miércoles, 6 de octubre de 2021

Del pozo del Secretariado al Cabecico Pelao



Domingo, 3 de octubre de 2021

Hay días en los que la climatología nos hace dudar: ¿Salimos al campo o nos quedamos en casa? Hoy es uno de ellos. 

Nos arriesgamos. A las 08:30 horas dejamos el coche en la Chiquitina y empezamos a andar. No llueve. 

El cordonazo de San Francisco, por tierra y mar se ha de notar. 

El cielo está plomizo. De la zona de Codés, una cortina blanquecina avanza lentamente hacia el Saso. La temperatura es buena: 18º. En la mochila, por si acaso, llevamos paraguas y chubasquero.

Salimos al camino principal y tomamos el primero que  va a la dcha. 

Subimos por detrás del pinar que está junto al Caserío de Gregorico y descendemos hasta el cruce de los caminos que van al Zorrico y Lazarau. No tomamos ninguno de los dos. Seguimos por un tercero a la izquierda.


Las ontinas están acurrucadas en la orilla del camino. Nos frotamos las manos en su flores y percibimos el intenso aroma que despiden. 

El camino va casi paralelo al barranco del Saso, donde hace años la Sociedad de Cazadores hizo una importante plantación de tamarices. 

Unos perros inquietos y saltarines se acercan, nos olisquean y ladran. 
Sus dueños, dos cazadores, se acercan y nos los quitan de encima. 

- Ahora nos dejan sacar a los perros al campo - nos comentan - Viene bien porque así se desfogan.
- ¿Que si hay poca caza? No hay apenas nada. El jabalí está haciendo estragos. Se come los huevos y las crías de la perdiz y del conejo. Durante el día está a la fresca dentro de los maizales y al atardecer se mueve para darse el festín. 

Con la vista puesta en la cortina de agua cada vez más cercana llegamos al orillo de una pieza. 


El cogote que nutre el pozo destaca en medio del campo.

09:00 horas. Pozo del Secretariado. 
En el extremo S. del cerro, medio escondido, está el pozo.
Gabriel "Margain", al que tanto echamos de menos, nos trajo una tarde hasta este lugar desconocido para nosotros y para tanta gente. 



Pequeño pero bien construido, es un aljibe que recogía las aguas que bajaban por la ladera. La abundante hierba hacía de tamiz y el agua entraba limpia en su interior, permitiendo beber a los del campo en las largas jornadas de trabajo. 
Volvemos hasta el barranco y cruzamos un par de rastrojeras. 
Comienza a llover. 
Nos abrigamos y sacamos los paraguas. 


Estamos metidos en el "Saso profundo" y decidimos seguir hasta nuestro siguiente objetivo.

(...) Por aquellos años el número de audiencias se aumentó a ochenta. Vinieron dos nuevas a Navarra, de las que una se asignó a Tafalla. El pueblo las bautizó con el remoquete despectivo de "audiencias de perro chico". Se le instó al Ayuntamiento para que construyese un edificio en el que instalar la sede de la audiencia; pero éste se limitó a habilitar el segundo piso de la casa consistorial. Nuestros munícipes pensaron, y pensaron bien, que no valía la pena hacer inversiones fuertes para aquella "audiencia de perro chico" que no duraría mucho tiempo y acertaron, pues no tardó muchos años en ser absorbida por la de Pamplona. 
Nos cuenta Morrás que el primer juicio oral que hubo fue contra un tal Gorricho, que había sido sorprendido cogiendo esparto en el Saso ¡qué pobre! (Juan Carlos Lorente)(Tafalla, efemérides del siglo XIX)
 
09:45 horas. Cabecico Pelao. 




Además de a caseríos y corrales, los labradores, pastores y cazadores han ido poniendo nombre a lugares que destacan por alguna característica.
Tal es el caso de: Pasomalo, Balsa de Tragasasos, etc.
Y esto que tenemos delante es otro de esos lugares. 
Por la parte que nos parece más asequible subimos a su cima. 
Comprobamos la altura: 357 m.



A pesar de la lluvia, la visibilidad es buena. 
A nuestra dcha. está el pinar de la Navascuesa y, encima de ella, Moncayuelo. 
Si miramos al N. distinguimos el tejado del Caserío de Manuel. A su izda. el Caserío de Gregorico y al fondo Las Zorreras con el Alto del Predicadero. 
Bajamos del cabezo y buscamos abrigo en su ladera para echar un bocado. 
Por el primer camino que abandona la cañada a la izda. subimos suavemente. 

10:35 horas. Caserío de Manuel. 
La higuera tiene los higos pequeños y duros.

 
Un higo, que ha tenido la mala suerte de madurar pronto, ha sufrido el ataque inmisericorde de algún pájaro.



En el caserío no hay nadie. 
La lluvia va y viene. 
Continuamente abrimos y cerramos los paraguas. 
El campo está bonito. Las últimas aguas ha reverdecido los rastrojos y las ondulaciones del terreno parecen ahora más suaves. 
Nuestra siguiente parada será "Gregorico".
El camino nos muestra un cerro: El alto Ventura. 




En una conversación reciente con Luis "Cholas" nos decía: 

- En el alto Ventura, liebre segura. 

Y es que, cuando iban a cazar por allí, siempre caía alguna.


 
En el cruce de caminos, nos acercamos a ver la Balsa de Justo. 
Tiene agua, aunque no mucha. Ahora vienen buenos meses para que se recupere. 


Subimos al Caserío de Gregorico y hacemos una breve parada. Otra vez se ha puesto a llover con ganas y decidimos bajar por el camino que nos lleva al coche.
 
11:20 horas. Terminamos nuestra excursión. Ha sido un paseo corto, pero muy interesante. 
Las visitas al pozo y al cabecico compensan lo desapacible que se ha puesto la mañana. 




Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.


“El Abuelico”   

 (Adaptación del cuento “El agüelico”, escrito por Luis María López Allué y recogido, primero, en su libro “Alma montañesa”, en 1913 y, posteriormente, en la recopilación “Cuentos aragoneses” de José Luis Acín Fanlo y José Luis Melero Rivas. Editado por José J. de Olañeta. Palma de Mallorca 1997)

 

(Las dos jotas y la poesía de Padro Mari Flamarique están tomadas del libro “Los Gregoricos. Raíces tafallesas y genealogía de los Zaratiegui”. Arantxa Marco Hernando. Altaffaylla. Tafalla 2009)

 

Qué triste se ha vuelto el Saso

sin galeras y sin mulas.

No hay jotas en los caminos

alegrando la llanura

 

Felisa, la dueña joven del “Caserío Manuel”, en el término tafallés del “Saso”, no daba paz a sus brazos en la mañanera y cotidiana labor.

Al asomar los primeros rayos del sol por la ventana de la cocina, en la que reinaba un cálido halo a hogar, había ya barrido el piso, la escalera y el patio, y había ya pasado por el cedazo la harina para amasar al día siguiente.

 Ardían en el hogar recios troncos de encina del cercano “Monte Plano”, cuyas llamas acariciaban el ventrudo caldero repleto de despojos de hortalizas para los cutos; tenía preparado el desayuno, sopas de pan con ajo frito, así como el condumio de mediodía, consistente en alubias con chorizo y tocino, seguidas de un oloroso guiso de carne de oveja.

Cuando estaba dando las últimas vueltas a la comida, antes de dejarla reposar, se presentó en la cocina su hijo Vicente, un muete de diez a once años, sucio, desgreñado, de facciones picarescas y sin más vestimenta que los pantalones y la camisa de lino. Traía sujeta bajo el brazo y hecha un revoltijo el resto de la indumentaria, o sea, las abarcas y los piales de lana, la chaqueta y la boina. Se sentó en el banco cercano a los dos poyos de piedra que limitaban el fogón, y allí, con aire displicente y ojos somnolientos acabó de vestirse.

- ¿Así se entra, pocos modos? - le increpó su madre-. Ya podías decir: ¡buenos días!

- Espérese que me espabile, ¡rediezla! -gruñó el chiquillo en prolongado bostezo.

- ¿Qué hace tu hermano? -repitió, en el mismo tono, aquella.

- Ahora comienza a vestirse.

- ¡Virgen de Ujué, qué madrugadores tenemos en esta casa! -y con irónico ademán, siguió-: Estamos en vísperas de San Andrés, y hace un Jesús que ha salido tu padre con las mulas a labrar el campo del “Alto Ventura”, que ya debía estar roto desde antes del Pilar; y tú, por las trazas, ya estará el sol por todo el mundo cuando sueltes los corderos; ¡qué verdad es aquel dicho!:

‹‹ por donde salta la cabra, salta el cabrito››.

                   Vicente, acaso por desviar hacia otro asunto la conversación, interrumpió:

         - ¿Qué hace el abuelo: se levanta o no?

         - Qué ha de hacer el infeliz, consumirse poco a poco: no quiere tomar nada; dice que todo le sienta mal.

         -Rediez, pobre abuelico -siguió Vicente-, pues ya es para él pasarse tantos días sin ir al “Pozo del Secretariado” y al “Cabecico Pelao”.

 

         Al terminar estas palabras y como evocado por un conjuro, apareció en la puerta de la cocina el señor Cesáreo, el abuelo del “Caserío Manuel”, como le llamaban en Tafalla, por ser ese el nombre patronímico de la casa, desde que fue construida, hacía ya unos siglos.

         Se quedó parado breves instantes bajo el dintel, apoyando su diestra temblorosa y descarnada en su recio cayado de boj. El señor Cesáreo era de los pocos que todavía vestían el clásico calzón sujeto con una amplia faja o ceñidor, lo que hacía resaltar más su extremada delgadez. Blancos mechones asomaban bajo la boina capona, aureolando su rostro exangüe y macilento como el de un asceta.

         - ¡Rediezla, el abuelo! -le saludó Vicente.

         - ¿Pero tiene conciencia de levantarse? -le riñó su nuera-. ¡No se acuerda que la semana pasada le dijo el practicante que quietecico en la cama hasta que él mandase otra cosa?

         Hizo el abuelo un mohín despectivo. Arrastrando los pies, se acercó al banco que estaba al amor de la lumbre y tomó asiento. Con voz débil y entrecortada por la fatigosa respiración, murmuró:

-Pues que me he asomado a la ventana del cuarto, y al ver el sol tan placentero levantarse sobre el “Monte Plano”, me he pensado que la cama tira para ella, y… ¡arriba! He dicho; y aquí me tienes.

         -Pero usted no ha tenido en cuenta -le arguyó Felisa- que sobre el “Monte Plano” está el sol, pero hacia la cañada, hacia Falces y Miranda de Arga, está la boira prieta, prieta, y luego la tendremos aquí.

         ¡Qué sea lo que Dios quiera! -acabó el abuelo.

         Se dio por vencida la nuera; avivó el hogar con un manojo de ilagas y alargándole al suegro un plato de humeantes sopas, le dijo:

-Tómelas de seguido, porque están recién escudilladas, y le apañarán el cuerpo mejor que las medicinas.

Repitió la misma operación con su hijo, y abuelo y nieto, aquel sentado en el banco y este a sus pies en la piedra del fogón, entre cucharada y cucharada de sopas, entablaron un breve e interesante diálogo:

-Escucha, Vicente: ¿cuántas ovejas han parido ya?

-Catorce, abuelo, tantas como preñadas.

- ¿No queda ninguna por parir?

-Ninguna.

-(Sonriendo). ¿No te lo decía yo? Tú me apostabas que para la Purísima no habrían parido todas: yo que sí… ¿quién ha ganado?

- ¿Y usted qué se sabía?

- (Con marcada satisfacción) Porque estas ovejas de casa nuestra, no sé si será por la clase o por permiso de Nuestro Señor, pero el caso es que se amanecen muy temprano.

-La última ha sido aquella oveja muesa: esa parió anteanoche.

- ¿Habéis puesto este año alguna oveja en la paridera?

- Tampoco hemos puesto ninguna.

- (Con la misma satisfacción). ¡Mira tú si son amorosas! -y tras breve pausa, siguió-: ¿Y de ricios en los llecos, cómo estamos?

- Este año de primera. Ya han corrido las piezas del “Pozo del Secretariado” y hoy las voy a llevar más allá, hacia las ezpuendas del “Cabecico Pelao”; ¡allí se hartarán, abuelo; hay un ricio de más de a palmo!

- (Al abuelo se le ilumina el semblante de júbilo). ¿A las ezpuendas del “Cabecico Pelao”? Pues en cuanto caliente el sol una miaja, subiré, aunque no sea más que un ratico para hacerte compañía.

- (Vicente patalea de alegría). Sí, abuelico, sí: suba, que allí estará muy bien y, además, que allí no llega nunca la boira.

Cuando tal escuchó Felisa, cortó el diálogo:

-Por Dios, abuelo: ¿sabe lo que dice? ¡Si no está usted ni para salir a la puerta del caserío!

- (El abuelo responde con energía). Si estoy o no estoy, luego lo veremos. Yo probaré; si me acompañan las fuerzas seguiré, y si me faltan recularé.

Vicente, sin replicar, se fue a soltar los corderos, advirtiéndole a su madre:

-Madre, póngame pal mediodía una chula con mucho magro, y un cacho pan bien grande.

-A ti te esperaba -le replicó-; ya hace una hora que la tienes en el cajón de la mesa.

Vicente bajó al corral, desatrancó las puertas, que dejó abiertas de par en par, y soltó los corderos del encierro. Estos, dando saltos y cabriolas y lanzando lastimeros balidos, salieron en confuso tropel al camino; y precedido Vicente del diminuto rebaño, se puso en marcha tan alborozado y contento hacia el campo, como al de Montiel el caballero manchego en su primera salida.

Por el camino del Saso

el cansancio no me agobia.

Canto para mi solico

y la distancia se acorta.

Las piezas del “Cabecico Pelao” eran las mejores del “Caserío Manuel”, y unas de las mejores del término. Estaban situadas al norte del caserío, hacia la muga de Miranda de Arga. Aquellas tierras eran en tiempos un estéril y pedregoso yermo, donde nacían abundantes las ontinas, las ilagas, el esparto y los tamarices; y en las que las aguas, cuando caían, al descender de los tesos, abrían algunos barrancos y torrenteras. Pero los del “Caserío Manuel”, a costa de la sangre y el sudor de tres o cuatro generaciones, mucho antes de que naciera don Joaquín Costa, habían puesto por obra la definición que este dio de la agricultura: “la ciencia de convertir las piedras en pan”.

 

         Cuántas veces recordó el señor Cesáreo las heladoras mañanas de enero, en que siendo él todavía un muete, arreaba el borrico que, aparejado con collera y tirantes, arrastraba penosamente la narria cargada de pedruscos; pedruscos que su padre y su abuelo, ayudados por hijos y hermanos todos de la casa, los colocaban uno a uno y piedra sobre piedra, hasta alzar el sólido muro, sostén y cimiento de la finca. Y así un día y otro día, y un año y otro año, y una generación y la siguiente, sin desmayar un momento en la empresa.

         ¡Admirable ejemplo de abnegación y de voluntad! Bien sabían unos y otros que no trabajaban para ellos; que ellos no recogerían el fruto de tantos afanes; pero, ¡qué importaba!, trabajaban en favor del “Caserío Manuel”.

 

         Llegó Vicente a las espuendas del “Pozo del Secretariado” mayoral de su rebaño y dejó que los corderos pastaran en los ricios a discreción. Fue a colocarse al lado del pozo y aspiró con fruición la brisa impregnada del aroma de las ontinas. Pero su vista no pudo otear como otras veces por el vasto panorama que se extendía a sus pies, hasta perderse en la lejanía, donde, en los días serenos, brillaban con reflejos diamantinos, hacia el sur, las nevadas cumbres del Moncayo.

         La niebla, a modo de manso oleaje, subía y subía desde la muga de Falces, cubriendo con su manto, de occidente a oriente, toda la tierra baja del “Saso”.

         -¡Rediezla! -alborotó cortando sus reflexiones-. ¡Ya está allá el abuelo; y viene con mi hermanico!

         Efectivamente, por el camino se acercaban lentamente el señor Cesáreo apoyando la diestra en el cayado y la izquierda en el hombro del más pequeño de sus nietos, de Juanico, que contaba dos años menos que el mayor.

         El camino era corto, mas, era penosa la andada para sus años y sus achaques, aunque de sobra compensada ante la esperanza de volver a pisar las piezas del “Pozo del Secretariado” y de los alrededores del “Cabecico Pelao”; de ver nuevamente aquella tierra, de la que se nutrían la sangre de sus venas y las fibras de sus músculos, y que al contemplarla se le antojaba como madre cariñosa que lo aguardaba para estrecharlo contra su seno.

         -¡¡Juanico!! -gritó impaciente Vicente-. ¡Hala templaus, que os encorre la boira!

Transcurridos diez minutos, llegaron al pozo. Hicieron un descanso y bebieron un trago de agua, que les supo a gloria, con la taza de metal que siempre estaba en su borde sujeta con un alambre. Luego el señor Cesáreo, y no obstante la fatiga y la respiración anhélica, recorrió con la mirada, de un extremo a otro las piezas, dibujándose una sonrisa de gratitud en sus labios contraídos. Se acercó a una ezpuenda y se sentó, o más bien se desplomó, al abrigo del oreo, bañado por el sol.

- ¿Se ha cansau abuelo? - le interrogó Vicente.

         El abuelo contempló ensimismado a su nieto y balbuceó:

         -¡Una miajauna miajica! Paice que tengo las piernas de vidrio. Anda, Juanico -ordenó a este después de un corto intervalo-, arranca unos fajos de esparto de los más altos y se los llevas a tu madre.

En tanto que fue a ejecutar Juanico lo ordenado, se le aproximó a Vicente un cordero muy blanco, la cola lanuda, fino el hocico y muy vivos los ojos.

-¡Hola, Palomo- le saludó acariciándolo-, ya voy a darte el pienso que te gusta…

En aquel instante recordó que se había olvidado de traerse la chula y el pan.

Mecachis! -profirió pataleando; y al mirar a su abuelo, paró al instante.

-¡Tengo frío, Vicente!-gimió el anciano con voz casi imperceptible.

-Eso es la boira; mírela, ya está en todo el mundo; pero aquí no llega.

Efectivamente, la niebla, cual inmenso y tranquilo piélago de nubes, cual denso velo de color plomizo, cubría montes y hondonadas. Sobre aquella impalpable y uniforme llanura, el redondo “Cabecico Pelao” parecía que flotaba en el abismo.

No se oía ni un grito, ni una voz; ni el canto de las aves, ni el gemido del viento. La mirada vagaba inútilmente y se perdía en el infinito de aquel silencio solemne y majestuoso.

Se diría que la tierra había desaparecido para siempre. Se sentía la angustiosa sensación del caos, de la nada, algo así como la evocación de aquellas primeras e insondables palabras del Génesis: ‹‹ En el principio Dios creó…››.

-¿Verdad que se está bien al sol, abuelo? -insinuó Vicente, como temiendo turbar la paz de la naturaleza.

El abuelo asintió con ligero movimiento de labios. No sentía ya frío ni dolor alguno. Sus miembros se hallaban inertes, insensibles. Un ligero ronquido acompañaba a su jadeante respiración. Los sentidos se le apagaban insensiblemente, y únicamente, allá dentro, en el cerebro, brillaban, como fugaces lucecitas, confusos recuerdos de su existencia. Le parecía que las piezas de tierra se dilataban por todos los ámbitos; y allá lejos, muy lejos, columbró a su padre y a su abuelo, alzando afanosos, piedra sobre piedra, una pared, y también se veía a sí mismo cual otro yo, que arreaba al borriquillo del acarreo. Una mano, un soplo invisible apagó la lucecita; y el señor Cesáreo, el abuelo del “Caserío Manuel”, contrajo los labios en un rictus de placidez y, con los ojos entreabiertos, recostó suavemente la cabeza contra una amplia mata de esparto.

¡Abuelo! ¡Abuelo! -repitió impaciente Vicente, que no lo perdía de vista presintiendo el desenlace- ¡Abuelo! ¡Rediezla... si se ha muerto!

Le levantó un brazo. Que al soltarlo cayó inerte sobre el cuerpo. Le tocó la cara, y apartó repentinamente la mano como herido de la impresión del inconfundible frío de los cadáveres.

-¡Abuelo!-insistió junto al oído-.Por más que lo llame ya está rematau.

Se quedó en suspenso y como alelado ante la efigie de su abuelo, pero, aunque niño, no se amedrentó, ni se sobrecogió el supersticioso y ancestral terror que nos inspira la muerte.

Si lo hubiera visto expirar en el lecho de su cuarto, al tétrico resplandor de los cirios, rodeado de sus hijos y nietos y de las mujeres tocadas con negros mantos y coreando con ayes y rezos las plegarias del cura, es seguro que, entonces, todo acongojado y oprimido el pecho, se hubiese deshecho en lágrimas, y que esa triste escena no se hubiera borrado jamás de su imaginación; pero esta muerte, o mejor, este casi insensible pasar a otra vida, bajo la radiante luz del sol del mediodía, en plena naturaleza, teniendo precisamente por lecho el brocal del “Pozo del Secretariado” y a la vista el “Cabecico Pelao”; sin lamentos ni imprecaciones, sin el bisbiseo de las plegarias y rezos, y sin la aquelarresca visión de mujerucas enlutadas y de rostro compungido, era para Vicente un fenómeno extraordinario pero no terrorífico; significaba para él la muerte de su abuelo, en aquellos momentos, algo así como una hoja más de las muchas que, secas y amarillentas, se desprendían de los árboles y revoloteaban a ras del suelo.

No obstante, Vicente pensó que era urgente una determinación. Precisamente Juanico acababa de abandonar el lugar cargado con unos cuantos fajos de esparto. Rápido se fue Vicente hasta colocarse cerca de él y lo llamó:

Juanico!

.¿Qué quieres?-contestó parándose.

-Repara bien lo que voy a decirte. Le dirás a madre que te dé el pan y la chula que me he dejado en la cocina.

-¡Bueno!-replicó el otro, disponiéndose a marchar.

-¡Espera!-Lo atajó imperioso Vicente-; y también, escucha bien; también le dices ¡que se ha muerto el abuelo!

-¿De veras?

-Lo que oyes-y a modo de despedida, insistió-: A ver si te acuerdas de todo: el pan con la chula, y que acaba de morirse el abuelo.

Salió corriendo Juanico, esfumándose y borrando su silueta a los pocos momentos entre las sombras de la niebla, y Vicente, al dirigirse nuevamente donde yacía el cadáver del señor Cesáreo, se paró a la mitad del camino, y contemplándolo con lástima, exclamó arrasándole las lágrimas los ojos:  

Rediezla, qué casualidad, venirse a morir al “Pozo del Secretariado”… quién se lo iba a decir!... ¡¡pobre abuelico!!

 


“Por los caminos del Saso

se perdio un día un muetico,

camina que te camina,

siguiendo los pajaricos.

Se encontró a un pastor viejo

que le preguntó quedito:

‘Oye muete, ¿adónde vas?

¿has perdido el camino?’

Y aquel muete juguetón,

con aires de sabio rico,

le dijo con voz cantarina,

tan cara como un buen libro:

‘Voy buscando un año más,

que tengo pocos, poquicos,

y quiero hacer muchas cosas,

y años son que necesito’.”

(Pedro Mari Flamarique 1994)


    

¡Buen camino!

       Vale.

 

 

 



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