Domingo, 4 de abril de 2021
Hoy es domingo de Pascua. En el barrio seis auroros han cantado la tradicional aurora.
Mascarilla, distancia de seguridad y poca gente. No se puede hacer otra cosa.
Nosotros vamos a hacer una ruta que me pasó Sergismundo.
Una vuelta por Mendigorría. Tan cerca de Tafalla y tan desconocida. Un bosque, un cromlech y una cista.
La mañana promete.
Son las 08:30 horas. Aparcamos junto al puente sobre el Arga.
El termómetro marca 6º, pero hace más frío.
A los tres días de abril, el cuclillo ha de haber vuelto; si no ha llegado a los ocho, o lo cogieron o ha muerto.
El cielo está despejado y corre un suave viento.
Cruzamos el puente. Raseando la superficie del agua, una pareja de cormoranes buscan el sustento de la mañana.
Al otro lado del puente, algo se mueve en la cuneta.
Vera, la galga, levanta las orejas, tensa su figura y sale como una exhalación.
Un conejo, veloz, corre hacia unas matas cercanas. Vera acelera y casi le da alcance. El conejo, pequeño y ágil, se escabulle entre la vegetación y burla a la perra.
Vera, insatisfecha, da un par de vueltas a la mata, pero al final comprende que el conejo se ha puesto a salvo y regresa junto a nosotros.
Un camino viejo y en desuso nos lleva hasta un corral nuevo. Seguimos por pista hasta que torcemos a la izda. y, por sendero estrecho, orillamos un par de sembrados.
Al fondo, Montejurra recorta su silueta azul en el horizonte.
Orillando sembrados y saliendo a caminos viejos y nuevos, llegamos al cruce de caminos que nos introducirá en el bosque.
10:00 horas. En el mismo orillo del camino descubrimos una rareza.
Una bolsa de procesionaria se ha instalado en un quejigo y sus larvas se han comido una parte del enramado. Siempre habíamos pensado que este parásito afectaba solamente a las coníferas.
Nos internamos por senda estrecha.
Poco a poco el entorno cambia radicalmente.
Apreciamos algunos bojes y los quejigos, con su verdor característico de la primavera, empiezan a abundar.
En algunos robles, las cajas nido son bien visibles.
La senda, acompañada del rumor de las aguas abundantes y cristalinas del barranco, nos lleva a un bosquete de quejigos que nos deja maravillados.
Llegamos a un claro. El sendero es cada vez más estrecho y desdibujado.
El silencio, solo roto por el repiqueteo de algún pájaro carpintero, se extiende por todo el bosque como si fuera una bola invisible.
El suelo es frondoso.
Las bardanas se dejan ver por cualquier lado.
Y en los lugares más frescos y sombríos, la lengua de perro también reclama su espacio.
Llegamos hasta un pequeño pozo cuadrado y buscamos un sendero que nos lleve al cromlech.
11:10 horas. Encontramos una gran roca. Nos parece un sitio idóneo para almorzar.
La galga Vera lleva un buen rato desaparecida. Ni los silbidos ni los gritos consiguen hacerla volver pero, al sacar los bocadillos, el aroma la trae de inmediato.
Aprovechamos el sol y el lugar para hacer balance de lo que llevamos recorrido. Nos parece increíble que este pequeño paraíso se encuentre aquí escondido.
(...) Pero creo, en sentido literal y figurado, que no podemos bajar la guardia y que debemos seguir saliendo a la naturaleza y cocinando torrijas. Porque un paseo por la orilla de un riachuelo, respirar aire puro por un sendero sin mascarilla o tumbarnos sobre nuestros abrigos en una pradera a reírnos de la vida con los amigos mientras damos buena cuenta a unas torrijas con leche derramada no tiene precio. ¡Hagámoslo! ¡Es gratis! (...) (Sonsoles Echavarren)(Diario de Navarra del 04/04/2021).
Seguimos.
11:20 horas. Cromlech de Peñasgordas.
Escondido en medio del robledal y oculto por la abundante vegetación, nos detenemos ante el monumento megalítico.
Los restos ocupan un trozo de terreno amplio.
Es un lugar del que no tenemos ninguna información. Permanecemos un rato en él y regresamos por el mismo sendero.
Aprovechamos la vuelta para poder disfrutar del bosque desde otro punto de vista.
Un roble con una rugosidad importante llama nuestra atención. A la ida nos había pasado desapercibido.
Salimos al camino.
Vamos descendiendo hasta que torcemos a la dcha.
Tras una corta cuesta nos metemos por el bosque bajo y llegamos a un nuevo punto.
12:00 horas. Cista de Andión.
Sobre un cerro, medio escondido entre las coscojas, se encuentra este monumento funerario.
Desde el lugar, las vistas son una maravilla. En Andión, una larga fila de coches aparcados brilla en el carasol.
Artajona, Larraga, Mendigorría y algún pueblo de la Solana también destacan en la inmensidad de los campos y montes que se extienden a nuestros pies.
Y el Arga, aportando vida y riqueza a tantas poblaciones. Como nos recuerda Juanjo, es el río más largo y más navarro de todos porque nace y muere en Navarra.
Bajamos al camino y regresamos.
Las ruinas del Corral del Caserío están solitarias.
En el siguiente cruce torcemos a la izda.
En medio de un sembrado, un vecino de Mendigorría nos ve y se acerca a hablar con nosotros. Nos dice que el campo está sufriendo la falta de lluvias, que 6 u 8 litros que cayeran, la planta lo agradecería, pero que el cierzo tan fuerte de estos días ha secado todavía más la poca humedad que le quedaba.
Salimos a la carretera que sube a la ermita de Nuestra Señora de Andión y regresamos al puente.
Antes de terminar, nos detenemos a contemplar el espectáculo de una granja de perdices. Cientos y cientos de aves se mueven inquietas debajo de las redes que cierran el recinto.
13:15 horas. Puente del Arga. Junto a los coches, comentamos la excursión de hoy.
Un descubrimiento tan interesante merece que volvamos otro día. El otoño será una buena época para adentrarse de nuevo en ese bosque de robles.
En este enlace se puede el recorrido de Sergismundo que es el que hemos seguido nosotros hoy.
Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
El
Emperador Octavio Augusto en Hispania. La Sibila de Andión
I
-¡Abuelo,
abuelo! ¡Ya suena el cascabel! ¡Parece que ha picado uno en mi caña!
-¡Bueno,
Antonio, pues a ver si lo sacas! Ya sabes lo que te he enseñado: primero, quita
el cascabel y, luego, levantas bien la caña, das un ligero tirón, para atrás,
sin brusquedades, y recoges el sedal con el carrete. Yo,
mientras voy preparando el salabre. ¡Vosotros, Livia, Mario, dejad a vuestro
hermano en paz, no lo agobiéis! ¡Y quitaos de ahí, pasad aquí, a mi izquierda! ¡Si
se suelta el bicho, la plomada va a salir disparada para atrás y os puede hacer
una buena “güeza”!
-¡Jo, como tira, no sé
si lo voy a poder sacar! ¡Ayúdame, abuelo!
-¡Voy, a ver, trae…!
¡Coge tú el salabre! ¡Sí que tira, sí!
-¡Bien, bien! ¡Hemos
pescado uno! ¡Viva, viva!-gritaron los más pequeños saltando de alegría-.
Y el hombre fue
recogiendo el sedal, despacio, con la pericia que dan los muchos años de
afición y la ilusión de ver las caras de sus nietos que resplandecían de ilusión
y entusiasmo.
-¡Bueno, ya está! Es un
barbo y lo menos pesa dos kilos. A ver, Antonio, cógelo con cuidado. No lo
saques todavía. Tiene que volver al agua sano y salvo. Ya sabéis que nosotros
practicamos la pesca sin muerte. Devolvemos al río los peces, puesto que ya no
necesitamos comerlos, como cuando yo era chaval. Eso sí, a ver, nos sacaremos
unas fotos rápidas con él.
Dicho y hecho. Los
nietos fueron cogiendo el pez, por turnos y el abuelo les hizo las
correspondientes fotos. Luego, tras hacerle una foto al hombre con el barbo, lo
soltaron, con cuidado, en la orilla. El pez, tras recuperarse en unos segundos,
cogió fuerzas y con un ágil coletazo a modo de despedida o de gracias, eso no
se sabe, se lanzó raudo hacia las profundidades.
-Bueno, chicos. Ahora
vamos a almorzar.
-¡Sí, abuelo! ¡Qué
tenemos mucha hambre! - dijo Mario. El más joven-.
-¡Eso, Eso!-apoyaron
los otros dos.
La mañana de abril era
espléndida. El abuelo y sus nietos llevaban ya un buen rato a orillas del río
Arga, entre Mendigorría y la antigua ciudad romana de Andelos, en la Zona Media
de Navarra. El cielo azul. El sol radiante; el agua clara deslizándose serena,
haciendo guiños a todo el que quisiera mirarle; las fragancias primaverales que emanaban de los árboles y el olor fuerte a
río; las plantas de la orilla y de las colinas que rodeaban el cauce; los
vuelos y cantos de las muchas aves que se movían de un lado a otro hablaban de
que la primavera estaba en pleno apogeo.
-Lavaos las manos, que
os olerán a pescado, pero no echéis el jabón al agua. Aclaraos sobre los
guijarros. Ahí tenéis el pozal para coger agua.
Y todos, una vez
realizada la limpieza se sentaron sobre unas piedras más grandes y comenzaron a
comer los bocadillos que habían llevado y a echar grandes tragos de agua de sus
cantimploras. Estaban cerca del puente que une el pueblo con la antigua villa
romana de Andelos. Al principio, nadie hablaba, pues todos estaban ocupados en
masticar con fruición el almuerzo. Ya era media mañana y hacía un buen rato
desde que habían salido de casa. Entre la caminata, pues habían bajado desde el
pueblo andando, y el aire fresco del campo, se les había abierto el apetito.
Formaban un cuadro familiar de lo más entrañable: Lucio, el abuelo; Antonio el
mayor de los nietos, que tenía quince años; Livia, la segunda, de trece y
Mario, el chiquito, de once. Pasados unos minutos y ya algo mitigada la gazuza,
la chica rompió el silencio:
-Abuelo, abuelo, ¿por
qué no nos cuentas alguna historia de esas que tú te sabes, alguna historia de
las de antes y que hable de nuestro pueblo, Mendigorría?
El abuelo Lucio había
sido, toda su vida, agricultor, pero era un hombre al que le había gustado
mucho leer. Sobre todo, le había fascinado la historia, especialmente la que
había ocurrido por su tierra. Amaba los campos, el paisaje, los montes y,
especialmente, el río. Había viajado algo, pero se había dedicado a conocer a
fondo el pasado romano de la que había sido una de las ciudades romanas más
importantes de Navarra: Andelos, que luego había dado lugar al pueblo medieval
de Muruzábal de Andión.
Ya hacía unos años que
se venía trabajando en sacar a la luz parte de lo que había sido el lugar. Él
incluso había trabajado hacía unos años en el yacimiento, junto a los
arqueólogos del Gobierno de Navarra. Con ellos desenterró casas, calles, el
depósito de agua y las termas, entre otros lugares. De ellos aprendió bastante
de lo que sabía y también le indicaron qué libros y publicaciones podía
consultar para acrecentar su conocimiento. El abuelo Lucio era un hombre del
campo, pero poseía una inteligencia natural y una humildad y bonhomía que le
ayudaban a tener buenas relaciones con las personas que lo trataban.
Ya, en su madurez,
había sido concejal del ayuntamiento de Mendigorría y gracias a su empeño,
junto a otras personas del pueblo a los que también les gustaba la historia,
habían sacado adelante el proyecto de “Jornadas Romanas” que venían
celebrándose en verano en la villa. Por ello, cuando sus nietos le reclamaron
que les contara una historia, el hombre, que tenía varias preparadas para
cuando llegara este momento, les dijo:
-De acuerdo, nietos. Os
voy a contar una historia. Pero no una historia cualquiera. Os voy a contar una
historia importante y más o menos verdadera, que ocurrió por aquí cerca, nada
más y nada menos que hace unos dos mil veinte años. Es una historia poco
conocida. No hay mucho escrito sobre ella. Me la contó, a su vez, uno de los
profesores con los que trabajé en Andelos y también en el pueblo. Según él fue
un suceso muy importante que, si hubiese acabado de otra manera habría hecho que
el mundo fuese distinto. Este profesor decía que, a veces, en los lugares más
recónditos, si se cruzan personas y hechos clave, puede producirse un giro de
los acontecimientos que cambie toda una época.
En
esta historia interviene un emperador romano, con su ejército; un anciano
vascón, su hija y su nieta. ¡Ah! Y también hay un perro, un animal que fue
decisivo para evitar, en parte, una desgracia. Los lugares por donde andaremos
con la imaginación son tres: un antiguo poblado vascón, que hoy es nuestro
pueblo, Mendigorría; un campamento de soldados romanos, Andelos, que todavía no
era ciudad y un monte que hay en nuestro término, al norte, entre el Alto de
Arguiñano y Chazperri, el paraje de Peñas Gordas, que es un hermoso bosque de
roble y, en cuyo interior, hay un secreto que luego os diré.
Bueno,
poneos cómodos y escuchad.
Llegados a este punto, los nietos de
Lucio ya se habían acomodado y, bajo el cálido sol de primavera y el ambiente
tan apacible y fragante, se dispusieron a escuchar a su abuelo. El hombre
comenzó su relato:
II
“Hace
unos dos mil veinticinco años antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo,
los romanos eran ya dueños del mundo conocido. El año 44 antes de este
acontecimiento, Julio César, uno de los personajes más importantes de la
antigüedad (pues, entre otras cosas, reformó el calendario egipcio al que se
añadieron dos meses, julio, en su nombre y agosto, en honor al protagonista de
nuestra historia), fue asesinado en el Senado romano.
Con
su muerte, pasados unos pocos años, terminó la llamada época republicana y
comenzó la Época Imperial. Precisamente, después de varias confrontaciones con
otros aspirantes, el primer emperador romano fue un sobrino nieto de César,
llamado Cayo Octavio Turino, nacido en Roma el año sesenta y tres antes de
Cristo y llamado, durante su mandato Octavio Augusto. Fue el primer emperador
romano, desde el año veintisiete antes de Cristo, y el que ostentó por más
tiempo ese cargo. Consiguió pacificar todo el Imperio, pero no sin esfuerzo.
Ya
sabéis que hay un tebeo francés, muy famoso que comienza diciendo que en el año
cincuenta antes de Cristo toda la Galia (la Francia de hoy) estaba conquistada.
Toda, menos una aldea. Pues bien, eso son paparruchas, pues César sí que había
conquistado toda la Galia.
Sin
embargo, nuestro país, llamado entonces Hispania no estaba conquistado del
todo. Dos tribus del norte, los Astures y los Cántabros, todavía daban mucha
guerra, nunca mejor dicho, a los ejércitos romanos. Fijaos, desde el año
doscientos dieciocho entes de Cristo, en que los romanos habían puesto, por
primera vez el pie en Hispania, todavía no la habían conseguido pacificar, del
todo.
En
estos doscientos años, habían ido conquistando y sometiendo a todas las tribus,
desde el norte hasta el sur, menos a los susodichos Astures y los Cántabros.
Así que, el gran emperador Octavio Augusto, tuvo que venir por tres veces a
nuestro país y no fue hasta el diecinueve antes de Cristo, que venció a los
rebeldes y pudo comenzar la llamada “Pax Romana”, la paz romana. Muchos años de
tranquilidad para el Imperio.
Pero
la cosa, que sucedió así, estuvo en un tris en no suceder. Bien; vayamos a lo
concreto. El emperador Octavio Augusto vino tres veces a Hispania. En el
segundo viaje, más o menos hacia el año veinticinco antes de Cristo, el
Emperador llegó hasta aquí. Venía cansado de luchar contra aquellos feroces
enemigos, los Astures y los Cántabros, y enfermo del hígado. Además, a pesar de
toda la fortuna heredada de su tío abuelo César, a veces la mala suerte le
perseguía en forma de ira del cielo, de los rayos. Ya había padecido, en años
anteriores, dos episodios de esta índole. Dos terribles chispas habían caído
cerca de él, en su juventud. Son episodios que están recogidos por los
cronistas. Por eso, siguiendo el consejo de arúspices y pontífices, siempre
llevaba consigo una piel de foca, con la que se cubría el cuerpo cuando se
producía una tormenta, en la creencia de así se libraría de las centellas. Los
romanos eran muy supersticiosos y tenían dioses y ritos para casi todos los
avatares de la vida.
Bueno,
pues lo dicho. Octavio Augusto y sus legiones se presentaron aquí, en el
campamento de Andelos, pues este lugar no fue declarada ciudad romana hasta
setenta y cinco años más tarde. El lugar era entonces bastante agreste. Montes,
el río Arga, algunos poblados vascones y poco más. El emperador venía enfermo,
muy enfermo y él y sus tropas debieron detenerse para descansar y recuperarse. Esta
era una zona segura, pues se encontraba, más
o menos, en el centro de varios ciudades vasconas que mantenían buena
relación con los romanos: Pompaelo, Calagurris, Grachurris, Cascantum, Segia,
Cara, Iacca e Iturissa
Como
no mejoraba, a pesar de haber ofrecido en sacrificio una res en el Taurobolio a
Cibeles, el Legado, el jefe del poblado romano, le sugirió que consultara a una
hechicera que vivía al otro lado del río, en el castro de Matalcaza, como si
dijéramos el pueblo de Mendigorría de hoy.
El
Legado romano y dos Tribunos de Andelos, marcharon a este poblado en busca de
la Sibila vascona. La conocían, y algunas otras veces les había proporcionado
remedios para curar las enfermedades de algunos soldados. La mujer se llamaba
Urchatelli, era la hija de Calaetus y la madre de Likine, joven de unos veinte
años, a la que su madre instruía en su oficio, aprendido, a su vez de sus
mayores. Los vascones, por aquella época, ya hacían buenas migas con los
romanos. Incluso varios jóvenes habían sido reclutados para combatir en las
campañas de Britannia y Germania, al lado de los latinos. Uno y otro pueblo
procuraban respetarse y convivir desde hacía ya bastante tiempo.
Cuando
los mensajeros romanos explicaron el problema que tenía el emperador a
Urchatelli, la mujer se quedó pensativa y respondió a aquellos que hacía unos
días soñó que una gran águila imperial caía a sus pies, abatida por la estela
de un fuerte rayo, durante una gran tempestad y que la recogió y la abrazó
contra su seno, para darle calor. Parecía estar muerta, pero, tras un rato de
abrigarla el ave revivió, quedándose muy quieta. Lo más curioso del sueño,
continuó, fue que su perra Vertragus, de raza “gaellica”, no ladró en ningún momento.
Ambos animales permanecieron uno a cada lado de la sibila vascona. Incluso, el
can se acercó al otro animal y pareció querer darle calor.
Luego,
ya repuesta, el águila desplegó sus alas y, tras unos pasos, levantó el vuelo.
Pero no se alejó inmediatamente, sino que, a media altura, voló en círculo
sobre la mujer y el perro, durante unos minutos. Al rato, se alejó, pero aún
volvió tres veces sobrevolando encima de sus salvadores. La primera dejó caer
una ramita de roble, que había transportado en su pico; la segunda una pequeña
roca, redondeada y la tercera, un corderillo muerto.
Urchatelli
confesó a los soldados que tras contarles estos la enfermedad del Emperador,
había descifrado el significado de su sueño y les dijo que debía acompañarlos a
ver a Octavio Augusto.
Una
vez en el campamento de Andelos, llevaron a la mujer junto al Emperador, que
estaba postrado en una litera. Esta les explicó que debían llevar a cabo un
ritual para conjurar los males. Tenían que llevar al enfermo hasta un lugar
sagrado para los vascones, desde tiempos inmemoriales, en el centro de un
bosque de robles, al norte de Andelos y del poblado. En él había un círculo de
piedras mágico que los campesinos llamaban “harrespil” (llegados aquí, el
abuelo dijo a sus nietos que en la actualidad esas piedras se llamaban
“crómlech”) y que en latín eran las “ceraunie”, piedras del rayo. Una vez allí,
debían sacrificar una oveja de dos años, llamada “bidentalis” y enterrarla,
después, al lado de la gran roca que servía de altar. Una vez realizado el
rito, el maleficio quedaría deshecho y tras un tratamiento con las plantas que
les proporcionaría la sibila, el emperador quedaría curado. Eso sí, la Sibila
advirtió a Augusto que no olvidara su piel de foca, pues el lugar era muy
propicio para los rayos y ya sabía que él había atraído en el pasado a unos
cuantos.
Hicieron
todos los preparativos. El Emperador fue instalado en una litera, cubierto por
la piel de foca y rodeado por sus soldados. Urchatelli, su padre, Calaetus y su
hija, Likine, iban delante. Abría la comitiva la perra Vertragus. Se pusieron
en marcha, hacia el norte. Fueron dejando los poblados a su espalda. El terreno
iba subiendo y se hacía cada vez más abrupto. Pasado un rato, entraron en un
bosque de grandes robles. La senda que discurría al lado de un barranco
cantarín, iba serpenteando sorteando los troncos de los árboles. Pasaron unas
tres horas. Cuando atravesaban un pequeño claro, muy cerca ya de su destino, la
perra Vertragus se puso a ladrar furiosamente y a entorpecer el paso de su ama
y de los que venían detrás. Urchatelli, intuyendo algún peligro indicó a todos
que pararan,
Apenas
lo habían hecho, un gran estruendo retumbó desde el cielo, que se había
ennegrecido. Al momento, un fuerte rayó cayó delante de ellos y tronchó un gran
roble, que cayó, por fortuna, sin alcanzar a nadie. Comenzó a llover y el agua
apagó el pequeño incendio que la chispa había producido. Con el miedo en el cuerpo, pues una de las
cosas que más temían los pueblos antiguos era que el cielo cayera sobre sus
cabezas, la comitiva avanzó y llegó a un gran claro. A un lado, se levantaba un
círculo de grandes piedras, el “harrespil”, en una pequeña ladera que miraba
hacia el este. Muy cerca vieron otra gran roca, pero esta parecía una gran
mesa, lisa, amplia y estaba orientada hacia el oeste. Una vez allí, acomodaron
la litera del Emperador algo más arriba de los dos megalitos, de manera que
este pudiera ser testigo de toda la ceremonia. Un semicírculo de soldados
protegía a su jefe. Había dejado de llover.
Urchateli
permaneció varios minutos en el centro del círculo de piedras. Parecía estar
rezando, con los ojos cerrados, en memoria de las almas de todos sus
antepasados que habían realizado tiempo atrás sus ritos en aquel lugar. Luego,
ayudada por su padre, Calaetus y por su hija likine y observada por los
romanos, procedió al sacrificio de la oveja, desangrándola por el cuello con un
largo, fino y afilado cuchillo de piedra negra. La sangre corrí por encima de
la piedra y caía de la misma hasta el suelo, por el lado donde se encontraba el
círculo de piedras. Una vez terminada la ceremonia, el anciano y las dos
mujeres, cavaron con sus cuchillos un pequeño hoyo, en el lugar donde la sangre
había tocado la tierra. Luego, enterraron al animal y cubrieron el agujero.
Nadie se había movido de su sitio. Cuando terminó la ceremonia, la comitiva se
puso de nuevo en marcha hacia los poblados. Ya mediada la tarde unos y otros
fueron a sus respectivos hogares. El Emperador se había dormido durante el
trayecto y nadie lo quiso despertar. Antes de despedirse, la Sibila vascona
entregó unas plantas a uno de los Tribunos y le explicó cómo debían dárselas al
Emperador.
Pasaron
tres días. La vida había vuelto a la normalidad. En el poblado de Matalcaza las
gentes habían vuelto a sus tareas: el campo y el cuidado de los animales. En el
campamento de Andelos, los soldados cuidaban de Octavio Augusto y seguían con
su vida cotidiana: vigilancia, fortificaciones y mejoras del campamento. La
mañana del cuarto día, un centurión fue a buscar a Urchatelli, a Calaetus y
Likine y los llevó ante el Emperador. Una vez en su presencia, pudieron
observar que este presentaba buen aspecto. El gran hombre les dio las gracias y
les dijo que contaban con su protección para siempre. Además, les contó que iba
a mirar porque todos los soldados vascones que hubiera en sus legiones fueran
muy bien tratados y que pensaba hacer de Andelos una hermosa ciudad donde se
pudiera vivir con todas las comodidades que tenían las mejores poblaciones
romanas: buenas casas, termas, agua abundante, mosaicos… Además, mandaría
labrar una hermosa lápida conmemorando su paso por el lugar y en la que fuesen
incluidos, con su agradecimiento, las dos mujeres, el anciano y la perra
Vertragus. También ordenaría que sus albañiles levantaran una buena casa para
los que ahora eran sus amigos y les regalaría tierras y ganado.
Urchatelli
le dijo que se sentían muy agradecidos y que aceptarían con gusto sus regalos.
Luego se despidieron de los romanos y volvieron a su poblado.
III
El
Emperador Octavio Augusto cumplió su palabra. Volvió a Roma y, al poco tiempo
consiguió apaciguar a los Cántabros y a los Astures. Una vez conseguido esto
comenzó para todo el Imperio una época de paz y prosperidad que fue llamada la
“Pax Romana”. Su mandato, como se ha dicho más arriba, fue el más largo
conocido en Roma. Duró hasta el diecinueve de agosto del año catorce después de
Cristo, en el que falleció, y en el ínterin, se cambió hasta de Era, pues se
produjo en Israel el nacimiento del Salvador del mundo, Jesús, que cambiaría la
historia para siempre.
Andelos fue creciendo. Se convirtió en
una de los lugares más importantes de todo Navarra y adquirió la condición de
“Civitas”, de ciudad. El año setenta y cuatro, después de Cristo. Ni más ni
menos, que cuatro años después de la destrucción de Jerusalén. Lo demás es
historia conocida.
Epílogo
Llegado
a este punto, el abuelo Lucio detuvo su relato. Dijo a sus nietos que tenían
que volver a casa, pues se acercaba la hora de comer.
Su
nieta Livia exclamó:
-¡Abuelo,
es una historia muy bonita y la has contado muy bien! ¿Verdad chicos?
-¡Claro
que sí!- añadió Mario-. Oyendo al abuelo, dan ganas de leer e investigar más
sobre la historia de nuestro pueblo.
-¡No
te preocupes-dijo su hermano-, ya te tocará estudiar historia dentro de poco!
¡Toda la que quieras!
-Bien,
bien-intervino el abuelo-. Pero ahora vamos a recoger todas nuestras cosas, que
aún tenemos camino hasta llegar a casa. Otro día, si queréis, repetiremos:
pesca e historia. Una buena combinación. Mirad de no dejar ninguna basurilla,
que hay que cuidar nuestra tierra. Recoged la que veais. Aquí tenéis una bolsa
para que nos la llevemos.
Y
la pequeña comitiva, entre risas y bromas abandonó las orillas del hermoso río
Arga y fue subiendo hacia su querido pueblo de Mendigorría. Seguramente, en ese
momento, habría más personas felices sobre la Tierra, pero, en ese momento
tanto como ellos, pocas.
¡Buen
camino!
Vale.
Desde Vitoria un saludo a todos los de Mendigorria. Precioso pueblo y bonita historia.
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