El último habitante del despoblado de Ajúriz, Valdorba, Navarra ( domingo 13 de junio de 2021)
(Todos los personajes y los hechos que contiene esta
narración, excepto las citas bibliograficas, debidamente documentadas, y los
topónimos, se deben a la imaginación del autor y no guardan semajanza con la
realidad. )
1.
Época antigua: Un
despoblado en la Valdorba (Navarra)
A) “Cabaña de Ajuriz
En sus
inmediaciones debió de estar el despoblado de Assuriz o Ajuriz, no citado en el
Libro de Fuegos de 1366. Sus collazos pagaban en 1402 pechas y diezmos a García
Almoravit, según F. Idoate, afirmándose “que en dicho lugar no hay laurador
habitant”. En las cuentas del recibidor de 1433, se dice que el tributo de 6
cahices, fue dado a Martín de Unzué, maestrehostal del Alfériz real, a cambio
de unos palacios en Bariain. Su iglesia era del Arcediano de la Cámara en
1571.”
Toponimia y Cartografía de Navarra
Tomo XXXIX-Gobierno de
Navarra-1997
B)
Mal tiempo
“Los
estudios de las muestras de hielo revelan que, desde 1343 hasta 1362, los
veranos fueron mucho más fríos que de costumbre. Un periodo con tantos años
malos seguidos constituyó una verdadera desgracia.
El
bloque principal de casas de una pequeña finca (…) proporciona evidencias de la
triste historia de los últimos meses en que estuvo habitada. Los animales y las
personas vivían en espacios separados que se comunicaban por medio de pasos
interconectados. Cuando llegaba la primavera, los habitantes barrían los juncos
y los pastos que cubrían el suelo y quitaban el estiércol de los establos. Sin
embargo, los arqueólogos hallaron intactos los residuos del último invierno:
hasta el último habitante se había ido antes de la primavera.
Cinco
vacas lecheras habían vivido en el establo. Sus pezuñas -la única parte de la
vaca que no tiene ningún valor nutritivo- estaban desparramadas junto a restos
de comida en el suelo de una de las habitaciones. La explicación es que los
habitantes habían desmenuzado a los animales y solo dejaron las pezuñas…
En
la habitación principal de la casa, junto a los bancos y las chimeneas, se
encontraron patas de liebre y de perdiz, animales que se suelen cazar en
invierno. En la despensa había huesos (…) de un cordero y un becerro, y el cráneo
de un gran perro de caza… Los habitantes (…) mataron primero sus vacas, luego
cazaron pequeños animales y, finalmente, se comieron a sus propios perros de
caza…
En
la casa no se encontraron esqueletos humanos: no había cadáveres, que los
supervivientes no hubiesen podido enterrar por estar demasiado débiles, ni estaba
el último habitante, a quien nadie pudo haber enterrado. Llevándose consigo
unas pocas [pertenencias], los granjeros de [Ajúriz] decidieron ir a otro
emplazamiento. Adónde fueron y cómo lo hicieron sigue siendo un misterio.”
Adaptado
del libro “La pequeña Edad de Hielo. Cómo el clima afectó a la historia de
Europa 1300-1850. Páginas 115 y 116
C)
La Peste
“Enfermedad contagiosa y grave, causa de
gran mortandad. La peste por antonomasia o Gran Peste fue la que, a partir del
Extremo Oriente, donde era endémica, se extendió a Europa en 1348, al parecer
por medio de un barco genovés que había recalado en Crimea. Era transmitida por
las ratas, de las cuales pasaba a las personas por intermedio de las pulgas. De
las tres formas en que se solía presentar simultáneamente -bubónica, pulmonar y
septicémica- parece que la más difundida en España en aquella ocasión fue la
bubónica, así llamada por los bubones o inflamaciones de los ganglios
linfáticos que se manifestaba en las ingles y las axilas.
Desde las costas levantinas de la
Península el contagio se extendió hacia el interior en cuestión de pocas
semanas, y afectó a Navarra a partir de junio del mismo año 1348. Su incidencia
se vio favorecida probablemente por la indefensión fisiológica de la población,
afectada por unos años de hambres. Las pérdidas humanas se calcula que fueron
muy elevadas, en torno a un 50%.”
Gran
Enciclopedia Navarra. Tomo IX. CAN Pamplona 1990. Página 126
2.
Época contemporánea: Un
suceso en San Fermín
El día en que Benito Valmediano abandonó
el Centro Penitenciario de Pamplona, lo
primero que hizo fue ir andando, por la Avenida de Navarra, hasta el cercano
cementerio de San José. Allí preguntó por la tumba de
Julián Arriurdin, que había sido su compañero de celda durante el primero de
los dos años y medio en los que gozó de la hospitalidad del Estado. Julián
había muerto hacía un año y cinco meses, víctima de una enfermedad que ya llevaba
puesta cuando entró en el recinto, hacía ya diez años. Era bastante mayor que
Benito y, nada más llegar este, lo había “adoptado” bajo su tutela. A pesar de
ello, los primeros meses no se habían contado demasiadas confidencias. Ambos
sabían que en la cárcel uno no se puede fiar de nadie. Nunca se sabe, de
verdad, quién es el otro realmente. Una vez en el recinto, preguntó a un
funcionario por la tumba de su amigo. Cuando llegó a ella, rezó durante unos
minutos por el alma de su amigo. Hacía frío. Era enero de 2018.
Luego,
fue despacio, caminando hasta la Estación de Autobuses, donde cogió una
“Tafallesa” para desplazarse hasta su casa. No había querido avisar a nadie.
Quería saborear los primeros momentos de libertad solo, sin tener que hablar
con sus amigos, con su hermana o con su cuñado. En la cárcel había meditado
mucho sobre el sentido de su vida y, entre otras, había llegado a la conclusión
de que cualquier proyecto de vida se podía torcer en un momento, y dar al
traste con toda una vida. Por eso, en adelante, procuraría andar despacio y
tener la conciencia tranquila. Recordó aquel dicho de Santa Teresa: “Nada te
turbe, nada te espante, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada
le falta. Solo Dios basta”.
Benito
Valmediano había sido condenado en julio de 2015. Había acudido a las fiestas
de San Fermín con sus amigos. Después de muchas horas de juerga, cuando estaban
haciendo hora para ver el encierro en el interior de un local de la Plaza del
Castillo, se vio envuelto en una trifulca. Un “pata”, empapado en alcohol,
había intentado agredir a una chica. El novio de esta intentó ayudarla, pero el
“pedo” lo había tumbado de un botellazo. Julián acudió a sujetar al energúmeno,
con la mala suerte de que este se le había escurrido de las manos y se había
caído al suelo, golpeándose con una mesa. Se abrió la cabeza.
Como
es de suponer, se armó un gran tumulto. Benito no era hombre que eludiera sus
responsabilidades y, sabiéndose protegido por sus amigos que mantenían alejados
a los del otro para que no fueran a por él, esperó serenamente la llegada de la
policía y de los sanitarios. El juez le echó la carga de la culpa a él, Al
otro, que tenía una gran brecha de la que manaba abundante sangre y cuyo
desmayo fue debido también a la ingesta etílica, le aplicó la eximente de
embriaguez y salió libre con una fuerte multa, a pesar de tratarse de un delito
de violencia de género.
La
vista se celebró rápidamente. La sentencia, dos años y medio para el tafallés,
que ingresó en el “trullo” el mismo día 14 en que acababan las fiestas. El
contraste fue tan fuerte que los primeros días anduvo un tanto grogui, casi en
estado de shock. No fue hasta pasados cinco días en que volvió un tanto a la
normalidad, si es que en su situación podía emplearse ese término. Poco a poco,
se fue haciendo a la rutina. Los otros presos no lo miraban mal, pues el
defender a una mujer se consideraba entre los penados como una muestra de
hombría.
Fueron
pasando los meses. Benito recibía periódicamente la visita de familiares y
amigos. Como se dedicaba a la agricultura, otros compañeros de oficio se
prestaron a terminar la cosecha, e incluso a seguir con las labores que las
tierras exigían durante su ausencia. Él optó por contratar a dos personas para
que se ocuparan de sus tierras durante la ausencia. La rutina se rompió cuando
una noche, a principios de diciembre, su compañero de celda, Julián Arriurdin,
sufrió un ataque, parecía, de epilepsia. Rápidamente, Benito llamó al guardián
y se llevaron al hombre a la enfermería. Pasaron dos días. A Benito solo le
dijeron que el reo evolucionaba favorablemente.
Pasó
una semana y Julián volvió a la celda bastante desmejorado y algo más flaco.
Cuando vio a su compañero, se fundió con él en un cálido abrazo, que fue
respondido de manera emocionada por este. Luego, se tumbó a descansar y
permaneció así el resto del día. Aquella noche, en vez de dormir, los dos
hombres la pasaron contándose sus respectivas vidas. Cuando llegó la madrugada,
antes de dormir unas horas hasta el toque de diana, se habían sincerado, uno y
otro, y hermanado sus vidas para el futuro.
Sin
embargo, este no fue muy largo. Cuando llegó el mes de septiembre, Julián
Arriurdin sufrió otro ataque que no superó. Murió sin recuperar el conocimiento
y fue enterrado, según su deseo, en el cementerio de Pamplona, pues decía que,
en su pueblo de origen, Benegorri, en la Valdorba, ya no quedaban habitantes
vivos y los muertos del cementerio eran tan antiguos que no se sabía ni quienes
eran. Su familia, como muchas otras de la zona, se habían trasladado hasta
Tafalla, donde había más posibilidades de prosperar, en todos los sentidos.
Así
pues, Benito se quedó solo. Sintió mucho la muerte de su amigo, pero le quedaba
su ejemplo y la amistad que les había unido. Por eso, cuando le asignaron un
nuevo compañero, pasados unos meses, procuró acogerlo con su mejor talante. Se
trataba de un joven de veintitantos años que había caído en el mundo de la
droga y que había delinquido abundantemente. Tanto que, al final, se empeñó en
reincidir una y otra vez, lo que le había llevado a una condena similar a la de
su compañero de celda, dos años y unos meses. Se llamaba Abel Juaristi, pero,
en su caso, el nombre no iba acorde con su personalidad. Desde el primer día se
mostró esquivo y agresivo. No se dejaba aconsejar ni acompañar y era
pendenciero y soberbio con los demás reclusos. Muy pronto se vio solo. Benito
hizo lo que pudo, que no era mucho. Llegó a la conclusión que su dependencia de
las drogas era tan fuerte, que no le dejaba tomar decisiones que le
beneficiaran. Parecía poseído por un “Tánatos” que lo abocaba, si no cambiaba,
a un final que no parecía muy halagüeño.
Sin
embargo, Benito no cejó en el empeño de ayudar al joven. No conseguía casi
nada, la verdad, pero sabía que le quedaba algo menos de un año para salir y
sabía que tenía que intentarlo. Pero nadie hacía carrera con el joven: ni él,
ni el Páter que había intentado varias veces hablar con él, sin conseguirlo; ni
los maestros; ni los médicos. Nada de nada. Finalmente, Benito pidió que le
cambiaran de compañero o de celda, cosa que consiguió con facilidad dada su
buena conducta y la cercanía de su puesta en libertad. Cuando llegó el mes de enero
de 2018 salió a la calle.
3.
El retorno
La vuelta a casa le supuso una de las
mayores alegrías de su vida. Poco a poco fue recuperando el pulso de su vida
anterior: su familia; los amigos; el trabajo. En esa época tocaba recoger las
últimas olivas (el año había sido tardano) y Benito se dio cuenta de lo
gratificante que le era esa tarea que nunca, desde su niñez le había gustado
demasiado. Como, aunque no era rico, tenía más que lo suficiente para vivir –
la cárcel le había hecho conocedor de lo fundamental en la vida, y el dinero no
era una de sus prioridades – contrató como fijos a los dos hombres que lo
habían sustituido durante su ausencia. Habían resultado buenos trabajadores, lo
que para los tiempos que corrían no era poco.
Fueron pasando los días, que se convirtieron
en semanas y, más tarde en meses. Benito iba olvidando aquella temporada pasada
en la cárcel. Lo más positivo que le quedó de aquella época fue una nueva
afición, la de caminar por los campos de la Zona Media. Ora solo, ora
acompañado por algunos amigos que también apreciaban un buen paseo, todas las
semanas dedicaba al menos dos mañanas a esa tarea. Además, en sus muchas
conversaciones con su amigo Julián había escuchado de boca de este cómo
ponderaba los muchos lugares de la Valdorba, que conocía muy bien como buen
descendiente de esa tierra.
Una mañana, hacia las diez llamaron al
timbre. Era una cartera, ataviada con el uniforme de Correos, que le entregó un
aviso de recepción de un envío a su nombre. Le hizo firmar el recibí y, subiendo
en su moto, se alejó para seguir con su trabajo.
Benito miró y remiró el impreso. Vio que
el remite correspondía a la cárcel de Pamplona y decidió acudir a la oficina
postal para recoger el correo. Se trataba de un sobre, tamaño cuartilla, que no
pesaba demasiado. Cuando volvió a su casa, se sentó a la mesa de la cocina y
procedió a abrirlo. Del interior extrajo una tarjeta con el nombre del director
de la cárcel, por un lado, y una breve nota en el otro en la que se le
comunicaba que el preso Julián Arriurdin había dejado el encargo de que le
enviara una carta suya, pasados dieciocho meses de su fallecimiento. Como
habían pasado ya, se procedía a dar cumplimiento a su último deseo.
Dejó la tarjeta encima de la mesa y miró
el sobre, que era normal y no llevaba nada escrito en su exterior. Lo abrió y
extrajo un folio doblado, que leyó con detenimiento:
La misiva lo sorprendió. No esperaba que,
a esas alturas de la vida, hombres hechos y derechos creyeran en la existencia
de tesoros, como los que aparecían en aquellos libros de su adolescencia.
Agradeció y se emocionó un tanto con las últimas muestras de cariño y dejó
correr los recuerdos durante un rato. Luego, guardó la tarjeta y la carta en el
cajón de su mesilla. Más adelante, ya pensaría qué hacer con ellas.
4.
La Tormenta
El año 2018 siguió su curso. Benito se
había reincorporado ya, por completo, a su vida y quehaceres cotidianos:
trabajo, familia, amigos, paseos…
Había
olvidado la carta recibida unos meses antes. La verdad es que no sabía qué
hacer con ella. La cosa no habría ido más allá si no por una llamada que lo
sobresaltó una noche. No la esperaba. Al otro lado del teléfono se encontraba
el último compañero de celda que tuvo en la cárcel, Abel Juaristi.
El muchacho había salido de la cárcel y
decía que se encontraba en una situación muy precaria, pues su condición de
presidiario no ayudaba a que pudiera encontrar trabajo. Quería saber si Benito
le podía echar una mano. Le aseguraba que la cárcel lo había cambiado y estaba
dispuesto a trabajar para él, en lo que fuera, si le parecía bien.
El agricultor no las tenía todas consigo.
Lo que recordaba de Abel no era muy agradable. Además, un muchacho de ciudad
que no sabía nada del campo… No le daba buena espina aquello. Sin embargo, le
pudo más el sentimentalismo y aquella idea de ayudarlo a redimirse y le dijo
que, de acuerdo, que viniera al día siguiente a Tafalla. Tras darle la
dirección de su casa, colgó. Al día siguiente, el muchacho se presentó.
Hablaron. Quedaron de acuerdo en las condiciones en que iba a desarrollarse el
trabajo. Incluso, Benito, dejándose llevar por su afán de ayudar al joven, le
ofreció su casa. Así no tendría que preocuparse por la comida ni por el
alojamiento, con lo que podría ahorrar algo de dinero.
Benito tenía un acuerdo con su hermana y
su cuñado. Él les llevaba las tierras que les había correspondido de la
herencia de los padres y, en compensación, la hermana se ocuparía de hacerle la
comida todos los días. Eso sí, el hombre comería en su casa. De las tareas del
hogar, en general, se ocupaba una mujer que tenía contratada para ese menester.
Al ser uno más a atender le dijo que le subiría el sueldo. Y así empezó la
última parte de este relato. Los primeros meses, la convivencia se desarrolló
de un modo ordenado. Conforme se aproximaba el verano, Abel fue saliendo más y
más de casa. Algunas noches volvía muy tarde. Benito, al principio no le decía
nada, pero llegó un momento en que se vio obligado a intervenir. El joven,
cabizbajo, le pidió perdón.
Y la vida siguió su curso. Cuando llegó
el mes de julio de 2019, el muchacho manifestó su deseo de ir a las fiestas de
San Fermín. Benito no supo decirle que no, pero le contó lo que le había
ocurrido a él en aquel lejano 2015 y le dijo que tuviera cuidado. Llegó el día
6 y Abel fue a Pamplona. O así lo suponía su benefactor. El día siete no
regresó. El ocho, por la tarde, queriendo seguirle la pista, el agricultor fue
a recoger su documentación y las llaves del coche, que siempre guardaba en su
mesilla. Cuando abrió el cajón, vio que allí estaba todo… ¿todo? En seguida se
percató de que faltaba la carta de su amigo muerto. Sacó el cajón y lo revisó.
Miró en los demás cajones, por si se hubiera deslizado a uno de ellos. Levantó
el mueble y, en el suelo, nada. ¿Habría cogido Abel aquella misiva? Y, en ese
caso, ¿qué pensaba hacer al respecto? Benito estaba desconcertado.
Alrededor de las cinco de la tarde, se
decidió a ir a la capital y preguntar en la Policía Municipal y hospitales por
el joven, pero cuando se disponía a salir, observó que el cielo estaba
completamente negro. Parecía de noche y llovía a cántaros, así que tuvo que
desistir de su empeño y se quedó en casa. Intentaría hacer las gestiones por
teléfono. Transcurridas tres horas, seguía lloviendo a mares y él no había
averiguado nada. A eso de las nueve, se fue sabiendo que la tormenta era de las
que hacen época. Desde el verano de 2016, en que se produjo un pavoroso
incendio al norte de Tafalla, no se había visto desgracia semejante. Por fin,
sabiendo que no podía hacer nada más y tras saber que su hermana, su cuñado,
sus sobrinos y algunos amigos a los que llamó estaban bien, se fue a dormir.
El día 9 de julio era sábado. Amaneció un día despejado y con la atmósfera limpísima. La
ciudad no lo estaba tanto. Benito salió de casa y fue viendo, por doquier, los
destrozos que habían ocasionado la tormenta y el río Cidacos: barro, jasa,
muebles destrozados, género de las tiendas desparramado por las calles…
¡parecía un paisaje después de la guerra! La gente, en la medida que le tocaba,
comenzaba a limpiar. Otros muchos se arrimaban a echar una mano. También
Benito. Se puso ropa vieja, se, calzó unas katiuskas se puso unos guantes y fue
a lo de un amigo, a echar una mano. A mediodía volvió a su casa a comer. Vio
que Abel no había vuelto. Tampoco había llamado. No sabía que pensar.
Estaba medio amodorrado en el sofá en el
que solía reposar tras la comida, cuando sonó el teléfono. Le llamaban de
Pamplona, de la morgue del Hospital. Hacía dos horas que los bomberos habían
trasladado a esas dependencias el cadáver de un hombre joven, lleno de barro,
irreconocible. En uno de los bolsillos de su pantalón habían encontrado una tarjeta
con su nombre y dirección, por eso le llamaban. También le dijeron que llevaba
una hoja de papel, una carta escrita a mano, con un croquis dibujado.
Correspondía al lugar despoblado de Ajúriz, en término de Echagüe, Valdorba.
Por último, le comunicaron que habían encontrado al muerto, ahogado en el
embalse de Mairaga y le preguntaron si él sabía algo. Benito no podía articular palabra. Sí que
sabía; lo sabía todo: dónde estaba Abel, por qué había desaparecido la carta de
su amigo y que el muchacho no estaba en Pamplona. Había ido a buscar un tesoro.
Pero, por lo visto, no había leído el final de la carta: “únicamente, ten en
cuenta un aviso: no vayas nunca en día de tormenta”.
¡Buen
camino!
Vale.
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