Domingo, 19 de septiembre de 2021
El otoño está a la vuelta de la esquina. Este año, seco como pocos, el otoño entrará el próximo martes a las 21:21 horas. Ya desde hoy se ha hecho presente.
Vamos a ir a la Carravieja (la antigua Carrera Vieja), pero antes daremos una vuelta por Valgorra.
Son las 08:00 horas. La mañana está fresca. 10º. Apetece ponerse la chaqueta.
Pájaros de otoño, gordos como tordos.
En las Cuatro Esquinas y en la Placeta no cabe más basura. La noche, sin restricciones, parece que hace invisibles los contenedores de la calle Mutuberría.
Cruzamos el túnel de la autopista una vez rebasada la Fuente del Rey y torcemos a la dcha. por el camino de la autopista.
El primer camino de la izda. nos adentra en el Mocellaz. Recorremos este camino por el que rara vez transitamos. El corte del Canal, que se llevó por delante el Portillo del Aire, hace que cada vez que subimos a Valgorra lo hagamos por el Juncal.
Disfrutamos como si fuera la primera vez que pasamos por aquí.
Al llegar a lo más alto, miramos la ladera de la dcha. y recordamos la pequeña y humilde cruz devocional a Codés, sin brazos, del siglo XVIII.
Hace pocos años tuvo una vida azarosa. La robaron. Lo denuncié en Merindad y la volvieron a dejar tirada en este mismo lugar. La recogimos y la guardamos hasta que el Patronato de Cultura vino a recogerla. Ahora está bien guardada, a la espera de buscarle una ubicación digna y segura.
En el corte de la ladera hay una pequeña senda que desciende sin problemas hasta la orilla del canal.
Las primeras "quitameriendas" se asoman en la tierra húmeda.
Cruzamos el Canal por uno de sus puentes y ascendemos por buen camino.
Estamos en Valgorra.
En la ezpuenda de una pieza grande descubrimos nuestro primer objetivo.
09:15 horas. Abejera de Valgorra 2.
Cruzamos la finca en barbecho. La tierra está húmeda, blanda.
Huele a rastrojo, tomillo y escaramujo.
La vieja abejera está muy deteriorada. La mitad de la construcción, prácticamente desaparecida. La otra mitad muestra aún las celdas y permite apreciar el modo en que se elaboraba la miel.
Volvemos al camino y comenzamos a subir hacia los molinos.
Por el Corral de Valgorra parece que no pasa el tiempo.
Sus paredes y columnas centrales aguantan estoicamente las inclemencias del tiempo, mientras guardan en su interior las viejas historias de robos y denuncias que tan magníficamente nos relató D. Angel Morrás.
En lo alto de la Carravieja, el paisaje se abre ante nosotros y muestra las tierras llanas que el Moncayo vigila y protege con su silueta azul.
Entre dos molinos una senda estrecha nos invita a descender por el interior del pinar.
A medida que vamos bajando el sendero se complica.
Una fuerte pendiente nos hace tomar todas las precauciones.
10:30 horas. Abejera del Yu.
Por fin llegamos. ¡Y sin sufrir ningún percance!
La construcción está en ruinas.
Se aprecia aún que constaba de dos partes bien diferenciadas.
Una era la caseta donde se extraía la miel y se guardaban los utensilios y herramientas.
Y la otra era donde estaba la abejera con sus celdas y sus panales de miel.
Aprovechamos la soledad y tranquilidad del lugar para reponer fuerzas.
Observando estas ruinas y disfrutando de la abundante y variada vegetación, viene a nuestra memoria la frase de Marcel Proust:
El verdadero acto del descubrimiento no consiste en salir a buscar nuevas tierras, sino en aprender a ver la vieja tierra con nuevos ojos.
La abejera del Yu (se llamaba Nicolás Ribada) se encuentra en un paraje que queda debajo del camino amplio que atraviesa la Carravieja y por encima del Canal, por lo que no se deja ver por los caminantes que frecuentan ese lugar. Para disfrutar de la abejera, hay que adentrarse en la espesura del pinar.
Por una senda desdibujada, nos alejamos de la abejera hasta que salimos a la orilla del canal.
Una rústica (y práctica) pasarela nos permite salvar el desnivel.
Por la pista que discurre junto al canal avanzamos a buen paso.
De vez en cuando nos asomamos para disfrutar de la claridad del agua, en la que algunos peces diminutos (Juanjo me dice que pueden ser percas) se esconde en las algas al notar nuestra presencia.
Volvemos a cruzar el canal por otro puente situado más abajo que el que hemos pasado a la mañana. Nos adentramos en el Pontarrón.
Una cabaña de piedra bien conservada llama nuestra atención. Disfrutamos observando su construcción.
12:00 horas. Llegamos a unas ruinas junto a una granja, un lugar al que queríamos llegar.
Hace unos días Sergismundo me mandó esta ubicación al consultarle yo por una posible abejera en este término.
Los vestigios que quedan no aportan ninguna evidencia, pero por el tipo de construcción y por su ubicación, creemos que bien pudo haber sido una abejera. Intentaremos tener más datos.
Salimos a la carretera de San Martín y llegamos hasta el rincón de una viña.
Orillamos el barranco de Valmayor en el que, entre las hiedras, se aprecia una especie de pozo y, por debajo de la autopista, entramos en Las Pozas.
A nuestra dcha contemplamos el Tomillar. Un término, me dice Juanjo, con un nombre muy aromático.
Por el camino del Escal, cruzamos la vía y llegamos a la presa de Ereta o de la Estación.
Son las 12:30 horas.
Al Cidacos, para cambiar de aspecto, le hacen falta unas cuantas jornadas de lluvias abundantes.
En este enlace se puede ver el recorrido de hoy
Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
Luces
flotando en la noche, cerca de la abejera del “Yu” (domingo 19 de septiembre de
2021)
(Todos los personajes y los hechos
que contiene esta narración, se deben a la imaginación del autor y no guardan
semajanza con la realidad, excepto dos de los mencionados: Nicolás Ribada, “El
Yu” y Andrés Armendáriz que vivieron en
Tafalla en el siglo XX)
Los
tres hombres iban despreocupados por la carretera que une Tafalla con la
localidad de San Martín de Unx, después de haberse desayunado con unos
curruscos de pan y un par de tragos del “aguardiente compuesto” que fabricaba
la Cooperativa Vinícola de Tafalla.
Aquella
mañana de abril de 1944, fresca y que auguraba un día algodonoso de primavera,
los encontró viajeros en un carro de dos ruedas, cargado de los trebejos del
oficio de albañil, camino de rematar la obra que venían construyendo desde
hacía unas semanas y que no era otra que una caseta destinada a abejera,
levantada en la ladera sur del paraje llamado “La Carravieja”.
La
habían construido por encargo de un industrial tafallés, don Andrés Armendáriz,
que había caído en el capricho de tener su propia miel, para obsequiar a sus
amistades con un tarro del rico y sano alimento. Con lo que le estaba costando
el levantar aquella pequeña industria podía haber comprado suficiente miel a
alguno de los muchos pequeños productores que había en la localidad. Podía
haber abastecido a la mitad de la población de la ciudad y aún haber llegado al
final de sus días sin haber gastado ni la mitad de lo que llevaba invertido en la
tarea a la que se dirigían los menestrales tafalleses.
Pero,
los deseos son órdenes cuando salen del caletre de un rico que tiene los
suficientes cuartos para gastárselos en lo que le dé la gana. Así que, los tres
hombres iban a su trabajo con buen ánimo y el deseo de terminar la pequeña
obra, para cobrar cuanto antes el jornal que habían acordado con su patrón.
Al
cabo de una hora transcurrida desde que habían cruzado el paso a nivel del
tren, a la salida de Tafalla por la Avenida de Ujué, dejaron la carretera y se
encaminaron hacia la ladera del término mencionado, por un camino de herradura.
Pocos minutos más tarde llegaban a su destino. En una leve pendiente, antes de
que la ladera se hiciese más abrupta, poblada de coscojas, ilagas y romeros,
apareció la construcción. Se trataba de una abejera que mantenía las hechuras
de las más tradicionales: dividida en dos partes, la parte izquierda, según se
la miraba de frente, la ocupaban tres filas de colmenas, redondas, que sumaban
en total 42, con lo que estaba preparaba para producir miel abundante. La parte
derecha, se destinaba a almacén o, incluso alojamiento del melero, separadas
ambas por una puertecilla de madera para mantener aisladas a las abejas y no
molestarlas salvo en la época de recogida de la miel. A esta parte se accedía
por una puertecilla lateral que permitía introducirse en el recinto sin tener
contacto con los insectos.
Los
tres albañiles, parcos en palabras por lo temprano de la hora, llegaron al tajo
y, cada uno, se dedicó a las tareas que tenían bien aprendidas. Los tres eran
de Tafalla y amigos desde la infancia. Los tres andaban por los treinta y
tantos y habían ido y, afortunadamente, vuelto de la Guerra Civil, tras unos
años por diferentes frentes españoles, como habían ido muchos hombres del
pueblo, por obligación. En este caso, por ser navarros, sirviendo al ejército
nacional, que era el que mandaba en su tierra, cuando, desde Pamplona, entre
otros lugares, estalló la sublevación. Pero aquellos tiempos habían pasado y,
además, a ellos no les gustaba hablar de aquello tan confuso y que les traía
malos recuerdos. Los tres tenían familias que mantener y muchas ganas de vivir,
para lo cual no les quedaba otro remedio que trabajar como condenados, pues a
la guerra fueron sin nada y volvieron con menos, aunque contentos de seguir
vivos.
Los
tres, como es de rigor, tenían nombre y apellidos, pero casi no los utilizaban
pues, como era usual en la Navarra rural de aquellos tiempos, los tres tenían
su apodo, con el que los conocía habitualmente: el que podríamos decir que era
el jefe ostentaba el enigmático sobrenombre del “Yu”. Él era quien había
apalabrado el trabajo con don Andrés Armendáriz (que tampoco se libraba de la
inveterada costumbre del mote, a pesar de su posición social, pues él y sus
hermanos eran conocidos por “Los Modernos”, nombre que provenía de la fábrica
de calzado que regentaban en Tafalla, “La Moderna”, luego “calzados EYA”). Los
otros dos, habían sido “bautizados” con apodos más inteligibles. Uno era “Sulfato”
y el otro “Nitrato”. Ambos apelativos hacían referencia a sus ocupaciones
cuando trabajaban de jornaleros “p’autri”, pues el primero era más dado a
trabajar en las viñas y el otro en los campos de cereal. Para quien esté al
tanto de los productos que se utilizan en uno y otro cultivo, no hay más que
explicar.
Aquel
día, como queda dicho, iban a terminar la obra. No les quedaba sino ajustar
algunas tapas y dejar los “piqueros” por los que entrarían las inquilinas a sus
“pisos” y encalar la parte destinada a refugio y almacén. Cuando terminaran,
habían hablado de preparar un buen calderete para celebrar el fin de su
trabajo, regado con unos buenos tragos de vino tafallés y, si se terciaba,
rematar la faena con unos tragos de anís y unos “Farias”.
No
hemos hablado del aspecto de los tres amigos. Morenos, flacos y nervudos, de
mediana estatura, las miradas algo hundidas, lo que les perfilaba la nariz,
eran dignos representantes del obrero de su época: muchas horas de trabajo y
poca comida. Si no fuera por los “cuatro tragos, siete mentiras” y algún
cigarro de picadura, con los que distraían sus penurias, la vida se les habría
hecho aún más dura, pues el poco dinero que ganaban iba casi íntegro a sus
respectivas “parientas”, pues había que mantener a la, normalmente, abundante
prole con la que Dios recompensaba a los pobres. Y no era de hombres honrados
el hacer pasar más hambre de la necesaria a la familia.
Ese
día, puesto que tenían que terminar, la mañana se hizo larga. No terminaron la
faena hasta las dos. Cuando pararon, con un gesto unísono y no premeditado,
signo del trabajo terminado, ya fuese la vendimia, la siega o la recogida de
las olivas, los tres a la vez se quitaron las boinas caponas, pequeñas y
descoloridas por el mucho uso, y las lanzaron al aire, profiriendo un agudo
grito que sonó como el comienzo de un “irrintzi” abortado, que el cierzo se fue
llevando hacia el sur: “¡YUUUUuuuuu!”
Sabían
que se les iba a hacer tarde para comer, pues aún tenían que acabar de hacer el
calderete. No obstante, ya lo tenían casi a medias, pues “Sulfato”, el
especialista en estos menesteres, se había ocupado en ello desde la primera
hora: había revisado los lazos que ponían, un día sí y otro también, para coger
conejos. Tenía despellejados y partidos dos de los cinco que habían caído
durante la noche en las trampas y había pelado y troceado las patatas,
cebollas, ajos y pimiento seco. Luego, encendió un buen fuego y dejó que el
guiso se fuera cociendo, lentamente. De vez en cuando, lo removía con una
cuchara de madera y, cuando estaba hacia la mitad, echó en el caldo una ramica
de tomillo, lo que, a su juicio, daba mejor gusto al “caldico”.
Ya
eran casi las cuatro, cuando se sentaron sobre unas piedras, con el calderete
en medio y se pusieron a comer. Los tres iban “cazando” del Caldero, cada uno
de su parte, trozos de conejo, patatas y caldo. Todo ello ayudado por trozos de
pan que, aunque negro, pues era de “racionamiento” ayudaba a pasar la comida.
De vez en cuando, con bastante frecuencia uno de ellos decía “prau”, palabra
mágica que les hacía dejar la cuchara y dedicarse, por turno, a echar grandes
tragos de vino de una renegrida bota, que les sabía a gloria.
Terminaron
casi a las seis, pero no tenían ninguna prisa. La tarde de abril se mostraba
amable. Como estaban en un carasol, al abrigo, la temperatura era muy
llevadera. Después de comer, tomaron unos tragos de anís, se fumaron un
“Farias”, cada uno y jugaron unas manos a la “brisca”, pues al ser tres no
podían hacerlo al mus, que era lo más habitual cuando iban a la taberna de “La
Petra” a cenar su “cazuelica”.
Cuando
bajaba el sol y el atardecer desdibujaba los contornos y alargaban las sombras,
dejaron de jugar y se pusieron a hablar. Primero, se preguntaron cómo sería el
nuevo trabajo que los tres habían apalabrado, como muchos otros jornaleros y
albañiles de la Merindad. Iban a empezar a reconstruir el castillo de Olite,
según tenía proyectado la Diputación Foral. Tenían trabajo para rato, pues
aquel monumento llevaba más de cien años derruido y querían dejarlo como nuevo.
Precisamente, desde donde estaban ellos, hacia el sur, podía verse algo del
mismo, al fin de la llanada y formando parte de esta población cuyas piedras
brillaban doradas al sol bajo de la tarde. Iban a empezar a mitades de mayo,
con la llegada del buen tiempo, y la obra se iba a prolongar, por lo menos
hasta el otoño, eso si no había que seguirla el año siguiente.
Una
cosa llevó a la otra. Aunque eran hombres hechos a casi todo, y en la guerra
habían visto más desgracias y miserias de las que un hombre puede ver en
tiempos normales, empezaron a hablar de las leyendas, crímenes, cuentos y
aparecidos, a propósito de todo los que contaba por la comarca. Se decía que,
en todos los lugares donde había gente enterrada, solía haber presencia de
almas en pena. Habían oído de sus mayores las leyendas del Despoblado de Rada,
el alma en pena del desgraciado Príncipe de Viana, en Olite; los muertos del
cólera en Tafalla, allá por 1855 y, desgraciadamente, los muchos asesinados viles
y sin juicios, a comienzas de la Guerra Civil, en las tapias de los cementerios
de los pueblos de la zona. Ellos no eran miedosos, pero lo sobrenatural los
sobrecogía y no las tenían todas consigo. En su fuero interno, conservaban el
fondo de superstición ante todo lo que se refería al más allá y que se
remontaba hasta el tiempo de los romanos, si no más atrás aún.
Cuando
cayó la noche, los encontró todavía sentados, alrededor del fuego, “alumbrados”
por los muchos tragos trasegados y con el ánimo algo sobrecogido, después de
hablar tanto tiempo de ánimas y de muertos. Cuando les entró la modorra,
convinieron que no era caso de volver a sus casas. Como habían hecho más de una
noche mientras trabajaban en la abejera, decidieron dormir en la caseta
adyacente. Sus mujeres sabían que, si no volvían con el día, se quedaban allá
en la obra y no se iban a preocupar. Dieron una vuelta por el carro y el macho,
que había permanecido todo el día, pastando en los alrededores, lo ataron cerca
de ellos y se fueron a dormir.
No
les costó mucho coger el sueño. Sobre el suelo de cemento, envueltos en las
mantas que guardaban para ello, se dieron las buenas noches y se quedaron
dormidos enseguida. El campo se había callado. Sólo se oía el ulular de un búho
que andaba de caza y marcaba su territorio, pero eso a ellos no les molestaba.
Todavía no era tiempo de grillos, así que el silencio dominaba el paraje.
Pasaron
varias horas. Poco después de la media noche a “Sulfato”, que era el que más
había bebido de los tres, le entraron ganas de orinar. Despacio, para no despertar
a sus compañeros, salió de la caseta y, mirando hacia el sur, se alivió. Cuando
se disponía a volver a su refugio, para seguir durmiendo, levantó un momento la
vista y no dio crédito a sus ojos. Abajo, donde acababa la pieza que llevaba
hasta la carretera que va de Tafalla hasta San Martín de Unx vio una hilera de
luces diminutas y temblorosas que discurrían en una larga hilera y se iban
moviendo hacia el este, despacio. Le entró un sudor frío y, como pudo, volvió
al refugio, tropezándose y metiendo mucho ruido. No dijo nada. Se tapó con la
manta y se quedó quieto. Sus compañeros se movieron algo, pero no se
despertaron.
“Sulfato”
no pudo volver a conciliar el sueño. Permaneció acurrucado toda la noche debajo
de su manta, sin moverse. Recordaba alguno de los cuentos que habían estado
compartiendo al atardecer. Especialmente, recordó uno que les había relatado el
guasón de “Nitrato”. Decía que él lo había oído contar a un soldado gallego en
el frente. Hablaba de algo llamado “La Santa Compaña” y decía que se trataba de
una fila de almas en pena que vagaban de noche, por los campos, de un sitio a
otro y llevando unas luces en la mano. Comentó también que el gallego había
asegurado que el mortal que la de noche, ha de morir antes de que pase el año.
Y añadió que no fallaba nunca. “Sulfato” no paraba de darle vueltas, con el
alma sobrecogida.
Cuando
amaneció y sus compañeros se despertaron no dijo nada. Recogieron todo.
Desayunaron frugalmente y aparejaron el carro y la caballería. Luego, volvieron
a Tafalla. “Sulfato” iba callado. “El Yu” y “Nitrato” tampoco hablaban. Sin
embargo, al llegar a la altura de la ermita de San José, no pudo aguantar más y
les contó la visión que había tenido. Los dos lo escucharon en silencio y no
dijeron nada. Pero, cuando llegaron a la altura de la Estación del tren, de
repente, “El Yu”, comenzó a reírse, y lo hizo tan fuerte que tuvo que parar el
carro y bajar al suelo, para no caerse. Al rato, cuando se calmó, fue donde sus
compañeros y, mirando a “Sulfato” con la cara roja todavía, por la risa, le
espetó a bocajarro:
-
Pero, so animal. Qué “Santa Compaña” y
qué vainas. ¿No recuerdas que hoy es primero de mayo?
“Sulfato”,
sin decir nada, esperó a que su compañero terminara su razonamiento.
-
Pues eso, que lo que viste anoche no
era “La Santa Compaña”, ¡animal! Era la “Hermandad de los Doce” que iba hasta
Ujué, como todos los años. Con sus faroles y en silencio, como corresponde.
¡Animal, más que animal!
“Sulfato”
no contestó. “Nitrato” y “EL Yu” no pararon de reír hasta que se separaron para
ir cada uno a su casa. Y se rieron, todavía, unos cuantos días más. “Sulfato”
estuvo una semana sin aparecer por la taberna de “La Petra”, a cenar su
“cazuelica”. Luego, pasó el tiempo y todo se olvidó, sobre todo, cuando
empezaron a trabajar en la reconstrucción del Castillo de Olite y a ganar
buenos jornales.
Sin
embargo, la cosa no acabó aquí. Pasaron los meses y allá por marzo del año
siguiente, una mañana de helada, “Sulfato” que trabajaba en los tejados del
Castillo de Olite, resbaló y se precipitó hasta el suelo, matándose. El día de
su funeral, “El Yu” Y “Nitrato” se arrepintieron de haberse reído de su amigo.
Y, además, le dieron las gracias, en su fuero interno, por no haberlos
despertado para ver aquellas luces silenciosas y oscilantes que flotaban en la
noche, camino de San Martín de Unx. Porque, ¿qué habría ocurrido si también
ellos las hubieran visto?
¡Buen
camino!
Vale.
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