miércoles, 3 de marzo de 2021

Bordatxar y Erreniaga (El Perdón)


Domingo, 28 de febrero de 2021

En Radio Clásica hay un programa estupendo que se llama "música a la carta". Nosotros también tenemos una sección parecida. Una persona de nuestro grupo expresó hace días su interés por conocer la Sierra del Perdón. 
Dicho y hecho. Preparamos la excursión y hoy, engañados por las predicciones del tiempo durante la semana, nos vamos a Subiza. 
Son las 08:30 horas. Aparcamos junto al depósito de aguas y salimos. 
La mañana está fría. El termómetro marca 4º y el cielo está totalmente encapotado. 

Cuando llueve en febrero, se llena el granero. 

La previsión es que no va a llover hasta las 13 horas. Eso esperamos. 




Un cartel nos indica el lugar por donde transita nuestra ruta.


Muy cerca de él, una hermosa caseta de distribución de aguas llama nuestra atención. Juanjo nos comenta que este era uno de los puntos que abastecían de agua a Pamplona. 





 En su cabezal hay un escudo de la capital y una fecha: año 1797. Una joya.
El regacho que baja del monte emite un murmullo de aguas limpias y abundantes. 
Tomamos el camino de la dcha. y comenzamos a subir. 



Cuando llegamos a una curva pronunciada, nos acercamos a mirar una bonito rincón en el que abundan los pinos negros
Un pequeño cahír a la entrada de una estrecha senda nos indica por dónde tenemos que seguir. 
Subimos despacio, disfrutando del bosque. 




Los bojes y robles forman unas tupidas paredes desde las que, a veces, podemos contemplar la sierra de Alaiz cubierta de nubes. 
Casi al final de la zona arbolada, nos encontramos con una palomera. 




La dejamos a nuestra dcha. y continuamos ascendiendo. 
La vegetación casi desparece y entramos en una zona más descarnada. 
La antenas de telefonía que pueblan las cimas se ven cada vez más cercanas.



 
A nuestros pies, Pamplona, en toda su extensión, parece una imagen congelada. 
09:40 horas. Bordatxar (1.002 m)




Junto a la zona vallada que cierra el conjunto de antenas, un humilde buzón nos dice que hemos llegado a la primera de las cimas. 
La mañana sigue fría. El terreno a partir de aquí y durante un buen rato es llano. 
El lugar es como una gran campa, verde y húmeda, azotada por todos los vientos. 
10:10 horas. Ermita de la Santa Cruz.


Es un templo moderno. Entramos al pequeño albergue que está en uno de sus laterales. 

Santa Cruz está en la meseta de la sierra de Francoandía. En 1799 "se encontró con bastante indecencia". En octubre de 1962 fue derribada, para levantar las torres de control aeronaútico. El Ejército del Aire la reconstruyó más hacia Subiza, con traza moderna. (Fernando Pérez Ollo)(Ermitas de Navarra)

Como es habitual, la puerta está cerrada y no podemos acceder a su interior.




Precisamente, un poco más adelante, pasamos junto a una de esas instalaciones que llaman la atención de todos los que nos acercamos por allí.  
A pocos metros, se halla la cima de Erreniaga (1.035 m).
Son las 10:15 horas




Visitamos primero el vértice geodésico y



después le echamos un vistazo al buzón. 
Bajamos por la ladera y salimos a la carretera que utilizan para el mantenimiento de todas las instalaciones. 
Un ciclista viene despacio y silencioso por detrás de nosotros. No lo oímos. Vera, la galga tampoco. 
Vera cruza por delante de la bici y el ciclista, que afortunadamente va muy despacio, no tiene tiempo de desenganchar sus calapiés y va al suelo. 
Alarmados, nos acercamos a socorrerlo. No se ha hecho nada y le quita importancia al suceso. Respiramos tranquilos.
Comienza a llover.  
En la primera curva, abandonamos el asfalto y entramos en un camino viejo y precioso. 
El suelo está mojado, embarrado. 
La vegetación es abundante. 




Un solitario acebo asoma medio escondido entre los bojes como si quisiera pasar desapercibido. 
Aprovechamos una zona despejada para almorzar. 
Las vistas siguen siendo fantásticas. 
Una nube baja, deshilachada, pasa suavemente ante nosotros dejando una estela silenciosa en las copas de los árboles. 




La lluvia, intermitente, nos hace abreviar la parada. 
Entramos en el pinar y llegamos a la curva donde está la entrada a la senda que hemos llevado a la mañana. 
Descendemos por el ancho camino y llegamos a los coches. 
12:10 horas. Fin del trayecto. 
Pero todavía vamos a hacer un par de paradas interesantes. 
En Subiza, nos detenemos ante su imponente palacio.





Un edificio del siglo XVIII ante el que merece la pena quedarse un buen rato.




Y un poco más abajo, en Olaz-Subiza, no podemos dejar de visitar su fuente medieval




Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.


Una noche en el Palacio de Subiza

Nota del autor:

El autor de este relato avisa de que todos los personajes y sucesos que el mismo contiene, salvo los históricos que aparecen citados en varias obras publicadas, son fruto de sus imaginación y no responden a persona o personas que vivan o hayan vivido en los últimos años. 

 

I

Las dos mujeres enfilaron el pequeño carretil que, entre campos de cereal, llevaba hasta el pequeño pueblo de Subiza. Habían dejado un rato antes el hotel en el que se hospedaban, en Pamplona, y recorrido, por la carretera nacional, que conducía a Tafalla, los aproximadamente trece kilómetros que separaban aquel de la capital.

 

En Subiza las esperaba Ángel, el sacristán, con quien habían contactado días antes y que se había prestado a ser su cicerone por toda aquella zona. Mediaba el mes de abril del año dos mil diecinueve y la naturaleza se mostraba exuberante, en pleno esplendor. La cosecha se auguraba buena. Por todas partes aparecían, florecidas, ilagas, escaramujos, bojes, tomillos, juncos, margaritas, amapolas y otras plantas menores que tapizaban las suaves laderas y ezpuendas que separaban los campos de labor. El aire estaba lleno de una suave fragancia que el ligero cierzo paseaba bajo un intenso cielo azul, adornado de algunas nubes algodonosas.

 

Ángel el, el sacristán, las recibió con una sonrisa. Cuando las mujeres se apearon del vehículo, observaron que se trataba de un hombre delgado, no muy alto, con una abundante y blanca cabellera y un rostro moreno y franco, de rasgos regulares y ojos negros. Había cumplido ya los setenta y cinco, pero aparentaba algunos años menos.

 

Aquel día no se había vestido como habitualmente hacía cuando pasaba la mañana en la pequeña huerta que cultivaba, en la parte baja de la población. Parecía, más bien, ataviado como de domingo: camisa blanca, chaqueta azul, pantalón y zapatos negros. Sin corbata, pero con un aspecto pulcro y cuidado. Ángel, el sacristán, pensaba que no se recibía todos los días, en aquel pequeño pueblo de la Cuenca de Pamplona, a dos señoritas americanas y, por eso, quería estar a la altura. Observó que ambas iban vestidas de forma muy discreta, con vestidos oscuros. La más alta era rubia y la otra pelirroja, delgadas ambas, con melena corta y rasgos finos. No supo adivinar qué edad representaban. A primera vista, se dijo, andarían por los cincuenta.

 

Cuando bajaron del vehículo, el hombre las saludó, casi ceremoniosamente, mientras les tendía la mano que solo una de ellas, la conductora, le estrechó mientras su compañera permanecía a su lado, en silencio y con la mirada perdida hacia el horizonte:

-Bienvenidas a Subiza, señoritas. Ya veo que han encontrado el pueblo enseguida. No crean, esta zona está muy a la vista, pero hay que conocer los recovecos, los rincones, quiero decir, para llegar hasta las pequeñas poblaciones que hay repartidas por todos estos campos.

-Gracias, señor-le respondió la mujer que le había estrechado la mano-. Yo soy miss Flint y esta es mi amiga miss Thornton. No le tenga en cuenta que no le haya estrechado la mano, no la ha visto porque es ciega, ¿sabe? Ahora lo hará.

Dame la mano, Margaret.

        

Ayudada por su amiga, la invidente estrechó la mano del sacristán.

-Encantada, don Ángel-dijo con una suave voz que también denotaba un ligero acento extranjero, al igual que su compañera-. Gracias por recibirnos tan amablemente.

-De nada, señoritas. Me llamo Ángel Uralde, pero todos me llaman “El Sacristán”, porque lo soy de la iglesia de Subiza. Cuando don Fermín, el párroco, me comunicó que dos periodistas americanas, amigas suyas, iban a venir para estudiar cosas del pueblo y me pidió que les sirviera de guía y ayuda, no me lo pensé y le dije que sí. Como ya les habrá dicho el páter, soy viudo, estoy jubilado y, a lo largo de mi vida me ha gustado buscar y reunir datos sobre el mismo. Se puede decir, modestia aparte, que, sin ser un erudito, he conseguido publicar tres libros sobre el lugar: “Subiza en la historia mágica de Navarra”, “Los Palacios de Subiza” y “Subiza, música y teatro”. Tendré muy a gala el obsequiarles con un ejemplar de cada uno, por si les pueden servir para su reportaje. Ahora, si les parece, me gustaría que vinieran a mi casa, desde donde podemos organizar el trabajo e ir viendo las cuestiones que les interesan. Síganme, por favor. 

        

                              II

El sacristán caminaba delante y las mujeres detrás. Barbara Flint sujetaba por el brazo a su amiga Margaret. El pueblo, pequeño, se deslizaba por la ladera este de la Sierra del Perdón hacia el amplio valle por donde discurría la carretera nacional. Lo componían unas cuarenta casas, muchas de ellas arregladas y modernizadas. Estas se abrían hacia el sur, flanqueadas por la parroquia de San Juan en lo más alto y el Palacio, en la parte baja, ambos edificios construidos con sólidos bloques de piedra arenisca parda.

 

No tardaron mucho en llegar a la puerta de madera marrón de una casa blanqueada y de mediano porte, que el hombre abrió con una llave grande.

-Pasen, señoritas. Están en su casa. Síganme, pero tengan cuidado con las escaleras.

Las mujeres fueron subiendo con cuidado y en la primera planta el sacristán las hizo pasar a un amplio y luminoso salón en el que abundaban los muebles de madera oscura. En las paredes se podían ver, aquí y allá, algunos grabados, coloreados, que mostraban lo que parecían ser escenas militares de épocas pasadas. Ángel hizo sentar a las damas a una mesa larga y maciza y les ofreció un café que ellas aceptaron con gusto.

 

Tras el pequeño refrigerio, en el que no faltaron algunas pastas, el hombre tomó la iniciativa:

-Bien, señoritas. Pues ustedes dirán. Como les he comentado, me gustaría saber, con más concreción, el motivo de su visita a nuestro pueblo. Si me explican qué quieren, les ayudaré, con gusto, dentro de mis posibilidades.

 

-Muy bien, don Ángel-respondió Bárbara Flint-. Trabajamos para la revista trimestral “Mysteries of the hidden lands” (misterios de lugares escondidos, en español), que se publica en la pequeña ciudad de Salem, cerca de Boston (Massachusetts), en los Estados Unidos. Aunque modesta, nuestra publicación se distribuye por todo el país y también por otros lugares, pues, además de los temas que trata, tiene el privilegio de tener su sede en el lugar donde se produjo uno de los primeros fenómenos de brujería en el Nuevo Mundo. Como sabrá, el año 1692 fueron detenidas y acusadas de brujería entre doscientas y trescientas personas, de las cuales diecinueve fueron ahorcadas el año 1693-. La mujer se detuvo un momento y bebió un sorbo de agua-. 

No es caso de entrar en detalles sobre aquel suceso. Además, el gran dramaturgo Arthur Miller estrenó, en 1953, una obra titulada “Las brujas de Salem”, basada en aquellos hechos, que dio la vuelta al mundo. La base de todo aquello parece ser un suceso de alucinación colectiva, dicen que debida a una intoxicación por comer pan de centeno contaminado por el ‘cornezuelo’ y que provoca los mismos efectos que luego hemos visto con el LSD.

El caso es que nuestra pequeña ciudad es famosa, desde entonces, por esto. Y nuestra revista también.

 

-Bien, señorita -le interrumpió Ángel-, pero todavía no veo el por qué han elegido ustedes nuestro pueblo para sus investigaciones.

 

-Permíteme, Bárbara-intervino la ciega miss Thornton.- Verá, señor Uralde. El año pasado realizamos un fructuoso viaje y posterior reportaje sobre el Camino de Santiago. Además de lo propio de ese itinerario, fuimos anotando todo aquello que íbamos sabiendo de los lugares cercanos al mismo. Recogimos muchos datos, entre otros los relativos a su pueblo, uno de los que más incógnitas nos planteó. Comunicamos el caso a nuestro director, el señor Sean Ford y, visto el éxito que había tenido el realizado sobre el Camino, hemos conseguido que nos permitiera venir a Subiza, para realizar el reportaje de primavera del presente año. Lo primero que nos gustaría es que nos informara sobre la localidad y sus alrededores. Luego, nosotras, que ya hemos investigado por nuestra cuenta, le haremos algunas preguntas, si le parece bien. Además, como punto final, tenemos que pedirle que nos faciliten ustedes llevar a cabo un pequeño experimento, pero eso se lo plantearemos más tarde.

        

El sacristán había escuchado con atención la perorata de las dos mujeres. Tras un breve silencio, les respondió:

-Muy bien, señoritas. Me hago más o menos cargo de lo que desean, a expensas de conocer ese “experimento” final que luego me explicarán. Puesto que he creído entender están al tanto de la historia del lugar, que se remonta a la llamada “Alta Edad Media”, con el rey navarro Sancho VII “El Fuerte”. Centrados en aquella época, existen dos obras literarias. Una es la zarzuela “El molinero de Subiza” y otra, basada en aquella “El carbonero de Subiza”. Pero son dos obras de ficción que no aportan nada a nuestro asunto. Son historias de reyes y amoríos, escritas por gentes de Madrid en el siglo XIX y, la verdad, no conozco el fundamento real de que las situaran aquí (ese es, quizá su único misterio). Yo haré hincapié en algunas cuestiones que pueden serles de más provecho.  

Lo más significativo que hay por estos lares podríamos decir que es el monte, la llamada Sierra del Perdón y todos los recursos que proporciona. En lo que respecta a las leyendas, la más conocida es aquella que trata sobre el peregrino, cansado y sediento, que fue tentado con el diablo. Este le ofrecía descanso y agua fresca, si aquel renegaba de Dios, la Virgen o el Apóstol Santiago, cosa que no consiguió y que dio lugar al florecimiento de una fuente. Esto sucedió en la ladera oeste de la sierra.

Pero aquí tenemos al primer elemento importante: el agua. A este lado, en Subiza y algo más abajo, afloran varios manantiales, abundantes, que incluso proporcionaron agua a Pamplona durante muchos años. El segundo elemento son las ermitas, por otra parte, abundantes en todos los pueblos navarros. Aquí tenemos dos: Nuestra señora de Nieva (al lado del Cementerio) y San Cristóbal, en la parte baja. Ya saben que este Santo, mártir de la época romana, se dice que fue un gigante que llevó sobre sus hombros a Cristo niño. Hoy es el patrón de los conductores y transportistas.

Sin embargo, la referencia a nuestra ermita es otra. En plena Guerra de la Independencia, el 7 de febrero de 1811, un guerrillero nacido aquí, lugarteniente de Espoz y Mina, Lucas Górriz, se enteró de que los franceses iban hacia Tafalla. Cuando los invasores llegaron ahí abajo, a la venta de Las Campanas, los navarros atacaron. El combate fue muy fiero y ganaron los nuestros. Pero Górriz quiso comprobar cómo había quedado todo y, a la carrera, anduvo por la carretera. Cuentan que el caballo se le desbocó y él cayó al suelo, quedando muy malherido. Sus hombres lo subieron a la ermita de San Cristóbal, donde el guerrillero murió. Tenía 33 años, como Nuestro señor Jesucristo. Y, ahora viene lo bueno. Se dice que su espíritu vaga por estos lugares y que se aparece algunas noches por alguno de los rincones del pueblo. Incluso hay quien afirma haberlo visto, no hace mucho.

-Ahí, ahí queríamos ir a parar-intervino Bárbara Flint-. Hemos oído que incluso hay noches en que se ven luces en algunos edificios. Y eso sí que nos interesa. Siga, siga, don Ángel.

 

-Bueno. Ahora voy a lo que usted menciona. El tercer elemento con más carga misteriosa es el Palacio, ya lo habrán visto, supongo, pues es una construcción magnífica. No se sabe por qué, pero un noble de Pamplona, apellidado Goyeneche, lo mandó construir aquí en 1763, sobre otro medieval que estaba en ruinas. Quiso imitar a otros que hay en el valle de Baztán, tierra de sus antepasados. Y lo consiguió, vaya que sí.

El palacio es bastante amplio. Consta de tres plantas: en la planta baja se guardaba el cereal; la primera se destinó a la cocina y a un enorme salón. La segunda se destinaba a vivienda. En la tercera, la última se tendía la ropa y había un palomar en una de las torres. También había unas dependencias que les llamaban “las cárceles”, donde dicen que incluso murió una persona y con lo que asustaban a propios y extraños, imagino para que no anduvieran mucho por aquí.

El Palacio fue pasando de mano en mano y se abandonó como vivienda, definitivamente, en 1981. Luego, lo compró un médico que murió en 2010, sin hacer nada con él. Estos últimos años, el ayuntamiento ha arreglado a sus expensas el tejado, pero el edificio se va deteriorando y, por ahora, no se le ve salida alguna.

 

-Pues ahí, ahí queríamos llegar-dijo Miss Margaret Thornton-. Nosotras queremos hacerle una proposición. Queremos pasar una noche en el Palacio, especialmente en la tercera planta, para comprobar qué anda por ahí o, por lo menos, para conocer de propia mano las sensaciones que proporciona el permanecer varias horas nocturnas en él. Además de publicar un artículo en nuestra revista, lo que haría visible el pueblo y sus circunstancias, en todo el mundo, les aportaríamos una cantidad de dólares que podrían contribuir en algo a la mejora del edificio. ¿Qué le parece, don Ángel?

 

El hombre, en silencio, miró a las dos mujeres, sopesando su solicitud. Transcurridos unos minutos respondió:

 

-Bueno, allá ustedes. Yo, por mi parte no lo veo mal, pero habría que hablar con el alcalde. Si les parece, yo realizo la gestión y les llamo, por teléfono esta misma tarde. Ahora, si quieren podemos dar un paseo por los lugares más emblemáticos de la localidad y sus alrededores.

 

-Muy bien, don Ángel- respondió Miss Flint-. Lo seguimos.

Y, despacio, deambulando por aquí y por allá, el trío fue visitando calles, casas, manantiales y campos del pueblo, mientras el sacristán explicaba a las mujeres algunas peculiaridades de los mismos e iban saludando a algunos vecinos y vecinas con los que se cruzaban. A mediodía, las americanas invitaron al hombre a comer en un restaurante cercano, y que tenía cierta fama, y, tras el café y dar las gracias a su anfitrión, marcharon hacia Pamplona.

             

    III

     Por la tarde, Ángel, el sacristán, habló con el alcalde y le explicó la petición de las americanas. En un principio, le extrañó, pero cuando conoció las condiciones, aceptó la propuesta. Ángel llamó a las periodistas y les dijo que todo estaba arreglado. Ellas propusieron realizar su experimento la noche del día siguiente. Quedaron a las seis de la tarde en el pueblo.

        

Las señoritas se presentaron puntuales. Fueron recibidas en la plaza del pueblo, que llevaba el nombre de “El Molinero de Subiza”. Tras las presentaciones, los cuatro entraron en el edificio y, aún de día, lo fueron recorriendo. Estaba vacío, en algunos lugares se veían escombros desprendidos de las paredes y del techo. Todo él hablaba de épocas que habían sido mejores, en el pasado, y rezumaba nostalgia de aquellos tiempos por los cuatro costados. O, al menos, eso era los que sentían los visitantes en aquellos momentos.

Miss Bárbara Flint explicó su plan a los dos navarros:

-No se preocupen por nosotras, señores. Llevamos mucho mundo recorrido y nos hemos enfrentado otras veces a todo tipo de situaciones. Como ven, todavía estamos enteras. Somos dos mujeres muy tranquilas. Por otra parte, tenemos tres bazas a nuestro favor. Una, los únicos que sabemos de esto somos nosotros, ¿no? -Los hombres asistieron con la cabeza sin hablar-. En segundo lugar, soy una experta tiradora-y sacó de debajo del chándal un revolver lustroso y brillante, cuya boca hablaba en negro de su fiereza, cuando se la miraba de frente. No se preocupen; tengo licencia de armas, incluso aquí, en España. Finalmente, no les he dicho que Miss Margaret Thornton suple su ceguera con una capacidad asombrosa de “sentir” lo sobrenatural. Ayer, sin ir más lejos, mientras visitábamos algunos de los enclaves cercanos sintió “presencias”. En el manantial; en la ermita de San Cristóbal y cuando visitamos los alrededores de este edificio. Es un don que posee desde siempre. Incluso mucho antes del accidente de automóvil que la dejó ciega (aquí la intrépida americana no aclaró que la conductora del vehículo que sufrió aquel accidente era ella, y que ambas iban borrachas, cuando ocurrió).

Tenemos nuestras sillas plegables. Un termo con café y linternas, para mí claro. Margaret no las necesita. Además, ya les hemos dado nuestros números de teléfono, por si les tenemos que pedir ayuda. Ahora, señores, les agradecería que abandonaran el edificio, cerrándolo por fuera para evitar molestias, y nos dejaran solas. Mañana, al amanecer, nos vemos de nuevo.

Los hombres no sabían qué decir. Ante posturas tan firmes les desearon buenas noches y Ángel les comentó que, si tenían algún asunto que requiriera ayuda, no dudaran en llamarle. Acudirían enseguida.

         Las mujeres se quedaron solas en la tercera planta del Palacio. Los hombres salieron del mismo, cerrándolo por fuera. Luego se fueron a la Sociedad del pueblo, que funcionaba como bar, a tomar unos vinos y comentar el asunto en que estaban metidos y del que no habían dado cuenta a nadie. Hacia las diez, se despidieron y cada uno se fue a su casa.

        

Cayó la noche, otra más en aquel lugar pequeño y silencioso. La población dormía. Solo el rumor del agua, el canto de los sapos en celo, el viento suave y el trino afilado del ruiseñor entre la maleza de los manantiales rompían el encanto de la noche primaveral. Todo estaba oscuro. Hacia el oeste, en lo alto, se veían una infinidad de puntos de luz, blancos, amarillos y rojos, que indicaban los muchos aparatos repetidores y generadores de electricidad que poblaban las varias cimas de la gran mole de la Sierra del Perdón. Vista desde arriba, alguien habría pensado que la habían sometido a una sesión de acupuntura, tantos eran los artilugios que se clavaban en su piel. En lo bajo, hacia el norte, la luminosidad de la capital y de los muchos pueblos que la rodeaban brillaban por todas partes.

        

En el reloj de la iglesia dieron las cuatro de la mañana. Luego, todo volvió a quedar en silencio. Pero, al rato, sonaron dos estampidos que, en aquel lienzo todo negro, sonaron a disparo de cañón y retumbaron desde la Sierra del Perdón, hasta la de Alaiz, la cual se levantaba enfrente, hacia el este. Inmediatamente unas cuantas ventanas se iluminaron. El ruido procedía del Palacio. El sacristán y el alcalde, casi sin vestir, se encontraron en la puerta del mismo. Nada más abrirla, aparecieron las dos americanas, apoyada una en el hombro de la otra. Sus cabellos se habían vuelto blancos. Sin hablar, con el rostro demudado, se dirigieron rápidamente hacia el vehículo que tenían aparcado muy cerca, lo arrancaron y desaparecieron en la noche. Había acudido más gente, pero nadie más que los dos hombres las habían visto. El sacristán y el alcalde se miraron. Cerraron la puerta y se marcharon juntos. Sin decir palabra. Las personas que habían acudido al lugar, al no ver nada y encontrar la puerta del Palacio cerrada se fueron marchando a sus casas.

        

Al rato, cuando los primeros rayos del sol rompían la noche detrás de la Peña de Izaga, el sacristán y el alcalde, sin ponerse de acuerdo, coincidieron en la puerta del Palacio. Entraron y fueron recorriendo los pisos. Al llegar al tercero, vieron las dos sillas que habían llevado las mujeres en el suelo. También estaban allí el termo del café, las linternas y … ¡la pistola! Además, observaron con horror que, debajo de un gran agujero que se abría en el techo, se encontraba el cadáver de un gran búho, rodeado de sangre y de plumas, con un gran orificio en su pecho. Recogieron todo y, lo más rápidamente que pudieron salieron del edificio. Nadie los vio. Una vez en casa del sacristán enterraron en el patio trasero todos los objetos que habían recogido. Luego llamaron a don Fermín, el párroco, que se presentó en el pueblo una hora más tarde y le relataron todo lo que sabían.

        

Don Fermín les dijo que admitía lo que le habían contado a título de confesión y les prometió que no diría nada a nadie, pues no convenía alarmar más a un pueblo que, les contó, allá por 1920 había sufrido un episodio de alucinación colectiva que tuvo que ser exorcizado por la Iglesia y que no había trascendido. Se trataría pues de un extraño suceso más que añadir a la nómina de los que tenía Subiza en su haber y que no convenía que trascendiera. Nadie, salvo ellos tres y las mujeres sabían nada. Si estas dieran señales de vida, ya verían qué se hacía. Y lo dejaron así. Lo único que quedaba en el tintero es que, dijo el cura, matar un búho es mal presagio. Convenía estar atentos para que no ocurriera ninguna desgracia y hacer un acto de contrición, para deshacer el maleficio, por si acaso.

 

                               Epílogo

Al día siguiente, salvo los comentarios de rigor, nadie dijo nada. El cura, el alcalde y el sacristán, hicieron correr la especie de que las detonaciones las había producido uno de los cazas que realizaban maniobras nocturnas en el Campo de tiro de las Bardenas Reales y que había subido más de la cuenta para dar la vuelta que, normalmente daban a la altura de Tafalla y en la que rompían la barrera del sonido. No era la primera vez que esto había ocurrido. Si esto no bastaba y alguien preguntaba más de la cuenta, podían dar la segunda versión: explosiones fortuitas de dinamita en las Canteras de Alaiz. O sea, tenían para elegir, y se quedaron tranquilos.

 

Llegó el verano. Pasaron las fiestas y el otoño. El año 2019 terminó. Ninguno de los tres hombres llegó a saber nada, nunca, de las periodistas americanas. En marzo de 2020 se desató una pandemia, un virus que comenzó a diezmar a las personas mayores. En Subiza, se dio el caso que los tres primeros en morir fueron el párroco, el alcalde y el sacristán. Nunca se enteraron de que, en América, en la pequeña ciudad de Salem (Massachusetts) las dos primeras en sucumbir fueron dos periodistas: Bárbara Flint y Margaret Thornton. ¿Podría atribuirse todo a la maldición del búho de Subiza o había algo más? Nunca se supo.

¡Buen camino!

Vale.










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