Domingo 17 de octubre de 2021
Desde enero de hace dos años no habíamos visitado el menhir de Oiangibela.
Hoy lo haremos de nuevo y, además, lo haremos desde una perspectiva diferente.
Son las 09:00 horas. Aparcamos en el Coto de la Valdorba en Sansoain.
El cielo está oscuro y cerrado. La fina llovizna parece dar lustre a los pocos coches aparcados.
Por San Lucas, dulces están las uvas.
La temperatura es buena, 11º, y no anda viento.
La vuelta de hoy será corta. El día no está para muchas distancias y, además, queremos hacer alguna otra visita en el término de Tafalla.
Descendemos por el pueblo hasta llegar a la pista blanca que, poco a poco, asciende hacia el monte.
En algunas fincas vemos carteles, avisando de que están excluidas de caza.
Hoy tenemos un invitado especial para nosotros.
Mi amigo Juan, reconocido radiestesista y zahorí, nos va a acompañar en el paseo.
Ha traído también a su perro, que se llama Gordon.
Pequeño, vivaracho y rápido, es una mezcla de podenco y callejero que fue rescatado de una protectora de animales. Nos dice Juan que al principio era desconfiado y temeroso. Había sufrido varios abandonos.
Ahora que está bien tratado, se ha vuelto juguetón y se acerca veloz hacia nosotros, con un palo entre los dientes, incitando a que se lo arrojemos lejos para salir como una centella detrás de él.
Abrimos y cerramos los paraguas intermitentemente.
10:20 horas. Menhir de Oiangibela.
Se encuentra medio escondido entre los robles. Tiene una longitud de unos 4 m.
Juan, con sus técnicas de radiestesia, hace una serie de mediciones de energías y nos indica cuál fue la parte enterrada, cuando el menhir estaba en pie, y cuál era el extremo que apuntaba al cielo.
Desde esta posición, el paisaje que se divisa en los días claros es espectacular. Hoy nos tenemos que conformar con la cortina de lluvia que viene del SO y que inevitablemente nos alcanzará.
Un cura torero. En el año 1630 D. Fernando de Valencia, presbítero de Sansoain, bajó con unos amigos a las fiestas de Tafalla y se puso cerca de los toros. Y celebrándose la corrida, una persona fue con su familia a un tablado y el cura de Sansoain con otros clérigos se pusieron delante, impidiendo ver los toros. Al llamarles la atención, todo el cuerpo clerical, al mando del cura de Sansoain, les insultaron y les dieron de guantazos. Como resultado de todo, hay un gran pleito con sus 40 folios y el recuerdo de una cura valdorbés aficionado a los toros y a algo más. (P. M. Flamarique)(El tren en el Valle)
Descendemos para volver al pueblo.
El otoño ya tiñe los árboles. Los escaramujos se están desnudando de hojas, mientras las de los endrinos amarillean en las matas.
11:30 horas. Lavadero.
El pequeño edificio está bien conservado y limpio.
La restauración que se llevó a cabo permite ver el interior y rememorar los duros trabajos que tenían que soportar, en aquellos tiempos, las mujeres. Descender del pueblo con los cestos de ropa encima de la cabeza, restregar la ropa en los fríos días del invierno y volver a subir la cuesta.
Cinco minutos más tarde entramos en el pueblo.
La llovizna ha cesado, pero el ambiente es otoñal.
Las cálidas luces del comedor del restaurante alumbran a un nutrido grupo de personas que, entre animadas conversaciones, dan cuenta de un suculento almuerzo.
Volvemos para casa.
En este enlace se puede ver el recorrido que hemos seguido nosotros hoy.
Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
Los
enemigos y “La piedra del rayo”
(Todos los personajes y los hechos que contiene esta narración, se deben a la imaginación del autor y no guardan semejanza con la realidad)
Aquel día, 28 de enero
de 1840, el matrimonio formado por María Elvira Oianberría, de 54 años y Domingo
de Peñurdín, de 57, estaba más que contento…,
estaba feliz, pues se había cumplido un sueño que ambos cónyuges, a los que
Dios no había dado hijos, acariciaban desde que terminara la guerra¹.
Cuando
el Jefe Político anunció, que los que quisiesen tener estanco local en
propiedad, presentaran su solicitud a S. S.² por la secretaría de intendencia,
en Pamplona, y una fianza de 8.000 reales vellón, ambos, conformes con ello, solicitaron
la merced, apoyándose en su patrimonio, que venía a importar un total de 10.249
reales vellón.
Todo
esto, a la sazón, sucedía en el pueblo valdorbés de Sánsoain: 32 casas, 3 calles,
22 vecinos y 446 almas, a 2 horas de Tafalla, con los medios de comunicación de
la época.
Así
pues, helos ahí, a ambos cónyuges, regidores de un establecimiento de
distribución de toda clase de tabacos ultramarinos, sobre todo labores
filipinas y cubanas; amén de otro tipo de menudencias y mercancías, sobre todo
de mercería, de las que los habitantes de esa localidad, con sus tres caseríos,
Pozuelo, San Lorenzo y Muzquer-Iriberri, y de las colindantes, a saber:
Benegorri, Bézquiz, Maquirriain y Olleta, iban a disponer a partir de aquel
momento.
Así
pues, sin perder tiempo, habilitaron una estancia en los bajos de su casa. En
la calle Santa María, número 17, abrieron una puerta a la calle y colocaron
sobre el dintel un hermoso cartel de madera, policromada con los colores rojo y
gualda de la enseña nacional, que rezaba el rimbombante nombre de “ESTANCO”.
Añadiremos que dicha estancia, que ya disponía de una ventana que daba a la
citada calle, había servido hasta el momento como despacho de correos o postas,
puesto que Domingo ejercía, amén de sacristán y secretario del ayuntamiento,
como cartero rural y recadero.
Hay
que decir que la inauguración del establecimiento fue bien acogida por casi
todos los habitantes del pueblo que, a partir de entonces, ya no tendrían que
desplazarse hasta Tafalla, o hacer encargos al recadero, ahora convertido en
estanquero, para proveerse de tabaco y artículos menudos, puesto que los tenían
ya a tiro de piedra.
Sin
embargo, no todo el mundo se alegró del evento. En la misma calle, en el número
25, habitaba Vicente Ichaurreta, soltero, de 56 años, que ejercía de guarda del
Ayuntamiento y que, por motivos políticos, exacerbados más si cabe en la pasada
guerra¹, odiaba con un odio profundo y sarraceno al cartero; desde que, en la
francesada, y ya iba para veinticinco años la cosa, aquel lo hubiese delatado
al lugarteniente de Don Francisco Espoz y Mina, Felix Sarasa, alias “Cholín”,
por su carácter pendenciero y crueldad con los prisioneros enemigos. Al guarda,
este comportamiento le valió una temporada de arresto y al reciente estanquero,
los galones de sargento, con los que terminó, al acabar la contienda.
“Item
más”. Al volver ambos al pueblo, los dos guerrilleros se enamoraron de la
misma moza, de María Elvira, que poseedora de gran sentido común y un carácter
sumamente práctico, eligió a Domingo, con el que ya llevaba, en 1840, veintiséis
años casada.
A
lo largo de los años, a pesar de que uno y otro se dedicaban a labores que los
mantenían distantes, Domingo, en el pueblo, cumpliendo sus funciones de
funcionario, o en el camino, ida y vuelta, de Tafalla; Vicente, ejerciendo la
guarda de los fragosos montes, piezas, corrales y caseríos que rodeaban el
pueblo.
Se
habían enfrentado, con ferocidad, en varias ocasiones, sacando a relucir las
navajas y obligando a intervenir al cura, Don José Manso Echaurrieta, que, a
pesar de su estado y de su patronímico, era un hombre valiente y había parado
las acometidas con determinación. Él también se había curtido, como
guerrillero, en las dos guerras pasadas y no era hombre que se arredrara
fácilmente.
Así
pues, hasta el momento, y por fortuna, la sangre no había llegado al barranco
que discurría por el valle, a los pies del pueblo. Como el clérigo vivía en el
número 21 de la dicha calle Santa María, pudo acudir con presteza en las
ocasiones en que se habían producido los encontronazos e intervenir en su
solución, sin que hubiese derramamiento de sangre.
Eso,
hasta el momento, porque llegados al dicho 28 de enero de 1840, al guarda
Vicente, se le habían hinchado mucho las narices y estaba que no se aguantaba.
Incluso, llegó a pasar varios días enfebrecido por no poder asimilar el éxito
de los que él consideraba sus enemigos y decidió plantarse y “tirar por la
calle de en medio”. ¿Cómo? Tenía que discurrirlo. Se propuso buscar la
manera de matar al odiado Domingo sin que lo descubriesen. Buscaría una buena
ocasión, un “accidente” y una coartada. ¿Quién sabe? Incluso cabía que
María Elvira, que era una mujer práctica y no aguantaría mucho viuda y sola,
consintiese en casarse, por fin, con él. Con estas y otras elucubraciones, se
animó algo y se dijo que debería pensar y pensar hasta hallar la manera de
salirse con la suya. Por de pronto, aparecería poco por el pueblo. Dejaría
pasar un tiempo sin que se supiese mucho de él. Y mucho menos frecuentaría el
establecimiento del matrimonio. Como su trabajo se prestaba a ello, se
aprovisionaría de lo necesario en Tafalla e iría guareciéndose en alguno de los
corrales diseminados por el término que tan bien conocía: el de Vicente, el de
Recalde, el de Tomasena… Eso sí, espiaría las idas y venidas del estanquero, e
incluso procuraría enterarse de otros pormenores de su vida, cuando, como
guarda, bajase a dar novedades al Ayuntamiento. Discretamente, como quien no
quiere la cosa, sin levantar sospechas.
Y
así, pasaron los días, las semanas y los meses. Como todos los años, llegó el
verano. Pasó el día de San Juan, con sus hogueras de víspera y sus “remojones”
al amanecer, y llegó el día de San Pedro y San Pablo, 29 de junio.
En
Sánsoain el día amaneció luminoso, aunque oreaba viento del sur, bochorno.
El alba se pintó de rojo, primero, y amarillo después. La recién inaugurada
estación presentaba más credenciales de tiempo primaveral que de estío, tiempo,
“revuelto”, vamos. Como reza el dicho tafallés: “Alba rubia, o viento
o lluvia”.
Ese
día en casa de los estanqueros se madrugó. Como todos los años, como secretario
del Ayuntamiento de Sánsoain, debía desplazarse hasta Tafalla, para llevar al
Juzgado, del recién creado Partido Judicial, las contribuciones
correspondientes al año en curso, que quedarían, a buen recaudo, en lugar
seguro. Hasta que fueran trasladadas, junto con las que serían depositadas por
parte de todos los pueblos del distrito a la capital, a Pamplona.
Domingo
hizo honor a su nombre. Desayunó; se aseó y vistió su mejor traje “de
golilla³”, el de los días de fiesta o funeral; se calzó abarcas nuevas, de
cuero, bien atadas a los “peales⁴” y, después de coger su cayado (al que
ató un paraguas, en previsión de posibles lluvias), la navaja, una pistola
cargada y colgarse el morral donde guardaba el dinero y los documentos, se
despidió de su mujer y se puso en camino. Salió a las siete de la mañana.
Calculaba que llegaría a su destino a las nueve y media, más o menos.
No
tenía ningún miedo. Eran ya varios años los que venía repitiendo el mismo
ritual y realizando el mismo servicio y nunca había tenido contratiempos.
Estaba feliz, pues sabía que ese día comería bien, a costa del erario público,
junto a los otros secretarios de ayuntamiento que acudían a Tafalla con el
mismo cometido.
Iba
distraído, contento, como antes se ha dicho. Conocía bien los caminos y no veía
que pudiese surgir ningún problema. A esas horas y en esa época del año, los
lobos no bajaban tan cerca de los caminos. Temían al hombre y se refugiaban
arriba, en el monte, en los “Altos de Guerinda”, donde en
primavera y verano disponían de comida abundante, pues la Naturaleza estaba en
plena crianza.
Sin
embargo, “El hombre propone y el enemigo dispone”. Ya sé que el dicho es
de otra manera, pero, en este caso, la cosa era así. Ese mismo día, a unos tres
cuartos de legua⁵ del pueblo, esperaba apostado el guarda Vicente que,
siguiendo el plan que había meditado, decidió esperar al estanquero el día que,
por obligación, sabía que iría a Tafalla.
Domingo
iba a ir hasta la muga del Caserío de Pozuelo, pasando por el paraje de “Oiangibela”,
para bajar luego por el término tafallés de “Valgorra” y llegar a la
ciudad, evitando el Camino Real, donde podía tener problemas con alguno de los
grupos de bandoleros que se habían “echado al monte”, después de los
años de guerra, la mayoría porque ganaba más asaltando al prójimo que
cultivando la tierra. Al ir por caminos poco conocidos-pensaba él- era más
fácil esquivar el peligro.
Sin
embargo, como ya sabemos el peligro lo acechaba. Vicente había elegido
esperarlo en lo alto del portillo desde donde ya se da vista al valle del Cidacos.
Allí, en un pequeño altiplano que rompía la cuesta, había un conjunto de rocas
diseminadas aquí y allá, que-como se sabría más tarde, cuando se estudiasen
estas cosas- constituían un antiguo poblamiento de la Edad de Piedra. Eso no lo
sabía él; tampoco ninguno en su pueblo. Sin embargo, todos habían oído viejas
historias y consejas que hablaban de que, en ese paraje, “Oiangibela”,
ocurrían fenómenos “mucho raros”: luces, ruidos extraños-como chirriar
de piedras y aullidos-, rodar de piedras, sin más ni más… Había quien decía
haber visto figuras fantasmales y etéreas vestidas de blanco y hasta a alguno
se le aparecía el diablo. ¡Vaya usted a saber qué fundamento tenía aquello! La
cosa era que era un lugar considerado “raro por algunos”, “embrujado”
o “endemoniado” por otros. Lo que más imponía, a simple vista, en aquel
lugar era una gran roca alta, rectilínea, no muy gruesa, que levantaba su mole
hacia el cielo. Por aquella época, en el pueblo la llamaban “Oiangibelako
arria” o, también, “Tximistako arria”, la piedra del rayo.
Pues,
en ese lugar, parece que se iban a desarrollar los acontecimientos de nuestra
historia. Domingo caminaba hacia su enemigo. Vicente esperaba con ferocidad a
que aquel apareciese. No tenía intención de dejarse ver. Su propósito era dejar
pasar a su víctima y empujarla contra las rocas, para que se golpeara y se
matara; como si hubiera muerto de un accidente, al caerse de mala manera.
Esperaba y, al poco, vio al otro que venía. Lo dejó pasar. Cuando Domingo
estaba cerca de las rocas y del gran menhir que levantaba su figura contra el
cielo, pues eso era aquella gran roca enhiesta, y no otra cosa, Vicente salió
por detrás de su víctima y abalanzándose sobre ella la empujó contra la mole.
Pero, no se percató de que había comenzado a llover. Ciego de odio y de furia,
cuando iba a llegar hasta su enemigo, resbaló. Domingo, alertado por el gran
aullido que había dado el guarda, antes de llegar a él, tuvo tiempo de
apartarse y alejarse unos metros de su atacante, mientras este se abalanzaba
contra la piedra.
De
manera simultánea, cuando la cabeza del atacante se golpeaba fuertemente contra
un saliente de la roca, se oyó un gran estampido, sobre las cabezas de los
hombres y un fuerte rayo se estrelló contra el menhir, que se levantó unos
palmos de la tierra, como si fuera una pluma y cayó sobre el malvado,
aplastándolo por la cintura. El estanquero observó aterrado como su rival
exhalaba una gran bocanada de sangre y, con los ojos en blanco y una expresión
horrible en su cara, quedaba inmóvil, bajo el peso de la gran piedra. Ni
siquiera intentó cerrar los ojos al difunto. Cuando se cercioró de que no se
movía, comenzó a caminar de vuelta a su pueblo, a buen paso, para dar parte de
lo acaecido y para que el buen Don José administrara los Santos Óleos al
fallecido. Como es de suponer, las alcabalas de Sánsoain llegaron un día más
tarde a su destino. Luego, la vida siguió su curso, para los habitantes de
aquel pueblo valdorbés. La memoria del malvado guarda se perdió en la noche de
los tiempos.
¡Buen
camino!
Vale.
NOTAS
¹ [se alude
a la Primera Guerra Carlista]
² [Su
Señoría]
³ [Traje de
los funcionarios, en juicios o grandes solemnidades]
⁴ [Calcetín
de lana gruesa sobre el que se ataban las tiras de las abarcas]
⁵ [3,75 Km]
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