Domingo, 5 de septiembre de 2021
El domingo pasado me dijo Juanjo que todavía no había visto la Torre de Beratxa remodelada, así que, además de comprobar cómo le han sentado al campo las últimas lluvias, vamos a hacer una visita a uno de los emblemas de Tafalla.
Son las 08:00 horas. El termómetro marca 17º.
Por Santa Rosalía (4 de septiembre) crece la noche y decrece el día.
El cielo despejado y un fresco bochorno nos invitan a salir en dirección a Galloscantan.
La balsa del mismo nombre está tan cubierta de carrizos que es imposible ver el fondo, aunque sospechamos que estará seca.
Pasamos por el puente nuevo de la variante y, cuando llegamos a la pieza del cruce de caminos, hacemos la parada obligatoria.
Cada vez más escondida entre la maleza, la lápida, con la cruz bien labrada, pasa desapercibida.
Cruzamos la carretera de Miranda y nos adentramos en el Planillo.
En el orillo de una pieza de girasoles, unas plantas llaman nuestra atención.
Es el temido estramonio. Nos sorprende encontrarlo en tan gran cantidad.
Juanjo tira de navaja y parte por la mitad uno de sus frutos para poder observar las semillas.
Continuamos nuestro camino.
Las lluvias de esta semana han formado algunos charcos. El campo ha resucitado. Las olivas arrugadas ahora lucen tersas. Los racimos, escondidos en las cepas, tienen un brillo especial.
Las hormigas se prepararon a conciencia para el golpe de agua que se avecinaba.
Vamos ascendiendo despacio, saboreando el paisaje. A nuestra izda. la Laguna brilla en medio de los campos. A la dcha. el Corral del Vaquero, el de la Mariana y el Caserío de Valdiferrer contemplan mudos el comienzo de un nuevo día.
Desde la parte más alta de las Rocas, la vista emociona.
A nuestros pies, el Prado de Rentería se ha convertido en un inmenso maizal. La balsa de las fuentes de Perputiain está más seca que en otras ocasiones.
La torre de Beratxa, con su nuevo vestido, se asoma entre los pinos esperando impaciente nuestra visita.
Comenzamos el descenso. Saludamos a la vieja sabina que aguanta en la ladera y pasamos por el setal de negrillas, que ahora se encuentra yermo.
Cuando llegamos al Prado de Valditrés, no nos resistimos a visitar la balsa y la fuente.
Entre los pinos rodeamos el carrizal hasta llegar a la zona despejada.
De la oquedad que conforman las piedras sale un hilillo de agua, suficiente para alimentar la balsa.
Algunos cangrejos, al notar nuestra presencia, se han ocultado veloces en el fondo, levantando una pequeña nube de barro.
Iniciamos la subida a la torre.
Por la senda escarpada, entre señales del club de tiro con arco, vamos ganando altura poco a poco. Los romeros y las ilagas prosperan a duras penas en este suelo de yesos brillantes.
10:00 horas. Torre de Beratxa.
Estamos solos.
Damos una vuelta a su alrededor y Juanjo me dice que le gusta.
A mí también, pero menos que como estaba antes.
Año 1873. La ciudad se iba llenando de tropas. Se construyeron las fortificaciones de Santa Lucía sobre los restos del antiguo castillo y la Torre de Beracha, estableciéndose entre ambos fortines un telégrafo óptico. Así Tafalla se vio convertida en el cuartel general de las tropas del Gobierno. Esto daba mucha vida a la ciudad porque circulaba mucho dinero y algunas familias se enriquecieron. Se abrieron nuevas fondas, cafés y comercios, pero el pueblo hubo de soportar las continuas tropelías de la soldadesca. En la iglesia de San Pedro los soldados destrozaron el órgano, se llevaron las trompetas y rompieron algunos sillones del coro. No íbamos a ganar para disgustos. En la iglesia de Capuchinos, convertida en depósito de municiones, estuvo a punto de ocurrir una catástrofe. Los soldados, para divertirse, rociaron una rata con petróleo, le dieron fuego y la dejaron correr por la iglesia. (J. C. Lorente Martinena)(Tafalla. Efemérides del siglo XIX).
Nos sentamos a almorzar aprovechando la sombra que ofrece la edificación.
Escuchamos voces en el camino de enfrente. Un grupo nutrido de bicicletas de montaña se acerca hasta donde estamos. En las piernas de los culotes, se indica que son de Olite. Uno a uno, conforme van llegando, nos saludan con el consabido ¡que aproveche!.
Cuando terminamos, bajamos por el camino por el que discurre el SL (sendero local).
Estamos frente a la Cantera de Ros o de Malamadera.
Un caballo y un poni están "alojados" en las viejas casetas. Entramos por el camino para echar un vistazo a la fuente, pero la vegetación se ha apoderado de tal manera del entorno, que es imposible visualizar siquiera el largo abrevadero.
Salimos al camino principal y torcemos a la izda. en dirección a Romerales.
El pequeño vallecito con las cuatro islas no tiene ahora la belleza del invierno.
El calor, en esta hondonada, aprieta y obliga a sacar las cantimploras.
Entramos en el sombrío del pinar y comprobamos que la temperatura desciende agradablemente.
11:25 horas. Balsa de Romerales.
Veníamos intrigados por cómo la encontraríamos, pero, para nuestra sorpresa, apreciamos una gran extensión de agua. Bajamos a su orilla y la rodeamos.
El salitre o el yeso, ahí tenemos dudas, impide cualquier forma de vida en sus aguas.
Subimos por la pieza en rastrojo hasta llegar al camino y volvemos a ver la balsa desde el otro lado. En invierno, cuando el campo empiece a verdear, este lugar volverá a ser único.
Caminando junto al antiguo vertedero, algo llama nuestra atención.
Una culebrilla descansa plácidamente al sol. La tocamos con la punta del bastón y, nunca mejor dicho, "culebrea" hasta que se esconde entre los hierbajos de la orilla.
En el Caserío de la Laguna hay gente.
Un perro, con aspecto fiero pero indolente, nos mira aburrido y ni siquiera nos ladra.
La Laguna tiene agua, pero nos sorprende la gran cantidad de algas que se aprecian la altura en la que nos encontramos.
Cruzamos la carretera de Miranda y subimos por la Cuesta de la Calera para desviarnos hacia la Celada.
Hacemos una breve visita a la finca de Isabel y Agustín y bajamos.
Por el desagüe que atraviesa la variante, salimos al camino y entramos en los "enredos".
Son las 12:40 horas. El día viene fuerte de calor.
La vuelta que hemos dado hoy nos ha compensado de las altas temperaturas.
En este enlace se puede ver el recorrido de hoy.
Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
Rey
contra Rey y Torre, y la ayuda de unos caballos (domingo 5 de septiembre de
2021)
(Todos los personajes y los hechos
que contiene esta narración, se deben a la imaginación del autor y no guardan
semejanza con la realidad)
“Encierras al Rey negro en el famoso ‹‹rectángulo›› de la
muerte. Se dice que el Rey blanco ‹‹coge la oposición››. Gracias a esta oposición se puede hacer recular al Rey negro
en el rectángulo de la muerte”
(¡Juega! Patrick Gonneau.
Iniciación al ajedrez. Ediciones Martínez Roca. Barcelona. 2000)
Las tres novicias caminaban,
en fila, con la cabeza baja sumergida en una gran toca blanca y flanqueadas por
las tenues y oscilantes resplandores de las velas, con ritmo más bien
parsimonioso. El gran Cristo que colgaba a la derecha del altar parecía darles
ánimos emitiendo ya destellos, ya sombras oscilantes, según la cadencia que
marcaba el movimiento de las llamas de las bujías. Cada paso que daban retumbaba como si el
pulso del Mundo hubiera encontrado un altavoz donde manifestarse con una voz
ancestral, oculto para los simples mortales. Ellas lo sabían, pero, aunque conocedoras
de la situación en la que se iban a introducir, su juventud les impedía ser
conscientes del futuro, que se iba a limitar a las paredes del convento de
Madres Recoletas de Tafalla. El clímax del momento lo puso el padre de una de
ellas que, cuando las tres figuras anónimas se disponían a atravesar la puerta
que las recluiría en otro mundo, para siempre, gritó con voz estentórea y el
alma rota: “¡Adiós, hija querida! ¡Hasta el valle de Josafat!”.
La
ceremonia de entrega había finalizado. En aquella Tafalla de 1874 era algo más
o menos regular que, un año sí y otro también, algunas jóvenes de la ciudad o
de poblaciones de la merindad, profesaran en religión, entrando a formar parte
de la clausura del convento que habían fundado los señores de Mencos, hacía ya
varios siglos. A partir de ese instante, las tres jóvenes habían muerto para el
mundo, pero habían nacido plenamente para Dios y para orar por todos. Su vida,
reglada por el antiguo lema benedictino “ora et labora”, ya iba a ser un
continuo en el espacio-tiempo. Un horario estricto y perfectamente regulado; rezar
a solas y en comunidad; cultivar la hermosa huerta que, a modo de “caceral” las
monjas tenían detrás del convento, hacia las orillas del río Cidacos y, de vez
en cuando, solo de vez en cuando, algo de charla semanal con las demás
hermanas.
Las
tres profesas habían muerto para el mundo exterior, pero en este “otro mundo”
habían adoptado una nueva personalidad, lo que conllevaba un nuevo nombre. Las
llamaremos sor Asunción, sor Sagrario y sor Corpus, indistintamente. De sus
rasgos físicos, nada podemos decir, pues habían desaparecido en el anonimato
del fiero hábito, casi moruno, que las aislaba del mundo y las hacía indescriptibles.
En cuanto a lo sicológico, como podrá verse más adelante, cada una seguía
conservando su idiosincrasia. Sabido es que el alma es de cada uno y solo se
debe devolver a Dios. Sin embargo, en la primera oportunidad de charla con sus
semejantes, alrededor de la huerta, se buscaron y se reconocieron enseguida,
pues en el siglo habían sido amigas, desde la infancia. Lo primero que
comentaron sobre los rigores de su nueva vida (el porqué de encontrarse allí lo
conocían en los tres casos de sobra, tenía que ver con una especie de tributo
tácito por el que los pueblos, desde antiguo, habían calmado a los dioses con
una ofrenda, en este caso de doncellas).
En
Tafalla se sufría mucho por la falta de agua, pues era muy escasa. En el
convento la tenían muy racionada. Esto en un pueblo cuya mayor carencia era el
disponer del líquido elemento se acrecentaba en el caso de las monjas, pues no
disponiendo sino del agua que desde la presa se colaba por la acequia de la
huerta, y no apta para el consumo humano, solo disponían de aquella que los tafalleses vertían, a modo de
limosna, en los pocillos abiertos al efecto en los muros exteriores del
convento y que la conducían hasta unas grandes tinajas de barro donde se iba
almacenando y de las que se sacaba lo necesario para el consumo de las monjas.
Y
así, fueron transcurriendo los días. Todos iguales. Todos uno, si no fuera por
el rato semanal de convivencia entre las monjas. Las tres nuevas, que cada vez
lo eran menos, se iban conociendo más, si cabe. Una de ellas introdujo un
elemento nuevo para ocupar los cuerpos y las mentes: el ajedrez. Su padre, gran
aficionado a este arte, le había enseñado a jugar desde muy pequeña y ella, a
su vez, enseñó a sus compañeras. Tuvieron que jugar con materiales
rudimentarios, pero, como les sobraban el tiempo y la paciencia, lo
consiguieron. Fueron pasando lo días, las semanas, los meses, los años….
En
el convento de Recoletas de Tafalla la vida discurría ajena a los avatares del
siglo. Y eso fue así hasta 1872 en que comenzó la última guerra civil del
siglo. Poco a poco fueron llegando contingentes gubernamentales que ocuparon la
ciudad y hasta el propio edificio de las monjas de clausura fue ocupado por los
soldados y convertido en un cuartel. Las religiosas pasaron a vivir en una de
las casas fuertes de la ciudad, en este caso la llamada “Casa Rentería” que
tuvieron que compartir con algunos miembros de la oficialidad del ejército
liberal de quienes pasaron a ser simples sirvientas.
Para
sor Asunción, sor Sagrario y sor Corpus, las más
jóvenes de las religiosas, esto no supuso una ruptura muy drástica respecto de
su vida anterior, pues llevaban poco tiempo recluidas y el trabajo que se les
encomendaba era similar al que desempeñaban en sus respectivas casas, ayudar a
sus madres en todo tipo de tareas que realizaban las mujeres de las casas de
labradores. Por otra parte, los militares las trataban con deferencia y eran
comedidos en sus comentarios cuando las muchachas estaban delante. No siempre
permanecían callados cuando en las horas de las comidas las monjas se ocupaban
en servirles. De ese modo, las tres jóvenes se iban enterando de las
vicisitudes del conflicto. Supieron así de la ocupación de Estella, por parte
de los carlistas y del bloqueo de Pamplona que estaba totalmente aislada de su
entorno por los soldados de Carlos VII.
Ellas,
que compartían habitación, habían salido ganando también el poder desplazarse
por el pueblo, cuando tenían que acudir a por suministros para sus huéspedes.
De vez en cuando, las tres se acercaban a sus respectivas casas familiares para
estar un rato con los suyos. Supieron así que la mayoría de los hombres de sus
familias se habían echado al monte para luchar contra el gobierno, en las filas
carlistas, facción a la que, por otra parte, pertenecían la mayor parte de los
navarros de la época. Algunas veces, incluso podían transmitirles parte de los
comentarios de los oficiales, información, a veces intrascendente, otras más
importante que era inmediatamente trasladada a los voluntarios de don Carlos.
En los pocos ratos en que descansaban, además de la costura, una de sus
ocupaciones más frecuentes, seguían practicando el ajedrez e incrementando su
conocimiento de este juego de estrategia.
El
invierno del año 1875 comenzó con los fríos habituales. La cosecha de cereal,
de frutas y la vendimia habían llenado los graneros y los lagares tafalleses,
si bien, las necesidades de los miles de soldados que se hospedaban en las
casas de la ciudad los iban vaciando con más celeridad que de costumbre. Se
cogieron las olivas. Pasaron las Navidades, se celebraron de manera austera las
fiestas religiosas, echando de menos a todos aquellos que faltaban en los
respectivos hogares por estar en primera línea de combate. La mayoría de los
hombres de Tafalla andaban por Estella y sus alrededores, desde donde el
pretendiente, don Carlos VII dirigía las operaciones de sus ejércitos. Las
batallas se iban sucediendo por toda la geografía navarra, con suerte desigual
para ambos bandos, pues unas veces resultaban vencedores unos y otras, los
contrarios.
A
principios de ese 1875 el ejército había proclamado rey de España al hijo de la
reina Isabel II, Alfonso XII y el Gobierno de la nación se había propuesto
incrementar las acciones y los medios para derrotar a los insurrectos. A
mediados de enero de 1876 se estaba fraguando una estrategia contundente para
acabar de una vez por todas con el ejército carlista, con el Pretendiente y,
por tanto, con la guerra. Una tarde, en una de las dependencias de la casa
Rentería de Tafalla, en la que se hospedaban y en la que servían las tres monjas
jóvenes de nuestro relato, hubo una reunión al más alto nivel, que se mantuvo
muy en secreto. Pocos días antes había llegado a la ciudad el general Martínez
Campos, de incógnito. Había dejado a sus tropas acuarteladas en diferentes
localidades de la Ribera navarra, para que los carlistas no supieran de sus
intenciones y no recelaran de lo que se proponía hacer.
En
la reunión estuvieron presentes todos los jefes del ejército liberal que tenían
mando en plaza en Navarra, que también habían acudido de incógnito la noche
anterior, para no despertar sospechas del enemigo. Y lo habían conseguido, pues
ninguno de los numerosos espías que trabajaban para los carlistas se habían
percatado de la “jugada”. Además, habían aprovechado la noche del 20 de enero,
día del Patrón de la localidad, de modo que la mayoría de los paisanos
estuviesen ocupados en celebrar al santo. Sin embargo, los liberales reunidos
en la casa Rentería de Tafalla no sabían que tenían en caballo de Troya dentro
de su propia residencia. Durante la cena que habían dispuesto para reunirse, el
general Martínez Campos fue desgranando los planes que el Estado Mayor del
ejército liberal había preparado para acabar con los facciosos.
Sor
Asunción, sor Sagrario y sor Corpus, disimuladas entre las otras monjas y
sirvientas que atendían a los militares fueron enterándose del grueso del plan
que los hombres iban conociendo. Terminó la cena; todo el mundo se retiró a sus
aposentos. También las monjas, que, a eso de la media noche, se reunieron en el
cuarto de una de ellas, para poner en común la información que habían oído.
Cuando terminaron de contar cada una su versión, llegaron a la conclusión de
que los liberales iban a lanzar una gran ofensiva contra Estella, con el fin de
ocupar la ciudad, capturar a don Carlos y acabar con el ejército carlista. Para
ello, habían dispuesto miles de hombres que estarían esperando para cercar la
ciudad y así vencer al enemigo. Entendieron también que la chispa se iba a
iniciar en la propia Tafalla. El día 27 de enero. Ese día, el propio general
Martínez Campos saldría de la ciudad, al mando de un gran ejército, para atacar
el feudo carlista. Este sería el cebo. Se trataba de hacer ver al enemigo que
era una operación más dentro del curso de la guerra, pero sin capacidad de desnivelar
la balanza a favor de los liberales. Mientras los carlistas se ocupaban en
contener a los soldados que se les acercarían desde el este, el grueso de las
tropas realizaría un ataque relámpago desde el norte, por Oteiza y el suroeste,
por detrás de Montejurra, desde Arellano.
Las
tres muchachas convinieron que tenían que avisar a los carlistas de las
intenciones de sus enemigos y, después de esbozar un sencillo plan, decidieron
dedicar los días siguiente a pertrecharse, para ir hasta Estella y así poder
trasladar a los a los suyos las intenciones de los liberales. Tenían que
conseguir ropa y calzado de hombre, para poder salir de la casa sin ser
detectadas. Además, sería conveniente que sustrajeran algún alimento, pues no
sabían el tiempo que le iba a llevar llegar a su destino por aquellos páramos
desolados que hay entre las dos ciudades. Las tres, como queda dicho, eran
hijas de casas de labradores y se desenvolvían bien en el campo, donde había
transcurrido gran parte de su vida. Conocían bien los términos y eran buenas
andarinas. No creían que las siete leguas que median entre Tafalla y Estella
fuesen un obstáculo infranqueable. Puesto que el general Martínez Campos tenía
planeado empezar su plan el día 27, ellas debían anticiparse a dicho día y
salir, como muy tarde el día 24 de enero para que les diese tiempo a llegar a
su destino.
Llegada
la mañana del 23 día ya se habían hecho con los pertrechos. Saldrían al día
siguiente, vestidas de monjas, como si fuesen a realizar sus recados habituales.
Esa noche acabaron de decidir los detalles de su plan. Amaneció el día 24. Las
tres jóvenes salieron, por separado y en momentos diferentes, de la casa. Nadie
se fijó en ellas. Cada una tomó un camino distinto. Eso sí, las tres iban
provistas de grandes cestas de mimbre, como las que, habitualmente, utilizaban
en sus salidas. El día era frío. El cielo oscuro amenazaba nieve. Pero las tres
siguieron el plan trazado y, por caminos distintos se dirigieron hacia el
oeste. Cruzando el término que los tafalleses llaman “el Planillo”, llegaron a
una especie de acantilado, entre terroso y abrupto que se conoce como “las
Rocas”. Desde ahí, bajaron al pequeño valle que se abre al sur y llegaron a un
lugar donde el agua que llega desde la “Laguna del Juncal”, por las balsas y el
pequeño barranco que lleva el misterioso nombre de “Purputiain” que desaparece
en un agujero, especie de dolina que se traga en un alegre gorgoteo todo lo que
llega hasta allí.
Se
quitaron los hábitos; se vistieron con ropa de hombre y se cubrieron la cabeza
con sombreros oscuros, de ala corta, como los que solían llevar los hombres del
campo en invierno. Las gruesas chaquetas de pana que habían conseguido
sustraer, les daban un aire anodino y corriente, de absoluta normalidad. Introdujeron
los hábitos en el agujero por donde el agua se colaba bajo la tierra. La dolina
se tragó las ropas en un santiamén. Luego, como tenían pensado, bajaron hasta
el fondo del valle, hasta el “Prado de Rentería”, donde, cerca de una balsa y
una fuente, pastaban unos cuantos caballos que los vecinos echaban al campo
para que se fueran criando. Se trataba de animales destinados al trabajo, por
lo que estaban de sobra familiarizados con las personas. Las muchachas se
habían hecho también con tres ronzales de cuerda basta y con tres mantas, para
utilizarlas a modo de sillas.
Acostumbradas a tratar con animales, aparejaron a los tres jacos que
mejor pinta tenían y probaron a montarlos. La cosa no fue difícil, los animales
se dejaron hacer, sin plantear problemas.
Ahora
venía lo más difícil. Cerca de la entrada de ese valle llamado “Valditrés”
había una torre, la llamada “Torre de Beratxa”, que los liberales habían
levantado con el fin de que sirviera de telégrafo óptico para comunicarse con
Tafalla y Larraga, y que formaba parte de una amplia red distribuida por todo
el norte del País. Este sistema de comunicación, ideado por un francés a
finales del siglo XVII, fue muy útil, antes de la llegada del telégrafo y, a la
sazón, aún estaba en uso. Era el escollo más importante que se les presentaba,
pues en la torre y alrededores había, siempre, una pequeña guarnición de
soldados que, por una parte, oteaban los cuatro puntos cardinales; por otra se
comunicaban con las guarniciones de Olite, Tafalla y Larraga y, por último,
guardaban el camino que comunicaba estos dos pueblos.
Pusieron
en marcha el plan que habían preparado. En primer lugar, actuaría sor Asunción.
Su cometido era volver a salir al camino general y se dejaría ver por los
soldados que guardaban la torre. Luego, en una segunda fase, los comprometería,
desde una distancia prudencial, lanzando gritos a favor de los carlistas. Y así
lo hizo. En cuanto los soldados se percataron de su presencia, le dieron el
“¡alto quién va!”. Ella, por toda respuesta les respondió cantando:
“Por Dios, por la
Patria y el Rey,
lucharon nuestros padres.
Por Dios, por la Patria y el Rey,
lucharemos nosotros, también”
Y,
no le dio tiempo a más. Sin pensárselo, cinco de los soldados montaron sus
caballos y se dispusieron a capturar a aquel “carca” tan atrevido.
Sor
Asunción, como tenía previsto, volvió grupas y se dirigió de nuevo al valle de “Valditrés”.
En el término abundaban el yeso y los romeros. Aquel se hacía añicos bajo las
pezuñas del percherón que montaba la monja. El romero ponía una nota azulina
con sus flores de invierno, que se mezclaba con el verde de las plantas y el
pardo de la tierra, en un caleidoscopio de imágenes que pasaban veloces ante
los ojos de la fugitiva. Además, comenzaron a caer, primero unas “purnias”
suaves, luego unos grandes copos que, en un santiamén, cubrieron de blanco el
suelo. Los perseguidores se iban acercando. La monja, que sabía muy bien adonde
se dirigía, no paraba de espolear a su montura. Enfiló el camino que conduce,
por recovecos muy poco transitados, hasta la “Laguna de Romerales”. Aunque los
soldados iban ganando terreno, no se preocupó, pues sabía que quedaba muy poco
para llegar a su objetivo. Bastaba, pensaba ella, con que les ganase dos o tres
minutos a sus perseguidores.
Lo consiguió. Cuando llegó a la pequeña
laguna, esta, ya no se veía, pues el agua se había helado y una fina capa de
nieve blanca, recién caída cubría su superficie, haciendo invisible su
presencia, a no ser que se conociera bien el terreno. Y ella, lo conocía.
Bordeando la balsa por el oeste, se colocó al otro lado, enfrente del lugar,
por donde aparecerían sus perseguidores, que iban ciegos tras ella y que no se
detuvieron. Al ver a su enemigo a poca distancia, detenido, como rendido,
siguieron de frente. Entraron, sin saberlo en la laguna. Anduvieron unos metros
y, entonces se dieron cuenta de la trampa que les habían tendido. Hubo un breve
chapoteo de las patas de los caballos, que duró unos segundos, para
inmediatamente comenzar a hundirse en un lodo grisáceo que parecía no tener
fondo. Los cinco soldados estaban muy juntos y, juntos también, veían cómo sus
monturas se iban hundiendo, cada vez más. Les entró un pánico cerval y se
tiraron de los caballos. No lo hubiesen hecho. Ahora, los que se hundían en el
fango, sin remisión, eran ellos.
La joven sor Asunción, una vez vio el
resultado de su estratagema, no lo pensó más. Se alejó del lugar, para seguir
el plan, según lo habían previsto. Daría un rodeo y se dirigiría a Estella,
llegando, primero, hasta Larraga y desde allí cogería el camino que, alejado,
pero paralelo al camino principal, pasa por el poblado de “Baigorri” y llega
hasta la ciudad del Ega bordeando este río.
Y,
¿en qué se habían ocupado, mientras tanto sor Sagrario y sor Corpus? Una vez
que vieron cómo su compañera era perseguida por los soldados liberales, se
encomendaron a Dios y a la Virgen de Ujué y se acercaron, sin ser vistas, hasta
la “Torre Beratxa”. Allí habían quedado los otros cinco militares de los diez
que, habitualmente componían el retén. Seguía nevando, aunque menos que hacía
un rato. Las dos monjas, dando un rodeo por el norte de la torre, cruzaron el
camino y pasaron al otro lado, al paraje que llaman de las “Tres mugas”, por
juntarse ahí los terrenos de Tafalla, Larraga y Artajona. Por ese lugar
discurría, de norte a sur también, desde tiempo inmemorial, la Cañada Real de
“Andía a Tauste”.
Pararon
a unos cientos de metros al norte de la torre, procurando no ser vistas,
retrocediendo, por la ladera de los altos que cierran el camino por el norte,
hasta encontrarse casi a la par de la construcción. Tras esconder los caballos
en uno de los abruptos barrancos abiertos por las lluvias se dedicaron, durante
un rato a arrancar algunas de las abundantes matas de romero, tomillo, ilagas, coscoja
y todo aquello que fuera susceptible de hacer un buen fuego. Cuando tuvieron el
montón de broza preparado y las manos algo más estropeadas que antes,
utilizando un mechero “chisquero” que por aquel tiempo usaban no solo los
hombres, sino también muchas mujeres, prendieron la broza, que comenzó a arder
enseguida. Confiaban en que soplase el sempiterno cierzo tan habitual en esa
zona.
Al
cabo de unos minutos, el monte bajo era una línea de llamas imparables que, a
no mucho tardar, lamería los pies de la torre. Iban a tener ocupados a los
militares durante un buen rato y, además, con un poco de suerte, acudirían
otros que anduviesen cerca, dejándoles el paso expedito. Entonces, pusieron en marcha
la última parte de su plan. Una, sor Sagrario, se dirigiría hacia Artajona por
la cañada, para llegar, primero a Villatuerta y, luego, bajar a Estella. La
otra, sor Corpus, seguiría el camino habitual que, pasando cerca de Larraga y
cruzando Oteiza de la Solana, llega hasta Estella.
Las
tres tenían un buen trecho que recorrer, pero también una importante misión que
cumplir. Ya casi era mediodía, pero confiaban que, al menos una de ellas,
llegaría a tiempo para transmitir el mensaje a los carlistas. Además, eran
sabedoras de que cuanto más cerca se encontraran de estos, más fácil iba ser el
encontrarse con alguna partida de las muchas que vigilaban aquellas tierras. Y
así fue. La primera en toparse con los carlistas fue sor Asunción, que llevaba ventaja
a las otras dos. Luego sor Sagrario y, finalmente sor Corpus. Las tres
consiguieron hacerse entender por los facciosos y ser conducidas a Estella,
donde se reunieron de nuevo. Contaron lo que sabían a los jefes del estado
Mayor de don Carlos, que, a su vez, lo transmitieron a este.
Creyeron
a las monjas y, después de valorar la situación, sabiendo que la guerra estaba
perdida, no podían sino preparar un plan de evacuación hasta Francia, para
salvar al Rey y todo lo que pudieran de su ejército. No tenían mucho tiempo,
así que se pusieron manos a la obra. Dejarían dos grupos de soldados alrededor
de Estella, uno hacia el este y el otro hacia el oeste, por donde esperaban que
atacasen los liberales, según habían informado las religiosas. El resto, con discreción
y debidamente camuflado y dividido, se encaminaría hacia la frontera, siendo el
grupo que iba a proteger al rey el que iría en medio. No podían transportar las
armas pesadas, por lo que decidieron esconder los 25 cañones que poseían, en
las orillas del río Iranzu.
Luego,
todo lo que sucedió está en los libros de historia. En primer lugar, el 30 de
enero de 1876 se produjo la “Batalla de Oteiza”, en la que los carlistas,
mandados por el general Calderón aguantaron el empuje de las tropas liberales,
dirigidas por el general Fernando Primo de Rivera, el futuro “Marqués de
Estella”. Sin embargo, tras cuatro horas de lucha y bombardeos y doscientos
muertos, incluidos jefes y oficiales, aquellos fueron derrotados y una parte
importante de ellos hechos prisioneros.
Los
días 17 y 18 de febrero de ese año, los liberales asestaron el golpe definitivo
en Montejurra-Arellano. El general Primo de Rivera consiguió vencer, a los pies
mismos del monte sagrado del carlismo, a los generales Lizarraga y Calderón, siendo
este último hecho prisionero. A partir de entonces, todo fue “coser y cantar”,
para el ejército gubernamental. El día 19, ocupó Estella, sin disparar un solo
tiro, pues la ciudad había sido abandonada por los carlistas. El Ayuntamiento
se puso a disposición del general vencedor, que hizo su entrada en la ciudad a
las 3 de la tarde y fue declarado hijo adoptivo, por el ayuntamiento, con la
connivencia del clero y los vecinos más pudientes. El día 4 de marzo del año
1876, a las 2 de la tarde, fue el propio rey Alfonso XII quien se presentó en
la ciudad de Ega, poniendo fin a la guerra.
Pero,
¿qué había sido, mientras tanto de las heroínas tafallesas que habían
contribuido a salvar el grueso de la tropa carlista y la vida del pretendiente?
Habían seguido al rey, pues no podían volver ni a su convento, ni a su pueblo.
Un ojo avisado las habría podido distinguir el día 28 de febrero en el pueblo
de Arnegui, ya en Francia, todavía vestidas de hombre, como si fueran unas
nuevas “Catalina de Erauso, la monja alférez”, formando parte del séquito del
frustrado monarca cuando gritó aquello de “¡Volveré, volveré!”, que nunca se
cumplió. Aunque el rey se salvó, gracias a una torre y a los caballos, le
dieron “jaque mate”.
Y
ellas, tampoco volvieron. Ni a Tafalla, ni a retomar los hábitos. Se quedaron
en Francia. Pero eso ya forma parte de otra historia.
¡Buen
camino!
Vale.
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