Domingo, 28 de marzo de 2021
Hoy nos quedamos en Tafalla. El campo está precioso. Al verdor de los sembrados, se unen los arbustos en flor y los árboles empiezan a mostrar unas hojas diminutas, anticipo de la frondosidad que durará hasta bien entrado el otoño.
Vamos a visitar tres abejeras antiguas.
Son las 08:00 horas. El cielo está limpio de nubes. La temperatura es fría: 4º, pero vamos a disfrutar de una mañana de primavera.
La sardina y la longaniza, al calor de la ceniza
Salimos cuesta arriba por el camino del Vaquero.
Cruzamos el canal, que en este tramo va bajo tierra.
Entramos en la Aquitana.
La cruz de Corpus Alegría, solitaria como siempre, luce un ramo de romero en su cresta.
En la ladera del cerro donde se asientan las ruinas del Caserío de los Capitanes, las ilagas y los romeros han florecido. El contraste entre el amarillo intenso y las frágiles florecillas lilas y blanquecinas disputa en belleza con el verdor de las cebadas.
Orillando la pieza, llegamos a la Abejera de Garbayo. Son las 08:50 horas.
La parada es obligatoria.
Tantas veces como la hemos contemplado y, siempre que la visitamos, nos sorprende.
Los almendros que la rodean ya han perdido la flor y sus ramas se visten de un verde limpio y fresco.
Por la pieza, en dirección O. llegamos al camino que sube a la Lobera.
La balsa, en la orilla del camino, tiene mucha agua.
Continuamos hacia el N.
Llegamos al pozo de Jurío.
La piedras amontonadas del viejo pozo cobijan en su interior el tesoro del agua.
Metemos los bastones y comprobamos que el agua llega hasta medio metro de altura.
El Ciprés de Arizona, que alguien tuvo la feliz idea de plantar a su lado, parece sonreírnos.
En las inexistentes fronteras entre los términos de Tafalla, pasar del cruce de caminos que desciende al Prado Redondo supone abandonar Valdiferrer para entrar en La Aquitana.
09:40 horas. Abejera de Froilán
Desde el camino no hay forma de ver la construcción. La maleza lo ha invadido todo y es prácticamente imposible llegar a ella.
Siempre que hemos pasado por aquí, hemos proyectado adentrarnos algún día en esa maraña. Hoy es ese día.
Bajamos a la pequeña hondonada llena de carrizos y juncos y nos acercamos al inmenso zarzal que oculta la abejera y medio asfixia los tres o cuatro almendros que sobreviven.
Acercarse hasta la fachada de las piqueras es imposible. Van a hacer falta trabajos de desbroce.
Pero la construcción, por lo poco que podemos ver, está bien conservada.
Rodeamos la vegetación y, como podemos, subimos al pinar para situarnos encima de ella.
Salimos al camino.
Las ideas y propuestas bullen en nuestras cabezas. Hay que conseguir que se desbroce el paraje y descubrir, fotografiar y documentar esa abejera.
Subimos hacia el Alto de la Lobera.
Entre las acacias comunes, descubrimos varios ejemplares de acacias de tres espinas.
Sus características bayas destacan por su tamaño.
En estos lugares es frecuente la aparación de cerámicas de variada tipología entre las que se encuentra representada no sólo la de almacenaje, cocina y despensa, sino también la vajilla fina de mesa como la sigillata y la pigmentada. Además de estos hallazgos, que suelen ser los más habituales, destaca la localización de un elemente epigráfico de alto interés patrimonial, en el paraje de La Lobera, que consiste en una lápida funeraria descontextualizada en la que aparece el nombre indígena THURSCANDO. (Rosa Mª Armendáriz Aznar)(Reviasta Panorama nº 32)
10:00 horas. Abejera de La Lobera.
En el lado superior de una pieza cuadrada, junto a una palomera, se encuentran los restos de esta antigua abejera. Su propietario o usufructuario también era Froilán.
Está muy deteriorada, pero se aprecia que fue importante.
Muy cerca de ella, un aljibe, de construcción nueva, recoge las aguas que descienden por la ladera del cerro.
El lugar y la hora son los indicados para echar un bocado.
Al abrigo del escaso viento, junto a un lozano quejigo, nos sentamos. Las vistas son una maravilla: El Plano, arropado por Lazarau y Don Galindo; Moncayuelo y su parque eólico...
Y el caserío de Valdiferrer, con su protección de cipreses.
Al otro lado del alto disfrutamos de un paisaje impresionante.
Artajona brilla con la intensa luz de la mañana.
A nuestra dcha. la Higa, Izaga, San Pelayo y la sierra de Izco. Y más cercanos: Buskil y el Portillo del Sastre.
Volvemos al camino principal y comenzamos a descender.
Unas florecillas de color violeta llaman nuestra atención.
Es la carrasquilla. Esta planta se llegó a utilizar como remedio casero, en infusión, para combatir la hipertensión. La farmacología moderna ha desplazado estas prácticas, que no estarían exentas de riesgos.
Al llegar al canal, cruzamos un puente y llegamos a la cabaña de Chispas.
El estado de la construcción es penoso.
Cada vez que pasamos, está un poco peor y nunca se hace nada.
La techumbre, que se ha hundido en parte, tiene una vigas de piedra que son dignas de visitar.
11:40 horas. Gurrutxo. A diferencia de la Cabaña Redonda de Valgorra, a la que erróneamente se la ha denominado gurrutxo, ésta es la única construcción que tiene ese nombre.
Si la cabaña de Chispas está en ruinas, qué diremos del Gurrutxo.
Parece ser que la construcción se halla en un terreno particular, pero me consta que la propiedad está en buena disposición para permitir, con las compensaciones pertinentes, la rehabilitación de todo el contorno. Ojalá podamos ver materializados esos acuerdos y no se llegue demasiado tarde, como ha ocurrido en otros casos.
Descendemos por el camino de Losillas y entramos otra vez en el Vaquero.
12:30 horas. Fin del recorrido.
El Barranco del Abaco, debajo del asfalto, nos conduce hasta la carretera de Estella.
En este enlace se puede ver el recorrido de hoy.
Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
Dinamita, abejas, miel y un ángel
I
Gerardo, el capataz de
la explotación gritó al dinamitero que se hallaba resguardado del peligro tras
un talud, algunos metros a su derecha:
- ¡Déjalo ya Rufino. ¡Por
hoy, tenemos bastante para cargar unos cuantos viajes! ¡Mañana, vuelves a la
misma hora!
- ¡Muy bien, señor Gerardo!
¡Hasta mañana, pues!
Y Rufino, el
dinamitero, que estaba contratado en la empresa “Yesos Recarte”, por horas,
montó en su bicicleta “Orbea” y se puso en marcha hacia la carretera que
conducía desde Tafalla hacia Larraga. Cuando se incorporó a esta vía se dirigió
en dirección a esta última población y no hacia la primera, donde vivía. La
mañana de abril estaba recién estrenada y aún le quedaba mucho tajo por
delante. Y es que Rufino, el dinamitero, era un hombre pluriempleado. A ratos,
era capaz de demoler en un santiamén todo aquello que le pusieran por delante.
A él, que le dieran unos cuantos cartuchos de dinamita y que le dijeran qué
había que deshacer. Lo demás corría por su cuenta. Por ello, no solo la empresa
que explotaba el yeso en el término de Tafalla, sino empresas constructoras e,
incluso, las cercanas “Canteras de Alaiz”, en el Carrascal, hacia Pamplona,
reclamaban, día sí día no. Sus servicios.
En la época en que
transcurre nuestro relato, Rufino, el dinamitero, tenía ya treinta y cuatro
años. Era un hombre no muy alto, fornido, moreno, de cejas pobladas y rostro
cuadrado donde nacía una amplia nariz que se sobreponía a unos labios gruesos,
más entrenados en comer que en hablar. Por su aspecto no se diría que albergase
la necesaria delicadeza como para tratar con suavidad un elemento tan peligroso
como la dinamita, pero así era. Cuando Rufino, el dinamitero, manejaba el
explosivo que constituía la herramienta principal de su oficio, se
transformaba. Trataba a esta sustancia de una manera mucho más delicada que a
su mujer Ángeles. No reparaba en tiempo ni delicadeza cuando preparaba una
explosión. Ya hubiese querido su consorte que fuera tan atento con ella. Y no
es que Rufino, el dinamitero, fuese mal marido, ¡qué va! Solo que, como las
explosiones de su media naranja no eran tan letales como las del
Trinitrotolueno, pues eso, que las encajaba, cuando ocurrían, o sea un día sí y
otro también, de una manera más filosófica. Podría decirse que al estilo de
Santa Teresa de Jesús: “La paciencia todo lo alcanza”. El hombre dejaba correr
los frecuentes estallidos de la fémina y decía amén a todo. Pensaba para sus
adentros: “Grita, grita, mujer. Desahógate, que por aquí me entra y por aquí me
sale” Y, claro, se señalaba imaginariamente ambas orejas. Aun así, el
matrimonio había conseguido sacar adelante dos retoños: una chica, Felisa, que,
a la sazón contaba seis años y un niño, Aurelio de cuatro.
II
Pero,
¿Por qué Rufino, el dinamitero, no iba hacia su casa si ya había concluido lo
más mollar de su jornada laboral? ¿Por qué se dirigía en dirección contraria a
la que llevaba a su pueblo? No, no os preocupéis. No se trataba de ningún
secreto. No se iba a acercar hasta el Caserío de La Sarda, que estaba un poco
más adelante, en plena carretera, a echar un trago con su compadre Nicolás, el
de La Sarda. Aunque los dos habían hecho la guerra juntos y juntos habían
conseguido volver vivos a Tafalla, hoy no tocaba. Y eso que, no es que no le
apeteciera un trago de ese vino añejo que elaboraba el agricultor en su fundo.
Le apetecía y mucho, como siempre. Además, Nicolás, el de La Sarda, era, más
que su amigo, su hermano de sangre. Uno a otro se habían salvado el pellejo no
se sabe ni las veces; no llevaban la cuenta. Uno y otro habían aprendido el
arte de la dinamita juntos, allá en el frente de Teruel primero, en diciembre
de mil novecientos treinta y siete y, luego en la batalla del Ebro en julio del
año siguiente. Los dos, quintos, habían tenido que ir al frente recién
cumplidos sus veintiún años.
“No”,
pensaba para su caletre el buen hombre. Hoy tenía que resolver un asunto
importante que no afectaba a su querido Nicolás, el de La Sarda, y lo iba a
hacer. Así que siguió pedaleando un rato. El sol cogía fuerza desafiando al
cielo azul. La primavera campaba a sus anchas. Las cebadas verdeaban pujantes
y, en las lintes y espuendas las ilagas, romeros, coscojas, enebros y sabinas
renovaban su pacto anual con la Madre Naturaleza. Sin embargo, las amapolas,
tan querenciosas de abril, no habían nacido apenas.
El
hombre vivía en la calle del Olmo, cerca de la Tasca de La Petra, allá en la cuesta
de Santa María, donde Rufino, el dinamitero, cenaba todas las noches la
cazuelica que le preparaba su “Santa”, junto con otros vecinos. A la sazón, el
comentario más común en dicho local era que “… el año estaba mucho raro…”. La
última vez que había llovido fue para las Ferias de febrero. Luego, nada. El
grifo se había cerrado y ya no había caído ni una gota. Algo se “barruntaba” en
el ambiente, repetían, sobre todo, los hombres del campo. Si la cosa no
mejoraba, habría que ir a Ujué, este año, descalzos o sacar al San Sebastián en
procesión, no sea que se “jibase” la cosecha.
Pero,
volvamos a Rufino, el dinamitero. El motivo de su amplio rodeo era que tenía
que visitar a sus “amigas”, como las llamaba él. No, no penséis mal. Por
aquellos andurriales no había ninguna casa de mala nota. Si es caso, lo más
abundante eran los zorros, que hacían sus cados en las abundantes yeseras, los
tejones, las perdices y los conejos. También proliferaban las grandes culebras
de escalera, entre las pesadas losas de arenisca, que se desparramaban por
doquier y ofrecían buen refugio a estos animalitos. Rufino, el dinamitero, las
cazaba a mano, de vez en cuando. Al igual que a los grandes “gardachos”. Él no
era cazador, pero el Ayuntamiento tafallés pagaba bien por las alimañas, lo que
le suponía un sobresueldo. También, como buen “gourmet” de la tierra, gustaba
de aderezarse alguno de ellos. Sus preferidos, ¡cómo no!, eran los lagartos,
que tenían una carne “mucho rica”. Con eso, algún que otro caracol y las ranas
que “pescaba” en las balsas, Rufino, el dinamitero, lo pasaba tan ricamente,
con su cazuelica vespertina en la Taberna de la Petra. Incluso, le daba para
invitar a sus compadres, de vez en cuando. Y así podían recordar viejos tiempos
y hazañas pasadas practicando esa filosofía tan tafallesa de echar “cuatro
tragos y siete mentiras”.
Pues
eso, ahora iba a visitar a sus “amigas”: las abejas. Y es que, Rufino, el
dinamitero, era un verdadero enamorado de estos insectos. Después de la
dinamita, las abejas. Incluso las ponía por delante de la familia. Decía que
eran los animales más buenos y más sabios de la tierra y, convendréis conmigo
que algo de razón no le faltaba.
Así
que, dejando al oeste el caserío de su amigo Nicolás, el de La Sarda, enfiló el
norte y se dirigió hacia otro caserío, el llamado de Valdiferrer, situado entre
aquel y la ciudad, cerca del cual Rufino, el dinamitero explotaba dos grandes y
viejas abejeras de piedra que pertenecían al Ayuntamiento y estaban ubicadas en
terreno comunal. Ambas eran construcciones sólidas de proporciones muy
parecidas. Divididas en dos pisos y cubiertas de lajas de arenisca, contaban
con unos veinticuatro huecos, cada una, donde, en un “cuévano” de mimbre vivía
un enjambre. La parte frontal se asemejaba, por tanto, a esos edificios de las
grandes ciudades que contienen infinidad de cubículos llamados “pisos” y donde
viven, un tanto hacinadas, infinidad de personas diríase “estabuladas”. Pues
las abejas, igual. Debajo de cada habitáculo, se podía ver una ranura bien
lubricada con cera, por donde entraban y salían las trabajadoras abejas, el
“piquero”. A un lado había una pequeña puerta de madera por la que entraba el
apicultor para realizar las tareas propias de su oficio, en las diferentes
estaciones del año. Cerca de la colonia había siempre una pequeña balsa, o un
aljibe, pues las abejas necesitan del agua cercana para producir su milagroso
alimento y una pequeña “caja” hecha de losas de arenisca, el “venturero”, que
servía para recoger los enjambres que abandonaban las colmenas, cuando nacía
una nueva reina. Y, por supuesto, romero, infinidad de matas de romero, por
todas partes.
Rufino,
el dinamitero, explotaba pues dos de estas factorías. El oficio lo había
heredado de su padre, que, a su vez, lo conservaba del suyo. Su familia no
poseía tierras; únicamente un pequeño huerto en el “Congosto”, al norte de
Tafalla, donde desde siempre habían cultivado los suyos las verduras, frutas y
hortalizas necesarias para una economía de subsistencia, como la mayoría de sus
convecinos.
Pero,
antes de llegar a la primera de las abejeras, aún le quedaba pasar su pequeño
calvario: cruzar los caminos del término del Caserío de Valdiferrer, antes
mencionado. Esto lo podía hacer bien por el oeste o bien por el este de dicho
fundo. El día que nos ocupa, como ya queda dicho, eligió el del oeste. Como
cambiaba con frecuencia, tenía la esperanza de poder pasar cerca de la vivienda
sin que le vieran. No se sabe por qué razón, el dueño del caserío, Jacinto, el
de Valdiferrer, como lo llamaban, le guardaba una gran animadversión que se
remontaba a los tiempos de la escuela, donde este y Rufino, el dinamitero, se
habían “zurrado la badana” de lo lindo, desde que tuvieron uso de razón y
suficiente fuerza para hacerse daño. ¿Motivo? No se sabe. Se miraron mal desde
el principio. La cosa empezó con unos empujones a los seis años y había llegado
a las navajas. En esto la guerra los ayudó, pues pudieron canalizar sus
violencias hacia otros enemigos. La mayoría de los que los conocían pensaban
que esto les había salvado la vida, a uno, y a otro del presidio.
Cuando
volvieron del frente y ambos formaron sus respectivas familias, se les
amortiguó en ardor. Al menos los primeros años. Ya habían tenido suficientes
raciones de odios, violencia y muerte, diríase que para todo lo que les restaba
de vida. Pero, el diablo que nunca descansa, había hecho de las suyas. Con el
transcurrir de los años, a Jacinto, el dueño del caserío de Valdiferrer, que no
tenía hijos y sí mucho tiempo para trabajar y para elucubrar su inquina hacia
su enemigo, le había dado por incordiarlo. Lo hacía a menudo, pero sin
enfrentarse a él directamente.
Y
es que, de vez en cuando, se dirigiera hacia sus abejas por el camino de arriba
o por el de abajo, ocurría que se le pinchaban las ruedas de la bici y, al
arreglarlas, encontraba unas chinchetas muy sospechosas. Otras veces encontraba
pedruscos o ramajes en el camino, que debía retirar si quería pasar. Incluso,
un día, se había dado cuenta de que había una liza tendida de lado a lado, a la
altura del manillar. Tuvo la suerte de verla, pues si no, el porrazo podía
haber sido morrocotudo.
Rufino,
el dinamitero, había dejado pasar estas provocaciones y no había respondido a
ninguna. Sin embargo, aquel día de abril la cosa cambió. Cuando llegó a la
primera de las dos abejeras, la más cercana al caserío mencionado, la que está
cerca del aljibe llamado pozo de Jurío, con el ánimo de echarles un vistazo
para ver cuándo podía quitarle algo de miel de primavera, se llevó un sofoco.
Encontró más de la mitad de los huecos con la tapa de piedra rota, en pedazos;
la puerta desencajada y tirada en el suelo y, lo peor, cuando se asomó al
interior, vio unos cuantos recipientes de mimbre destrozados y muchas abejas
muertas, como si las hubieran envenenado.
Rápidamente
se dirigió hacia su segunda abejera, la que estaba cerca de la muga de Artajona
y era similar a la primera. Cuando llegó, lo mismo. Incluso el pequeño aljibe,
tan necesario a esa altura del campo estaba lleno de piedras. A Rufino, el
dinamitero se le cayó el alma a los pies. En otras circunstancias se habría
preguntado quién podría haber sido tan ruin para cometer semejante desmán. En
las suyas, no lo dudó ni un momento. Estaba convencido de que el culpable del
salchucho era su proverbial enemigo, como él decía el “cabrón” de Jacinto, el
de Valdiferrer.
Rufino,
el dinamitero era, como ya es sabido, hombre de cuajo. Pacífico si alguien no
“jodía la manta”, pero furo si había que arremeter y más si se trataba de una
injusticia, como en aquel caso. Estaba dolido, muy dolido y decidió que lo
mejor que podía hacer era irse a su casa y, luego, ya vería. Así que, sin tocar
nada, quería dar parte a la Guardia Civil, pues tocar una colmena era un
delito, reprimiendo su gran enfado y hasta alguna que otra lágrima de rabia,
subió a la bicicleta y, buscando un camino hacia Artajona, pues no quería pasar
cerca del caserío de Valdiferrer, aunque tuviese que dar un gran rodeo, se
dirigió, pedaleando furiosamente, hacia Tafalla. Lo primero fue ir al cuartel
de la Guardia Civil y dar parte. Luego, ya vería.
III
Llegó a su
casa pasado el mediodía. Procuró que no se le notara el enfado. Le dijo a su
mujer que se iba un rato al huerto, a coger algo de verdura y comería allí, que
no lo esperase. De ese modo no caería en la tentación de contar lo sucedido a
nadie. La tarde transcurrió en el huerto. A ratos trabajando, a ratos sentado,
echando humo de tabaco y también los malos humos que lo intoxicaban por dentro.
Cuando el día declinó, se fue para casa. Ya sabía qué iba a hacer. Había
meditado y tomado una determinación.
Aquella tarde no bajó a la Tasca de La
Petra. A su mujer, Ángeles, le extrañó. Por eso, cuando le preguntó si le
ocurría algo, Rufino, el dinamitero, le contestó que estaba un poco
“destemplado”, lo que no era mentira, del todo. A decir verdad, esa noche no
durmió bien, por eso no le costó nada madrugar y, procurando no despertar a su
media costilla, ni a sus hijos, salió de casa. Como único pertrecho, había
cogido un trozo de pan, dos guindillas y un cacho de chorizo, amén de su
inseparable bota que, por supuesto, solo usaba cuando no tenía que poner ningún
barreno. Sin embargo, aquel día iba a hacer una excepción. Desayunaría y luego
prepararía una función “especial” si todo salía como quería, la cosa iba a ser
“sonada”.
En lo más profundo de la madrugada,
cuando no se había despertado todavía ni el relente, Rufino, el dinamitero, iba
en su bicicleta Orbea, hacia el
Oeste.
Diríase una sombra oscura y fugaz que cruzaba veloz el campo como si de un
Ángel de la muerte, en busca de sus deudos, se tratara. Todo estaba dormido.
Solo el ulular funesto de la lechuza le marcaba el ritmo. Conocía de sobra
todos los vericuetos de los alrededores de la ciudad y aún lo más recóndito de
su término. Por eso, al rato, ya se había plantado en el hueco de un barranco,
a la vista del caserío de Valdiferrer. Aún faltaba un buen rato para que el sol
apuntase detrás de los altos de Ujué. Acomodó la bicicleta de modo que quedase
fuera de la vista de quien pudiera pasar cerca de donde se encontraba, cuando
amaneciera, pero tan a mano que la pudiese recuperar con facilidad. Sacó las
viandas y la bota y, sin dejar de observar la vivienda y el corral del caserío,
desayunó, sin prisa, con parsimonia, echando varios tragos bien cumplidos que
lo reconfortaron sobremanera.
Ni una luz, ni un ladrido, ni un balido
de las cabras o de las ovejas salía del edificio que tenía enfrente, apenas a
doscientos metros. Solo, de vez en cuando, el trino estridente de un ruiseñor
que marcaba su territorio se dejaba oír, ahí abajo, en la balsa que se abría al
lado del camino que subía hasta el caserío. Rufino, el dinamitero, no lo pensó
más. Del zurrón que había traído consigo extrajo cuatro barrenos y otros tantos
cebadores. Los había cogido el día anterior del escondite que tenía cerca de su
huerto, apenas hubo tomado la determinación de lo que iba a hacer.
Con
agilidad, fue acercándose al caserío. Colocó la primera carga en el dique de la
balsa. Lo primero, dejar sin agua al enemigo. Y más en aquel año tan seco en
que tanta falta iba a hacer. “Tiempo, una hora”. Luego, se acercó por la parte
norte de la construcción, la que servía de “mosquera” a las ovejas cuando el calor,
y donde sabía que se encontraba el pozo. “Tiempo, cincuenta minutos”. Con cuidado, moviéndose sigilosamente, para no
despertar a los perros, se acercó al corral. En él, a ambos lados de la pared
norte, introdujo dos barrenos más. Uno a cada lado. “Tiempo, cincuenta
minutos”. Rufino pensó que los del caserío se iban a llevar el mayor susto de
su vida. A ellos no les quería hacer daño, no era tan criminal como para eso,
pero si alguien la palmaba del susto, no le iba a importar nada.
Cuando
remató su faena, tomó el camino de vuelta hacia el lugar donde había dejado la
bici. Apenas pasó la balsa y cruzó el camino, para subir hasta donde estaba su
vehículo. Saltó a su lado una sombra alta que, sin darle tiempo a reaccionar,
le dijo con voz queda:
-¿Qué
haces, Rufino? ¿Crees que merece la pena vengarse de esa manera tan ruin?
Por la voz
lo reconoció, pues muchas veces aquel hombre le había ayudado con la miel y
también muchas veces Rufino, el dinamitero lo había provisto de alimento, ropa
y otros útiles, pues era una especie de ermitaño que vivía desde hacía varios
años en una cabaña de piedra, muy cerca de las abejeras del Tafallés.
-¡Hostia, Bordonaba! Vaya susto que me
has dado. Si no te reconozco la voz, te juro que saco la navaja. ¿Qué haces por
aquí a estas horas?
-Esperarte, Rufino. Esperarte para que
no hagas ninguna salvajada y te eches a perder, a ti y a tu familia. Estoy al
tanto de todo lo que te ha hecho ese malnacido de Jacinto, el de Valdiferrer.
Sé mucho más de lo que crees y quiero evitar que te pongas a su altura o
incluso que aún caigas más bajo que él. Yo he sido testigo de sus fechorías. Te
estaba esperando porque sabía lo que ibas a hacer. Si te parece bien, declararé
en el cuartel de la Guardia Civil todo lo que he visto, para que lo castiguen
como merece. Mira que, como decía el emperador romano Marco Aurelio “La mejor
venganza es no ser como tu enemigo”.
Sebastián Bordonaba era un sabio.
Habiendo llegado a desempeñar un alto cargo en la administración del Estado, en
Madrid, por sus estudios y su gran valía, la vida lo había castigado
duramente. Cuando estalló el Alzamiento
era secretario de un alto mando republicano. Como no pudo salir de la capital,
tuvo que colaborar con el Gobierno. En mil novecientos treinta y nueve fue
encarcelado y pasó varios años en prisión. Cuando lo liberaron volvió a su
casa, en Tafalla, donde no encontró sino rechazo y malquerencia de los
suyos. Sin oficio, sin familia y sin
porvenir, decidió retirarse al campo.
Llevaba ya varios años malviviendo en
una caseta de piedra, cerca de donde se encontraban en ese momento los dos
hombres. Tenía un pequeño huerto donde cultivaba algunas verduras y hortalizas,
con gran trabajo, pues el agua no abundaba por aquellos parajes. Además,
algunas personas como el mismo Rufino, el dinamitero, le daban algo de trabajo
o lo socorrían. El mismo párroco de Santa María de Tafalla, don Antonio Añoveros,
sabiendo de su bondad y bonhomía, se había acercado algunas veces a hablar con
el y a tratar de convencerlo para que volviese a Tafalla, sin conseguirlo.
Nunca
iba por el pueblo y, si tenía qué, comía. Si no, ayunaba, aunque esto ocurría
pocas veces, pues Sebastián sabía sacar partido de los recursos de la Naturaleza,
incluida la miel, pues además de ayudar a los que tenían colmenas, conocía el
emplazamiento de enjambres silvestres y todo tipo de animales, que cazaba.
Entre los tafalleses que no lo conocían lo suficiente tuvo mucho éxito una
coplilla que discurrió alguien que, seguramente, no lo quería demasiado:
“Si
vas a Valdiferrer,
pregunta por Bordonaba.
Pero
llévate de todo,
porque no tiene
de nada.”
Él
no concedía ninguna importancia a tal infundio. Entre otras cosas, porque no
era verdad del todo y porque era un estoico que había decidido vivir a su aire,
sin molestar, pero libre como los pájaros. Por ello, intentaba que su amigo y
benefactor Rufino, el dinamitero, no perdiese la suya.
-Anda,
Rufino-dijo el eremita con voz firme- ve y desactiva los explosivos. Luego,
vienes y me los das, que yo te los guardo. Hasta yo sé que esos cacharros, si
no están en contacto con el cebador, son inofensivos. Venga, no te demores, que
pronto va a amanecer. Ya verás cómo, luego, te sientes mejor. Además, ¡no vas a
dejar solas a tu familia y a las abejas! ¡Aún tenemos que coger mucha miel y
tienes que ver crecer a tus hijos! ¡No vas a echar todo a perder por una mala
persona! ¡Ya verás cómo tiene su castigo!
Las
palabras de Sebastián Bordonaba hicieron mella en el dinamitero y, dándole un
abrazo, le dijo efusivamente:
-Tienes
razón, Sebastián. No me voy a poner a la altura de ese malnacido. Voy a retirar
los cartuchos.
Dicho y
hecho. El hombre volvió y deshizo el tinglado que había montado. Volvió donde
estaba su amigo y le dio el explosivo. Luego, quedaron para ir a Tafalla, los
dos, al Cuartel de la Guardia Civil, para que Sebastián Bordonaba declarara
como testigo. Amanecía y Rufino el, dinamitero, se marchó al trabajo. Las
explosiones en la cantera de yeso se realizaban muy temprano y la hora se le
echaba encima. El ermitaño, a su vez, caminó hasta su vivienda y, tras
desayunar lo que pudo, se aseó y vistió sus mejores ropas, pues iba a cumplir
con la palabra dada y a acompañar a su amigo a la ciudad.
Epílogo
Pasaron
varios meses. El cielo tafallés se había cerrado y no llovió nada hasta
comienzos del año siguiente. Por eso, a mil novecientos cuarenta y nueve se le
llamó “el año de la seca”. Las cosechas de cereal se perdieron. De la viña, más
sufrida, aún se sacó algo, siquiera para el consumo casero y olivas, pocas.
En
noviembre se celebró el juicio contra Jacinto, el de Valdiferrer. Gracias al
testimonio de Sebastián Bordonaba, fue condenado a pagar una cuantiosa multa,
al Ayuntamiento de Tafalla, pues las abejeras eran propiedad municipal, por una
parte, y a Sebastián, el dinamitero, por otra, pues las abejas se consideraban
suyas. Además, como el año no le fue bien, por la mala coseche y la falta de
pastos para el ganado, a Jacinto, el de Valdiferrer, se le agrió el carácter y
comenzó a maltratar a su mujer. Esta no tardó mucho en abandonarlo. El hombre
se quedó solo y ya no tuvo día bueno. Por supuesto, ni se le ocurrió acercarse
a las abejeras, de nuevo.
Sebastián
Bordonaba no las tenía todas consigo. Se cuidaba muy mucho de acercarse al caserío
o a los campos de Valdiferrer. Procuraba no dejarse ver, por si acaso. Hasta
que un día, nadie sabe cómo, ya no se le vio más. Lo que sí cambió, fue la
coplilla dedicada al ermitaño, pues, a partir del suceso, se hizo socio de
Rufino, el dinamitero. Por eso, alguien discurrió otra nueva que decía:
“Si
vas a Valdiferrer,
pregunta por Bordonaba.
Llévate un cacho de pan,
que la miel es
regalada.”
Rufino,
el dinamitero, recuperó a sus amigas y siguió con sus derribos, su huerto, su
familia y sus cenicas en la Tasca de La Petra, hasta que Dios Quiso.
Hoy,
el caserío, abandonado, las abejeras cubiertas por zarzas, matas de almendro y
escaramujos, casi no se ven, aunque aún están ahí, para disfrute y solaz de los
que gustamos de recorrer el término tafallés. En la época en que esto se
escribe, finales de marzo, todo aquel paraje es un mar de cereal donde las olas
de hierba van y vienen, mecidas por todos los vientos. Seguro que, si nos
paramos a otear el horizonte, desde lo más alto, en la muga de Artajona,
podremos ver pasar la sombra fugaz de Sebastián Bordonaba, el Númen bueno de
aquellas tierras, cuyo espíritu, forjado en el sufrimiento y el perdón, guardan
aquellos campos, para siempre.
¡Buen
camino!
Vale.
Bonita historia, Javier.
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