miércoles, 24 de febrero de 2021

La cueva de Bultxako (Orisoain)



 Domingo, 21 de febrero de 2021

Dicen que la borrasca Karim llegará esta tarde-noche por estas latitudes. 
Vamos a aprovechar la mañana para hacer un recorrido que, a finales de enero, hizo Sergismundo. 
Daremos una vuelta por el monte de Orisoain visitando la cueva de Bultxako y el Robrar. 
Son las 08:30 horas. Aparcamos a la entrada del pueblo y salimos. 
El cielo está gris, plomizo. El viento del sur sopla con fuerza. Nuestro termómetro marca 9º, pero la temperatura nos parece mucho más baja. 

Castañas en cocción, en otoño o en invierno, buena alimentación. 

Por lo menos, tenemos la certeza de que no va a llover. 
Bajamos por la carretera de acceso a la población y, una vez rebasadas las instalaciones de las piscinas, pasamos junto a la fuente de Echagüe. 



De sus dos caños no sale ni gota de agua.



Junto a la fuente se encuentra la ermita de Nuestra Señora de los Remedios. Está cerrada. Damos una vuelta por su exterior y salimos a la carretera. 
Caminando uno pocos metros, llegamos a la entrada del Sendero Micológico. 


Es un camino viejo que asciende hacia el interior del monte.
Pronto se convierte en un sendero. 
El entorno ha cambiado bruscamente. Los pinos conviven con los enebros y comenzamos a ver los primeros bojes. 


Un poste con un pequeño letrero nos marca la dirección a seguir.  
Por sendero estrecho, comenzamos a subir. 
Las encinas forman una tupida masa forestal que oculta el roquedo. 
09:10 horas. Cueva de Bultxako.

 
Una gran oquedad interrumpe nuestro camino. 
Sergismundo lo advierte en Wikiloc: 

La Cueva de Bultxako no es una cueva propiamente dicha, sino la oquedad que quedó bajo una gran roca desprendida del acantilado superior. Toda esta zona está formada por conglomerado de cascajo y, aunque es bastante duro, se suelen desprender trozos.
La cueva mide unos 10 m de profundidad, y tiene pinta de que haya sido refugio de pastores antiguamente.


Descendemos la pequeña pendiente y entramos. 


Vera, a cuatro patas, tiene más fácil el adentrarse por los rincones más estrechos.
Salimos al sendero y volvemos al camino principal. 
En la ladera se aprecia el aclareo que están haciendo en el monte. 


La madera, amontonada junto al camino, espera a ser recogida para su aprovechamiento.
Seguimos subiendo. 
La mañana continúa fría. El sol, muy de vez en cuando, consigue imponerse en el cielo nublado y, al abrigo del bosque, la temperatura sube notablemente. 



Hacemos una nueva parada para contemplar la Hoya. Es una depresión en la que se aprecia una pequeña balsa. La vegetación ha invadido todo el terreno y sospechamos que, en la parte oculta, habrá una balsa mayor. 


Cruzamos una alambrada que está tumbada en el suelo, seguimos subiendo y volvemos a cruzar otra vez la misma alambrada por otro punto.
Desde aquí las vistas son excepcionales. 


Tenemos a nuestros pies Artariain. Un poco más a la dcha. Amunarrizqueta. Después Iracheta y, al fondo, la Peña de Unzué, la Higa y la Peña de Izaga. 
Todo ello sustentando por laderas repletas de robles que, ahora, pintan color ceniza, pero que en otoño se convierten en una explosión de colores. 
10:00 horas. El Characal o Monte de la Cea. (750 m)

Su cima en un pequeño acantilado de aglomerado invadido por la vegetación. Hay que mirar con precaución dónde se pisa. 
Bajamos buscando un abrigo del viento y paramos a echar un bocado. 
Juanjo se detiene un momento y nos descubre una rareza botánica. 


Es un brezo blanco, poco habitual en estas latitudes. 
Caminamos por senda estrecha hasta que salimos a uno de los caminos que suben a San Pelayo. 


En la orilla, junto al cruce, hay una lápida de madera con una emotiva leyenda. 
En el cielo se empieza a oír una algarabía conocida.


Varias bandadas de grullas, con su característica formación, se dirigen al N. Señal inequívoca de que el invierno está llegando a su fin, a pesar de que aún suframos algún coletazo. 

El camino que baja es ancho y preparado para los todoterrenos. 


Al llegar a un cruce, torcemos a la izda. y seguimos por camino viejo hasta llegar a otro nuevo que sube a Arrondoba. 


Giramos a la izda. y empezamos a subir a buen paso.

 
Nos detenemos un momento junto a la balsa y escuchamos gritos y ladridos al final de camino. 
Los primeros vehículos aparcados que vemos nos confirman nuestras sospechas. Hay batida de jabalí. 
Un cazador abandona su puesto y se viene hasta nosotros. 
Nos dice que están cazando en Arrondoba y que no nos aconseja que sigamos. Por supuesto que descartamos subir hasta allí, pero le decimos que hemos salido del Robrar y que no hemos visto ningún triángulo de aviso. Nos dice que los han puesto más abajo y que no llevan los suficientes para cubrir todos los cruces. 
Nos despedimos y, según nos parece escuchar, deben de tener algún perro herido por ataque de jabalí. 


Al llegar al cruce que está más abajo del cruce del Robrar vemos el aviso de batida de jabalí. 
Por el camino de Amatrain nos vamos acercando poco a poco a Orisoain.



Antes de llegar al cruce del camino de Benegorri, se encuentra una cruz devocional orientada hacia Ujué. 
En el fondo del valle llama nuestra atención una instalación. 


A una paseante que viene detrás de nosotros, le preguntamos por ella. Nos dice que es una granja de perdices y que, si no hubiera tanto viento, las podríamos escuchar. 


12:15 horas. Entramos en Orisoain. 
La mañana ha empeorado. El bochorno frío sopla con más intensidad. 
Se nos ha quedado en el "tintero" la visita a Arrondoba. 
Casi podemos decir que ¡mejor!
Así tenemos excusa para repetir esta ruta que tan buen sabor de boca nos ha dejado. 



Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.

Una mañana “científica” por los montes de la Baldorba y algo más

 

Dedicado a Pedro Mari Flamarique Zaratiegui,

que, aunque nunca se lo he dicho,

ha sido mi “Pelayo”.

¡Gracias!

 

Han pasado muchos años y me han ocurrido muchas cosas desde aquel día, tantas que algunas, sobre todo las más desagradables, ya ni las recuerdo. Pero hay algo que aún tengo muy presente y que me viene a la memoria, día sí, día no, porque todavía no me lo he podido explicar. La verdad, no sé si merece la pena contarlo ahora que ya me queda poco. Pero siempre he tenido dentro de mí esa incertidumbre, esa dulzura, que me dejó lo que me ocurrió aquel veintitrés de febrero de mil novecientos ochenta y uno.

Entonces, yo era un mozalbete de veinticuatro años que había terminado la carrera el año anterior y que estaba buscando datos para elaborar su tesis doctoral en “Geología aplicada”.

Yo soy de Tafalla, ciudad cosmopolita donde las haya, sita en el viejo solar del Reino de Navarra y lugar de encrucijada. Paso y metamorfosis entre vientos, climas, folclores e, incluso, ideas políticas. Tengo un amigo historiador, por supuesto, de Pamplona, de eso que llaman ahora PTV (pamplonés de toda la vida) que denomina a Tafalla “ciudad reversible”. Lo explica diciendo que, viendo la historia y las “historias” que nos han contado desde hace unos años, lo mismo se viste de rojo que de verde, que de azul (incluso de amarillo, afirma). Sostiene que se ha conseguido volcar en la misma, en Tafalla, una cantidad tan dispar de “sustancias históricas amalgamadas” capaz de llenar más volúmenes de los que hay en la Biblioteca Vaticana, que ya es decir. Lo asevera, aportando datos incontestables: Tafalla, según él, es vascona de raíz; celta de oídas; romana de habla; visigoda, de paso; árabe por el nombre y española por conquista. Lo que sí es, áspera por el cierzo, pétrea por su suelo y vinícola de sangre. A falta de agua, el vino ha corrido abundantemente por las venas de sus habitantes, desde que el nieto de Noé, Túbal, trajo la primera cepa y, por lo visto, la plantó aquí “in illo tempore”.

Bueno, que me voy por las ramas, mejor dicho, por los sarmientos y me desvío de mi historia. Lo del vino viene a cuento porque es elemento fundamental para explicar lo que me ocurrió aquel día. Dicho sea de paso, apuntaré que en la lista de los elementos que componen la naturaleza, a saber: Agua, Aire, Tierra y Fuego, los antiguos alquimistas se olvidaron de incluir el Vino, líquido generoso y alimento fundamental, sin el cual nuestra historia, la de los navarros, digo, habría sido bien diferente. A ver quién va a aguantar todo los que se nos ha venido encima desde el Neolítico, si no es por el beatífico y milagroso vino. Todo lo acontecido no se sostiene trasegando esas bebidas de “chichinabo”, tales como la cerveza o la sidra, pongo por caso. Para eso, mejor beber agua, que por lo menos deja la mente lúcida, aunque el estómago algo triste. Para hacer sangre (y cada cual que lo interprete en el sentido que quiera), vino. Y si puede ser Clarete de San Martín de Unx o de Olite (porque en Tafalla se hizo buen vino, pero ya no se hace,), pues mejor.

Bueno, pues eso. Yo soy partidario de sopesar los hechos y vivires al estilo de los antiguos galos: después de beber vino y después de beber agua. Cara y cruz; blanco o negro. Lúcido o “alumbrado”.

Y, ahora, al grano. Ocho y media de la mañana. Dejé el coche (a la sazón un “Simca mil”, ¡qué recuerdos!) a la entrada del noble lugar de Orisoain, en todo el centro de la Baldorba. Aunque tenía algunos buenos amigos en el pueblo, que eran los que me habían enseñado la ubicación de los lugares que me disponía a visitar, no los molesté. Era un día de labor y no todo el mundo podía dedicarse a pasárselo “estudiando” piedras y andando, gratuitamente, por los caminos.

Cerré el coche. Me pertreché con todo mi equipo (sin olvidar el almuerzo y la bota de vino, elementos imprescindibles en el ajuar de todo científico que se precie) y eché a andar, hacia el este. Por un camino viejo que va subiendo hacia la muga de Artariain. A la media hora, hice una parada y subí por una senda entre bojes y encinas hasta una oquedad que se abre en una gran formación de cantos rodados. “Bulchaco” le llaman los del pueblo. Ahí me demoré un rato, recogiendo y catalogando varias muestras. Luego, seguí subiendo por la ladera que discurría entre pinos, enebros y aliagas. A media altura, me detuve, de nuevo, y exploré la llamada “Hoya”, una depresión formada en el seno de una brecha, cubierta de vegetación, pero que decía a las claras cómo discurrían las aguas de un barranco apenas nacido algo más arriba y que mostraba la fuerza de la erosión en los diferentes materiales que componían aquellos terrenos.

Tras las oportunas observaciones y anotaciones, me puse de nuevo en marcha. Mi objetivo era llegar a una formación pétrea que dividía los términos de Orisoain y Artariain, formando un gran cortado hacia el norte y donde esperaba encontrar buenos ejemplares de rocas para mi estudio. Tardé algo más de media hora, pero, al fin, llegué a lo más alto. Lo primero que hice fue extasiarme con el lugar. En la toponimia de la zona se lo denominaba como “Characal” y, además de los grandes salientes y cortados de puro conglomerado, de colores, se observaba el gran cambio que se producía en la vegetación. Hacia el norte, bajando hasta el valle donde estaban ubicados Artariain, Amunarrizqueta e Iracheta, todo eran robles. El sur, el lugar por el que yo había subido, lo poblaban pinos, encinas y enebros, entre otros. La transición era drástica, genuina, llena de encanto para la vista y mucho más para un botánico aficionado, como también yo era.

El día era algo invernizo, aunque un sol tímido se dejaba querer en los abrigos. Busqué uno. Como el viento oreaba de bochorno, me senté mirando hacia los pueblos mencionados, hacia el norte. Pasaron varias bandadas de grullas (grulla y bulla, riman), augurando bonanza. Enfrente tenía el muñón de la Peña de Unzué, la sierra de Alaiz y, más allá, la sierra del Perdón. Disfrutando del paisaje, saqué el almuerzo y la bota. Entre bocado y bocado, trago y trago, vistazo y vistazo, almorcé, creo yo, mejor que un rey. Recordé aquel prosaico poema de Góngora: “¡Hablen otros del gobierno/del mundo y sus monarquías/mientran gobiernan mis días/ mantequillas y pan tierno/y rifififí y rafafafá y ríase la gente!”.

Al rato, una vez confortado por la gloriosa chistorra tafallesa y el sagrado caldo de San Martín, me puse, de nuevo, al trabajo. Deambulé, exploré y arranqué muestras, con mi pequeña piqueta, que fui guardando bien clasificadas en mis cajas de muestras. Anduve por todo el filo del cortado. Aquello parecía firme. Sin embargo, en un momento determinado, se me fue el pie y comencé a deslizarme ladera abajo, rodeado por un río de cantos rodados y tierra. Lo primero, grité lo que todo buen tafallés dice en una situación así: ¡Virgen de Ujué! Lo segundo, intenté agarrarme en los bojes, las ilagas y otros arbustos que crecían entre las rocas, pero no conseguí sino arañarme las manos y los brazos, de mala manera. En un momento determinado, me sentí en el vacío y noté un golpe que me cortó la respiración. Todo se oscureció.

No sé cuánto tiempo permanecí desvanecido. Cuando me desperté, me dio la impresión de que no había sido demasiado. Me levanté. Me di cuenta de que había tenido mucha suerte, pues un poco más abajo el cortado se hacía más profundo y de haber caído por él, me habría hecho mucho daño. Gracias a unos arbustos que habían detenido mi caída, no había ido hasta el fondo. Mi mochila y mis cajas de muestras amortiguaron algo los golpes. Busqué mi martillo, que era un regalo de fin de carrera que me habían hecho mis padres y, por suerte, lo encontré en un hueco. Noté algunas magulladuras, pero, en conjunto, los desperfectos no habían sido graves. Lo malo es que la subida era difícil. Había tres o cuatro metros entre el lugar donde me encontraba y el saliente desde donde me había despeñado. Intenté varias veces llegar a él, pero el terreno era muy inestable y no conseguía avanzar.

Cuando estaba más dubitativo, entre ir buscando paso por la ladera o bajar, si podía hasta el valle, oí una voz:

-¡Oye! ¿Estás bien?

         Levanté la vista y vi la cabeza de un muchacho que se asomaba por el cortado.

-¡Sí!-le dije-¿Me puedes ayudar?

-¡Claro! Te echo una cuerda. Átatela a la cintura y yo la sujetaré a un roble. Luego, ve buscando suelo firme, para que puedas subir. Yo te vigilo. No dejes de agarrarte.

         Así lo hice. Durante media hora fui subiendo, despacio, sujetándome a la cuerda, mientras parte del suelo rodaba ladera abajo a cada paso que daba, pero, al final, conseguí llegar arriba. El muchacho seguía sujetando y tirando de la cuerda. Llegué exhausto, tanto que me tiré al suelo y descansé un rato. El muchacho permaneció de pie, a mi lado. Me levanté y lo observé. Era muy joven, no muy alto y delgado. Sus cabellos rizados y muy negros brillaban con una especie de aureola que me extrañó. Vestía una camiseta negra y, sobre ella le caía desde los hombros una túnica de un rojo sangre muy brillante. Era muy guapo. Únicamente, una marca horizontal de herida vieja, ya cicatrizada, le marcaba el cuello, a la altura de la nuez.

-¿Estás bien?-Me preguntó.

-Sí muy bien- respondí-, gracias a ti. Yo me llamo Juan. Y tú ¿quién eres?

-Yo soy Pelayo-Me dijo. Vivo ahí arriba-señaló la cima de un monte-. He oído tus gritos y he venido a ayudarte.

-¿Qué vives ahí arriba y has oído mis gritos?-exclamé algo asustado- Pero si ahí- y señalé la cima del monte San Pelayo-Solo hay una ermita… ¡La ermita de San Pelayo!-caí- O sea, que tú… tú… balbuceé… ¡Anda no te quedes conmigo!

-Sí, soy Pelayo. Y no, no me voy a quedar contigo-respondió sin comprender el sentido de mis palabras-. Me tengo que ir. Ya se ha acabado el rato de mi paseo. Salgo todos los días a estar con mis amigos y amigas: las ardillas, el tejón, los jabalíes, el zorro, los jilgueros el pinzón… ¡Lo pasamos muy bien! Pero, ahora, me tengo que marchar, Juan. ¡Cuídate! Y, otro día, si vienes por aquí, llámame y hablamos. Viene muy poca gente por estos andurriales. Y la poca que viene, quitando el veintiséis de junio, mi fiesta, en que me festejan los de Artariain, Amatriain y Orisoain, nadie se acuerda de mí. La verdad, mi efigie vive durante el año en estos pueblos. Se me reparten “a pachas”, pero mi espíritu está siempre en la ermita. Ya sabes, cuando quieras, vienes y nos vemos. ¡Adiós!

         Y me dio la espalda, difuminándose unos metros más allá y dejando un intenso olor a espliego. En el momento en que dejé de verle, oí un revuelo de alas y un rumor de carreras que iban tras él. ¿Pájaros, ardillas, zorros…? Recompuse mi persona, en lo que pude, y bajé hasta el pueblo. Nunca he dicho nada a nadie, hasta ahora. Sí que he vuelto muchas veces estos últimos años hasta la ermita, pero nunca más me ha hablado Pelayo. Yo sí. Cuando iba hasta “su casa”, le iba contando mis cuitas. Todo lo que me ocurrió a lo largo de los años que vinieron después. Un día de romería subí con los pueblos a verlo y, ¡no os lo creeréis! Me guiñó el ojo. En ese momento creí oír “¡no dejes de agarrarte”! Me hizo mucha ilusión, se acordaba de mí.

         Por cierto, no viene muy a cuento (nunca mejor dicho), pero cuando presenté mi Tesis Doctoral, sobre “Geología aplicada”, obtuve un “Sobresaliente cum laude” y se lo fui a decir a Pelayo.

         ¡Ah! Y cuando llegué a Tafalla, por la tarde, me enteré de que en Madrid hubo un intento de golpe de estado. Que unos guardiaciviles habían entrado en el Congreso de los Diputados. Pero eso, es historia y seguro que ya lo conocéis. Lo malo es que, para esto último y lo que vino después en España, ni con mil Pelayos y otros muchos santos hay remedio, ni milagro que lo arregle.     

        

¡Buen camino! (Y haced una visitica a Pelayo, alguna vez, que merece la pena)

Vale.

 




  



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