidando de que no saliesen de lo libre, para triscar en el cereal,
o en las viñas, para lo que le ayudaba su mejor amigo, su perro “Mar”. Por supuesto,
le dieron el trabajo. No tuvo competencia, pues, quién más, quien menos, todos
los mozos que habían salido vivos de la escabechina tenían algo propio, de su
familia, para trabajar.
Junto con el trabajo, el Ayuntamiento
proporcionó a Moisés una pequeña casa, algo deteriorada, donde poder cobijarse
y vivir. No era gran cosa, pero, al menos tenía dónde volver por la noche.
Además, estaba en lo alto del pueblo, entre la ermita de Santiago y el
cementerio, cerca de donde dicen las crónicas que se levantaba un castillo allá
por los tiempos de “Mari Castaña”. Era el lugar mejor climatizado del pueblo:
buen frío en invierno y grandes calores en verano. Oreado, eso sí, pues los
días en que no soplaba el cierzo (que eran los menos del año), pegaba el
bochorno; o el “viento negro”, que era aún peor porque sacaba, casi siempre,
tormentas con piedra. ¿Y la compañía? No la podía tener mejor: a un lado
Santiago; al otro los difuntos. Gente de poca conversación pero que no
molestaba al pastor, que había cubierto ya el cupo de miedos y terrores para lo
que le quedaba de vida.
Y, así, fueron pasando los años. Sin
pena ni gloria. Moisés fue acomodándose a ese tipo de vida que no le exigía
demasiado. Durante la semana, en el campo. Los domingos a misa y a echar unos
tragos y unos cigarros en el bar (ese día, cada vecino debía ocuparse de sus
animales, como estaba estipulado). En julio, las Fiestas. El resto del año, lo
que se terciara. Moisés, aunque no era gran conversador, tenía sus amigos del
pueblo, con los que jugaba, de vez en cuando, algún partido de pelota o echaba
unas manos al mus. De mujeres, nada. No se le había acercado ninguna y a él,
aunque no se lo había dicho a nadie, le daban algo de miedo. Más que los
muertos. Además, en su interior sentía bastante rencor contra aquella que lo
había abandonado, sin querer darle una familia, como tenían los demás. Este era
el mayor pesar que sentía el hombre, y con el que seguramente se iría a la
tumba, pues esos males no tienen solución, ni vuelta atrás.
4.
Nunca llueve demasiado, al sur del Carrascal
Encontramos, pues, a nuestro héroe ya
hombre hecho y derecho en el célebre año de 1949, en que Dios cerró el cielo
más o menos cuando las Ferias de Tafalla, y no lo abrió hasta la Epifanía del
año 50. Al principio, nadie se dio cuenta de lo que les venía encima. Más
tarde, allá por los días en que se iba a Ujué de romería, alguno empezó a
preocuparse. Luego, llegó el verano y no hubo cosecha. Además, el río Cidacos
se convirtió en una cicatriz donde hasta las salceras y los juncos se secaron.
Si no por algunas pozas que tenían buenos manantíos, toda la vida acuícola
habría desaparecido. El pueblo tenía agua a domicilio, desde los años 30 y,
aunque hubo que implantar restricciones, se pudo salvar la cuestión.
Otra cosa se era el agua para los
campos, los huertos y el ganado. En la pequeña vega hortícola que discurría
bordeando el río, se pudieron cultivar algunas hortalizas. Lo justo para ir
tirando. Y más vale que Pueyo es un pueblo en cuyo término proliferan las
fuentes. Unas cerca y otras lejos del casco urbano: Siete fuentes,
Turrustaldía, Orrocegui, Arambero, Valdetina, la fuente de Goyena…
Precisamente, estas dos últimas eran
las preferidas de Moisés. Estaban cerca del corral donde había comenzado a
trabajar de pastor, una arriba, como su nombre indicaba, la de Goyena. Otra, la
de Valdetina, abajo, en un pequeño valle que se abre de norte a sur por el que
discurre el barranco
del mismo
nombre y que desagua en el Cidacos, ya en término de Tafalla. Por esos parajes
discurría la jornada del pastor y su rebaño. Al principio, le bastaba con
llegar a la fuente de arriba; más tarde, cuando el estiaje se hizo severo y
hasta los robles, las coscojas, las ilagas y los arañones, empezaron a tirar
las hojas secas y acartonadas, tuvo que bajar hasta el fondo del valle y
aprovechar el agua de Valdetina. Era ya octubre y la fuente y la balsa, por el
momento, no fallaban. Además, hacia el oeste, por donde se subía hasta el monte
Busquil, atravesando el Portillo del Sastre, los animales aún podían ramonear
en los cantillos y los bardales. Aquel año, comieron hasta hojas de zarza, amén
de carrizos, juncos y aneas. Gracias al profundo conocimiento que Moisés tenía
de aquellos montes, los animales iban saliendo adelante.
5. Sobreviviendo
Como
es de suponer, aquel año se cogió poco vino y menos aceite que de costumbre. Y,
por supuesto, no se sembró, pues aquello habría sido tirar el grano. Las
familias tuvieron que ir echando mano de las reservas y ayudarse, unas a otras.
Gracias a que la mayoría criaba uno o dos cutos, fueron apañándose y
sobreviviendo. Además, algunos hombres y mujeres del pueblo ganaban su jornal
trabajando en Pamplona o en Tafalla, lo que ayudaba a seguir adelante.
Moisés
también iba apañándoselas. Además de los animales, entre los que tenía alguno
de su propiedad que le proporcionaban carne, leche y algunas pesetas, criaba
también su cuto y unas cuantas gallinas. Por ese lado, no había problema.
Además, hacía trueque con algunos vecinos y conseguía algunas patatas, hortalizas
y verduras que enriquecían su dieta. El pan, lo compraba, porque, el jornal,
aunque era bastante magro, no le faltaba.
Además,
siempre traía algo del campo: algún berro de los manantiales más escondidos,
donde aún brotaba algo de agua; raíces de hinojo y de junco; achicorias
silvestres; moras, almendras o arañones y, de vez en cuando, algunas ranas,
culebras, caracoles o gardachos. Ponía también “repalo” para capturar perdices
o tordos. En esta técnica era un artista. Solo hacía falta una losa mediana y
un trozo de rama que la sujetara en ángulo con el suelo. El cebo se ponía en el
pie del palo. Cuando el pájaro entraba en el hueco y removía aquel, a la vez
que comía el grano o los pequeños animales que el pastor había puesto de cebo,
la piedra caía y asfixiaba a la víctima. También era ducho en cazar conejos con
lazos. Eso sí, no abusaba de la Naturaleza. Solo cazaba lo necesario. Además,
siempre estaba el peligro de que lo pillase el guarda y él no estaba para
multas.
6. La
vida es sueño y no hay mal que cien años dure
Por
Navidad, el cielo seguía cerrado. Frío sí que hacía, era lo normal. Pero lo del
agua se estaba convirtiendo en una verdadera tragedia. A pesar de que eran días
de celebraciones, el ambiente no era muy alegre. En las ceremonias religiosas,
se pedía siempre la lluvia. Se había sacado a Santiago por las calles unas
cuantas veces, pero ¡ni por esas! El agua no llegaba. Había que resignarse.
La
víspera de Reyes, Moisés cenó y se acostó, como habitualmente hacía. No había
pasado un buen día. En el campo, el rato que había estado con los animales, que
no había sido mucho, pues los días eran cortos, había sentido escalofríos.
Luego, ya en su casita, se templó un poco y hasta entró en calor. La noche la
pasó en una duermevela, soñando abundantemente. Por la mañana, estaba sudando y
algo sobrecogido por un sueño que había tenido. No lo recordaba con claridad,
pero le había quedado una idea que le rondaba por la cabeza. Alguien le había
hablado, le había dado un mensaje. “Salvador; tú eres un salvador. Tienes que
salvar a tu pueblo. Por algo te llamas Moisés, salvado de las aguas. Viniste
con ellas y con ellas te tienes que ir. Levántate y ponte en camino. Yo te
guiaré. No tengas miedo. Es tu destino viniste para cumplirlo”.
Moisés
no entendía nada, pero sentía que una fuerza lo impelía a levantarse, a
vestirse y a caminar. ¿A dónde? No lo sabía. Se dejaría llevar. Así, pues,
salió de casa y echó a andar. No quiso llevar a “Mar”, que se quedó
protestando. El día estaba algo nublado, gris, frío. Fue hacia el oeste. Se
alegró de que, por fin, hubiese nubes en el cielo. “Ya podía llover”, pensó.
Caminó, sin encontrar a nadie. Pasó cerca de Solanoa y se dirigió hacia los
parajes donde solía llevar al ganado. Cuando dio vista al monte Buskil y el valle
de Valdetina, sus piernas lo llevaron hacia el norte, hacia la fuente de
Goyena, la fuente de arriba. Cuando llegó al manantío, que se adivinaba por los
juncos y la vegetación más verde que los alrededores, quiso acercarse hasta
ella. Iba deprisa, nervioso. De pronto, sucedió el milagro, ¡una gota! ¡Y otra
y otra! Empezó a llover. El agua arreciaba cada vez más. Moisés no veía por
dónde iba. Comenzó a empaparse. En un momento dado, se resbaló y cayó por un
pequeño talud que no había visto. Sabía que la fuente estaba cerca, pero no la
veía. Intentó levantarse y no pudo. Sintió un gran dolor en la pierna izquierda
y se dio cuenta de que no le respondía. Permaneció echado. Seguía lloviendo.
Quiso
arrastrarse, pero no pudo. Había caído en una especie de agujero. Al poco, el
agua corría por lo que parecía el cauce de un barranco. Luchó por ponerse en
pie; se agarró a las matas para salir, pero estas se le quedaban en las manos.
Cada vez llovía con más fuerza y el agua ya lo cubría y arrastraba. Moisés
sintió que se ahogaba. Y, entonces, comprendió que se cumplía su sino. El agua
que no había conseguido matarlo en la puerta de la iglesia de Pueyo hacía 31
años, lo iba a hacer ahora. Precisamente después de un año sin llover. Así se
cumplía el ciclo: vino con el agua, y se iría con ella. Como el Patriarca,
tampoco vería florecer la Tierra Prometida, después de la larga travesía por el
“desierto…”. Era como si de un sacrificio ritual se tratara.
Durante
unos días no paró de llover con fuerza. Como los animales no podían salir, al
principio no lo echaron en falta. Cuando cesaron las aguas, salieron a buscarlo
y lo encontraron ahogado en el barranco que baja de la fuente de arriba, la
fuente Goyena, gracias al olfato de “Mar”, pues estaba casi enterrado en el
barro. Cuando llegó el siguiente verano, alguien se dio cuenta de que la fuente
se había secado. Y nunca más volvió a manar.
¡Buen
camino!
Vale.
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