Domingo, 27 de diciembre de 2020
Desafiando a la tormenta "Bella", decidimos dar una vuelta por el monte de Olleta.
Los rincones que hemos ido descubriendo en nuestros paseos nos sugieren una excursión de invierno para disfrutar de una naturaleza, aparentemente, muerta, pero llena de colores y sonidos.
Son las 08:30 horas. Aparcamos en la plaza de Olleta.
El termómetro marca -2º. El cielo está despejado y los guantes y gorros hoy son imprescindibles.
Año heladero, año aceitero.
Antes de salir por el camino del Pinar, nos detenemos a contemplar el puente medieval sobre el río Sansoain.
La riqueza monumental de este pequeño y bien cuidado pueblo nos invita a dar una vuelta por sus rincones entrañables.
La suave pendiente por la que abandonamos el caserío no es suficiente para hacernos entrar en calor.
En los caracierzos de los campos, la nieve se va acumulando. La temperatura no permite el deshielo.
08:50 horas. Cruz de hierro.
La parada es obligatoria.
El 16 de junio de este año estuvimos por aquí y su descubrimiento supuso una grata sorpresa.
En ambas caras, tiene elementos tallados de la Pasión y está coronada por una pequeña cruz de hierro que, al parecer, sustituye a la desparecida original de piedra.
Caminamos diez minutos y nos detenemos en la Roca del Marchante.
Un pedrusco de un tamaño considerable que tiene una curiosa leyenda sobre un pobre hombre aplastado por ella.
En la otra orilla del camino se encuentra la senda que se interna en el robledal y que lleva a la Peña de los Cuervos.
Hoy no vamos a subir a ella. Nuestra idea es caminar por la ladera de Otaberal; adentrarnos por sus sendas y descubrir nuevos parajes.
09:20 horas. Corral de Uterga.
Se encuentra junto al camino y está en ruinas.
Enfrente, y también en ruinas, las paredes del Corral del Herrero se confunden con la vegetación.
Por amplio camino, entre pinares, seguimos adelante.
Hay una bifurcación.
Desechamos la ruta de la izda. y continuamos por la dcha.
El monte, poco a poco, se transforma.
Los pinos dan paso a los robles, enebros y bojes.
Un pastor eléctrico nos cierra el paso.
Lo pasamos por debajo.
Vera, la galga, toca con su lomo el cable y lanza un aullido de dolor.
La descarga, aunque poco intensa, provoca que salga de estampida.
El camino se convierte en senda y ésta en sendero de animales.
Vamos subiendo despacio por ladera.
La vegetación y la hondonada del terreno hacen que entremos en calor.
Cuando llegamos al tendido del pastor eléctrico, salimos a uno de los caminos que dan comunicación al parque eólico.
Un reguero largo de sangre llama nuestra atención.
Al subir hemos escuchado tiros en esta parte del monte.
Unos metros más adelante estamos ante lo que ha debido de ser "el cuerpo del delito".
10:50 horas. Monte Lerga. 982 m
Aprovechando su pequeña cima colocaron un enorme molino.
Sacamos los almuerzos y disfrutamos del paisaje.
Tenemos enfrente la Higa e Izaga con su cresta blanqueada por la nieve. A su izda. el Adi y a su dcha. Lakartxela.
La mañana sigue fría. El viento, aunque suave, es helador.
Por el camino principal, un grupo de ciclistas pasan veloces.
Algunos son de Tafalla y nos saludan. Los últimos del grupo jadean con el esfuerzo y consiguen no quedarse retrasados.
Un camino viejo a la dcha. desciende hacia el pueblo. Lo tomamos.
De nuevo nos toca pisar nieve.
Entre bojes y zarzas, un imponente caballo nos mira curioso.
La ladera de Otsaragi está desnuda de arbolado. Su exposición al N. la convierte en un terreno duro e inhóspito.
La bajada es cómoda.
12:00 horas. Llegamos a Olleta.
Por el lado por el que entramos al pueblo, la Iglesia es lo primero que nos encontramos.
El hermoso tempo del siglo XII está cerrado.
Contemplamos su portada...
y su crismón.
En la plaza hay más vehículos.
Un grupo de ciclistas suben por la carretera hacia el Alto de Lerga.
De un coche se baja una pareja y nos pregunta la manera de llegar al Molino. Creemos que les habrán bastado nuestras explicaciones.
Volvemos para casa. La calefacción del coche funciona de maravilla. Se nos olvidan las penalidades de la subida hasta el parque eólico.
En este enlace se puede ver el recorrido de hoy
Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
Vista de Bozate
El
marchante de Bozate (Arizcun, valle de Baztán)
Marchante¹
(Del fr. Marchand.) […] 4. Buhonero, vendedor ambulante
(Diccionario de la RAE).
Agote. “En
el pueblo de Arizcun, uno de los 14 que […] componen el valle [de
Baztán], hay un barrio llamado Bozate, cuyos habitantes son conocidos
con el nombre de Agotes, tributarios del palacio de Ursúa, hoy
perteneciente al palacio de Santa Coloma y situado en el expresado barrio. No
se sabe su origen ni su introducción en Baztán, pero hechos constantes que se
remontan hasta la oscuridad de los siglos, nos están atestiguando la
humillación y el abatimiento de unas gentes generalmente despejadas,
industriosas y pacíficas, del mismo carácter, de las mismas costumbres que el
resto de los habitantes del país. Los agotes nunca han obtenido cargos
públicos, ni la menor intervención en la administración económica y gubernativa
del valle, como los demás vecinos; aun en la iglesia tenían paraje determinado.
Los baztaneses jamás contraen matrimonio con personas de esta raza, y si puede
citarse alguno que otro ejemplar, es muy raro y una excepción singular. Los
legisladores navarros no han dejado de ocuparse en mejorar la suerte de estos
infelices, pero, aunque en el día de hoy se ha disminuido mucho la prevención
general contra ellos, más debe atribuirse a la acción poderosa del tiempo que a
las disposiciones legislativas.”
(Pascual
Madoz, “Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España (Madrid
1845-1850) volumen dedicado a Navarra”)
Nota del
autor: Como suele ser habitual en estos casos,
el autor se ve en la obligación de aclarar que los personajes y los sucesos
contenidos en este pequeño relato son ficticios (excepto los episodios de la
historia que recogen los libros y otros documentos). Sin embargo, los paisajes y topónimos, por donde discurren
estas correrías, se ajustan a la realidad en su mayoría.
I La fuerza
del prejuicio
El
niño tardó en nacer. A pesar de que era el cuarto que su madre traía al mundo,
su llegada no fue fácil. Quién sabe si se trataba una premonición, de aquel
retraimiento que iba a marcar para siempre la vida de Pedro de Sala
Insaurriaga. El día de San Pedro de 1900 estaba ya bien entrado, cuando el
recién nacido lanzó sus primeros lloros y vagidos, que más bien parecían
lamentos, al mundo. En la casa llamada “Andresena”, en el barrio baztanés de
Bozate, perteneciente al pueblo de Arizcun, un nuevo miembro de la familia
fundada años antes por Martín de Sala y Catalina de Insaurraga aumentó, en uno,
el número de los “agotes” de aquel lugar que ostentaba la mayor representación
de esta que algunos todavía llamaban “maldita”.
El
día de fiesta era magnífico. La primavera baztanesa es una de las más
sugerentes de Navarra, llena de verdes prados, repletos de colores, bosques en pleno apogeo; trinos por doquier y
casas engalanadas con cientos de geranios que, en su fragilidad, contrastaban
con la solidez de aquellas viviendas fuertes y acogedoras, hechas a conciencia
para durar siglos y siglos. No en vano los habitantes de los catorce pueblos del
valle eran hidalgos. Sus viviendas tenían que ser acordes con la reciedumbre de
su estirpe. Únicamente a los que se consideraba agotes se les hurtaba este y
otros privilegios, desde tiempo inmemorial. El lugar en la iglesia les estaba
vetado; no podían representarse ni a sí mismos en la administración del valle
y, lo que era más doloroso para muchos, no podían ni pensar en casarse con
mozos y mozas, del valle, que no fueran agotes. Ni la religión cristiana, ni
las leyes del antiguo reino, habían logrado sojuzgar la fuerza del prejuicio
que dominaba las almas de los “baztaneses de pro”. Este era un lugar único en
el mundo, en el que, aún los judíos que, de vez en cuando, se dejaban caer para
realizar diferentes transacciones comerciales (sobre todo venidos de la cercana
ciudad de Bayona) eran mejor tratados que los agotes. Hay quien cree que porque
los judíos eran ricos y los agotes pobres. ¡Quién sabe, cada cual que piense lo
que quiera!
Al
bautizo de Pedro, que tuvo lugar en la parroquia de San Juan Bautista, una
iglesia barroca acabada de construir hacia 1724, acudieron el padre, una tía
del neonato, Francisca, hermana de su madre y ya entrada en años, con fama de
curandera y hasta de “sorguiña” y Fermina, la segunda de los hijos del
matrimonio. Al primogénito, Miguel, se lo habían llevado unas fiebres palúdicas
a finales de 1898. Hubo quien dijo que esta enfermedad la habían traído algunos
soldados que lucharon en la guerra de Cuba, pero ¡vaya usted a saber! El caso
es que, el bautizo fue recoleto. La celebración, en la casa familiar, austera.
Lo mismo sucedería con el evento en que se cristianaría a los hermanos de Pedro
que nacieron después: Engracia y Dionisio, con los que nuestro protagonista
compartiría juegos, disputas y, luego, de mayores, algunos de los sinsabores
que les deparaba la vida.
De
los primeros años de Pedro, no hay mucho que contar. Acudió a la escuela, en su
infancia, donde fue tratado, sobre todo por sus condiscípulos, de la misma
manera que los otros niños agotes, o sea, con desdén y distanciamiento, a pesar
de que el maestro, don Genaro, riojano y furibundo partidario de las ideas
liberales, intentaba que todos sus alumnos fueran iguales, pero no lo
conseguía. El hecho de que los niños hablasen entre sí en vascuence, aunque las
clases se dieran en castellano, le hurtaba el poder intervenir en las disputas.
Al final, se imponía la ley del más fuerte y los niños agotes, las más de las
veces, eran los paganos de los odios de sus compañeros. Por eso y por verse un
tanto relegado del trato con muchos de los vecinos, por su condición de
monolingüe, don Genaro iba alimentando un sordo rencor que no le permitía
desarrollar del todo sus capacidades pedagógicas, que no eran pocas, en un
entorno en el que los más ignorantes de sus vecinos dominaban tres lenguas: el
vascuence, el castellano y, la mayoría, el francés. Era la ley de la frontera.
Y aún había algún otro que había desarrollado una cuarta capacidad, la
“gramática parda” tan propia de las tierras donde el contrabando pervive al
mismo nivel que la agricultura y la ganadería.
Así
pues, la infancia y la primera juventud de Pedro de Sala transcurrió sin pena
ni gloria. El muchacho era despierto. Pasaba horas ayudando a su padre en el
taller de carpintería que Martín tenía en su casa y hasta hacía alguna labor de
cantero, pues tenía maña. En eso, era un digno representante de los de su raza,
buenos artesanos, inteligentes y humildes.
II Éxodo
Pero,
cuando Pedro cumplió los dieciocho años, empezó a sentir un deseo incontenible
de marcharse. Sabía, porque las noticias corren rápidas en la frontera, y por
los parientes que vivían en la parte vascofrancesa, al otro lado de la muga,
que había habido una gran guerra en Francia y otros países y que había
terminado. Le llegaron también rumores de que en aquel país se necesitaba mucha
mano de obra, pues gran parte de los hombres jóvenes habían sido muertos en
combate. Así pues, tras tomar una decisión, comunicó a su familia sus
intenciones. A los padres no les pareció mal. La tía Francisca, que, como queda
dicho era medio “sorguiña” y algo “herbera” le hizo alguna recomendación y le
previno con lo que se iba a encontrar con el cambio de vida. El muchacho tomó
buena nota. La mujer era quien realmente lo había criado y hasta enseñado
muchos de los saberes que ella atesoraba sobre la naturaleza. Asimismo, le dijo
que se cuidara de los caminos solitarios y de las muchachas alegres. Pedro tomó
aquellas recomendaciones como propias de una mujer mayor, temerosa y algo
pusilánime. Mucho tiempo después, tendría ocasión de comprobar que los consejos
de su tía no eran baladíes, que sabía lo que se decía. Una mañana, lío el
petate y se marchó de casa, tras despedirse, no sin pena, de su familia.
A
los dos días, llegó a Bayona que, de primeras, se le presentó abigarrada,
ruidosa y magnífica. Aquellos dos ríos que la cruzaban, La Nive y el gran
Adour, le parecieron semejantes a los ríos mesopotámicos, Tigris y Eúfrates. La
ciudad le gustó. Se presentó en casa de sus tíos, Juan de Sala y María de
Errazu. Vivían en el barrio de Saint-Esprit, el barrio de los judíos de Bayona,
al otro lado del río, con sus hijos Bernabé, Rita y Tomás y fue acogido de muy
buena manera por sus parientes.
III El aprendiz de comerciante
El tío de Pedro,
Juan de Sala, le había buscado trabajo al mozo. Al día siguiente a su llegada,
fue presentado en el comercio donde comenzó a trabajar inmediatamente. Bayona,
a la sazón, era una ciudad próspera, En ella confluían varios caminos, desde
mucho antes del tiempo de los romanos: el de Gascuña que venía del norte, pasando
por Burdeos; el del este, que llegaba de la ciudad de Tolouse; el del sur,
desde España y un camino al oeste que llegaba, prácticamente de todo el orbe,
por el puerto, en la desembocadura del río Adour.
El judío, amigo de su tío, se llamaba
Salomón Ferreira y su esposa Corinne Meyer. Ambos regentaban un gran almacén de
productos de todo tipo, sobre todo comestibles y coloniales, pero también
traficaban con telas, herramientas y otros útiles. A su casa llegaban
mercaderes y comisionistas de todo el occidente europeo, e incluso de allende
los mares, de las costas africanas y de las Islas Canarias, Madeira y las
Azores, Por supuesto, también de Ámerica del Sur y de las Filipinas. El
matrimonio era también propietario de tres barcos mercantes. Su negocio iba
viento en popa y sus tres vástagos, una chica y dos varones, no tendrían que
esforzarse mucho para vivir con comodidad, si decidían seguir los pasos de sus
padres.
En el almacén, donde Pedro empezó haciendo de todo un poco, organizaba el trabajo un navarro, Tomás Ozcáriz, exiliado de la última guerra carlista, y factótum y hombre de confianza del negocio. Este hombre, que no cumpliría ya los sesenta, había sido coronel en el ejército y, fiel a su rey y a su causa, no quiso acogerse a la amnistía que el gobierno español había resuelto para los facciosos y decidió quedarse en Francia, eso sí, relativamente cerca de su tierra y de su lugar de origen, Tafalla. Desde el primer momento acogió de buen grado al agote, y vio que, al contrario que rezaban las consejas al uso, no era de cara roma y juanetudo, tenía las orejas normales y con sus lóbulos correspondientes y donde él pisaba, sí que volvía a crecer la hierba. Se percató, al poco tiempo, de que era una buena persona, inteligente, leal y muy capaz. Pensó en broma, para sus adentros, que no necesitaba que se le obligara a llevar como señal el pie de gato de color rojo o una pata de oca, ni a sonar unas campanillas o las tablas a las que llamaban “cliquetas”, en su recorrido, para avisar de su presencia y que durante largos siglos había marcado a los suyos.
Además, Pedro de Sala se había
convertido en un hombre, hecho y derecho. No muy alto, fornido, de tez algo
morena, pelo castaño y ojos verdes, de los que salía, de vez en cuando, un
reflejo que indicaba una intensa vida interior. Apenas llegó, más de una chica
se fijó en él, empezando por la hija de su patrón, Ruth, que andaría por los
diecisiete años, pero que prometía convertirse en una guapa mujer, en breve.
Pero el mancebo no estaba, todavía para esos menesteres. Él quería trabajar,
aprender; ya tenía perfilados dos o tres planes de futuro (y en ellos, todavía,
no entraba ninguna mujer), así que se dedicó a su trabajo con toda la fuerza e
intensidad que le conferían sus dieciocho años y no se preocupó sino de
aprender los recovecos del comercio. Como era de carácter franco y de habla
fácil, hizo conocimiento de muchos de los proveedores y clientes que venían a
la empresa. De todos ellos, le gustaba departir especialmente con dos tipos;
por una parte, con los capitanes, pilotos y contramaestres de los barcos que
traían mercancías y que le relataban detalles de allende los mares, haciéndole
soñar con aventuras y viajes por lejanas tierras y, por otra, con los arrieros
y buhoneros, casi todos contrabandistas, a los que Pedro consideraba “marineros
de tierra adentro” y que le relataban también sus historias. En estas no había
grandes olas, ni largas playas, ni bucaneros, pero sí tierras soleadas al sur,
Navarra, la Rioja y Aragón, caminos abiertos a los cuatro vientos y ventas
donde se comía bien y se bebía buen vino, todo ello amenizado por hermosas
canciones, especialmente bravas jotas. Todo ello servido por bellas mesoneras.
El muchacho soñaba; iba ahorrando
dinero y se veía ya, dentro de pocos años, como protagonista de largos viajes y
aventuras de comercio, bien fuera sobre la cubierta de un barco, o encima de un
carro o una caballería, que lo llevarían, raudos, por esos mundos de Dios. Pero
ya se sabe, “el hombre propone y Dios dispone”, o el diablo, eso nunca se sabe.
El caso es que solo había transcurrido un año completo desde su llegada y el
comienzo de su aprendizaje, cuando se desató el caos por aquellas tierras: una
ráfaga de la mal llamada “gripe española”, que venía haciendo estragos desde
hacía años por todo el mundo llegó con gran virulencia también al Golfo de
Gascuña. Precisamente, el lugar más castigado fue Bayona, que, por su carácter
de puerto abierto a los cuatro vientos, estaba expuesta a toda clase de
infecciones por tierra y por mar. En menos de dos meses, la pandemia se cobró
las vidas de un tercio de la población, incluidas las de sus tíos, sus patronos,
los hijos de estos y el encargado, don Tomás Ozcáriz. Todos ellos sucumbieron
en un breve tiempo y el muchacho quedó solo. Se vio en la necesidad de huir de
aquel foco de podredumbre y, recogiendo sus escasos bártulos y sus ahorros, se
dirigió hacia su pueblo, Bozate, en el Baztán navarro, pensando que ahí, dado
el relieve abrupto y retirado de aquellas tierras, estaría a salvo.
Sin embargo, el destino le deparaba
otra prueba. Al llegar a su lugar de origen se enteró de que una gran parte de
los habitantes de su barrio habían muerto, entre ellos, todos los miembros de
su familia. La enfermedad no perdonó ni siquiera a los “puros” pobladores de
Arizcun y otros pueblos del Baztán que, mortales como eran, aunque ellos
creyeran lo contrario, también sucumbieron a la peste. Y es que Dios, en su
inmensa sabiduría, nos iguala a todos en la muerte y no hace distingos ni entre
el color de la sangre, ni el lugar de nacimiento o la procedencia. Al final,
nos llama a todos, indistintamente, lo cual es uno de los actos de justicia más
sublimes que puedan darse en este complicado planeta.
De repente, a Pedro de Sala se le
derrumbó el futuro. Se preguntaba, a menudo, por qué a él le había respetado el
mal y a todos los que quería y apreciaba no. ¿No habría sido más justo que se
llevase solo a las malas personas y dejase vivas a las buenas, para hacer un
mundo algo mejor? Durante un par de días pernoctó en la que había sido su casa
y, tras meditarlo mucho, decidió lo que haría: sería buhonero, marchante, por
los caminos del sur en que tanto había pensado. No estaban los tiempos para
echarse a la mar y confiaba así también en librarse de ser llamado a quintas.
Tendría que conseguir los medios para pasar desapercibido y ejercer su oficio,
pero conocía a alguien, en Pamplona, que por una parte de sus ahorros, lo
proveería de papeles y útiles para camuflarse convenientemente. Cuando
abandonaba su casa, para ir a la Capital, le vino al pensamiento aquel comentario
de su tía Francisca, la que decían “sorguiña”, que “se cuidara de los caminos
solitarios y de las muchachas alegres”. Tuvo entonces un pálpito de que lo
tendría que hacer así. Cuando su tía se lo había dicho, por algo sería…
IV Un marchante, hecho y derecho
Y, ahí tenemos a Pedro de Sala. Habían
pasado ya doce años y, a la vez que la convulsa historia de España iba quemando
etapas en episodios de lo más dispar y trágico, él iba viviendo por aquellos
caminos que unen Navarra, la Rioja y Aragón, sin olvidarse de pasar a sus
lugares conocidos de Francia, donde se proveía de todo tipo de mercancías que,
luego, iba vendiendo, con pingües beneficios por las ciudades, villas y aldeas
de aquellas regiones.
Vendió su casa de Bozate, abandonando
para siempre aquellas tierras verdes que no le traían sino tristes y amargos
recuerdos, y se compró una casa en Tafalla, lugar que estaba en el centro de su
radio de acción y donde no se consideraba si uno era agote o cristiano viejo
(Tomás Ozcáriz le había ponderado las muchas virtudes del lugar). Además, desde
esta ciudad podía desplazarse hasta Tudela, Logroño, Estella y Sangüesa, amén
de sus viajes al norte, para proveerse de mercancías, pasando por Pamplona.
Mantenía una buena red comercial y un nutrido grupo de clientes que, tras pasar
las ferias de febrero en Tafalla, las primeras en que comenzaba sus
transacciones todos los años, por su importancia y la comodidad que suponían
para él, constituían el punto de arranque de sus correrías por el norte, el
sur, el este y el oeste, hasta bien entrado diciembre, que marcaba el fin de su
comercio, con las ferias de Santo Tomás. Luego, volvía a su feudo tafallés y
pasaba allí las Navidades, esperando que llegase febrero. Ponía a buen recaudo
sus ganancias, que no eran pocas, y se dedicaba durante los días fríos del
invierno a practicar los viejos oficios de su padre: el trabajo con la madera y
la piedra, lo que le ayudaba bastante a pasar el invierno. Se sumía, año tras
año, en una dulce melancolía, recordando a aquellos, familiares y gentes con
las que había convivido en su juventud, que ya se habían ido, pero que
recordaba con cariño.
Tenía poco trato con otras personas.
Frecuentaba la iglesia de Santa María. La asistencia a misa, oficios y
celebraciones obraban como bálsamo, para su espíritu algo aturdido. Todo lo que
se prodigaba en sus viajes, contrabandos, ventas y compras por esos caminos del
mundo, quedaba luego soterrado con el frío, cuando su vida se hacía sedentaria.
En Tafalla se le consideraba bien. Era muy conocido, sobre todo en los pueblos
de los alrededores: Olite, Miranda, Larraga, Artajona, la Valdorba… y otros
muchos lugares a los que se desplazaba en sus largos periplos ambulantes. En
fondas y ventas de aquella región lo conocían y apreciaban, pues sabían que era
buen pagador, formal y discreto. Y, aunque gustaba del buen yantar y del buen
vino, nunca había tenido ningún percance ni disputa con nadie, dado su carácter
manso y discreto.
Y eso que los tiempos no eran
precisamente pacíficos. Con la llegada de la Segunda República los ánimos, en
toda España, se habían exaltado. Las violencias y atropellos se sucedían por
doquier, como es sabido, y, aunque en Navarra, no se notaban tanto como en
otros lugares, no por ello eran inexistentes. Pedro había oído y aún visto en
muchos lugares episodios de gentes de izquierdas que atentaban contra otras
llamadas de derechas, y viceversa. A él no le iba la política, pero, como
trataba con todo tipo de personas, de una ideología y de otra, se sentía preso
de una inquietud y una desazón que muchas veces lo acompañaba, en sus periplos
comerciales. Seguía recordando el consejo de la tía Francisca, “ni caminos
solitarios, ni muchachas alegres”. Pasaron así los años y cumplió los treinta y
seis. Pensaba que debía sentar la cabeza. A expensas de en qué pudiese derivar
el transcurso de los acontecimientos, decidió que aquel sería el último año de
su oficio de marchante y que debía buscar su media naranja y casarse. Partidos
no le faltaban, pues seguía siendo bien parecido y hombre de posibles. Sabía de
cuatro o cinco mozas a las que les gustaba. Tendría que decidir la que más le
convenía. Con sus ahorros y el conocimiento comercial que había adquirido en
los años de oficio, abriría un establecimiento, una tienda de ultramarinos o
algo similar, en Tafalla y se dedicaría a tener hijos y a sus aficiones, la
madera y la piedra, en el término había abundantes canteras de arenisca de las
que podría proveerse. Además, compraría un huerto y se dedicaría a criar
aquellas frutas y verduras que tan pródigas crecían en aquella ciudad de la que
alguien había dicho que, junto a la cercana Olite, era “la flor de Navarra”.
Pero, un día de junio de aquel año,
recibió una visita inesperada. Eran las once de una noche templada y amable
cuando sonó, quedamente, el quisquete de su casa. Cuando abrió la puerta, lo
que menos esperaba es que se tratase de aquellas personas. Los dos hombres,
conocidos suyos, eran dos carlistas del pueblo, con los que había congeniado
bastante a lo largo de aquellos años. Fuera, escondidos en la penumbra de las
esquinas, creyó ver dos sombras enhiestas, que vigilaban la puerta de su casa.
Los dos amigos le contaron que se
estaba preparando algo gordo, en toda España, y que posiblemente empezaría,
entre otros lugares, en Navarra.
Venían a
pedirle ayuda, para un asunto de vida o muerte. Tenía que trasladar una fuerte
cantidad de dinero y unos documentos comprometedores hasta Bayona, donde
aguardaba uno de los responsables de la acción que se estaba fraguando. Pedro,
los escuchó atentamente y, de primeras les dijo que él estaba viejo para tales
encargos, que iba a abandonar su oficio itinerante y que quería sentar la
cabeza y formar una familia, precisamente aquí, en Tafalla. Ellos, esperaban
una respuesta semejante. Sabían que la encomienda era peligrosa, pero arguyeron
que no conocían a nadie tan idóneo como él; tan conocedor de los secretos de
los caminos, a uno y otro lado de la muga entre España y Francia. Comprendían
sus razones, pero era una cuestión fundamental, de vida o muerte, como le
habían dicho. Además, lo que viniese no iba a ser una cuestión meramente
española. En toda Europa corrían vientos de violencia: Alemania, Italia, Rusia…
El olor a pólvora se mascaba en el ambiente.
Tardaron un rato, pero, al final lo
convencieron. Con mucho detalle, le explicaron los pormenores de su misión.
Tras ello, bajaron a la calle y llamaron a los hombres que se habían quedado
vigilando en el exterior. Eran dos; también carlistas de Tafalla. Y no solo
entraron, sino que trajeron un saco del que extrajeron unas hermosas alforjas,
nuevas, amplias, sólidas, pesadas. Contenían una gran cantidad de dinero, en
oro. Los carlistas confesaron a Pedro de Sala que confiaban en él,
absolutamente. Sabían de sus simpatías por la causa. Conocían que era hombre
acaudalado y con el valor suficiente para llevar a buen término aquella misión.
Lo que hiciera, cómo lo hiciera y los caminos que transitara, eran cosa suya.
En su momento, le dijeron, la Patria sabría reconocerle el hecho. En vista de
estas argumentaciones, tras pensarlo un rato, Pedro aceptó la propuesta. Los
carlistas le dijeron que debía partir a la mayor brevedad. Ellos permanecerían
en su compañía y lo escoltarían discretamente, hasta que abandonase la
población, luego, el resto era cosa suya. Eso sí, le advirtieron que no las
tenían todas consigo. Sospechaban y aún sabían que estaban siendo vigilados por
elementos afines al gobierno. Hombres de fuera de Tafalla, para más inri.
Habían detectado que los habían seguido en los últimos días y, no sería de
extrañar que conocieran que habían acudido a su casa.
V
Un viaje de ida y vuelta, pero sin retorno
Transcurrió la noche y el día
siguiente. Los requetés permanecieron junto al marchante, mientras este
preparaba el viaje. Llegada la noche, Pedro de Sala salió de su casa. Iba
montado en su caballo, pero no llevaba consigo la mula que le servía para transportar
sus mercancías. Emprendió el viaje. Al poco, se supo acompañado por su
improvisada escolta. Tomó el Camino Real, la carretera que conducía a Pamplona
y, luego a la frontera. Por la mañana, llegó a las ventas de Campanas y paró a
desayunar. Por el momento, no había sido capaz de detectar si lo seguían o no,
pero un pálpito le decía que sí, que alguien venía tras él. En la venta, donde
lo conocían de sobra, se encontró con otros viajeros, comerciantes como él, a
la antigua usanza, que también se dirigían al norte. Entre ellos había uno con
el que había compartido más de un viaje. Pedro le explicó que acudía a Bayona,
a arreglar unos asuntos personales, pues, le confesó, iba a casarse y a
retirarse del oficio en breve. El colega le dijo que ellos volvían también a
Francia. Habían llevado a cabo sus transacciones con éxito, y volvían a sus
feudos, la mayoría eran vascofranceses, e intuían que las cosas en España se
estaban poniendo feas. Ponían pies en polvorosa. Guiñándole un ojo, le confesó
que volvían a caballo, para no declarar nada en la aduana. El marchante,
comprendió en seguida que eran contrabandistas y que ¡cómo no! Le convenía ir
con ellos. Aunque desoyendo por primera vez el consejo de la tía Francisca
irían por caminos solitarios y ¡quién sabe si no encontrarían por el camino
alguna que otra muchacha alegre! En esos momentos, sabía que debía saltarse el
consejo de su querida tía y que, aunque lo siguieran, por el momento estaba
bien protegido.
Al rato, se pusieron en marcha.
Kilómetro a kilómetro, legua a legua, parando, una tras otra, en las ventas que
convenía, los viajeros llegaron al Pirineo y, por vericuetos que solo ellos
conocían. Se mimetizaron de tal modo con el paisaje que, sin ser detectados lo
más mínimo por los carabineros, de uno y otro lado, pasaron sin problemas.
Incluso llegaron a despistar a los perseguidores que solo Pedro de Sala sabía
que existían. Estos se quedaron en el lado español, maldiciendo por lo alto y
por lo bajo, y proponiéndose encontrar la pista del huido. Fueron a Pamplona y,
en el Gobierno Civil, dieron parte de su misión. A base de teléfono y con las
indicaciones pertinentes, Pedro fue localizado en Bayona, pero ya cuando, tras
cumplir satisfactoriamente su misión, volvía para su casa en Tafalla. Sus
perseguidores así lo intuían y, esta vez se propusieron localizarlo a la mayor
brevedad.
El marchante volvía de vacío. Tras
cumplir el encargo, le explicaron que lo mejor para su seguridad era volverse a
casa. Ellos procurarían, por otros medios enviar las órdenes oportunas a los
compañeros que estaban al tanto de lo que se preparaba. Pedro, satisfecho de
haber sido de utilidad, agradeció que lo liberasen de otro encargo. Se sintió
seguro y con ganas de llegar a su destino. Fue recorriendo el camino y
deteniéndose en las ventas que más le apetecía. Iba contento, seguro, relajado,
siempre por el Camino Real, por la carretera. Sin embargo, antes de llegar a la
llamada “Venta del piojo”, en Unzué, supo que lo seguían. Detectó dos jinetes
que iban ocultándose, bastante más atrás que él. No sabía qué pensar, no
llevaba nada de tanto valor como para que le robaran. Sin embargo, decidió ser
precavido. Desoyendo por segunda vez en su vida el consejo de su tía Francisca,
abandonó el Camino Real y se internó por los vericuetos del valle de Valdorba,
a fin de despistar a sus perseguidores. De Unzué fue a Olóriz. Desde aquí a
Solchaga. Al atardecer de aquel día de finales de junio, la noche se intuía
amable y hasta clara, iluminada por una gran luna que comenzó a salir por el Este.
Como no se fiaba de haber despistado a los que le seguían, decidió subir hasta
las cercanías de Leoz y, casi por el monte, tirar todo recto desde Uzquita
hasta Olleta. Una vez ahí, bajaría a las ventas del Pueyo y ya, de nuevo en el
Camino Real, llegaría hasta Tafalla, pensaba que sin contratiempos. Era su
último viaje y tenía la plena seguridad de que lo acabaría con bien.
Pero, se equivocaba. Sus perseguidores
estaban rabiosos y, lo que es peor, conocían muy bien el terreno. Cuando lo
vieron enfilar el sur, una vez pasado el pueblo de Uzquita, intuyeron por dónde
iba a ir. Se le adelantaron, pues sabían cómo interceptarlo sin problemas. A
unos dos kilómetros de Olleta, hacia el norte, el camino que sube hacia Uzquita
y Sabaiza se estrecha. A un lado del mismo, una gran mole de piedra,
desprendida de los roquedos que los habitantes del lugar conocen como “La peña
de los cuervos”, casi intercepta el camino. Ahí se apostaron los dos enemigos
de Pedro de Sala. Cuando llegó, en el mismo estrecho, al lado de la gran roca,
saltaron sobre él. Ni siquiera sonó un disparo, con un gran golpe dado con una
piedra le abrieron la cabeza. El hombre cayó muerto en el acto. Los asesinos
registraron sus ropas y sus pertenencias y no encontraron sino un reloj de
bolsillo y algo de dinero, además de la documentación. Dejaron el cadáver en
medio del camino y, llevándose el caballo, desaparecieron en la cálida noche de
junio. Más abajo de donde habían cometido su fechoría pasaron a un lado de la
cruz penitencial que se encuentra antes de llegar al pueblo. Ni siquiera
repararon en ella. Aunque algo lejana, esa fue la única asistencia espiritual
que recibió, en el momento de su muerte, el agote Pedro de Sala.
Al día siguiente, un vecino de Olleta
que se dirigía con su rebaño hacia los corrales de “Urteaga” y “El herrero”,
encontró el cadáver. Bajó al pueblo y dio parte. Los asesinos habían dejado la
documentación del muerto a su vera, pues no les servía para nada. Así supieron
de quién se trataba y lo pudieron trasladar hasta Tafalla, para darle cristiana
sepultura. A partir de aquel día a aquella mole de conglomerado que se yergue a
la vera del camino, entre Olleta y Uzquita, se la conoce como “la roca del
Marchante”. Ni qué decir tiene que, aunque solo lo supieron los tafalleses que
le habían encomendado la misión, Pedro de Sala, el agote de Bozate, fue el
Primer caído “por Dios y por España” que hubo en Navarra. En pleno frente, el
primero ya sería un requeté, Joaquín Muruzábal, de San Martín de Unx, el 23 de
julio, tras el alzamiento con el que comenzó la Guerra Civil española.
A pesar de
todo, ¡Feliz y próspero 2021!
Buen
camino. Vale.
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