Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
El capitán
del “Maruxiña”
(Todos
los personajes y los hechos que contiene esta narración, se deben a la
imaginación del autor. Toda semejanza con personas reales, vivas o muertas, es
pura coincidencia)
La
mujer, alta y delgada, de porte erguido, apareció en la plaza de Tafalla una
mañana risueña de martes. Era abril. Sin hablar con nadie entró en el
Ayuntamiento. Una vez dentro, preguntó por la oficina del Catastro. Cuando supo
dónde estaba, fue a ella y, de la mochila que llevaba a la espalda, extrajo
unos documentos que presentó a la funcionaria.
Las gestiones le
llevaron un rato, pero cuando las terminó, había acreditado ser la dueña de una
finca en el término de “Valgorra”. Le indicaron la cantidad que adeudaba, en
concepto de derechos y contribuciones atrasadas y se encaminó a la oficina
bancaria más cercana, para ingresar el dinero que debía.
Vestía ropas amplias,
algo ajadas, al estilo de los hippies de los años 70, pero su aspecto era
limpio y el pelo, negro, lo llevaba recogido en una cola de caballo que le caía
por la espalda. En su pueblo, allá en Galicia, algunos decían que era algo
“meiga”.
Ya era casi mediodía
cuando echó a andar de nuevo. Aunque no era joven, su paso era ágil y
armonioso. Recorrió la “Avenida de Severino Fernández”, por el paseo flanqueado
de plátanos que estaban echando la hoja, y llegó hasta el viejo puente de la “Panueva”.
Cruzó la carretera y entró en uno de los hipermercados que hay en esa zona,
para comprar provisiones.
Luego, siguió su camino
y pasó, bajo la vía del tren y junto a la llamada “Fuente del Rey”, donde echó
un trago de agua que le supo muy buena. Atravesó el túnel que hay bajo la
autopista y enfiló el camino que va ascendiendo por el término de “Valgorra” y
que llega hasta la muga del Tafalla con el antiguo “Señorío de Pozuelo”.
De vez en cuando,
paraba para consultar unos papeles que llevaba en la mano. La primera parada la
hizo cuando llegó a la “Cabaña Redonda”, donde se sentó y repuso fuerzas con algunos
de los alimentos que había comprado. Cuando terminó, se levantó y estuvo largo
rato oteando el terreno, de este a oeste y de norte a sur, a la vez que
consultaba el plano que sostenía en la mano. Si nos hubiéramos acercado a ella,
habríamos podido oír cómo iba recorriendo el valle, con ayuda de unos
prismáticos, y pronunciando nombres que iba leyendo y reconociendo sobre el
terreno: “… Nacimiento de la “Fuente del Rey”; “Pozo grande de abajo”; “Abejera
número 3”; “Cabaña de los Maríos”; “Carravieja”; “Fuente de Pozuelo”; “Caserío
de Pozuelo”; “Caseta del cura”; “Fuente del cura”; “Caserío de Goyena o de Ros”;
“Pozo de los Nicoles”; “Abejera 2”; “Altos de Guindilla …”
Cuando hubo situado los
hitos del plano, que parecían no serle desconocidos, localizó el último de los
puntos que le interesaban, para ella el más importante, pues era el terreno del
que era propietaria y que, metro arriba, metro abajo, estaba, rodeada por otras
fincas y olivares, más o menos equidistante de los lugares que había mencionado:
“Ahí está -se dijo- la finca de Jonás, con la casita. Tal y como me lo contaba
tantas veces y a la que deseaba volver cuando se jubilara”.
Pero no había podido
ser. Su marido, Jonás Recarte Pérez de Mendieta, nacido en Tafalla cuarenta y
ocho años atrás, había muerto hacía unos meses, al mando de su barco de pesca,
“Maruxiña”, matriculado con ese nombre en honor de su esposa, en la villa de O
Grove. La versión oficial decía que fue en el transcurso de la temporada de
pesca del bacalao. Sin embargo, malas lenguas aseguraban, a quien lo quisiera
oír, que el barco de Jonás, “el navarro” transportaba, también, otro tipo de
sustancias, que no eran pescado, precisamente.
Lo cierto era que se
había hundido, con toda su tripulación, al intentar escapar de otro barco de la
policía costera, cuando se adentró en lo más fragoso de la “Costa de la Morte”,
un día en que el temporal aconsejaba refugiarse en cualquier puerto. Sea como
fuere, Maruja Feito Azurmendi, “Maruxiña” se había quedado viuda. La policía
nunca le había hablado de drogas. El seguro, tampoco. En las noticias no se
había podido leer nada al respecto. Únicamente, los diarios locales habían
publicado una breve reseña contando que un barco de O Grove se había ido a
pique con todos sus tripulantes en su interior. Sin más detalles.
La mujer, que no
conocía exactamente a qué se dedicaba su marido, pero que intuía algo, llegó a
sospechar que las autoridades habían echado tierra al asunto, para no poner en
guardia al resto de los traficantes de droga de la zona. Pero sus sospechas se acrecentaron
cuando puso en orden los papeles de Jonás. Entre ellos había encontrado un
sobre lacrado que rezaba: “Para Maruxiña. Abrir al año de mi muerte”. Al
principio estuvo tentada de abrirlo en el instante en que lo encontró, pero,
leal que había sido con su marido, al que había querido mucho, decidió esperar
a que transcurriera dicho periodo.
Además, durante los
primeros meses de viudedad, había recibido la visita de un par de hombres que
dijeron ser de la aseguradora del barco, pero, a ella le parecieron policías.
Así que decidió dejar correr el tiempo y esperar a la fecha señalada, para
abrir la carta del finado. Otra razón que le indujo a ello fue que creyó
sentirse vigilada. Nunca veía a nadie, pero sabía que, en su ausencia, alguien
había entrado en su piso para buscar algo. Notó que algunos objetos habían sido
desplazados de su sitio. Por ello, decidió tener siempre el sobre lacrado con
ella y llevarlo donde quiera que fuera.
Precisamente, en el
momento en que se hallaba mirando por los prismáticos hacia la que era su
finca, pudo observar que cerca de ella había dos personas que se habían parado
a contemplar el terreno. Decidió ocultarse detrás de unas coscojas y esperar a
que se fueran. Cuando se percató de que lo hacían, camino abajo, hacia Tafalla,
se encaminó hacia su casita.
Una vez que llegó a
ella, sacó unas llaves y fue abriendo, primero la puerta de la verja exterior
y, después, la puerta de acceso al interior. Ambas llaves las había encontrado
dentro del sobre lacrado, junto con una carta personal en que su marido le
manifestaba su amor. Le decía que le
había dejado alguna cosilla en su rincón de “Valgorra”, en de Tafalla, al que
se desplazaba al menos una vez al año, solo, simplemente, comentaba, para echar
un vistazo. Nunca había llevado con él a Maruxiña, pues decía que no era sitio
para ella, y que únicamente iba a “dar una vuelta”.
Maruxiña lo había
dejado hacer. Por eso, ahora, le extrañaba que una vez desaparecido él, la
encaminase a aquel lugar donde ella no había estado nunca. Más si cabe, pues
las últimas líneas de la misiva eran de los más enigmáticas:
…
Busca los siguientes puntos y recoge las piedras que te
señalo: “1. Cabaña Redonda, suelo, al norte, piedra con cruz naranja X; 2. Nacedero de la fuente
del Rey, pared este, suelo, piedra con cruz roja X;
3. Pozo grande de abajo, suelo, sur, piedra con cruz azul X; 4. Cabaña de “Los Maríos”, suelo,
pared este, piedra con cruz
verde X; 5. Fuente de Pozuelo, asca, lado largo sur, piedra con cruz amarilla X; 6.Caserío de Pozuelo, suelo, pared
norte, piedra con cruz marrón X; 7 Caseta del cura, suelo, pared norte, piedra con cruz rosa X;
8. Caserío de Goyena o de Ros, pared oeste, suelo, piedra con cruz gris X.
Todas son piedras
pequeñas, planas, de la costa. De pizarra. No las hay en Tafalla. Sigue el
orden, dales la vuelta y acude al lugar que indican las letras. Una vez en él,
busca: fila de arriba tercer hueco desde el oeste. Ten mucho cuidado. Ese es mi
legado. Disfrútalo.
Besos, te ha querido
mucho
Tu
Jonás”
Maruxiña había leído
tantas veces aquel mensaje que ya se lo sabía de memoria. Pensó que le llevaría
un tiempo el encontrar aquellas piedras. Además, no tenía prisa. Por otra
parte, tenía que dar la sensación de que había ido a aquel lugar para pasar una
temporada de vacaciones, por si la vigilaban. Como era primavera, aprovecharía
la mejoría del tiempo para dar largos paseos y, entre ellos, acercarse, como
quien no quiere la cosa, a los lugares donde debía recoger las piedras.
La casita no disponía
de luz eléctrica. Maruxiña lo sabía, pues Jonás le había contado infinidad de
pormenores sobre ella, y sabía que estaba bien provista de linternas, pilas,
hornillos y luz de “camping gas”, garrafas de agua, así como de todos los
útiles necesarios para poder vivir en ella. Además, la puerta era metálica y
las ventanas tenían rejas. Como algunos de sus paisanos decían, era medio
“meiga” y nada miedosa. Por otra parte, había comprobado que su móvil tenía cobertura.
Lo recargaría en Tafalla, según le hiciera falta. Se sintió tranquila.
Los días siguientes
transcurrieron en la más bucólica de las paces. El campo se iba vistiendo de
gala a ojos vistas. Los abejarucos pintaban el cielo azul con sus vívidos colores
y lanzaban sus agudos trinos al éter. Las ilagas, los tomillos, los escaramujos
y alguna tímida amapola, amén del resto de la fragosa vegetación del término,
arrullaban a los verdiazules y pacíficos olivos, tan abundantes en la zona.
Maruxiña disfrutaba verdaderamente de los aromas de la Naturaleza, que el
cierzo y el sol distribuían generosamente. Pero, echaba de menos a Jonás y al
mar. Para consolarse, cantó con suavidad, una canción de mar y de amor, que su
madre, nacida en Zumaya, en Guipúzcoa, le cantaba muchas veces de pequeña:
“Itxasoa
laiño dago (El
mar está con niebla
Baionako,
barraraiño. desde
Baiona, hasta la barra.
Nik
zu zaitut maiteago, Yo
te quiero más,
txoriak
bere umeak baino.” que los pájaros a sus crías.)
Al terminar, no pudo
evitar que unas lágrimas afloraran a sus ojos, acordándose de lo feliz que
había sido esos años pasados con su marido. Entonces, más que nunca, sintió una
gran pena por no haber tenido hijos con él, para poder volcar en ellos todo el
amor que había sentido por el hombre. Pero, tenía que seguir adelante. Así que
se enjugó las lágrimas y volvió a la casita, para poner en marcha su plan.
La primera semana no se
acercó a ninguno de los lugares que su marido le había indicado. Paseó, sacó
fotos, se acercó hasta Tafalla para aprovisionarse, cargar el teléfono, comprar
algunos libros y la prensa, o para tomar algo. No vio a nadie sospechoso. Cerca
de donde vivía observó que había varios caballos a los que cuidaba un gitano
joven, con un sempiterno cigarrillo en la boca. De vez en cuando pasaba un
vehículo que iba a alguna de las fincas de los alrededores o paseantes, hombres
y mujeres, que frecuentaban la zona, bien solos o bien acompañados.
Pero, ni rastro de “espías”.
Cuando vio que la rutina la protegía, comenzó la búsqueda de las piedras, con
ayuda del plano que le había dibujado su Jonás. Salía de paseo y, dando un
rodeo, se acercaba cada día a un lugar. Comenzó por la “Cabaña Redonda”. Algunas
piedras las encontró enseguida. Otras le costaron más. Cuando volvía casa las
escondía dentro de una bolsa grande de Cola-Cao. No pensaba leer el mensaje
hasta que las tuviera todas. Los días transcurrían monótonos. Por fin, el lunes
de la tercera semana, recogió la última de las piedras que introdujo, también,
en la bolsa del Cola-Cao que había llevado consigo en la mochila. El último
lugar, el “Caserío de Goyena o de Ros”, era el más elevado de todos los lugares
indicados. Desde su altura se divisaba todo el valle de Valgorra, hasta
Tafalla. En vez de marcharse enseguida, se sentó y estuvo un rato escudriñando
con los prismáticos todos los rincones y recovecos a su alcance. No vio nada
sospechoso, así que, adentrándose entre las ruinas del antiguo edificio, en un
rincón, oculta por las viejas paredes, sacó las piedras y las alineó sobre el
suelo, según el orden en que las había recogido:
A B E J E R A 2
Entonces entendió el
significado de la última parte del mensaje:“Una vez en él, busca:
fila de arriba tercer hueco desde el oeste.” Tenía que encontrar la
abejera, que estaba algo más al noroeste del punto en que se encontraba. Según
el plano que llevaba consigo, debía volver hasta el “Pozo de los Nicoles” y
llegar al comienzo de la ladera de los “Altos de Guindilla”.
Volvió a introducir las piedras en la
bolsa del cacao y, como quien no quiere la cosa, despacio, fue acercándose.
Encontró el pozo con facilidad, al lado de un camino. Aunque bastante derruido
y colmatado de piedras, aún se adivinaba el hueco. Además, se encontraba al
lado de una casita, cercada, en al lado de la cual unas cuantas gallinas
rojizas picaban en el suelo, y que venía indicada en el plano.
Desde ahí, cruzó una
pieza lieca y, no sin algo de trabajo, llegó hasta la abejera que era muy
antigua y estaba semioculta entre la vegetación. Echó un vistazo a su
alrededor. Nada. Todo parecía tranquilo.
“… fila de arriba tercer hueco desde el oeste.” Contó:
“uno, dos, tres”. Se acercó al hueco que, en otro tiempo había contenido
abejas, pero no vio nada. Adentro estaba oscuro. Se puso unos guantes. Sacó una
linterna de la mochila y alumbró la cavidad. “Tierra. Solo tierra”. Sin
amilanarse, metió la mano y escarbó, sacando la tierra seca al exterior.
Enseguida notó algo duro y de forma redondeada.
Acabó de desenterrarlo.
Se trataba de una botella de cristal de tres cuartos. De esas en las que se
empleaban para el vino clarete. Dentro podía verse una bolsita de terciopelo
negro, atada por la boca con un cordel oscuro. Pero no se paró a abrirla.
Aunque no había visto a nadie, por el momento, no desechaba la idea de que alguien
la hubiera seguido. Dudaba entre esto, o que la estuvieran esperando en su
casita. Por eso, había decidido que, si encontraba algo, como así había sido,
pondría en marcha la última parte de su plan.
Como si un paseo más,
de los que habitualmente daba se tratara, comenzó a descender por el camino
hacia la parte donde se encontraba su finca. Todo lo había hecho con
normalidad, como cualquier día. Había salido con sus ropas habituales y con la
mochila que siempre llevaba, pero tenía la intención de no volver. Cuando llegó
a la altura de su casita, sin desviarse, siguió bajando por el camino hacia
Tafalla. Seguía sin ver a nadie, aunque su instinto de “meiga” le decía que
alguien la observaba y la seguía. Confiaba en que quien o quienes fueran,
pensaran que se dirigía, como otros días, a la zona de los hipermercados, a
comprar provisiones. Cuando llegó hasta ella, como hacía habitualmente, se
introdujo en uno de ellos y preguntó por los baños.
Una vez a solas y la
puerta cerrada, se sentó y sacó la botella. Estaba cerrada con un corcho,
sujeto con alambre. Con ayuda de la navaja multiusos, que llevaba siempre
consigo, no le fue difícil abrirla. Sacó la bolsita de terciopelo, la abrió y
miró al interior. No esperaba lo que vio: “bolitas-se dijo-bolitas pequeñas…”
Asombrada, metió la mano y cogió una de ellas. Entonces se dio cuenta de que la
que había sacado era de color de nácar y reflejaba la luz con tonos iridiscentes
de gran belleza. “Perlas, son perlas. Y hay unas cuantas”. Sacándolas con
cuidado las contó: “Dieciocho, dieciocho perlas. Todas diferentes. Todas
preciosas.” Se dio cuenta de que aquel número representaba los años que había
estado casada con Jonás. “Por eso venía una vez al año a su pueblo, a Tafalla.
Para traer una perla cada vez y esconderla aquí, para que yo las recogiera
cuando él no estuviera. Seguro que las iba comprando en sus viajes por el mar.
Y las compraba para mí. ¡Jonás, Jonás Recarte, cuánto te quiero! ¡Cuánto te
echo de menos!”.
“Maruxiña” permaneció
unos minutos algo aturdida. Cuando reaccionó ya sabía qué tenía que hacer.
Antes de abandonar el servicio, llamó por teléfono. Esperó cinco minutos más,
luego, salió y fue hasta la puerta atravesando la zona “sin compra” del
hipermercado. Cuando abandonó el recinto, vio un taxi en la puerta. Abriendo
una de las portezuelas traseras se introdujo en el vehículo y le dijo al
taxista:
-Soy Maruja Feito. La
persona que le ha llamado. Lléveme hasta el aeropuerto de Noain, por favor.
-Ahora mismo, señora.
Eso está hecho.
El vehículo abandonó
Tafalla. “Maruxiña” no volvió nunca más a ella.
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Buen
Camino.
¡Vale!
Bonito relato.
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