Este artículo fue publicado en la revista La Voz de la Merindad de fecha 15 de Diciembre de 2015, nº 321.
LA CABALGATA DE REYES EN 1945
D. Antonio Añoveros, párroco de Santa María, era un
cura joven y resuelto. Se había empeñado dos años antes en sacar una cabalgata
de Reyes que trajera algo de ilusión a aquellas gentes empobrecidas, aunque esperanzadas,
después de una terrible guerra civil.
(D. Antonio Añoveros, párroco de Santa María de Tafalla)
En
1943, Jesús Virto, Antonio Berango y Florencio Aoiz “el Templau” se habían
prestado gustosamente a ser los monarcas de una austera cabalgata, a la que un
grupo de mujeres, capitaneadas por la popular Paz Flamarique, conocida como “la
del Calero”, vistieron con colchas y sobrecamas brillantes que les prestaron en
algunas casas particulares.
Según
me cuenta Javier Aoíz, que entonces tenía 15 años, esa mañana había acompañado
a su padre, Florencio, a coger olivas en Valmediano. ¿Has visto alguna vez a un rey cogiendo olivas? – le dijo su padre-
¡Pues aquí tienes a uno!
Dos años más tarde, el 5
de enero de 1945, la ciudad estaba cubierta por una gran nevada.
(El Regimiento de San Quintín desfilando junto a la Plaza de Navarra)
El
Regimiento de San Quintín, que desde el primero de diciembre anterior, estaba
acuartelado en Tafalla, tenía doble trabajo.
Aprovechando la estancia de los militares, el párroco Añoveros se
entrevistó con el coronel al mando del Regimiento. Le propuso que colaborasen
ese año en la venida de los Reyes Magos porque, con la participación de tantos hombres,
serían unos mil además de las caballerías, resultaría excepcional.
El
coronel aceptó.
Jesús
Cárcar “Zaragoza” tenía entonces 10 años. En su memoria se quedó grabada, como
lo más extraordinario que pudiera ocurrir, aquella tarde de Reyes.
-
“Los soldados estaban repartidos por
casas y bajeras. Sentados en las gradas, desayunaban, comían y cenaban en la
Plaza de Toros. Entre el lavadero y el río, en el ribazo, hicieron una zanja
larga y profunda que les servía de letrinas. Para evitar los malos olores y a
los roedores, la tapaban con unas tablas.
La tropa preparó los
ganados de que disponía, pero para poder celebrarse la cabalgata, había que
retirar la gran cantidad de nieve que se había acumulado en las calles.
Limpiaron como pudieron el trayecto desde la Plaza de Toros a la de Navarra,
echando la nieve sobre las aceras. En algunos tramos, se formaron montones de
un metro de altura.”
Una
vez conseguida la limpieza de las calles, quedaba la segunda parte: Hacer un
desfile digno de verse.
(Los Jardines cubiertos de nieve)
La
tarde estaba fría, heladora. Cientos de personas abandonando sus caldeadas
cocinas, salieron a la calle y se apretaron por encima de la nieve para ver la
llegada de “los Reyes”. Jesús Cárcar
sigue recordando:
-
“La comitiva causó sensación. La banda
de tambores y cornetas del regimiento daba un aire solemne al desfile.
Los oficiales, vestidos de
reyes, montaban sus caballos, precedidos por soldados con ropas de pajes.
Detrás de los Reyes, una
gran cantidad de soldados tiraba de los mulos cargados de fardos, todos vacíos
pero aparentemente muy pesados, y que a los muetes nos parecía que estaban
llenos de regalos.
En la Plaza de Navarra,
después de los saludos de rigor, procedieron a repartir algunos juguetes entre
los críos pequeños más pobres del pueblo. Las señoritas de la “Conferencia”,
que entonces colaboraban en la beneficencia, se habían encargado, mediante
donativos, de su compra.
A mí, aunque éramos
pobres, como ya tenía 10 años, no me dieron nada.”
La noche se había puesto
fría de verdad. Los tafalleses se fueron retirando a sus casas mientras los
Reyes hicieron una visita al Asilo para llevar, también allí, algunos regalos y
mucha ilusión.
(Gran nevada en La Farola)
Jesús
Cárcar se metió en la cama soñando cómo sería la mañana siguiente. Los Reyes,
según les contaban los mayores, esa noche iban a tener mucho trabajo. Tenían
que repartir por todas las casas del pueblo los regalos que habían traído en
los mulos. Por eso había que dejar, junto al calzado, un poco de agua y un
montonico de cebada. Y a él ¿qué le dejarían esa noche? ¿Con qué sorpresa se
encontraría cuando se levantara?
Y la
sorpresa fue grande.
-
“Uno de los soldados se llamaba Sindulfo
Fernández. Como vivíamos cerca de la Plaza de Toros, hizo amistad con mi
familia. Mi hermana y yo íbamos todos los días, después de que comiera la
tropa, con un par de pozales a llevarnos las sobras del rancho. Vendíamos cada
pozal a tres pesetas a la gente que criaba cutos. Si la tarde se daba bien,
podíamos sacar hasta cuarenta pesetas.
Un par de pozales siempre iban a parar a nuestra casa
porque también teníamos cutos. El dinero que sacábamos se lo dábamos a mi
madre, que lo empleaba en comprar en el estraperlo lo que no daban con las
cartillas del racionamiento.
A este Sindulfo le daba pena verme cómo iba vestido. Los
pantalones llenos de remiendos y, con aquella nevada, las alpargatas sin
suelas. Echó mano de una manta de los mulos y se la dio a mi madre. La llevó a
una modista, la señora María, que vivía en la calleja del Churrero y me hizo
una pelliza.
El día 6, cuando me
levanté, vi que los Reyes me la habían dejado de regalo. Salí a la calle todo
ufano. No era consciente de que se veía a un kilómetro que era una manta
mulera. Pero me hubiera dado igual. Iba tan abrigado y satisfecho de que
hubieran pasado los Reyes por mi casa, que me sentía el chaval más afortunado
del mundo.”
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