La primera excursión de Senderismo por Navarra que hicimos desde la Asociación de Jubilados fue a Iratxeta en septiembre de 2016. Desde entonces no había vuelto a hacer esta ruta y, aprovechando que Damián (y por supuesto Vera la galga) tenía interés en conocerla, decidimos darnos "un baño de primavera" por ese espacio natural en el corazón de la Valdorba.
Son las 08:30 horas. Aparcamos a las afueras del pueblo junto al panel que nos informa de la ruta.
Guarda el sayo para mayo, por si en vez de derecho viene de soslayo.
En el cielo hay algunas nubes, pero no amenaza lluvia.
La temperatura es de 7º; el cierzo sopla ligero y obliga a abrigarse.
En la bifurcación de la pista, tomamos el camino de la izda.
En una balsa seca, un letrero indica otros parajes a los que haremos una visita en próximas excursiones.
La suave pendiente desemboca en un sendero que nos invita a abandonar el ancho camino.
Entramos en lo que se conoce como el Robledal Joven. Un paraje sombrío y fresco rodeado de vegetación. En el suelo, las marcas de jabalíes son constantes.
Aunque ahora los árboles son delgados, encontramos algunos tocones de árboles que tuvieron buen porte.
Los robles, ilagas y bojes permiten también la proliferación de otras especies.
El abrótano macho, medio escondido, salpica el terreno y pone una nota de verdor que contrasta con el de la abundante hierba.
09:30 horas. Roble Centenario.
Llegamos a uno de los lugares importantes del recorrido.
El roble, majestuoso y solitario, parece dar la bienvenida a los visitantes para conducirlos al espectacular espacio que se abre más adelante.
En diez minutos llegamos a la Borda de las Vacas.
Las ruinas permiten todavía apreciar la envergadura de la construcción.
Un panel en muy buen estado habla a los caminantes, con un texto ágil de la vida en estos rincones de la Valdorba. Acompañan al texto fotografías antiguas ilustrativas.
Cuando Canuto dice que no es que no. Ayer mismo mi hermana Basilisa, las sobrinas y la peor de todas, mi cuñada Jaculatoria, que es una bruja con tetas de vaca y más peligrosa que un nublaú mañanero, dale que te pego, las tres como moscas cojoneras. Y yo que no y que no, como si no conocieran a Canuto. Bueno soy, y si viene la Jaculatoria a meter la lengua donde no la llaman, a ñeques la saco de aquí. Además, pa que usté se entere, todo en ella es falso, ese buche que tiene, que paice de madre superiora en sazón, todo es grasa, de los cuatro bautizos a ninguno amamantó, trajo amas de cría de la Valdorba, como las reinas, que dicen que son las de mejor leche, cremosa y abundante. (Los Corrales de Ujué y la vida de antaño. Santa María de la Oliveta)(Satur Napal y otros).
A partir de aquí caminamos un buen trecho por espacio abierto. La Higa, imponente, se asoma por encima de las laderas cercanas.
La vegetación, en este terreno despejado y azotado por el cierzo, es escasa.
Un florecido espino albar se agita en el borde del sendero.
Junto a una mesa-panel que informa sobre la fauna, un estrecho sendero serpentea por la ladera hasta llegar a la pista blanca.
Un hermoso hito levantado con piedras nos obliga a detenernos a admirarlo.
10:20 horas. Fuente de la Teja.
El caudal de agua es abundante.
Junto a la fuente hay una mesa y bancos. Es hora de almorzar.
En esta hondonada apenas notamos el viento.
El panel ofrece información sobre la actividad ganadera del entorno.
Continuamos por las marcas blancas y amarillas del PR y, dejando a nuestra izda. las ruinas de una borda, llegamos a otro punto importante.
10:50 horas. Cabaña de Mariano.
Es una hermosa construcción circular, hecha de piedra y con tejado de lajas. El buen hacer y el respeto de los visitantes permiten disfrutar de esta maravilla en medio del pinar.
Otro panel, en muy buen estado, ayuda a entender el porqué de estas construcciones.
Un poco más adelante nos encontramos con un portillo en el cercado. Lo cruzamos y continuamos asciendo el fuerte repecho que sube por la ladera boscosa.
El poste indicador supone, también, el final de la cuesta.
Por senda marcada llegamos las Tres Mugas. Son las 11:25 horas.
Hay que pasar junto al viejo mojón para llegar a la mesa-panel y disfrutar de la panorámica.
Disfrutamos descubriendo las cimas cercanas y conocidas. La Higa, Izaga, Arangoiti... y otras más alejadas como Oroel o el Orhy.
Miramos la sierra dentada del Pirineo, sacamos los catalejos, hacemos proyectos para futuras excursiones; nos sentimos privilegiados de poder disfrutar de todo esto.
Volvemos por el mismo sendero y, al llegar al poste, tomamos la senda de la izda.
Seguimos por el bosque de pinos y robles.
Al llegar a otro portillo, tenemos que levantar un poco la alambrada porque la galga no está por la labor de subir los peldaños.
Las flores de una planta nos hace detenernos.
Es una Genista hispánica. Juanjo, que sabe de esto, nos dice que es de la familia de las ilagas pero sin espinas.
La ilaga, como tiene tanta espina, es la Genista Escorpio. (Nos viene a la cabeza el viejo refrán de: A la cama no te irás..)
Caminamos por medio del bosque. Hay una cosa que nos sorprende: la convivencia de pinos, robles y bojes. No es fácil que el pino y el roble se "lleven bien".
Pasamos junto a una pequeña cabaña de piedra y comenzamos a descender por terreno despejado.
El desnivel es pronunciado. Los bastones son una ayuda importante.
Un viejo abrigo también de piedra está escondido en la orilla del camino.
Llegamos a terreno llano. Los chopos junto al barranco dan cobijo a una pequeña pradera inundada de flores.
12:40 horas. Llegamos al coche.
Las laderas del fondo nos recrean la vista y comentamos el bonito paseo que hemos dado hoy. Repetiremos.
Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
Podríamos
titularlo, al estilo de la Literatura Francesa, “Diario de un cura rural” (Iracheta,
domingo 23 de mayo de 20121)
1.
Un cura cualquiera
Julio
Pabolleta Martínez era cura. Un sacerdote posconciliar que ya había cumplido
con creces los cincuenta años. Pero todavía, a pesar de los avatares que le
había deparado el destino, se sentía fuerte, con “correa”, como decían por su
tierra.
Don Julio, el “Mosén” o Julio, a secas,
como lo llamaba la feligresía, ya fuera más tradicional o más moderna, era un
hombre delgado, de mediana estatura, de pelo hirsuto (“pelo pincho” lo llamaban
de pequeño en su pueblo) y moreno, que ya empezaba a blanquear por las sienes y
sobre la frente. Tenía un rostro enjuto en el que brillaban dos ojos pardos y
una nariz ciertamente visible, sin ser exagerada, que dominaba una boca
pequeña, a modo de isla, entre unas mejillas ennegrecidas por la sombre de una
recia barba, siempre bien afeitada. Vestía, normalmente, de una manera
sencilla. En invierno jersey recio, vaqueros y zapatos marrones o negros, eso
sí, cómodos. En verano, cuando el tiempo dejaba, camisa de manga larga, a
menudo remangada. Cualquiera que lo viera por primera vez habría pensado que
era un obrero de la fábrica, un empleado de la gasolinera o uno de los
ganaderos o pastores que habitaban por la zona.
Obrero
sí que era, pero su fábrica “trabajaba” con las almas; pastor, también, pues
cuidaba una grey, que, a la sazón, no era muy abundante. Tenía muy a gala
conocer a todos sus feligreses por el nombre, amén de saber de sus vidas, de
sus penas y de sus ilusiones.
Lo
que más destacaba en él eran las manos. Dos apéndices que rompían el equilibrio
de su persona, pues eran más grandes de lo normal. Manos recias, poco cuidadas,
de agricultor, de albañil, de pelotari, o de aizcolari. Manos de lo que había
sido desde su niñez, allá en el pequeño pueblo donde había nacido, Iracheta, en
el navarro valle de la Valdorba.
El cura Julio era de los llamados de
vocación tardía. Él decía que el Señor no le había dado la “pedrada” hasta los
veintisiete años, cuando ya había corrido “la Ceca y la Meca” y llevaba trece
cotizando a la Seguridad Social. Nada más terminar la EGB, había comenzado a
trabajar en la pequeña hacienda familiar en el pueblo. Sus dos hermanas, sin
embargo, habían continuado estudios, una de Enfermería, la otra de Magisterio.
Su
padre y él cultivaban algunas parcelas de tierra blanca, para cereal; en el
común criaban media docena de vacas y un pequeño rebaño de ovejas. Algo de leña
del monte y un huerto, cerca del pueblo, del que la familia se surtía de
hortalizas, verduras y fruta, componían su hacienda. Una vida sencilla,
demasiado sencilla para un mozo nacido en los años cincuenta. Mucho trabajo y
poca diversión.
Toda
la semana en el campo y en el monte y los domingos de juerga, a Barásoain, a Garinoain,
al “Hostal el Mirador” y, cuando se podía, a Tafalla, a mover el esqueleto y a
beber, sobre todo a beber, en la discoteca “Maitagarri”. No perdonaba el ir
algún día a Pamplona, especialmente en San Fermín y, ¡cómo no! A las fiestas de
los pueblos valdorbeses, donde era sobradamente conocido porque casi siempre
estaba cantando jotas y rancheras, que acompañaba con una guitarra. Y no se le
daba mal. Más de una moza de la comarca le había echado el ojo, pero él no se
dejaba. Por otra parte, Julio Pabolleta era buen amigo y buena persona. Siempre
pendiente de la cuadrilla, que también lo cuidaba a él cuando la juerga se le
iba algo de las manos, lo que ocurría algunas veces. Era un mozo más de su
pueblo, de su valle, un navarro de la segunda mitad del siglo XX. Lo único que
no había tenido nunca era novia formal. Las mujeres le gustaban, pero era
bastante tímido y no había conocido nunca a ninguna que le hubiera hecho
lanzarse por el precipicio. Luego, como queda dicho, a los veintisiete años
había sentido una fuerza irreprimible que lo llevó a hacerse cura. A veces,
todavía se preguntaba cómo había sido aquello, pero siempre se respondía lo
mismo: “¿Quién sabe? Los caminos del Señor son inescrutables”. Y allí estaba,
en su madurez, cura párroco de la localidad de Castiello de Jaca. Con Aratorés;
Cenarbe; Larrosa y Villanúa.
2.
La escapada
Llegados a este punto, imagino que os
preguntaréis qué hacía un cura navarro de mediana edad en la Jacetania. La
respuesta es bien sencilla: esconderse.
¿Esconderse? ¿De qué? ¿Acaso había cometido algún delito o había hecho algo que
no debiera, para ser destinado a un pueblo del Pirineo, de 200 habitantes, a
921 metros de altura y que, aunque cerca de Jaca, estaba donde podríamos decir
que “Cristo dio las tres voces”?
Pues
sí. Habéis acertado. Julio Pabolleta estaba “desterrado” en aquel lugar perteneciente
al Camino de Santiago francés, y que es conocido como “el pueblo de las cien
reliquias”, por las que alberga en una arqueta de la iglesia parroquial desde
los primeros tiempos de la cristiandad.
Había
llegado al lugar en 2011, tras un pasar un periodo de reclusión en el
Monasterio de la Oliva, en Carcastillo, pena que le había sido impuesta por su obispo,
tras un proceso que determinó que Julio se había metido, años atrás, en un
fregado en el que nunca debía participar un cura.
La cosa empezó por los años 1977 y
1978. Julio Pabolleta tenía 20 años y estaba haciendo el servicio militar en
Madrid. Tras el campamento en Hoyo de Manzanares, había sido destinado al
Regimiento Mixto de Ingenieros nº 1 de la División Acorazada Brunete. En uno de
los permisos, como de costumbre, el domingo fue a Tafalla. Tras una ronda por
los bares, recaló en la discoteca Maitagarri. En una parada, entre el bailar y
beber, se le acercaron un par de conocidos de la ciudad. Los tres, dentro de lo
que permitía el ambiente discotequero, comenzaron a hablar de cosas
intrascendentes. Al rato, uno de ellos empezó a tantear al valdorbés para
conocer sus ideas políticas. Julio Pabolleta no las tenía muy definidas, pero
él y sus amigos seguían la corriente del nacionalismo vasco, la moda
antifranquista y de protesta en Navarra. Alguien les había descubierto que su
pueblo y muchos de los términos que lo rodeaban tenían nombres en euskera. Por
eso, había que “trabajar” para que Euskadi, incluida Navarra, fuera
independiente, como, le dijeron, lo era antes de la conquista de los Reyes
Católicos. Nadie les explicó que la verdad histórica era más sutil, y se
dejaban arrastrar, como tantos otros, sin discernir el grano de la paja.
Aquel día, Julio Pabolleta oía a los
tafalleses, pero no estaba muy entusiasmado con lo que le contaban, aunque
sentía que era lo mismo que venían creyendo sus amigos y él, y lo que les
decían algunos del pueblo que pasaban por gente ilustrada. Pasado un rato, los dos
mozos se fueron y Julio volvió a los quehaceres propios del lugar en el que
estaba: bailar y beber.
Pasado el permiso, volvió a Madrid, a
la vida cuartelaria que ya dominaba pues llevaba la “mili” a medias. Los días
iban pasando y Julio seguía con la aplastante rutina que imponía su situación.
De vez en cuando, cuando podían salir, él y sus camaradas, casi todos paisanos
navarros, deambulaban por la Capital y echaban una cana al aire. Frecuentaban
algunos locales de ambiente navarro. Sobre todo, eran clientes del “Ezpela”, en
el barrio de Argüelles, donde preparaban un brebaje, a base de pacharán, limón
y Dios sabe qué, que los “entonaba” sobremanera. Era un potingue, al que
llamaban “zakiritzu”, que en Navarra nadie se habría atrevido a hacer y menos a
beber, pero en Madrid se puede incluso echar a perder el pacharán, sin que
nadie se lleve las manos a la cabeza.
El caso es que un día, Julio y sus
compañeros estaban en el local, libando unos vasos de aquel refrescante y
peligroso brebaje, cuando se le acercó una chica no muy alta, morena y de
rostro juvenil. La chica se presentó como una estudiante navarra, que llevaba
varios años en Madrid y quería preguntar a Julio si le podía encargar un recado
para su familia. Ella, le dijo que era de Larraga, pero no podía desplazarse a esa
localidad porque estaba muy liada con la carrera y le venía mal. El asunto era
llevar un pequeño paquete a Tafalla, donde, en la estación del tren, lo
recogería un familiar suyo, que, a su vez, le daría otro paquete para que se lo
trajese a ella.
De primeras, a Julio aquello le pareció
raro, pero se dijo que era signo de los tiempos modernos que le tocaba vivir y,
sin pensárselo mucho, le dijo que sí. La muchacha añadió que le llevaría el
paquete a la estación. Le dio un teléfono para que le avisara del siguiente
permiso y se marchó después de añadir que se llamaba Luisa Alloz. Julio pensó
que aquello no era muy normal entre desconocidos, pero si solo se trataba de
llevar un paquete que esperaba no fuese muy voluminoso, si no, ya vería.
Cuando llegó el día de viajar hasta su
casa, Julio llamó por teléfono a la chica, le dijo quién era y la hora a la que
se marchaba. Justo cuando iba a subir al tren, ella se presentó y le dio un
paquete, no muy grande ni muy pesado, que Julio introdujo en su petate militar.
Tras el viaje, que transcurrió con la celeridad con la que la RENFE obsequiaba
a sus clientes en aquella época, Julio Pabolleta llegó a Tafalla. Nada más
bajar del tren se le acercó una mujer de pelo canoso que, por lo visto sabía
quién era. Se presentó como Ángeles, la madre de Luisa Alloz. Julio le dio el
paquete y guardó en su petate otro similar que ella le dio, como la chica le
había dicho en Madrid y, sin más que la palabra “gracias” que dijo ella, se
despidieron. Luego, salió de la estación y avistó el Simca 1000 blanco de su
padre que lo llevó hasta su casa en Iracheta.
Durante los días que duró el permiso,
Julio no se acordó del paquete. Únicamente la víspera de la vuelta a Madrid,
cuando preparaba su petate, lo notó al meter la ropa limpia y se dijo que tenía
que avisar a la muchacha para decirle cuándo llegaba. Lo hizo. Al día siguiente
el viaje transcurrió con normalidad, casi de manera tan rápida y amena como el
anterior. Cuando se bajó en la estación de Chamartín, Luisa Alloz se le acercó
y lo saludó. Al recibir el paquete le dio las gracias y le preguntó si le
importaba que volviera a entregarle alguno más cuando fuera de permiso a
Navarra. Él le dijo que no, que lo haría con mucho gusto. Ya le avisaría del
próximo permiso, pues aún le quedaban cuatro meses de “mili”. Y se despidieron,
sin más. Durante este último periodo, Julio Pabolleta hizo de recadero un par
de veces más.
3.
Vuelta a la normalidad
El año 1978 la vida en la España
posfranquista fue de todo menos aburrida. Se aprobó la Constitución. Todos los
presos políticos habían sido indultados y el país aún no lo sabía, pero estaba
entrando en la época más próspera que había tenido desde los tiempos de Felipe
II. Aun así, no todas las cicatrices del pasado se habían cerrado, como se
verá. Además de una parte importante de la población que, soterradamente, todavía
lloraba la derrota de la Guerra Civil y la posterior dictadura. Dos grupos
sembraban el terror y la muerte por toda la geografía española y lo harían
durante varios años: la ETA y los GRAPO.
Pero a Julio Pabolleta cuando acabó el
servicio militar aquello no le importaba demasiado, pues los hechos luctuosos
ocurrían muy lejos de Iracheta y él quería volver a su normalidad, a su trabajo
lo antes posible. Y así lo hizo. Tras el apoteósico recibimiento que le
hicieron en casa sus padres y sus hermanas (especialmente recordaría toda su
vida el abrazo de su padre y el beso y la cara llena de lágrimas, de felicidad,
de su madre) y, ¡cómo no! Sus amigos. Empezó a saborear los pequeños placeres
de su vida cotidiana de agricultor, ganadero y, esporádicamente, leñador.
Degustó el trabajo a sorbos pequeños y se complacía sobremanera en dar buenos
paseos por los términos de su pueblo. Así, por el Camino del Monte de Arriba
llegaba hasta la Borda de las vacas y el gran roble centenario, uno de los
mayores de la comarca, donde se disfrutaba de la frescura, en verano y por
cuyos alrededores cogía abundantes hongos, galampernas e ilarracas, en otoño.
Le
gustaba también caminar, con tiempo, por el Camino de la Sierra y bordeando el
barranco de mismo nombre, tras refrescarse en las limpias aguas de Iturri Zikin
(cuyo nombre es como puede ver quien llegue hasta ella un infundio, pues es un
paraje de lo más idílico), llegarse hasta las Bordas: la del Cacho, la del
Pecho, la de Janáriz, la de Echandi y la más lejana del Kankan, en donde
pastaban y se recogían, excepto en invierno, las vacas y las ovejas de casa,
junto con el resto del ganado del pueblo. Los pocos ratos que le dejaba el
cuidado de los animales, especialmente cuando otros vecinos se quedaban al
cuidado de los mismos, lo que hacían por turnos, Julio Pabolleta se escapaba al
extremo del Monte de Arriba, a las tres mugas.
Pasaba
por la Cabaña de Mariano y se introducía en el bosque: bojes, ilagas, brezos,
algún que otro acebo y la hierba más fina y más verde que imaginarse pueda,
hasta llegar a lo más alto. Desde allí se veían, sin gran esfuerzo, en primer
plano la Higa de Monreal; más atrás, sobre el Valle de Ibargoiti, la Peña de
Izaga y, a su derecha Arangoiti. Hacia el sureste la Peña Oroel y San Juan de
la Peña, ya en tierras aragonesas. Y, al fondo, Los Pirineos, entre los que
destacaba el Orhi.
¡Cuán
lejos estaba él de saber que no habrían de transcurrir muchos años y no pocos
cambios en su vida, para que aquellas moles del fondo lo acogieran! Pero
entonces ni lo imaginaba. Al contrario, se sentía completamente feliz y a la
vuelta iba más despacio, disfrutando del canto del pinzón y del carbonero;
intentando ver el ágil salto de las huidizas ardillas y cogiendo, si era la
época, un puñado de diminutas pero olorosas y rojas fresas, tan abundantes por
esos parajes, para llevárselas a su madre. Antes de llegar, de nuevo, a las
bordas y a su perfume de fiemo animal, que, sin embargo, no molestaba, sino que
era parte misma de la naturaleza, procuraba aspirar el aroma de las genistas,
las orquídeas, los botones de oro, los escaramujos y los majuelos. Sobre todo,
en primavera.
Llegaba
a casa renovado, pletórico de facultades. Incluso había sentido la necesidad de
volver a acudir a Misa los domingos. Notaba que deseaba explicarse qué era su
vida. Aunque en esa época se decía enteramente feliz, una parte de su ser le
pedía ir más allá. A veces, tenía el pálpito de que estaba a punto de traspasar
el límite a otra dimensión. Y era verdad. En breve traspasaría por dos veces
los límites a los que nunca habría imaginado que podría llegar: el primero,
humano, lo iba a poner en un brete peligroso; el segundo, divino, lo iba a
redimir de cosas que había hecho e iba a hacer, sin darse cuenta, únicamente
por servir al prójimo.
4.
Los años de plomo y la caída del
caballo
Los días en el pueblo transcurrían
apacibles. Los padres de Julio iban envejeciendo. Las hermanas se casaron,
primero la enfermera; luego, la maestra. Ambas se fueron a vivir a Pamplona, lo
que en adelante fue una buena excusa para que padres e hijo se desplazaran, de
vez en cuando, a la capital y ampliaran así su horizonte vital. El país iba
prosperando como nunca. Aunque todavía había mucho por hacer, la vida de los
españoles iba mejorando, a ojos vistas.
A Julio Pabolleta la vida se le
diversificó. Por una parte, frecuentaba ya asiduamente la Eucaristía de los
domingos, pues aquello le confortaba sobremanera; lo dejaba bien, para el resto
de la semana. Por otra, el pueblo iba mejorando. Las casas se arreglaban o se levantaban
nuevas. Comenzaba a llegar, sobre todo los domingos, gente de fuera, especialmente
a contemplar el hórreo prerrománico que el Gobierno de Navarra había restaurado
y que, según decían, era ciertamente singular.
Julio
Pabolleta seguía hablando con Fermín Albisu, el párroco del vallecito que
llamaban Leozarana y que comenzaba en la ermita del Santo Cristo de Cataláin.
Un lugar muy querido por los baldorbeses y algunos tafalleses, donde, hogaño,
se celebraban romerías y, antaño, los batzarres del valle, tanto los laicos
como los de los diversos curas que oficiaban en la Valdorba.
Fermín.
Además de adentrarlo en aspectos espirituales y humanos, desde el punto de
vista del Evangelio, le enseñaba la historia del pueblo y del Valle. Le hablaba
del Hospital de los Templarios que había existido en Iracheta y que pertenecía
a la Encomienda de la Orden de San Juan de Jerusalén, en Leache, pequeño
pueblo, no muy lejano, en la Val de Aibar. De que existía un ramal secundario
del Camino de Santiago francés que, pasaba por Sangüesa, Leache, Iracheta y se
perdía hacia Echagüe y más allá y que los antepasados denominaban “El Camino de
los frailes”.
También
le mencionó otros asuntos relativos a las diversas vicisitudes históricas que
habían acontecido en la Valdorba y en Navarra, desde el siglo XVIII: la Guerra
contra la Convención; la Guerra de la Independencia y las Guerras Carlistas.
Especialmente, entre otros, le citó la crueldad que había ejercido en el pueblo
y alrededores, en la última Guerra Carlista, un tal Tirso Lacalle Yábar,
conocido guerrillero liberal, apodado “El cojo de Cirauqui”. Este hombre,
superviviente de una gran matanza que los Carlistas habían realizado entre los
liberales de su pueblo tras el levantamiento de 1872, había cogido tal inquina
a aquellos que, durante toda la guerra, se ocupó con gran ferocidad de
reprimir, robar e incluso asesinar por los alrededores del Carrascal, entre
Pamplona y Tafalla todo lo que oliera a faccioso. En Iracheta, donde hubo
varios voluntarios de Don Carlos, se permitió recalar varias veces, hacia 1875
y arramblar con todo el ganado mayor y menor a que pudo echar mano. Llegó
incluso a quemar una cosecha de trigo, para que aquellos traidores, según
pensaba él, se murieran de hambre.
Curiosamente,
contó Fermín a Julio Pabolleta, que, tras la guerra, “El Cojo” se fue a
Villafranca, donde vivió hasta 1920 sin que nadie lo molestara. Fue el primero
de una saga de militares que destacarían en el siglo XX, en la guerra (y en
ambos bandos). Hubo un hijo suyo que incluso fue ministro de Franco. Y aún hoy,
el apellido pervive en personas que han alcanzado notoriedad por sus cargos y
estudios. Lo chocante es que, tras aquellas “hazañas” protagonizadas por el
famoso “Cojo”, nadie se vengó. Fermín comentó que lo mismo ocurría con las
víctimas que la ETA iba dejando en el camino. Que se supiera, nadie se había
tomado la justicia por su mano. Y el asunto era bien serio y bien triste, ¡vaya
que sí!
Aquellas
conversaciones con el párroco iban ilustrando y enriqueciendo al joven Julio.
Precisamente, una de las cosas que habían mejorado el pueblo, entre otras, fue la
apertura de la Sociedad, lugar de asueto y de encuentro de los habitantes de
Iracheta. En ella participaban la mayoría de ellos. Como curiosidad y signo de
identidad, a su entrada ondeaban tanto la bandera de Navarra en su versión más
reivindicativa, como la Ikurriña. Por lo visto era lo que los tiempos mandaban.
En el pueblo, como ocurría en muchos otros de Navarra, aquello se tomó con
naturalidad. No quiere decir ello que todo el mundo estuviese de acuerdo, sino
que la ideología separatista había permeado todo el territorio y había llegado
para quedarse. Muchas personas, aun no estando de acuerdo, lo dejaban correr,
muchas por dejadez, algunas otras por miedo, porque aquellos años finales de
los setenta y principios de los ochenta, los atentados y las muertes se
prodigaban por todo el país. Incluso se habían hecho extensivos a personas
ajenas a los estamentos militares o policiales y, lo mismo se asesinaba a
periodistas, obreros, mujeres e incluso niños. Aquella locura tardaría aún
varios años en llegar a su fin.
Julio
Pabolleta le daba vueltas a todo esto. Por otra parte, durante esos años había
sido requerido por algunos conocidos de otros pueblos para que les enseñara las
sendas y los recovecos del monte. Todo de una manera casi festiva, como si de
excursionistas se tratara. Y él se había prestado a ello. Sin querer saber más,
había ilustrado a varios grupos de personas sobre la manera de andar por las
mugas de Iracheta e incluso más allá. No se figuraba que aquello pudiese formar
parte de otra cosa que de un afán de disfrutar del campo y de conocer la
tierra.
Tardó
muchos años en conocer la verdad. En 1984, con la complicidad del párroco
Fermín y el asombro de su familia y amigos, decidió ingresar en el seminario de
Pamplona y hacerse cura. Tras seis años de estudios, en 1990, cantó misa en la
pequeña iglesia de su pueblo. Aquella iglesia de la que un escritor valdorbés,
cura, para más señas, había dicho que parecía “una capillita de monjas” y que
estaba dedicada a San Esteban. Luego, los destinos: primero a Oroz Betelu;
luego a Elcano, en la cuenca de Pamplona; más tarde a Artajona. Fueron
transcurriendo los años. Las hermanas tuvieron hijos e hijas que hicieron la
delicia de los abuelos y del tío. Murieron los padres. Primero la madre; al
poco el padre. De ambos ofició los funerales.
Y
llegó el cambio de siglo. Con muchas novedades sociales y políticas. Y un nuevo
destino. Esta vez a Cirauqui. ¡Cuánto se acordó entonces de las enseñanzas de
Fermín y cuánto rezó por “El Cojo” y los antepasados carlistas y liberales! Y,
un día de mayo de 2004, el destino golpeó con firmeza a la puerta de su vida.
Cuando, como siempre recordaba por aquellas fechas, el término de Iracheta
estaba rebosante de vida, de color y de fragancias, tres personas se
presentaron en la casa parroquial.
Se
trataba de dos oficiales de la Guardia Civil y el secretario del obispo. Los
guardias le explicaron que algunos presos y presas de la ETA habían mencionado
su nombre, entre otros, en algunos de los interrogatorios a los que habían sido
sometidos. Incluso se le nombró en dos de los juicios de estos militantes que
acabaron con fuertes condenas por delitos de extorsión,
asesinatos
a sangre fría y salvajes atentados con bomba contra vehículos y edificios
oficiales.
Cuando
le dijeron varios nombres, no cayó en la cuenta. Alguno le sonaba vagamente, de
allá su primera juventud. De Tafalla o de algún pueblo valdorbés, no lo tenía
claro. Sin embargo, reconoció en seguida a varias personas, cuando le mostraron
unas cuantas fotografías. La primera, la chica de Madrid, Luisa Alloz. La
segunda, la que decía ser su madre. En tercer lugar, los caminantes a los que
había guiado por el monte en múltiples ocasiones. Le dijeron que todos eran
miembros de la organización terrorista ETA. En ese momento, confesos, juzgados
y convictos, lo que le convertía en cómplice de varios asesinatos y atentados
sangrientos.
Julio
Pabolleta no negó los hechos. Explicó con detalle todo lo que había llevado a
cabo con aquellas personas. Pero afirmó que, ni por lo más remoto, había sido
consciente de las consecuencias de todo ello. Tal cual. No les podía decir más.
Los
Guardias y el secretario del obispo le dijeron que debía acompañarlos a
Pamplona, donde quedaría bajo la custodia de este último, hasta que la
Audiencia Nacional decidiese qué hacer con su caso. Julio dijo que hicieran lo
que considerasen oportuno, que no tenía de qué defenderse. Así que, lo
relevaron de su parroquia, sin dar publicidad al asunto, y quedó enclaustrado
en la Capital. Solo habló con el obispo, con sus hermanas y con Fermín Albisu,
el que fuera párroco de su pueblo. Luego, se puso en manos de Dios y rumió lo
sucedido y rezó por ello. Además, comprendió lo que le había pasado y por qué. Se
resignó a su sino, procurando no perder la Fe, ni en Dios, ni en los hombres.
5.
Epílogo
Pasaron unos meses, llegó el año 2005 y la
Audiencia Nacional decidió que Julio Pabolleta debía se apartado durante unos
años del ejercicio de su ministerio. Además, se le sentenció a permanecer, sin
salir del recinto y bajo la custodia del Abad, en el Monasterio de la Oliva, en
Carcastillo, a modo de pena. Viviría como un monje más durante los siguientes
seis años. Luego, su futuro, si seguía de sacerdote, quedaría en manos de su
Obispo.
Así
que, ya sabéis por qué el año 2011 fue destinado fuera de la Comunidad Foral de
Navarra, a un lugar ajeno a la problemática que había torcido su vida. Y, la
verdad, a él no le desagradó del todo. Aquella tierra aragonesa le gustó desde
el principio. Además, no estaba demasiado lejos de Pamplona y de la Valdorba, a
las que acudía de vez en cuando. Y, al igual que su pueblo, vivía en contacto
con el Camino de Santiago, aunque algo más alto. Un poco más cerca del Cielo.
¡Buen
camino!
Vale.
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