Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
Una
noche en el Palacio de Subiza
Nota del autor:
El autor de este relato avisa de que todos los personajes y sucesos que el mismo contiene, salvo los históricos que aparecen citados en varias obras publicadas, son fruto de sus imaginación y no responden a persona o personas que vivan o hayan vivido en los últimos años.
I
Las
dos mujeres enfilaron el pequeño carretil que, entre campos de cereal, llevaba
hasta el pequeño pueblo de Subiza. Habían dejado un rato antes el hotel en el
que se hospedaban, en Pamplona, y recorrido, por la carretera nacional, que
conducía a Tafalla, los aproximadamente trece kilómetros que separaban aquel de
la capital.
En
Subiza las esperaba Ángel, el sacristán, con quien habían contactado días antes
y que se había prestado a ser su cicerone por toda aquella zona. Mediaba el mes
de abril del año dos mil diecinueve y la naturaleza se mostraba exuberante, en
pleno esplendor. La cosecha se auguraba buena. Por todas partes aparecían,
florecidas, ilagas, escaramujos, bojes, tomillos, juncos, margaritas, amapolas
y otras plantas menores que tapizaban las suaves laderas y ezpuendas que
separaban los campos de labor. El aire estaba lleno de una suave fragancia que
el ligero cierzo paseaba bajo un intenso cielo azul, adornado de algunas nubes
algodonosas.
Ángel
el, el sacristán, las recibió con una sonrisa. Cuando las mujeres se apearon
del vehículo, observaron que se trataba de un hombre delgado, no muy alto, con
una abundante y blanca cabellera y un rostro moreno y franco, de rasgos
regulares y ojos negros. Había cumplido ya los setenta y cinco, pero aparentaba
algunos años menos.
Aquel
día no se había vestido como habitualmente hacía cuando pasaba la mañana en la
pequeña huerta que cultivaba, en la parte baja de la población. Parecía, más
bien, ataviado como de domingo: camisa blanca, chaqueta azul, pantalón y
zapatos negros. Sin corbata, pero con un aspecto pulcro y cuidado. Ángel, el sacristán,
pensaba que no se recibía todos los días, en aquel pequeño pueblo de la Cuenca
de Pamplona, a dos señoritas americanas y, por eso, quería estar a la altura.
Observó que ambas iban vestidas de forma muy discreta, con vestidos oscuros. La
más alta era rubia y la otra pelirroja, delgadas ambas, con melena corta y
rasgos finos. No supo adivinar qué edad representaban. A primera vista, se
dijo, andarían por los cincuenta.
Cuando
bajaron del vehículo, el hombre las saludó, casi ceremoniosamente, mientras les
tendía la mano que solo una de ellas, la conductora, le estrechó mientras su
compañera permanecía a su lado, en silencio y con la mirada perdida hacia el
horizonte:
-Bienvenidas
a Subiza, señoritas. Ya veo que han encontrado el pueblo enseguida. No crean,
esta zona está muy a la vista, pero hay que conocer los recovecos, los
rincones, quiero decir, para llegar hasta las pequeñas poblaciones que hay
repartidas por todos estos campos.
-Gracias,
señor-le respondió la mujer que le había estrechado la mano-. Yo soy miss Flint
y esta es mi amiga miss Thornton. No le tenga en cuenta que no le haya
estrechado la mano, no la ha visto porque es ciega, ¿sabe? Ahora lo hará.
Dame la
mano, Margaret.
Ayudada
por su amiga, la invidente estrechó la mano del sacristán.
-Encantada,
don Ángel-dijo con una suave voz que también denotaba un ligero acento
extranjero, al igual que su compañera-. Gracias por recibirnos tan amablemente.
-De nada,
señoritas. Me llamo Ángel Uralde, pero todos me llaman “El Sacristán”, porque
lo soy de la iglesia de Subiza. Cuando don Fermín, el párroco, me comunicó que dos
periodistas americanas, amigas suyas, iban a venir para estudiar cosas del
pueblo y me pidió que les sirviera de guía y ayuda, no me lo pensé y le dije
que sí. Como ya les habrá dicho el páter, soy viudo, estoy jubilado y, a lo
largo de mi vida me ha gustado buscar y reunir datos sobre el mismo. Se puede
decir, modestia aparte, que, sin ser un erudito, he conseguido publicar tres
libros sobre el lugar: “Subiza en la historia mágica de Navarra”, “Los Palacios
de Subiza” y “Subiza, música y teatro”. Tendré muy a gala el obsequiarles con
un ejemplar de cada uno, por si les pueden servir para su reportaje. Ahora, si
les parece, me gustaría que vinieran a mi casa, desde donde podemos organizar
el trabajo e ir viendo las cuestiones que les interesan. Síganme,
por favor.
II
El
sacristán caminaba delante y las mujeres detrás. Barbara Flint sujetaba por el
brazo a su amiga Margaret. El pueblo, pequeño, se deslizaba por la ladera este
de la Sierra del Perdón hacia el amplio valle por donde discurría la carretera
nacional. Lo componían unas cuarenta casas, muchas de ellas arregladas y
modernizadas. Estas se abrían hacia el sur, flanqueadas por la parroquia de San
Juan en lo más alto y el Palacio, en la parte baja, ambos edificios construidos
con sólidos bloques de piedra arenisca parda.
No
tardaron mucho en llegar a la puerta de madera marrón de una casa blanqueada y
de mediano porte, que el hombre abrió con una llave grande.
-Pasen,
señoritas. Están en su casa. Síganme, pero tengan cuidado con las escaleras.
Las
mujeres fueron subiendo con cuidado y en la primera planta el sacristán las
hizo pasar a un amplio y luminoso salón en el que abundaban los muebles de
madera oscura. En las paredes se podían ver, aquí y allá, algunos grabados,
coloreados, que mostraban lo que parecían ser escenas militares de épocas
pasadas. Ángel hizo sentar a las damas a una mesa larga y maciza y les ofreció
un café que ellas aceptaron con gusto.
Tras
el pequeño refrigerio, en el que no faltaron algunas pastas, el hombre tomó la
iniciativa:
-Bien,
señoritas. Pues ustedes dirán. Como les he comentado, me gustaría saber, con
más concreción, el motivo de su visita a nuestro pueblo. Si me explican qué
quieren, les ayudaré, con gusto, dentro de mis posibilidades.
-Muy bien,
don Ángel-respondió Bárbara Flint-. Trabajamos para la revista trimestral
“Mysteries of the hidden lands” (misterios de lugares escondidos, en español),
que se publica en la pequeña ciudad de Salem, cerca de Boston (Massachusetts),
en los Estados Unidos. Aunque modesta, nuestra publicación se distribuye por
todo el país y también por otros lugares, pues, además de los temas que trata,
tiene el privilegio de tener su sede en el lugar donde se produjo uno de los
primeros fenómenos de brujería en el Nuevo Mundo. Como sabrá, el año 1692
fueron detenidas y acusadas de brujería entre doscientas y trescientas personas,
de las cuales diecinueve fueron ahorcadas el año 1693-. La mujer se detuvo un
momento y bebió un sorbo de agua-.
No es caso
de entrar en detalles sobre aquel suceso. Además, el gran dramaturgo Arthur
Miller estrenó, en 1953, una obra titulada “Las brujas de Salem”, basada en
aquellos hechos, que dio la vuelta al mundo. La base de todo aquello parece ser
un suceso de alucinación colectiva, dicen que debida a una intoxicación por
comer pan de centeno contaminado por el ‘cornezuelo’ y que provoca los mismos
efectos que luego hemos visto con el LSD.
El caso es que
nuestra pequeña ciudad es famosa, desde entonces, por esto. Y nuestra revista
también.
-Bien,
señorita -le interrumpió Ángel-, pero todavía no veo el por qué han elegido
ustedes nuestro pueblo para sus investigaciones.
-Permíteme,
Bárbara-intervino la ciega miss Thornton.- Verá, señor Uralde. El año pasado
realizamos un fructuoso viaje y posterior reportaje sobre el Camino de
Santiago. Además de lo propio de ese itinerario, fuimos anotando todo aquello
que íbamos sabiendo de los lugares cercanos al mismo. Recogimos muchos datos,
entre otros los relativos a su pueblo, uno de los que más incógnitas nos
planteó. Comunicamos el caso a nuestro director, el señor Sean Ford y, visto el
éxito que había tenido el realizado sobre el Camino, hemos conseguido que nos
permitiera venir a Subiza, para realizar el reportaje de primavera del presente
año. Lo primero que nos gustaría es que nos informara sobre la localidad y sus
alrededores. Luego, nosotras, que ya hemos investigado por nuestra cuenta, le
haremos algunas preguntas, si le parece bien. Además, como punto final, tenemos
que pedirle que nos faciliten ustedes llevar a cabo un pequeño experimento,
pero eso se lo plantearemos más tarde.
El
sacristán había escuchado con atención la perorata de las dos mujeres. Tras un
breve silencio, les respondió:
-Muy bien,
señoritas. Me hago más o menos cargo de lo que desean, a expensas de conocer
ese “experimento” final que luego me explicarán. Puesto que he creído entender
están al tanto de la historia del lugar, que se remonta a la llamada “Alta Edad
Media”, con el rey navarro Sancho VII “El Fuerte”. Centrados en aquella época,
existen dos obras literarias. Una es la zarzuela “El molinero de Subiza” y
otra, basada en aquella “El carbonero de Subiza”. Pero son dos obras de ficción
que no aportan nada a nuestro asunto. Son historias de reyes y amoríos,
escritas por gentes de Madrid en el siglo XIX y, la verdad, no conozco el
fundamento real de que las situaran aquí (ese es, quizá su único misterio). Yo haré
hincapié en algunas cuestiones que pueden serles de más provecho.
Lo más
significativo que hay por estos lares podríamos decir que es el monte, la
llamada Sierra del Perdón y todos los recursos que proporciona. En lo que
respecta a las leyendas, la más conocida es aquella que trata sobre el
peregrino, cansado y sediento, que fue tentado con el diablo. Este le ofrecía
descanso y agua fresca, si aquel renegaba de Dios, la Virgen o el Apóstol
Santiago, cosa que no consiguió y que dio lugar al florecimiento de una fuente.
Esto sucedió en la ladera oeste de la sierra.
Pero aquí
tenemos al primer elemento importante: el agua. A este lado, en Subiza y algo
más abajo, afloran varios manantiales, abundantes, que incluso proporcionaron
agua a Pamplona durante muchos años. El segundo elemento son las ermitas, por
otra parte, abundantes en todos los pueblos navarros. Aquí tenemos dos: Nuestra
señora de Nieva (al lado del Cementerio) y San Cristóbal, en la parte baja. Ya
saben que este Santo, mártir de la época romana, se dice que fue un gigante que
llevó sobre sus hombros a Cristo niño. Hoy es el patrón de los conductores y
transportistas.
Sin
embargo, la referencia a nuestra ermita es otra. En plena Guerra de la
Independencia, el 7 de febrero de 1811, un guerrillero nacido aquí,
lugarteniente de Espoz y Mina, Lucas Górriz, se enteró de que los franceses
iban hacia Tafalla. Cuando los invasores llegaron ahí abajo, a la venta de Las
Campanas, los navarros atacaron. El combate fue muy fiero y ganaron los
nuestros. Pero Górriz quiso comprobar cómo había quedado todo y, a la carrera,
anduvo por la carretera. Cuentan que el caballo se le desbocó y él cayó al
suelo, quedando muy malherido. Sus hombres lo subieron a la ermita de San
Cristóbal, donde el guerrillero murió. Tenía 33 años, como Nuestro señor
Jesucristo. Y, ahora viene lo bueno. Se dice que su espíritu vaga por estos
lugares y que se aparece algunas noches por alguno de los rincones del pueblo.
Incluso hay quien afirma haberlo visto, no hace mucho.
-Ahí, ahí
queríamos ir a parar-intervino Bárbara Flint-. Hemos oído que incluso hay
noches en que se ven luces en algunos edificios. Y eso sí que nos interesa. Siga,
siga, don Ángel.
-Bueno.
Ahora voy a lo que usted menciona. El tercer elemento con más carga misteriosa
es el Palacio, ya lo habrán visto, supongo, pues es una construcción magnífica.
No se sabe por qué, pero un noble de Pamplona, apellidado Goyeneche, lo mandó
construir aquí en 1763, sobre otro medieval que estaba en ruinas. Quiso imitar
a otros que hay en el valle de Baztán, tierra de sus antepasados. Y lo
consiguió, vaya que sí.
El palacio
es bastante amplio. Consta de tres plantas: en la planta baja se guardaba el
cereal; la primera se destinó a la cocina y a un enorme salón. La segunda se
destinaba a vivienda. En la tercera, la última se tendía la ropa y había un
palomar en una de las torres. También había unas dependencias que les llamaban “las
cárceles”, donde dicen que incluso murió una persona y con lo que asustaban a
propios y extraños, imagino para que no anduvieran mucho por aquí.
El Palacio
fue pasando de mano en mano y se abandonó como vivienda, definitivamente, en
1981. Luego, lo compró un médico que murió en 2010, sin hacer nada con él.
Estos últimos años, el ayuntamiento ha arreglado a sus expensas el tejado, pero
el edificio se va deteriorando y, por ahora, no se le ve salida alguna.
-Pues ahí,
ahí queríamos llegar-dijo Miss Margaret Thornton-. Nosotras queremos hacerle
una proposición. Queremos pasar una noche en el Palacio, especialmente en la
tercera planta, para comprobar qué anda por ahí o, por lo menos, para conocer
de propia mano las sensaciones que proporciona el permanecer varias horas
nocturnas en él. Además de publicar un artículo en nuestra revista, lo que
haría visible el pueblo y sus circunstancias, en todo el mundo, les
aportaríamos una cantidad de dólares que podrían contribuir en algo a la mejora
del edificio. ¿Qué le parece, don Ángel?
El
hombre, en silencio, miró a las dos mujeres, sopesando su solicitud.
Transcurridos unos minutos respondió:
-Bueno,
allá ustedes. Yo, por mi parte no lo veo mal, pero habría que hablar con el
alcalde. Si les parece, yo realizo la gestión y les llamo, por teléfono esta
misma tarde. Ahora, si quieren podemos dar un paseo por los lugares más
emblemáticos de la localidad y sus alrededores.
-Muy bien,
don Ángel- respondió Miss Flint-. Lo seguimos.
Y,
despacio, deambulando por aquí y por allá, el trío fue visitando calles, casas,
manantiales y campos del pueblo, mientras el sacristán explicaba a las mujeres
algunas peculiaridades de los mismos e iban saludando a algunos vecinos y
vecinas con los que se cruzaban. A mediodía, las americanas invitaron al hombre
a comer en un restaurante cercano, y que tenía cierta fama, y, tras el café y
dar las gracias a su anfitrión, marcharon hacia Pamplona.
III
Por la
tarde, Ángel, el sacristán, habló con el alcalde y le explicó la petición de
las americanas. En un principio, le extrañó, pero cuando conoció las
condiciones, aceptó la propuesta. Ángel llamó a las periodistas y les dijo que
todo estaba arreglado. Ellas propusieron realizar su experimento la noche del
día siguiente. Quedaron a las seis de la tarde en el pueblo.
Las
señoritas se presentaron puntuales. Fueron recibidas en la plaza del pueblo,
que llevaba el nombre de “El Molinero de Subiza”. Tras las presentaciones, los
cuatro entraron en el edificio y, aún de día, lo fueron recorriendo.
Estaba vacío, en algunos lugares se veían escombros desprendidos de las paredes
y del techo. Todo él hablaba de épocas que habían sido mejores, en el pasado, y
rezumaba nostalgia de aquellos tiempos por los cuatro costados. O, al menos,
eso era los que sentían los visitantes en aquellos momentos.
Miss
Bárbara Flint explicó su plan a los dos navarros:
-No se
preocupen por nosotras, señores. Llevamos mucho mundo recorrido y nos hemos
enfrentado otras veces a todo tipo de situaciones. Como ven, todavía estamos
enteras. Somos dos mujeres muy tranquilas. Por otra parte, tenemos tres bazas a
nuestro favor. Una, los únicos que sabemos de esto somos nosotros, ¿no? -Los
hombres asistieron con la cabeza sin hablar-. En segundo lugar, soy una experta
tiradora-y sacó de debajo del chándal un revolver lustroso y brillante, cuya
boca hablaba en negro de su fiereza, cuando se la miraba de frente. No se
preocupen; tengo licencia de armas, incluso aquí, en España. Finalmente, no les
he dicho que Miss Margaret Thornton suple su ceguera con una capacidad
asombrosa de “sentir” lo sobrenatural. Ayer, sin ir más lejos, mientras
visitábamos algunos de los enclaves cercanos sintió “presencias”. En el
manantial; en la ermita de San Cristóbal y cuando visitamos los alrededores de
este edificio. Es un don que posee desde siempre. Incluso mucho antes del
accidente de automóvil que la dejó ciega (aquí la intrépida americana no aclaró
que la conductora del vehículo que sufrió aquel accidente era ella, y que ambas
iban borrachas, cuando ocurrió).
Tenemos
nuestras sillas plegables. Un termo con café y linternas, para mí claro.
Margaret no las necesita. Además, ya les hemos dado nuestros números de
teléfono, por si les tenemos que pedir ayuda. Ahora, señores, les agradecería
que abandonaran el edificio, cerrándolo por fuera para evitar molestias, y nos
dejaran solas. Mañana, al amanecer, nos vemos de nuevo.
Los hombres
no sabían qué decir. Ante posturas tan firmes les desearon buenas noches y
Ángel les comentó que, si tenían algún asunto que requiriera ayuda, no dudaran en
llamarle. Acudirían enseguida.
Las mujeres se quedaron solas en la
tercera planta del Palacio. Los hombres salieron del mismo, cerrándolo por
fuera. Luego se fueron a la Sociedad del pueblo, que funcionaba como bar, a
tomar unos vinos y comentar el asunto en que estaban metidos y del que no
habían dado cuenta a nadie. Hacia las diez, se despidieron y cada uno se fue a
su casa.
Cayó
la noche, otra más en aquel lugar pequeño y silencioso. La población dormía.
Solo el rumor del agua, el canto de los sapos en celo, el viento suave y el
trino afilado del ruiseñor entre la maleza de los manantiales rompían el
encanto de la noche primaveral. Todo estaba oscuro. Hacia el oeste, en lo alto,
se veían una infinidad de puntos de luz, blancos, amarillos y rojos, que
indicaban los muchos aparatos repetidores y generadores de electricidad que
poblaban las varias cimas de la gran mole de la Sierra del Perdón. Vista desde
arriba, alguien habría pensado que la habían sometido a una sesión de
acupuntura, tantos eran los artilugios que se clavaban en su piel. En lo bajo,
hacia el norte, la luminosidad de la capital y de los muchos pueblos que la
rodeaban brillaban por todas partes.
En
el reloj de la iglesia dieron las cuatro de la mañana. Luego, todo volvió a
quedar en silencio. Pero, al rato, sonaron dos estampidos que, en aquel lienzo todo
negro, sonaron a disparo de cañón y retumbaron desde la Sierra del Perdón,
hasta la de Alaiz, la cual se levantaba enfrente, hacia el este. Inmediatamente
unas cuantas ventanas se iluminaron. El ruido procedía del Palacio. El sacristán
y el alcalde, casi sin vestir, se encontraron en la puerta del mismo. Nada más
abrirla, aparecieron las dos americanas, apoyada una en el hombro de la otra.
Sus cabellos se habían vuelto blancos. Sin hablar, con el rostro demudado, se
dirigieron rápidamente hacia el vehículo que tenían aparcado muy cerca, lo
arrancaron y desaparecieron en la noche. Había acudido más gente, pero nadie
más que los dos hombres las habían visto. El sacristán y el alcalde se miraron.
Cerraron la puerta y se marcharon juntos. Sin decir palabra. Las personas que
habían acudido al lugar, al no ver nada y encontrar la puerta del Palacio
cerrada se fueron marchando a sus casas.
Al
rato, cuando los primeros rayos del sol rompían la noche detrás de la Peña de
Izaga, el sacristán y el alcalde, sin ponerse de acuerdo, coincidieron en la
puerta del Palacio. Entraron y fueron recorriendo los pisos. Al llegar al
tercero, vieron las dos sillas que habían llevado las mujeres en el suelo.
También estaban allí el termo del café, las linternas y … ¡la pistola! Además,
observaron con horror que, debajo de un gran agujero que se abría en el techo,
se encontraba el cadáver de un gran búho, rodeado de sangre y de plumas, con un
gran orificio en su pecho. Recogieron todo y, lo más rápidamente que pudieron
salieron del edificio. Nadie los vio. Una vez en casa del sacristán enterraron
en el patio trasero todos los objetos que habían recogido. Luego llamaron a don
Fermín, el párroco, que se presentó en el pueblo una hora más tarde y le
relataron todo lo que sabían.
Don
Fermín les dijo que admitía lo que le habían contado a título de confesión y
les prometió que no diría nada a nadie, pues no convenía alarmar más a un
pueblo que, les contó, allá por 1920 había sufrido un episodio de alucinación
colectiva que tuvo que ser exorcizado por la Iglesia y que no había
trascendido. Se trataría pues de un extraño suceso más que añadir a la nómina
de los que tenía Subiza en su haber y que no convenía que trascendiera. Nadie,
salvo ellos tres y las mujeres sabían nada. Si estas dieran señales de vida, ya
verían qué se hacía. Y lo dejaron así. Lo único que quedaba en el tintero es
que, dijo el cura, matar un búho es mal presagio. Convenía estar atentos para
que no ocurriera ninguna desgracia y hacer un acto de contrición, para deshacer
el maleficio, por si acaso.
Epílogo
Al
día siguiente, salvo los comentarios de rigor, nadie dijo nada. El cura, el
alcalde y el sacristán, hicieron correr la especie de que las detonaciones las
había producido uno de los cazas que realizaban maniobras nocturnas en el Campo
de tiro de las Bardenas Reales y que había subido más de la cuenta para dar la
vuelta que, normalmente daban a la altura de Tafalla y en la que rompían la
barrera del sonido. No era la primera vez que esto había ocurrido. Si esto no
bastaba y alguien preguntaba más de la cuenta, podían dar la segunda versión:
explosiones fortuitas de dinamita en las Canteras de Alaiz. O sea, tenían para
elegir, y se quedaron tranquilos.
Llegó
el verano. Pasaron las fiestas y el otoño. El año 2019 terminó. Ninguno de los
tres hombres llegó a saber nada, nunca, de las periodistas americanas. En marzo
de 2020 se desató una pandemia, un virus que comenzó a diezmar a las personas
mayores. En Subiza, se dio el caso que los tres primeros en morir fueron el
párroco, el alcalde y el sacristán. Nunca se enteraron de que, en América, en
la pequeña ciudad de Salem (Massachusetts) las dos primeras en sucumbir fueron
dos periodistas: Bárbara Flint y Margaret Thornton. ¿Podría atribuirse todo a
la maldición del búho de Subiza o había algo más? Nunca se supo.
¡Buen
camino!
Vale.
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