Domingo, 3 de octubre de 2021
Hay días en los que la climatología nos hace dudar: ¿Salimos al campo o nos quedamos en casa? Hoy es uno de ellos.
Nos arriesgamos. A las 08:30 horas dejamos el coche en la Chiquitina y empezamos a andar. No llueve.
El cordonazo de San Francisco, por tierra y mar se ha de notar.
El cielo está plomizo. De la zona de Codés, una cortina blanquecina avanza lentamente hacia el Saso. La temperatura es buena: 18º. En la mochila, por si acaso, llevamos paraguas y chubasquero.
Salimos al camino principal y tomamos el primero que va a la dcha.
Subimos por detrás del pinar que está junto al Caserío de Gregorico y descendemos hasta el cruce de los caminos que van al Zorrico y Lazarau. No tomamos ninguno de los dos. Seguimos por un tercero a la izquierda.
Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
“El
Abuelico”
(Las dos jotas y la poesía de Padro
Mari Flamarique están tomadas del libro “Los Gregoricos. Raíces tafallesas y
genealogía de los Zaratiegui”. Arantxa Marco Hernando. Altaffaylla. Tafalla
2009)
Qué triste se ha vuelto el Saso
sin galeras y sin mulas.
No hay jotas en los caminos
alegrando la llanura
Felisa, la
dueña joven del “Caserío Manuel”, en el término tafallés del “Saso”,
no daba paz a sus brazos en la mañanera y cotidiana labor.
Al
asomar los primeros rayos del sol por la ventana de la cocina, en la que
reinaba un cálido halo a hogar, había ya barrido el piso, la escalera y el
patio, y había ya pasado por el cedazo la harina para amasar al día siguiente.
Ardían en el hogar recios troncos de encina
del cercano “Monte Plano”, cuyas llamas acariciaban el ventrudo caldero
repleto de despojos de hortalizas para los cutos; tenía preparado el desayuno,
sopas de pan con ajo frito, así como el condumio de mediodía, consistente en
alubias con chorizo y tocino, seguidas de un oloroso guiso de carne de oveja.
Cuando
estaba dando las últimas vueltas a la comida, antes de dejarla reposar, se
presentó en la cocina su hijo Vicente, un muete de diez a once años,
sucio, desgreñado, de facciones picarescas y sin más vestimenta que los
pantalones y la camisa de lino. Traía sujeta bajo el brazo y hecha un revoltijo
el resto de la indumentaria, o sea, las abarcas y los piales de lana, la
chaqueta y la boina. Se sentó en el banco cercano a los dos poyos de piedra que
limitaban el fogón, y allí, con aire displicente y ojos somnolientos acabó de
vestirse.
-
¿Así se entra, pocos modos? - le increpó su madre-. Ya podías decir:
¡buenos días!
-
Espérese que me espabile, ¡rediezla! -gruñó el chiquillo en prolongado
bostezo.
-
¿Qué hace tu hermano? -repitió, en el mismo tono, aquella.
-
Ahora comienza a vestirse.
-
¡Virgen de Ujué, qué madrugadores tenemos en esta casa! -y con irónico ademán,
siguió-: Estamos en vísperas de San Andrés, y hace un Jesús que ha
salido tu padre con las mulas a labrar el campo del “Alto Ventura”, que
ya debía estar roto desde antes del Pilar; y tú, por las trazas, ya
estará el sol por todo el mundo cuando sueltes los corderos; ¡qué verdad es
aquel dicho!:
‹‹
por donde salta la cabra, salta el cabrito››.
Vicente, acaso por desviar
hacia otro asunto la conversación, interrumpió:
- ¿Qué hace el abuelo: se levanta o no?
- Qué ha de hacer el infeliz,
consumirse poco a poco: no quiere tomar nada; dice que todo le sienta mal.
-Rediez, pobre abuelico -siguió
Vicente-, pues ya es para él pasarse tantos días sin ir al “Pozo del Secretariado”
y al “Cabecico Pelao”.
Al terminar estas palabras y como
evocado por un conjuro, apareció en la puerta de la cocina el señor Cesáreo, el
abuelo del “Caserío Manuel”, como le llamaban en Tafalla, por ser ese el
nombre patronímico de la casa, desde que fue construida, hacía ya unos siglos.
Se quedó parado breves instantes bajo
el dintel, apoyando su diestra temblorosa y descarnada en su recio cayado de
boj. El señor Cesáreo era de los pocos que todavía vestían el clásico calzón
sujeto con una amplia faja o ceñidor, lo que hacía resaltar más su extremada
delgadez. Blancos mechones asomaban bajo la boina capona, aureolando su
rostro exangüe y macilento como el de un asceta.
- ¡Rediezla, el abuelo! -le
saludó Vicente.
- ¿Pero tiene conciencia de levantarse?
-le riñó su nuera-. ¡No se acuerda que la semana pasada le dijo el practicante
que quietecico en la cama hasta que él mandase otra cosa?
Hizo el abuelo un mohín despectivo.
Arrastrando los pies, se acercó al banco que estaba al amor de la lumbre y tomó
asiento. Con voz débil y entrecortada por la fatigosa respiración, murmuró:
-Pues
que me he asomado a la ventana del cuarto, y al ver el sol tan placentero
levantarse sobre el “Monte Plano”, me he pensado que la cama tira para
ella, y… ¡arriba! He dicho; y aquí me tienes.
-Pero usted no ha tenido en cuenta -le
arguyó Felisa- que sobre el “Monte Plano” está el sol, pero hacia la
cañada, hacia Falces y Miranda de Arga, está la boira prieta, prieta, y
luego la tendremos aquí.
¡Qué sea lo que Dios quiera! -acabó el
abuelo.
Se dio por vencida la nuera; avivó el
hogar con un manojo de ilagas y alargándole al suegro un plato de
humeantes sopas, le dijo:
-Tómelas
de seguido, porque están recién escudilladas, y le apañarán el cuerpo
mejor que las medicinas.
Repitió
la misma operación con su hijo, y abuelo y nieto, aquel sentado en el banco y
este a sus pies en la piedra del fogón, entre cucharada y cucharada de sopas,
entablaron un breve e interesante diálogo:
-Escucha,
Vicente: ¿cuántas ovejas han parido ya?
-Catorce,
abuelo, tantas como preñadas.
-
¿No queda ninguna por parir?
-Ninguna.
-(Sonriendo).
¿No te lo decía yo? Tú me apostabas que para la Purísima no habrían parido
todas: yo que sí… ¿quién ha ganado?
-
¿Y usted qué se sabía?
-
(Con marcada satisfacción) Porque estas ovejas de casa nuestra, no sé si será
por la clase o por permiso de Nuestro Señor, pero el caso es que se
amanecen muy temprano.
-La
última ha sido aquella oveja muesa: esa parió anteanoche.
-
¿Habéis puesto este año alguna oveja en la paridera?
-
Tampoco hemos puesto ninguna.
-
(Con la misma satisfacción). ¡Mira tú si son amorosas! -y tras breve pausa,
siguió-: ¿Y de ricios en los llecos, cómo estamos?
-
Este año de primera. Ya han corrido las piezas del “Pozo del Secretariado”
y hoy las voy a llevar más allá, hacia las ezpuendas del “Cabecico
Pelao”; ¡allí se hartarán, abuelo; hay un ricio de más de a palmo!
-
(Al abuelo se le ilumina el semblante de júbilo). ¿A las ezpuendas del “Cabecico
Pelao”? Pues en cuanto caliente el sol una miaja, subiré, aunque no
sea más que un ratico para hacerte compañía.
-
(Vicente patalea de alegría). Sí, abuelico, sí: suba, que allí estará
muy bien y, además, que allí no llega nunca la boira.
Cuando tal escuchó Felisa, cortó el
diálogo:
-Por
Dios, abuelo: ¿sabe lo que dice? ¡Si no está usted ni para salir a la puerta
del caserío!
-
(El abuelo responde con energía). Si estoy o no estoy, luego lo veremos. Yo
probaré; si me acompañan las fuerzas seguiré, y si me faltan recularé.
Vicente,
sin replicar, se fue a soltar los corderos, advirtiéndole a su madre:
-Madre,
póngame pal mediodía una chula con mucho magro, y un cacho
pan bien grande.
-A
ti te esperaba -le replicó-; ya hace una hora que la tienes en el cajón de la
mesa.
Vicente
bajó al corral, desatrancó las puertas, que dejó abiertas de par en par, y
soltó los corderos del encierro. Estos, dando saltos y cabriolas y lanzando
lastimeros balidos, salieron en confuso tropel al camino; y precedido Vicente
del diminuto rebaño, se puso en marcha tan alborozado y contento hacia el campo,
como al de Montiel el caballero manchego en su primera salida.
Por el
camino del Saso
el
cansancio no me agobia.
Canto
para mi solico
y la distancia se acorta.
Las
piezas del “Cabecico Pelao” eran las mejores del “Caserío Manuel”,
y unas de las mejores del término. Estaban situadas al norte del caserío, hacia
la muga de Miranda de Arga. Aquellas tierras eran en tiempos un estéril
y pedregoso yermo, donde nacían abundantes las ontinas, las ilagas,
el esparto y los tamarices; y en las que las aguas, cuando caían,
al descender de los tesos, abrían algunos barrancos y torrenteras. Pero los del
“Caserío Manuel”, a costa de la sangre y el sudor de tres o cuatro
generaciones, mucho antes de que naciera don Joaquín Costa, habían puesto por
obra la definición que este dio de la agricultura: “la ciencia de convertir
las piedras en pan”.
Cuántas veces recordó el señor Cesáreo
las heladoras mañanas de enero, en que siendo él todavía un muete,
arreaba el borrico que, aparejado con collera y tirantes,
arrastraba penosamente la narria cargada de pedruscos; pedruscos que su
padre y su abuelo, ayudados por hijos y hermanos todos de la casa, los
colocaban uno a uno y piedra sobre piedra, hasta alzar el sólido muro, sostén y
cimiento de la finca. Y así un día y otro día, y un año y otro año, y una
generación y la siguiente, sin desmayar un momento en la empresa.
¡Admirable ejemplo de abnegación y de
voluntad! Bien sabían unos y otros que no trabajaban para ellos; que ellos no
recogerían el fruto de tantos afanes; pero, ¡qué importaba!, trabajaban en
favor del “Caserío Manuel”.
Llegó Vicente a las espuendas del “Pozo
del Secretariado” mayoral de su rebaño y dejó que los corderos pastaran en los
ricios a discreción. Fue a colocarse al lado del pozo y aspiró con fruición
la brisa impregnada del aroma de las ontinas. Pero su vista no pudo otear como
otras veces por el vasto panorama que se extendía a sus pies, hasta perderse en
la lejanía, donde, en los días serenos, brillaban con reflejos diamantinos,
hacia el sur, las nevadas cumbres del Moncayo.
La niebla, a modo de manso oleaje,
subía y subía desde la muga de Falces, cubriendo con su manto, de occidente a
oriente, toda la tierra baja del “Saso”.
-¡Rediezla! -alborotó cortando
sus reflexiones-. ¡Ya está allá el abuelo; y viene con mi hermanico!
Efectivamente, por el camino se
acercaban lentamente el señor Cesáreo apoyando la diestra en el cayado y la
izquierda en el hombro del más pequeño de sus nietos, de Juanico, que
contaba dos años menos que el mayor.
El camino era corto, mas, era penosa la
andada para sus años y sus achaques, aunque de sobra compensada ante la
esperanza de volver a pisar las piezas del “Pozo del Secretariado” y de los
alrededores del “Cabecico Pelao”; de ver nuevamente aquella tierra, de
la que se nutrían la sangre de sus venas y las fibras de sus músculos, y que al
contemplarla se le antojaba como madre cariñosa que lo aguardaba para
estrecharlo contra su seno.
-¡¡Juanico!! -gritó impaciente
Vicente-. ¡Hala templaus, que os encorre la boira!
Transcurridos
diez minutos, llegaron al pozo. Hicieron un descanso y bebieron un trago de
agua, que les supo a gloria, con la taza de metal que siempre estaba en su
borde sujeta con un alambre. Luego el señor Cesáreo, y no obstante la fatiga y
la respiración anhélica, recorrió con la mirada, de un extremo a otro
las piezas, dibujándose una sonrisa de gratitud en sus labios contraídos. Se
acercó a una ezpuenda y se sentó, o más bien se desplomó, al abrigo del oreo,
bañado por el sol.
-
¿Se ha cansau abuelo? - le interrogó Vicente.
El abuelo contempló ensimismado a su
nieto y balbuceó:
-¡Una miaja… una miajica!
Paice que tengo las piernas de vidrio. Anda, Juanico -ordenó a
este después de un corto intervalo-, arranca unos fajos de esparto de
los más altos y se los llevas a tu madre.
En
tanto que fue a ejecutar Juanico lo ordenado, se le aproximó a Vicente
un cordero muy blanco, la cola lanuda, fino el hocico y muy vivos los ojos.
-¡Hola,
Palomo- le saludó acariciándolo-, ya voy a darte el pienso que te gusta…
En
aquel instante recordó que se había olvidado de traerse la chula y el
pan.
-¡Mecachis!
-profirió pataleando; y al mirar a su abuelo, paró al instante.
-¡Tengo
frío, Vicente!-gimió el anciano con voz casi imperceptible.
-Eso
es la boira; mírela, ya está en todo el mundo; pero aquí no llega.
Efectivamente,
la niebla, cual inmenso y tranquilo piélago de nubes, cual denso velo de color
plomizo, cubría montes y hondonadas. Sobre aquella impalpable y uniforme
llanura, el redondo “Cabecico Pelao” parecía que flotaba en el abismo.
No
se oía ni un grito, ni una voz; ni el canto de las aves, ni el gemido del
viento. La mirada vagaba inútilmente y se perdía en el infinito de aquel
silencio solemne y majestuoso.
Se
diría que la tierra había desaparecido para siempre. Se sentía la angustiosa
sensación del caos, de la nada, algo así como la evocación de aquellas primeras
e insondables palabras del Génesis: ‹‹ En el principio Dios creó…››.
-¿Verdad
que se está bien al sol, abuelo? -insinuó Vicente, como temiendo turbar la paz
de la naturaleza.
El
abuelo asintió con ligero movimiento de labios. No sentía ya frío ni dolor
alguno. Sus miembros se hallaban inertes, insensibles. Un ligero ronquido
acompañaba a su jadeante respiración. Los sentidos se le apagaban
insensiblemente, y únicamente, allá dentro, en el cerebro, brillaban, como
fugaces lucecitas, confusos recuerdos de su existencia. Le parecía que las
piezas de tierra se dilataban por todos los ámbitos; y allá lejos, muy lejos,
columbró a su padre y a su abuelo, alzando afanosos, piedra sobre piedra, una
pared, y también se veía a sí mismo cual otro yo, que arreaba al borriquillo
del acarreo. Una mano, un soplo invisible apagó la lucecita; y el señor Cesáreo,
el abuelo del “Caserío Manuel”, contrajo los labios en un rictus de placidez y,
con los ojos entreabiertos, recostó suavemente la cabeza contra una amplia mata
de esparto.
¡Abuelo!
¡Abuelo! -repitió impaciente Vicente, que no lo perdía de vista presintiendo el
desenlace- ¡Abuelo! ¡Rediezla... si se ha muerto!
Le
levantó un brazo. Que al soltarlo cayó inerte sobre el cuerpo. Le tocó la cara,
y apartó repentinamente la mano como herido de la impresión del inconfundible
frío de los cadáveres.
-¡Abuelo!-insistió
junto al oído-.Por más que lo llame ya está rematau.
Se
quedó en suspenso y como alelado ante la efigie de su abuelo, pero, aunque
niño, no se amedrentó, ni se sobrecogió el supersticioso y ancestral terror que
nos inspira la muerte.
Si
lo hubiera visto expirar en el lecho de su cuarto, al tétrico resplandor de los
cirios, rodeado de sus hijos y nietos y de las mujeres tocadas con negros
mantos y coreando con ayes y rezos las plegarias del cura, es seguro
que, entonces, todo acongojado y oprimido el pecho, se hubiese deshecho en
lágrimas, y que esa triste escena no se hubiera borrado jamás de su
imaginación; pero esta muerte, o mejor, este casi insensible pasar a otra vida,
bajo la radiante luz del sol del mediodía, en plena naturaleza, teniendo
precisamente por lecho el brocal del “Pozo del Secretariado” y a la
vista el “Cabecico Pelao”; sin lamentos ni imprecaciones, sin el bisbiseo
de las plegarias y rezos, y sin la aquelarresca visión de mujerucas
enlutadas y de rostro compungido, era para Vicente un fenómeno extraordinario
pero no terrorífico; significaba para él la muerte de su abuelo, en aquellos
momentos, algo así como una hoja más de las muchas que, secas y amarillentas,
se desprendían de los árboles y revoloteaban a ras del suelo.
No
obstante, Vicente pensó que era urgente una determinación. Precisamente Juanico
acababa de abandonar el lugar cargado con unos cuantos fajos de esparto. Rápido
se fue Vicente hasta colocarse cerca de él y lo llamó:
-¡Juanico!
.¿Qué
quieres?-contestó parándose.
-Repara
bien lo que voy a decirte. Le dirás a madre que te dé el pan y la chula
que me he dejado en la cocina.
-¡Bueno!-replicó
el otro, disponiéndose a marchar.
-¡Espera!-Lo
atajó imperioso Vicente-; y también, escucha bien; también le dices ¡que se
ha muerto el abuelo!
-¿De
veras?
-Lo
que oyes-y a modo de despedida, insistió-: A ver si te acuerdas de todo: el pan
con la chula, y que acaba de morirse el abuelo.
Salió
corriendo Juanico, esfumándose y borrando su silueta a los pocos momentos entre
las sombras de la niebla, y Vicente, al dirigirse nuevamente donde yacía el
cadáver del señor Cesáreo, se paró a la mitad del camino, y contemplándolo con
lástima, exclamó arrasándole las lágrimas los ojos:
-¡Rediezla,
qué casualidad, venirse a morir al “Pozo del Secretariado”… quién se lo
iba a decir!... ¡¡pobre abuelico!!
“Por los
caminos del Saso
se perdio
un día un muetico,
camina
que te camina,
siguiendo
los pajaricos.
Se
encontró a un pastor viejo
que le
preguntó quedito:
‘Oye
muete, ¿adónde vas?
¿has
perdido el camino?’
Y aquel
muete juguetón,
con aires
de sabio rico,
le dijo
con voz cantarina,
tan cara
como un buen libro:
‘Voy
buscando un año más,
que tengo
pocos, poquicos,
y quiero hacer
muchas cosas,
y años
son que necesito’.”
(Pedro
Mari Flamarique 1994)
¡Buen
camino!
Vale.
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