miércoles, 1 de septiembre de 2021

La presa de Almoravit



Domingo, 29 de agosto de 2021


Hoy vamos a dar una vuelta muy variada: Río, castro y prado. 

¡Cómo pasa el tiempo! Hace siete años que no hemos ido a la presa de Almoravit y creo que ya es hora de que  hagamos una visita a la más meridional de las presas que tenemos en Tafalla. 

Son las 08:00 horas. El termómetro marca 13º. El viento norte invita a salir con la chaqueta puesta. 

¿Quieres ver a tu marido "morto"? Dale berzas en agosto. 

En el cielo algunas nubes algodonosas ponen el contrapunto blanco al limpio azul. 

Por los "enredos", que decía el Templao, llegamos al barranco del Abaco.

El cauce, encajonado entre los muros de hormigón, no tiene mas que hierba. 

Pero hay que tener cuidado. Aunque pequeño y humilde, en la historia de Tafalla los desbordamientos de este barranco, de antiguo nombre Lavaco, han traído desgracias y desolación cuando las tormentas entran empujadas por el "viento negro".

Cruzamos la carretera y subimos a San Gregorio. 

La lápida nueva, medio escondida detrás de un quitamiedos, nos informa de la batalla de Barranquiel. 

El interior de la ermita presenta el mismo estado lastimoso desde hace unos años. 

Los desconchados del techo y la dejadez hacen que un lugar hermoso se convierta en penoso. 

Damos una vuelta por el cerro. Contemplamos el río, la autopista y el edificio. 

Bajamos a la carretera y tomamos el primer camino a la izda. 

Entramos en Gerón. 

En las antiguas cuadras de Garro hay bullicio. 

Los perros se alborotan y los caballos nos miran con curiosidad. 

Nos adentramos por el primer camino a la izda. y nos entretenemos buscando indicios del antiguo castro de Gerón. 

El terreno está muy degradado, pero, con medios y voluntad, se podría acometer, si no una excavación, al menos alguna cata arqueológica que sacara a la luz los vestigios enterrados en esta zona. 

Volvemos al camino principal y, al llegar a una curva, con la acequia de La Nava a nuestra dcha., divisamos la presa. 

09:15 horas. Presa de Almoravit.

Bajamos a la orilla del río. 

El empedrado aguantó bien los embates de la riada de 2019. 

Pero la zona que estaba reforzada con hormigón sufrió daños considerables. 

Troncos gruesos y cortos hicieron de ariete y la fuerza del agua terminó la faena. 

Por encima de la presa cruzamos a la otra orilla. 

Octubre de 1491. En la dicha Cambra fue redactado por el dicho alcalde, como los de Olite hacen una represa en el río Cidacos sobre la presa de Johan Almorauit, en gran perjuicio y daño de esta villa y que vean que remedio se ha de tener a causa de esto, y opinando sobre esto fueron del parecer que los dichos oficiales callando, sin hacer parte a ninguno, hayan su concejo y pongan remedio, si quiere por justicia o si quiere por vía de hecho, etc (J.M. Jimeno Jurío)(Merindad de Olite III. Documentación del Archivo Municipal de Tafalla (2).

Salimos cerca de los pozos del Eskal. Cruzamos la vía y entramos en Solcanto. 

El cerro que alberga las ruinas de la ermita de San Martín de las Viñas invita a una visita. 

En su parte más elevada se puede encontrar algún trozo de teja e incluso alguna baldosa, posiblemente procedente del suelo del templo. 

Seguimos hacia el E. 

Una pieza de grandes dimensiones recibe el agua de los pivots. 

Está dedicada a la producción de alubias verdes y, nos cuentan, tiene una extensión de 10 000 robadas. No nos podemos imaginar los kilos que se cosecharán de esta verdura. 

Al llegar al cruce de caminos tomamos el de la dcha. que asciende hacia Montmediano. 

Nosotros continuamos por el camino principal hasta que divisamos unos olivos. 

10:20 horas. Merendero de Chanete.

Aprovechamos el sitio para echar un bocado.

En la orilla del camino, junto a su olivar, este hombre ha tenido la feliz idea de crear un rincón agradable y sencillo para que los que damos una vuelta por allí, en palabras suyas, lo disfrutemos y aprovechemos. Con trabajo, buen gusto y ganas de mejorar el campo, iniciativas como ésta son dignas de elogio.

La mañana no puede ir mejor. El viento ha cambiado y, poco a poco, los molinos de la Carravieja van girando sus cabezas mirando al S. 

Nos acercamos hasta las cuatro grandes piedras que están en la ladera de Montmediano. 

Damos una vuelta alrededor y sonreímos pensando que, con una grúa, se podrían poner en pie y  crear un espacio al estilo de los menhires de Stennes en Escocia, más modesto pero igual de atractivo. 

Volvemos al camino principal y bajamos a Valmayor. 

El camino, recto y bueno para andar, nos lleva hacia el caserío, aunque no nos olvidamos de contemplar el solitario Corral de la Garganta. 

Al llegar a los edificios giramos a la izda. y, por el camino auténtico de Valmayor, subimos hasta el Pontarrón. 

Cruzamos por debajo de la autopistas y, por Las Pozas, salimos a la carretera de San Martín. 

El camino del Eskal nos lleva al túnel de la vía férrea y, de ahí, pasando por la Estación, hacemos una breve visita al Cidacos. 

La presa de Ereta o de la Estación tiene el nivel de agua bajo. La sequía es preocupante. En todo lo que llevamos de mes ha caído un litro y en julio tan solo cayó otro.

En este enlace se puede ver el recorrido de hoy 


Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.


La leyenda de Gregorio del Abaco, el último bandolero tafallés (domingo 29 de agosto de 2021)  

 

 

INTRODUCCIÓN

 

        1. EL LASTRE DE LAS GUERRAS EN TAFALLA

“A pesar de que las causas de las guerras carlistas son múltiples, lo cierto es que hallaron el detonante tras la muerte de Fernando VII. Con el grave problema dinástico subsiguiente maduró definitivamente la brecha abierta entre bandos sociales enfrentados, unos por la instauración de nuevas formas de gobierno de corte liberal, los otros por la defensa del sistema político absolutista. Los conflictos desatados por los partidarios de Carlos María Isidro y los seguidores de la jovencísima Isabel II dieron lugar a dos duras contiendas a lo largo de la centuria (…)

 

         Tras el levantamiento a favor del hermano de Fernando VII (1833-1839) Tafalla fue rápidamente ocupada por las tropas liberales que intentaron por todos los medios controlar las principales arterias viarias del reino y así, a finales de 1833, el general Lorenzo, a la par que procedió a ocupar la población, inauguró una nueva etapa de ardua convivencia social y de requerimientos económicos difíciles de asumir para un grupo humano en estado casi permanente de paroxismo… Los vecinos, tras los saqueos, quedaban en situación comprometida puesto que el ejército obligaba a resarcir económicamente a las familias liberales afectadas (…)

 

         Tafalla, junto a un exiguo puñado de poblaciones como Pamplona, Tudela y algunos puntos de la Ribera, quedaron bajo el mando militar de los liberales aunque sumergidos los destacamentos en una sociedad decididamente carlista(…) Tras la derrota de las huestes de Carlos María Isidro(…) una de las contribuciones que hubo de realizar Navarra en el marco de su nuevo estatus de provincia foral fue la formación de los cupos de reemplazo de soldados, lo que acarreó malestar e incluso considerables disturbios populares como fue el caso de Tafalla. El grado de rechazo que despertaba la contribución al cupo se desató de forma extremada en el año 1847 ya que la penuria económica de ese año no posibilitó la compra de sustitutos, práctica habitualmente utilizada y que permitía a los varones zafarse de la quinta. Los acontecimientos, en forma de algaradas callejeras que incluso llegaron a ocasionar una muerte y obligaron a los máximos representantes de la ciudad a atrincherarse en las dependencias del consistorio, no pudieron impedir sin embargo la realización del sorteo. Tafalla entró en el siglo XIX con una población de 3.800 almas (…) y culminó la centuria con 5.924 habitantes”.

(Rosa Mª Armendáriz Aznar. “Tafalla”. Colección Panorama nº 32. Gobierno de Navarra. Pamplona 2003)

 

2. LOS BANDOLEROS

         “Bandidos, bandoleros, malhechores y ladrones son términos casi sinónimos en el uso común del lenguaje. En la legislación (…) emitida en el siglo XIX están ‘estrechamente relacionados’, aunque, más o menos tácitamente, se tenían en cuenta las diferencias existentes entre ellos. Los menos ‘peligrosos’ se consideraban ladrones, donde cabían desde los autores de pequeños hurtos hasta los que perpetraban robos mayores, pero sin llegar al nivel de los malhechores, como eran denominados los que delinquían habitualmente (…)

 

         Las montañas, ríos y llanuras ofrecían escenarios muy propicios a la perpetración de delitos y a una vida agreste y montaraz por parte de los delincuentes, que tenían espacios donde delinquir y zonas que les proporcionaban refugio. Sus protagonistas se consideraban sencillamente como criminales, sin ningún otro calificativo que suavizara tal juicio (…) El bandolerismo afloró en el siglo XIX (…) pues las guerras  alteraban los modos de vida habituales y, una vez finalizadas, había que adaptarse a las nuevas condiciones surgidas del conflicto (…) Aunque, más que concluir que el bandolerismo es su consecuencia -que también-, es preciso destacar que sus protagonistas supieron aprovechar las posibilidades que tenían a su alcance: desfiladeros, sierras, valles, llanuras, despoblados, caseríos, caminos, barrancos… y la misma posguerra (…)

 

         El bandolero es un salteador de caminos, sin más técnica ni método que su coraje, y sin otro propósito que llenar su bolsa. No es un idealista, un reformista, un sádico, un soñador o un aventurero (…) es pura y simplemente, un ladrón (…) Y casi nunca ha sido un romántico, pues la versión del bandolero que roba a los ricos y reparte luego (…) entre la plebe, carece del menor fundamento científico. Ese fue un invento de los pobres, trovadores y juglares medievales, o escritores del romanticismo, lo que no quiere decir que en algunos casos haya habido bandoleros generosos”. (El Bandolerismo español. Enrique Martínez Ruiz. Los libros de La Catarata. Madrid 2020)

 

        

 

 

 

        

LAS ANDANZAS DE GREGORIO del ABACO

 

(Todos los personajes y los hechos que contiene esta narración, se deben a la imaginación del autor y no guardan semajanza con la realidad. Aunque, en este caso, algún lector avispado notará la pluma e influencia de don Ángel Morrás y sus “Memorias tafallesas”. Gracias, una vez más, don Ángel )

 

         Ya hacía unos años que el tafallés Gregorio del Abaco, alias “Mala alma”, se había echado a perder. Por las fechas en que sucede este relato, el año del Señor de 1860, ya se había licenciado, e incluso doctorado, en fechorías y crímenes diversos. Lo mismo le daba tirar de navaja que empuñar la pistola o echarse al hombro el trabuco para desvalijar a cuanto cristiano, mujer, hombre o niño, eso daba igual, se le pusiera por delante. El caso era no trabajar e ir tirando a base de asaltar al prójimo.

 

         Aunque, a la sazón, contaba solo con 25 años, ya hacía unos cuantos que había dado pruebas de que había nacido para tan controvertido oficio. Se puede decir, atendiendo a lo que van descubriendo las ciencias modernas, que eso de la vagancia y aquello de la violencia, lo llevaba en los genes. Y es que, se decía en el pueblo, Gregorio del Abaco era “un perfecto hijo de puta”. Así, como suena. Su madre, Baldomera Ereta, había frecuentado a algunos de los soldados que habían llegado a Tafalla con la llamada Columna de la Ribera, mandad por el general liberal don Diego de León, que solía llegar de noche a la ciudad y que entraba en ella bajo la luz que los vecinos tenían ordenado poner en balcones y ventanas por orden del militar.

 

         De esta tropa se cantaba aquello que indicaba el carácter de su tarea:

 

                                        La columna la Ribera

                                      hace jornadas sin fin

                                      desde Lerín a Tafalla

                                      desde Tafalla a Lerín.

 

         El general León, que era joven, ordenaba hacer grandes amasadas de pan en las casas de los labradores, para las raciones de sus soldados. También daba la orden de que se organizara un baile y comunicaba que tendría mucho gusto la asistencia de señoritas al mismo. Y, en efecto, las “señoritas” acudían. Una de ellas, de las más asiduas, era Baldomera Ereta, “La Baldo”, hija de un menestral del pueblo, jornalero la más de las veces y que se ganaba la vida trabajando “p’autri”. La muchacha era pobre, pero agraciada y, además, algo ligera de cascos. O sea que tenía todos los números para que alguno, ya oficial, ya suboficial, ya de clase de tropa, la dejase “compuesta y con paquete”. Y, en fin, así fue, que la naturaleza humana es la misma en todas partes. La muchacha empezó a sentir los rigores de su estado a los dos meses: vómitos, mareos, galbanas… pero lo disimuló. Lo disimuló tanto que, cuando le llegó el tiempo de dar a luz, nadie, bueno casi nadie, sabía de su estado. A base de ropas y de refajos, todos los que no había usado cuando la frecuentaban los militares, disimuló su estado. Y así, un día de agosto de 1835, en que se hallaba cogiendo alubias pochas en el huerto que su padre tenía al lado de la ermita de San Gregorio, en la orilla izquierda del barranco Abaco, o Lavaco, como se lo conocía desde antiguo, le vinieron los dolores de parto y parió a su hijo.

 

         Suerte que, además de otros vecinos y vecinas hortelanos, estaba su madre, que si no… Pero, en fin, Gregorio nació. Bueno, nació y murió al mismo tiempo, porque su abuelo materno, Sebastián, repudió en el mismo acto y momento a la madre y al hijo. Y gastó poco en papeleos. Únicamente, al enterarse de lo que el reputó un desaguisado, comunicó a su hija que, a partir de aquel momento, o le presentaba al padre de la criatura, para casarse con ella, o ya no tenía hija. Y mucho menos nieto. Y es que Sebastián Ereta, que estaba viudo, no era malo, no, pero, como decían sus vecinos, en puro tafallés, era “mucho, mucho bruto”.

 

         La muchacha no podía satisfacer al padre pues, unas veces había estado con uno de galones amarillos, otra con otro de galones rojos y alguna hasta con alguno sin galones. Además, la tropa ya se había marchado y ¡Échele usted un galgo! Así que, compuesta, sin marido y con “paquete”, la “mueta” tuvo que buscarse la vida. Más vale que tenía una tía, por parte de madre, Felisa Congosto, que era de buen corazón y la recogió en su casa, y la vida siguió su curso. Eso sí, bautizaron al neonato. Como no podían ponerle los apellidos familiares, el párroco de Santa María, don Ezequiel, que era hombre docto y leído, amén de algo liberal, se decía en el pueblo, sugirió llamarlo con arreglo a la toponimia, es decir, al lugar donde había nacido. Como a aquel personaje de la literatura antigua que llamaron Lázaro de Tormes, por haber nacido en el río de este nombre. Solo que, en este caso, la cosa era más modesta: se llamaría Gregorio, por la ermita y del Abaco (nótese a estas alturas del relato en que en Tafalla el topónimo es palabra llana y no esdrújula), por el modesto barranco en cuyas orillas había venido al mundo el inocente rorro.

 

         Terminó la guerra en Navarra. Pero no por ello vino la paz. Después de convenio de Vergara, siguió más de un año en el bajo Aragón y en Cataluña. Se dio el caso en algún momento en que al ver salir tropas de Pamplona y que se dirigían hacia el sur, en Tafalla hubo mucha alarma, creyendo que se encendía de nuevo la guerra civil. Gregorio del Abaco fue creciendo arropado por su madre, Baldomera Ereta y por su tía abuela Felisa Congosto. De “muete” no dio mucho que hablar. Ayudaba en casa en todo lo que le decían. Cuidaba de las cuatro gallinas y del cuto; trabajaba en el “caceral” de la casa cultivando verduras y alguna fruta para consumo doméstico; acompañaba a las mujeres en la vendimia que entonces todas las casas, hombres y mujeres del pueblo practicaban en, mayor o menor medida, pues el vino era un alimento más de la dieta e, incluso, cuando ya moceaba se apalabró de “dulero”, pastor de los ganados vecinales, durante unos años. Este último trabajo sería de lo más rentable y útil para su futuro, pues le permitió, además de ganar un jornal fijo, conocer al dedillo los caminos, términos, piezas y barrancos de los alrededores de Tafalla. Instrucción académica recibió poca, pues nunca fue a la escuela. Las mujeres de su casa le enseñaron un mínimo de hacer cuentas, para que se pudiera manejar con los dineros y algunas medidas de peso y longitudes. Los ratos libres, que eran los menos, los dedicaba al juego de pelota, pues en Tafalla había mucha afición. Se jugaba sobre todo en la calle Mayor, donde había pocos balcones, partidos al largo.

 

A Gregorio se le deba bien este deporte y jugaba muy a gusto con los amigos de su edad. Algunas veces, el párroco de Santa María, don José Benito Goya, al pasar por dicha calle, lo llamaba aparte y le llamaba la atención, pues el muchacho aparecía poco por la iglesia. Este cura tenía cierta tendencia a meterse en la vida de los demás, pues a un confitero que llamaban “el de la Marisantos”, casado y sin hijos y que vivía en adulterio le llamó la atención un domingo en el sermón de Misa mayor. Al día siguiente, precisamente cuando se celebraba un partido de pelota en la calle y el párroco pasaba por allí, el confitero le dio una cuchillada en el cuello que a poco estuvo de matarlo. Aunque, gracias a la gente que presenciaba el partido, el criminal fue apresado y así el cura pudo salvar su vida. Este suceso, del que Gregorio fue testigo directo, le dejó una honda impresión. Entonces comprendió cuán fácilmente se podía acabar con la vida de una persona, incluso de la gente ilustre y, quién sabe si entonces comenzó a germinar en su interior la semilla del oficio al que se dedicaría pocos años después.

 

Otro episodio que también marcó su vida ocurrió a los pocos meses. Tras ser pillados en flagrante delito, fueron azotados públicamente cuatro sujetos que salían a robra a la cuesta de San Gregorio, en el camino de Olite. La cosa ocurrió cuando, después de pasar por la Audiencia los llevaban a la cárcel. Además, al que los capitaneaba, al bajar del asno, el verdugo lo cogió violentamente y con un hierro candente le marcó en la espalda las letras P. L. que quieren decir “por ladrón”.

 

Fueron pasando los años. Gregorio del Abaco se hizo hombre. No era muy alto, pero sí bien parecido, algo rubio, posiblemente por el origen foráneo de su progenitor, y de complexión más bien fuerte. Seguía trabajando en labores rurales, aunque ya podía contratarse de jornalero y ganar lo suficiente para vivir él y las mujeres de su casa, que se iban haciendo mayores. Eso cuando el año iba bueno, pues algunos la sequía y la falta de agua que es uno de los males endémicos de la ciudad, daban al traste con la posibilidad de trabajar regularmente. Cuando eso ocurría, no había más remedio que volver a la vida más austera y “tirar p’ailante” de la mejor manera que se pudiera. De eso aquellos tafalleses sabían mucho, pues era algo consustancial en sus vidas.

 

A pesar de todo, un día, cerca ya de cumplir los veintiún años, Gregorio dijo a su madre que había entablado relaciones con una moza del pueblo, con María La Laguna, hija de un pastor apodado “Alchirria”, que veía con buenos ojos dicha relación, pues le hacía falta un hijo en casa para ayudarle con el ganado. La mujer de “Alchirria” solo le había parido cinco “muetas”. El hombre se hacía viejo y aunque conocía los antecedentes familiares del muchacho, no estaba en disposición de hacer ascos a que los jóvenes se casaran. Pudo más el sentido práctico que la genealogía. Ya se sabe que los ricos tienen antepasados y los pobres solo abuelos.

 

La vida tafallesa iba discurriendo por su pie, algo indiferente, por el momento, a los avatares del país que no llegaban a influir demasiado en la vida de la ciudad. Sin embargo, un enemigo silencioso y criminal estaba a punto de dar al traste con aquella tranquilidad. El llamado cólera morbo asiático apareció en La Rioja en el otoño de 1854. Con ese motivo se sacó procesionalmente a la imagen de San Sebastián en Tafalla y desapareció la epidemia al entrar el invierno. Pero por el verano de 1855 volvió a aparecer, esta vez llagando hasta Tafalla a fines de junio.

 

Ya el día 28 se tocaron cuatro agonías y, en vista de que las defunciones aumentaban considerablemente, se suspendieron los toques de campana y los funerales. Los días 30 y 31 de julio y 1, 2, 3 de agosto fueron aterradores, llegando las defunciones diarias a 90 y aun a 100. Hubo que hacer un cementerio nuevo, en una pieza que el ayuntamiento compró en el término de Margalla, pues el cementerio viejo de San Pedro ya no daba más de sí. En la epidemia murieron la madre, la tía y el abuelo de Gregorio del Abaco y lo que es peor, su novia María y el pastor “Alchirria”.

El mundo del tafallés se vino abajo. Durante los días que siguieron a la catástrofe estuvo como alelado. Luego, cuando reaccionó de su letargo, le entró una rabia incontenible que derivó en un gran sentimiento de rebeldía. Quería romperlo y quemarlo todo; mostrar al mundo su rabia y, entonces, decidió echarse al monte, hacerse bandido y asaltar, saquear y matar a todo el que se le pusiera por delante. Y cumplió su propósito, vaya si lo cumplió, pues se hizo insensible al dolor ajeno hasta tal punto que cuando sus paisanos y los habitantes de la comarca iban conociendo sus infames fechorías, le pusieron el apodo de “Mala alma”, con lo que podemos hacernos una idea de su falta de escrúpulos.

 

Sin embargo, dejamos el relato de sus muchas fechorías, que fueron tantas que darían para un libro que excede el espacio de estas páginas y que relataremos en otro momento. Lo excepcional que sí podemos contar es el final que tuvo este bandido que hizo bueno aquel dicho que tanto se dice en Tafalla cuando alguien abusa del precio de algo o cobra de más lo que vende: “A robar a la Cuesta de San Gregorio”. En efecto, en este paraje tan significativo en la historia tafallesa tuvieron lugar sus primeras andanzas. Luego, las fue ampliando por los cuatro puntos cardinales. Lo mismo asaltaba a un tratante en Valmediano, hacia San Martín de Unx, que robaba un caserío en “Solrío”, hacia Olite. Sus fechorías iban engrosando su triste historial e, incluso, en algún caso llegó a dar muerte a alguna de sus víctimas.

 

A pesar de que los tiempos habían ido cambiando, en Tafalla se había comenzado a construir la Plaza Nueva y las obras del ferrocarril estaban ya muy avanzadas, Gregorio del Abaco no se daba por aludido. Él seguía robando a distro y siniestro y escapando, luego hacia los montes de la Carravieja y Guerinda, donde se decía que tenía su guarida. Ni siquiera la persecución de una nueva fuerza de orden, la Guardia Civil, que lo buscaba encarnizadamente, le hacía desistir de su oficio. Una de las ventajas que tenía es que, a diferencia de otros facinerosos, trabajaba solo. Eso, su desesperación y su arrojo lo habían salvado, por el momento.

 

Pero, “a todo cerdo le llega su San Martín”. En febrero del año 1860, Gregorio robó a un grupo de tratantes gitanos que volvían de las Ferias de Tafalla, después de vender los animales que habían llevado hasta la ciudad. El bandido no tuvo escrúpulos en aligerar de sus ganancias a los tres hombres y dos mujeres a los que asaltó a la altura del paraje llamado “Gerón”, entre Tafalla y Olite y cerca de la ermita y el lugar donde había nacido. Los gitanos, al ver la fiereza con la que los abordaba aquel sujeto, que ya no era un mozo bien parecido sino un hombre de pelambrera hirsuta, patilludo y malencarado, no hicieron ni reaccionar. Ayudó a ello, el gran trabuco naranjero con el que Gregorio los apuntó y la vista de los dos pistolones que llevaba al cinto. Sin decir más que las palabras necesarias, el facineroso cogió las ganancias de los hijos de Egipto y echó a correr hacia la “Presa de Almoravit”, para cruzar el río Cidacos que por esa época bajaba henchido, con la seguridad de que sus víctimas no lo iban a perseguir, pues además maniató a sus víctimas. Cuando iba a echar a correr hacia la maleza que bordeaba el río, una de las mujeres, la más vieja de las dos le dijo gritando con voz desaforada: “Huye, huye malaje. Bandido, malnacío. Pero no escaparás a mi maldisión. Morirás ciego y dentro de poco y, aunque yo no lo vea, lo sabré, pues habrá señales en el cielo”.

 

Gregorio del Abaco oyó las palabras y siguió corriendo. Al poco se perdió entre espuendas y barrancos y ¡qué le echaran un galgo! Sin embargo, la maldición le llegó clara y nítida. Durante unos días, se acordó de ella, pero no le dio más importancia. Pasaron los meses. Nada más supo de aquellos “calés”a los que había desvalijado. Además, no era nada supersticioso. Después del episodio del cólera que, como es sabido, diezmó Tafalla unos años antes, estaba ya más que curado de espanto.

 

Sin embargo, a veces la casualidad, dirán unos, la justicia divina, pensarán otros o la fuerza de la maldición gitana creerán aquellos, viene a pedir cuentas a los débiles humanos que transgreden las leyes. Un día del mes de junio de aquel mismo año, Gregorio del Abaco alias “Mala alma”, se encaminaba hacia el Camino Real, entre Tafalla y Olite, para ver qué podía sacar aquel día. Atravesaba el paraje denominado “El Barranco de la Garganta” lugar abrupto y de mal andar.  Era hacia el mediodía y el día estaba nublado. De pronto, cuando cruzaba uno de los pasos más comprometidos que tiene aquel lugar, pues la tierra en los taludes se desprende y hay que andar con cuidado para no caerse, notó que iba viendo cada vez menos. Entonces le vino a la memoria la maldición de la gitana: “Huye, huye malaje. Bandido, malnacío. Pero no escaparás a mi maldisión. Morirás ciego y dentro de poco y, aunque yo no lo vea, lo sabré, pues habrá señales en el cielo”.

 

¡Era verdad! ¡La gitana le había echado el mal de ojo! Se estaba quedando ciego, pues cada vez veía menos. Incluso llegó un momento en que ya no veía casi nada. Pisó mal. Dio un traspiés y cayó rodando, a plomo, por el talud sobre el que caminaba. Se golpeó la cabeza contra una roca del fondo y se desnucó, muriendo en el acto, sin ni siquiera darse cuenta de lo que le estaba pasando. Se hizo de noche repentinamente.

 

Como es lógico, el bandolero nunca pudo enterarse de lo qué había ocurrido. De haberlo podido saber, se habría dado cuenta de que nada tuvo que ver la maldición de la gitana con su muerte. Todo podía explicarse por causas naturales, pues se trataba de un eclipse de sol total que los astrónomos habían predicho y que dejó perplejos a muchos tafalleses e incluso forasteros que se habían acercado a la ciudad en el tren para ser testigos del fenómeno. Incluso los incrédulos que dudaban de que se realizase el prodigio y se burlaban porque no fue total desde el principio, quedaron asombrados cuando comenzó a entristecerse la luz y hacerse de noche repentinamente. Aunque señales en el cielo sí que hubo.

 

         ¡Buen camino!

Vale.

 








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