La cueva mide unos 10 m de profundidad, y tiene pinta de que haya sido refugio de pastores antiguamente.
Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
Una mañana “científica” por los montes de la Baldorba y algo más
Dedicado
a Pedro Mari Flamarique Zaratiegui,
que,
aunque nunca se lo he dicho,
ha
sido mi “Pelayo”.
¡Gracias!
Han
pasado muchos años y me han ocurrido muchas cosas desde aquel día, tantas que
algunas, sobre todo las más desagradables, ya ni las recuerdo. Pero hay algo
que aún tengo muy presente y que me viene a la memoria, día sí, día no, porque
todavía no me lo he podido explicar. La verdad, no sé si merece la pena
contarlo ahora que ya me queda poco. Pero siempre he tenido dentro de mí esa
incertidumbre, esa dulzura, que me dejó lo que me ocurrió aquel veintitrés de
febrero de mil novecientos ochenta y uno.
Entonces,
yo era un mozalbete de veinticuatro años que había terminado la carrera el año
anterior y que estaba buscando datos para elaborar su tesis doctoral en
“Geología aplicada”.
Yo
soy de Tafalla, ciudad cosmopolita donde las haya, sita en el viejo solar del
Reino de Navarra y lugar de encrucijada. Paso y metamorfosis entre vientos,
climas, folclores e, incluso, ideas políticas. Tengo un amigo historiador, por
supuesto, de Pamplona, de eso que llaman ahora PTV (pamplonés de toda la vida)
que denomina a Tafalla “ciudad reversible”. Lo explica diciendo que, viendo la
historia y las “historias” que nos han contado desde hace unos años, lo mismo
se viste de rojo que de verde, que de azul (incluso de amarillo, afirma). Sostiene
que se ha conseguido volcar en la misma, en Tafalla, una cantidad tan dispar de
“sustancias históricas amalgamadas” capaz de llenar más volúmenes de los que
hay en la Biblioteca Vaticana, que ya es decir. Lo asevera, aportando datos
incontestables: Tafalla, según él, es vascona de raíz; celta de oídas; romana
de habla; visigoda, de paso; árabe por el nombre y española por conquista. Lo
que sí es, áspera por el cierzo, pétrea por su suelo y vinícola de sangre. A
falta de agua, el vino ha corrido abundantemente por las venas de sus habitantes,
desde que el nieto de Noé, Túbal, trajo la primera cepa y, por lo visto, la
plantó aquí “in illo tempore”.
Bueno,
que me voy por las ramas, mejor dicho, por los sarmientos y me desvío de mi
historia. Lo del vino viene a cuento porque es elemento fundamental para
explicar lo que me ocurrió aquel día. Dicho sea de paso, apuntaré que en la
lista de los elementos que componen la naturaleza, a saber: Agua, Aire, Tierra
y Fuego, los antiguos alquimistas se olvidaron de incluir el Vino, líquido
generoso y alimento fundamental, sin el cual nuestra historia, la de los
navarros, digo, habría sido bien diferente. A ver quién va a aguantar todo los
que se nos ha venido encima desde el Neolítico, si no es por el beatífico y
milagroso vino. Todo lo acontecido no se sostiene trasegando esas bebidas de
“chichinabo”, tales como la cerveza o la sidra, pongo por caso. Para eso, mejor
beber agua, que por lo menos deja la mente lúcida, aunque el estómago algo
triste. Para hacer sangre (y cada cual que lo interprete en el sentido que
quiera), vino. Y si puede ser Clarete de San Martín de Unx o de Olite (porque
en Tafalla se hizo buen vino, pero ya no se hace,), pues mejor.
Bueno,
pues eso. Yo soy partidario de sopesar los hechos y vivires al estilo de los
antiguos galos: después de beber vino y después de beber agua. Cara y cruz;
blanco o negro. Lúcido o “alumbrado”.
Y,
ahora, al grano. Ocho y media de la mañana. Dejé el coche (a la sazón un “Simca
mil”, ¡qué recuerdos!) a la entrada del noble lugar de Orisoain, en todo el
centro de la Baldorba. Aunque tenía algunos buenos amigos en el pueblo, que
eran los que me habían enseñado la ubicación de los lugares que me disponía a
visitar, no los molesté. Era un día de labor y no todo el mundo podía dedicarse
a pasárselo “estudiando” piedras y andando, gratuitamente, por los caminos.
Cerré
el coche. Me pertreché con todo mi equipo (sin olvidar el almuerzo y la bota de
vino, elementos imprescindibles en el ajuar de todo científico que se precie) y
eché a andar, hacia el este. Por un camino viejo que va subiendo hacia la muga
de Artariain. A la media hora, hice una parada y subí por una senda entre bojes
y encinas hasta una oquedad que se abre en una gran formación de cantos
rodados. “Bulchaco” le llaman los del pueblo. Ahí me demoré un rato, recogiendo
y catalogando varias muestras. Luego, seguí subiendo por la ladera que
discurría entre pinos, enebros y aliagas. A media altura, me detuve, de nuevo,
y exploré la llamada “Hoya”, una depresión formada en el seno de una brecha,
cubierta de vegetación, pero que decía a las claras cómo discurrían las aguas
de un barranco apenas nacido algo más arriba y que mostraba la fuerza de la
erosión en los diferentes materiales que componían aquellos terrenos.
Tras
las oportunas observaciones y anotaciones, me puse de nuevo en marcha. Mi
objetivo era llegar a una formación pétrea que dividía los términos de Orisoain
y Artariain, formando un gran cortado hacia el norte y donde esperaba encontrar
buenos ejemplares de rocas para mi estudio. Tardé algo más de media hora, pero,
al fin, llegué a lo más alto. Lo primero que hice fue extasiarme con el lugar.
En la toponimia de la zona se lo denominaba como “Characal” y, además de los
grandes salientes y cortados de puro conglomerado, de colores, se observaba el
gran cambio que se producía en la vegetación. Hacia el norte, bajando hasta el
valle donde estaban ubicados Artariain, Amunarrizqueta e Iracheta, todo eran
robles. El sur, el lugar por el que yo había subido, lo poblaban pinos, encinas
y enebros, entre otros. La transición era drástica, genuina, llena de encanto
para la vista y mucho más para un botánico aficionado, como también yo era.
El
día era algo invernizo, aunque un sol tímido se dejaba querer en los abrigos.
Busqué uno. Como el viento oreaba de bochorno, me senté mirando hacia los
pueblos mencionados, hacia el norte. Pasaron varias bandadas de grullas (grulla
y bulla, riman), augurando bonanza. Enfrente tenía el muñón de la Peña de
Unzué, la sierra de Alaiz y, más allá, la sierra del Perdón. Disfrutando del
paisaje, saqué el almuerzo y la bota. Entre bocado y bocado, trago y trago,
vistazo y vistazo, almorcé, creo yo, mejor que un rey. Recordé aquel prosaico
poema de Góngora: “¡Hablen otros del gobierno/del mundo y sus
monarquías/mientran gobiernan mis días/ mantequillas y pan tierno/y rifififí y rafafafá
y ríase la gente!”.
Al
rato, una vez confortado por la gloriosa chistorra tafallesa y el sagrado caldo
de San Martín, me puse, de nuevo, al trabajo. Deambulé, exploré y arranqué
muestras, con mi pequeña piqueta, que fui guardando bien clasificadas en mis
cajas de muestras. Anduve por todo el filo del cortado. Aquello parecía firme.
Sin embargo, en un momento determinado, se me fue el pie y comencé a deslizarme
ladera abajo, rodeado por un río de cantos rodados y tierra. Lo primero, grité
lo que todo buen tafallés dice en una situación así: ¡Virgen de Ujué! Lo
segundo, intenté agarrarme en los bojes, las ilagas y otros arbustos que
crecían entre las rocas, pero no conseguí sino arañarme las manos y los brazos,
de mala manera. En un momento determinado, me sentí en el vacío y noté un golpe
que me cortó la respiración. Todo se oscureció.
No
sé cuánto tiempo permanecí desvanecido. Cuando me desperté, me dio la impresión
de que no había sido demasiado. Me levanté. Me di cuenta de que había tenido
mucha suerte, pues un poco más abajo el cortado se hacía más profundo y de
haber caído por él, me habría hecho mucho daño. Gracias a unos arbustos que
habían detenido mi caída, no había ido hasta el fondo. Mi mochila y mis cajas
de muestras amortiguaron algo los golpes. Busqué mi martillo, que era un regalo
de fin de carrera que me habían hecho mis padres y, por suerte, lo encontré en
un hueco. Noté algunas magulladuras, pero, en conjunto, los desperfectos no habían
sido graves. Lo malo es que la subida era difícil. Había tres o cuatro metros
entre el lugar donde me encontraba y el saliente desde donde me había
despeñado. Intenté varias veces llegar a él, pero el terreno era muy inestable
y no conseguía avanzar.
Cuando
estaba más dubitativo, entre ir buscando paso por la ladera o bajar, si podía
hasta el valle, oí una voz:
-¡Oye!
¿Estás bien?
Levanté la vista y vi la cabeza de un
muchacho que se asomaba por el cortado.
-¡Sí!-le
dije-¿Me puedes ayudar?
-¡Claro! Te
echo una cuerda. Átatela a la cintura y yo la sujetaré a un roble. Luego, ve
buscando suelo firme, para que puedas subir. Yo te vigilo. No dejes de
agarrarte.
Así lo hice. Durante media hora fui
subiendo, despacio, sujetándome a la cuerda, mientras parte del suelo rodaba
ladera abajo a cada paso que daba, pero, al final, conseguí llegar arriba. El
muchacho seguía sujetando y tirando de la cuerda. Llegué exhausto, tanto que me
tiré al suelo y descansé un rato. El muchacho permaneció de pie, a mi lado. Me
levanté y lo observé. Era muy joven, no muy alto y delgado. Sus cabellos
rizados y muy negros brillaban con una especie de aureola que me extrañó.
Vestía una camiseta negra y, sobre ella le caía desde los hombros una túnica de
un rojo sangre muy brillante. Era muy guapo. Únicamente, una marca horizontal
de herida vieja, ya cicatrizada, le marcaba el cuello, a la altura de la nuez.
-¿Estás
bien?-Me preguntó.
-Sí muy
bien- respondí-, gracias a ti. Yo me llamo Juan. Y tú ¿quién eres?
-Yo soy
Pelayo-Me dijo. Vivo ahí arriba-señaló la cima de un monte-. He oído tus gritos
y he venido a ayudarte.
-¿Qué vives
ahí arriba y has oído mis gritos?-exclamé algo asustado- Pero si ahí- y señalé
la cima del monte San Pelayo-Solo hay una ermita… ¡La ermita de San Pelayo!-caí-
O sea, que tú… tú… balbuceé… ¡Anda no te quedes conmigo!
-Sí, soy
Pelayo. Y no, no me voy a quedar contigo-respondió sin comprender el sentido de
mis palabras-. Me tengo que ir. Ya se ha acabado el rato de mi paseo. Salgo
todos los días a estar con mis amigos y amigas: las ardillas, el tejón, los
jabalíes, el zorro, los jilgueros el pinzón… ¡Lo pasamos muy bien! Pero, ahora,
me tengo que marchar, Juan. ¡Cuídate! Y, otro día, si vienes por aquí, llámame
y hablamos. Viene muy poca gente por estos andurriales. Y la poca que viene,
quitando el veintiséis de junio, mi fiesta, en que me festejan los de
Artariain, Amatriain y Orisoain, nadie se acuerda de mí. La verdad, mi efigie
vive durante el año en estos pueblos. Se me reparten “a pachas”, pero mi
espíritu está siempre en la ermita. Ya sabes, cuando quieras, vienes y nos
vemos. ¡Adiós!
Y me dio la espalda, difuminándose unos
metros más allá y dejando un intenso olor a espliego. En el momento en que dejé
de verle, oí un revuelo de alas y un rumor de carreras que iban tras él.
¿Pájaros, ardillas, zorros…? Recompuse mi persona, en lo que pude, y bajé hasta
el pueblo. Nunca he dicho nada a nadie, hasta ahora. Sí que he vuelto muchas
veces estos últimos años hasta la ermita, pero nunca más me ha hablado Pelayo.
Yo sí. Cuando iba hasta “su casa”, le iba contando mis cuitas. Todo lo que me
ocurrió a lo largo de los años que vinieron después. Un día de romería subí con
los pueblos a verlo y, ¡no os lo creeréis! Me guiñó el ojo. En ese momento creí
oír “¡no dejes de agarrarte”! Me hizo mucha ilusión, se acordaba de mí.
Por cierto, no viene muy a cuento
(nunca mejor dicho), pero cuando presenté mi Tesis Doctoral, sobre “Geología
aplicada”, obtuve un “Sobresaliente cum laude” y se lo fui a decir a Pelayo.
¡Ah! Y cuando llegué a Tafalla, por la
tarde, me enteré de que en Madrid hubo un intento de golpe de estado. Que unos
guardiaciviles habían entrado en el Congreso de los Diputados. Pero eso, es
historia y seguro que ya lo conocéis. Lo malo es que, para esto último y lo que
vino después en España, ni con mil Pelayos y otros muchos santos hay remedio,
ni milagro que lo arregle.
¡Buen
camino! (Y haced una visitica a Pelayo, alguna vez, que merece la pena)
Vale.
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