El destino
es cosa del azar ( domingo 6 de junio de 2021)
(Todos los personajes y los hechos que contiene esta
narración se deben a la imaginación del autor y no guardan semejanza con la
realidad. Los lugares son reales)
Dedicado a
todas aquellas personas
que gustan
de pasear por la mal
llamada
“España vacía”.
1. Una
infancia campestre.
Benjamín Zabaldica estaba contento. Era 28
de junio del año 1960. Aunque a él solo le importaba que aquel miércoles el
señor maestro les había dicho que, a partir ese día, les daba vacaciones. Al
día siguiente, San Pedro, era fiesta. Se acababa la escuela, vamos, y que no
los quería ver hasta septiembre.
“Qué raro”- pensó el chico- con lo bueno que
es don Fulgencio (“don Fulgen” para los amigos). Y nos ha dicho que no nos
quiere ver”. Desde sus diez años recién cumplidos, Benjamín no acertaba a ver
la ironía soterrada que encerraban las palabras del maestro. Sin embargo, el
buen hombre había hecho el comentario sintiendo en su fuero interno una emoción
doble. Por una parte, al hombre, le gratificaba la llegada del descanso, tan
necesario después de un curso trabajoso. Iba a perder de vista a aquellos diecinueve
arrapiezos cuya edad oscilaba entre los seis y los catorce años, lo normal en
las escuelas rurales unitarias de la época. Por otra, le embargaba la idea de
no verlos en dos meses, puesto que eran la razón de su vida y tenía miedo de
sentir un gran vacío veraniego, al no tener que ocuparse, de la mañana a la
noche, de ellos. En su pertinaz soltería, no vivía más que para aquellos niños;
incluso, cuando estaban enfermos, los visitaba y siempre les llevaba algo que
les alegrara. Como los conocía tanto, a cada uno le obsequiaba con aquello que
lo pudiera animar: un tebeo, unos recortables, unos pasatiempos, un juguete de
madera…
Benjamín, aún recordaba cómo el invierno
pasado, cuando estuvo enfermo con aquella gripe tan pesada, le regaló un
recortable para armar un barco. Don Fulgencio sabía que, por cuestiones
familiares, tenía gran querencia por todo lo que se refiriera a la navegación
marítima. El regalo le encantó. Y el chico lo agradeció mucho más, puesto que
el maestro se había molestado en ir, desde el pueblo de Pueyo, hasta el caserío
de San Lorenzo, a unos tres kilómetros de aquel, en su bicicleta con motor “Velosolex-Orbea”.
Aquel detalle lo recordaría toda su vida.
Que, a él, un niño no de pueblo, sino de caserío (el que sus padres y hermanos,
como venía haciendo su familia desde antiguo, trabajaban como aparceros, por
cuenta de un conde que vivía a caballo entre Pamplona y Tafalla) todo un señor
maestro fuera a visitarlo le llegó al alma. Tanto, que lo mantendría toda su
vida como uno de los recuerdos más gratos de su infancia. Cuando fue
recuperándose, aprovechó los rigores del invierno que no le dejaban salir de
casa y la convalecencia de la gripe, para armar la nave. Se trataba de un
paquebote, de un carguero con motores de gasoil, como aquellos que navegaban
entre los puertos de las Islas Canarias. Bien sabía él, desde el principio, que
se iba a llamar “Aurora”, como el barco donde trabajaba, desde hacía ya varios
años, su tío Jonás, el marinero Jonás Zabaldica, nacido hacía ya bastantes años
en su misma casa, en el caserío de San Lorenzo. Cerca del Pueyo, en el valle de
la Valdorba, en Navarra. Cómo aquel hombre “de secano” había acabado en la
Marina mercante no era ningún
misterio,
pues había realizado el Servicio Militar en La Marina y acabó cogiéndole gusto
a aquello. Además, el trabajo del campo no le gustaba y decidió probar fortuna
en la mar.
Acuarela de M. Martí
Barrionuevo
No le faltaba razón, pues el fundo de San
Lorenzo era un lugar ciertamente apartado del camino real o carretera nacional,
al este del Pueyo, que se levantaba en un escalón de la ladera que bajaba desde
la sierra de Guerinda, formando un pequeño valle que se iba abriendo hacia el
oeste. Tierra recóndita y mediana, no muy generosa. Se decía que allí había
existido un antiguo monasterio, hacía más o menos novecientos años, conocido
como “Monasterio de Oibar super Tafalla” y que estaría bajo la tutela del de
Leire, pero en la actualidad nada quedaba de aquello. Como posible, podría ser,
pues se trataba de un enclave, como quien dice a un tiro de piedra del Pueyo y
con posibilidades de defensa y buena vista sobre el norte, oeste y sur. Además,
no estaba muy lejos de Tafalla, como indicaba su nombre, y se encontraba
protegido por un amplio circo de montañas, cubiertas de encinas y monte bajo,
de las que manaba un fresco manantial que proporcionaba agua a la vivienda y se
perdía hasta el río Cidacos, no sin antes dar pie a la llamada fuente de
Orrocegui, corrupción fonética del topónimo Urrizalgui (abundancia de
avellanos), por ser frecuentes estos árboles en sus orillas, aunque no tanto
como en el pasado.
Además del tío ausente, la familia de
Benjamín Zabaldica la componían su abuelo Martín; su padre, Miguel; su madre,
Asunción; sus hermanos mayores, Juan, Antonio y Lorenzo; así como sus dos
hermanas, también mayores que el chaval, Adela y Beatriz. Convivía también con
ellos un hermano del padre, Joaquín, que era mozo viejo y se ocupaba sobre todo
del ganado, un par de vacas, tres cutos y un pequeño hato de ovejas y de
cabras. El resto de la hacienda, además de la casona, una cuadra y un corral
cubierto, con una parva de gallinas, patos y algún pavo. Todo ello edificado
sobre una cantera de arenisca que aún dejaba ver con fortaleza su base.
Completaban el acervo familiar un huerto, bien cuidado, a orillas del barranco,
unas cuantas hectáreas de tierra blanca y viñas, amén de una punta de olivos en
el carasol hacia Tafalla.
En los años en que transcurre este relato, como
queda dicho, la vida no era fácil para los habitantes del caserío de San
Lorenzo. La llegada del verano traía aparejada, además del buen tiempo, de la
abundancia en el campo y de la proximidad de las fiestas, el trabajo más
importante del año: la recolección de la cosecha. Los días eran largos y el
calor se imponía, la faena debía realizarse sin descanso, no fuera que los
“nubláus” trajeran alguna pedregada que don Jacinto, el párroco, no pudiera
conjurar desde la torre de la iglesia del Pueyo y se “jibara el invento”.
Benjamín también tenía su parte en el
trabajo. Antes del desayuno, apenas se quitaba las legañas con el agua de la
jofaina (al caserío de San Lorenzo nunca llegó el agua corriente), tenía que ir
a buscar una lata repleta de caracoletas para los patos. Luego, tras el
desayuno que casi siempre consistía en sopas de leche, con pan casero, tenía
que ayudar al tío Joaquín con los animales. Luego, más o menos a las doce, ya
quedaba libre. Entonces iba hasta el río Cidacos, debajo del puente de hierro,
para bañarse en las pozas, con otros muetes y muetas que bajaban del pueblo. De
paso, si se terciaba, a lo mejor llevaba a casa algún barbo, unas ranas,
cangrejos o madrillas que pescaba a mano, tarea en la que era un experto.
Cuando la cosa surtía bien, apañaba unos juncos para transportar las pescatas a
casa.
Y, luego, por la tarde, la siesta, que
odiaba con todas sus fuerzas, como ocurría con casi todas las personas de su
edad. Sin embargo, él, se había buscado un apaño. Leía. Se había hecho con una
porción de libros y de tebeos que había ido recopilando por aquí y por allá:
que si el maestro, que si el cura, que si algún estudiante conocido, la tía
Berta, hermana de su madre, que era maestra… a todos les había ido pidiendo
libros. Así que, a la sazón, su pequeña biblioteca, prestada, estaba bien
surtida: “Robinson Crusoe”, “Un capitán de quince años”, “Los viajes de Gulliver”,
“Heidi”, “De la Tierra a la Luna” … Y un buen montón de tebeos: El Jabato, el
Capitán Trueno, Hazañas Bélicas, Pulgarcito, Jaimito, El TBO… Por leer hasta
leía las novelas del oeste de un tal Marcial La Fuente Estefanía.
2. Verano
Así, comenzó, aquel año, el periodo de
vida más amable con que les regalaba el año a los habitantes del caserío. A
pesar de que todo obligaba a mayores y jóvenes al trabajo y el calor apretaba,
una experiencia adquirida con el paso de los años ayudaba a aquella familia a
paliar los rigores de la estación.
Por otra parte, en verano se podían
hacer incursiones campestres que proporcionaban algunos suplementos
alimenticios que faltaban el resto del año. De vez en cuando, se dedicaban a
cazar conejos, pues los animalitos acudían al atardecer hasta la era y se les
podía disparar desde la misma ventana de la cocina. Otras aves diversas también
formaban parte de la despensa rural: codornices, estorninos, tórtolas y ya
hacia septiembre alguna que otra perdiz, se dejaban cazar en Valdelobos, La muga
de Sánsoain o El Monte del Conde.
Los días iban desgranándose con un ritmo
cadencioso. Siguieron los trabajos y las diversiones cotidianas. Llegaron y
pasaron las Fiestas de Santiago en las que los inquilinos de San Lorenzo
también participaban, en la medida de sus posibilidades.
3. Malas
noticias
Llegaron los días finales de agosto. Una
tarde, cuando el sol ya iba bajo, antes de perderse detrás de Landerri y
Valdetina, la familia estaba a la fresca en la explanada que se abría en la
fachada principal de la casa. Vieron acercarse por el camino del Pueyo una
bicicleta. Era “Bene”, Benedicto, el cartero. A todos les pareció extraña esta
visita. Lo normal era que todo el mundo acudiera a casa del funcionario a
depositar o a recoger el correo. Por eso, una entrega personal se les hizo muy
rara y tuvieron un pálpito de que el hombre traía malas noticias.
“Bene” no les dio explicaciones, porque
no conocía el contenido del correo. Únicamente siguió las indicaciones que
estaban escritas en el sobre: “Correo certificado. Entrega en propia mano al
titular de la carta. Urgente”. Así que, entregó la misiva al padre, a Miguel,
que, tras mirarla un momento, rasgó el sobre con movimientos nerviosos. Leyó en
voz alta:
“Comandancia Militar de
Marina de Las Islas Canarias
A la atención de don Miguel Zabaldica
Caserío de San Lorenzo. Pueyo (Navarra)
Asunto: El embarrancamiento del buque
“Aurora” en el sur de Tenerife”
A las dos de la madrugada
del 16 de agosto de 1960. El “Aurora”, al mando del capitán Genaro Buendía
González, zarpó de Santa Cruz de Tenerife rumbo a los puertos de San Sebastián
de la Gomera y Valverde, con 49 pasajeros a bordo. A las cinco y cuarto, cuando
se encontraba navegando frente a la zona del sur de Tenerife y a su paso por
las cercanías de Las Galletas, el buque, sin que se conocieran las causas,
embarrancó en un bajo rocoso de la costa quedando casi paralelo a la costa y
con la proa orientada al sur.
En
un primer momento se informó que tenía una vía de agua que anegó la bodega
número dos, noticia que con posterioridad se desmintió, siendo los desperfectos
causados menores que los que en un principio se dio a conocer, tras sufrir la
varada. Las primeras noticias de este accidente las dio un buque inglés, que
navegaba por la zona, ya que el “Aurora” no pudo informar por haber sufrido una
avería en el equipo de comunicación.
El
petrolero de la Armada Española “Moncayo”, que procedía de Guinea y que desvió
su rumbo, fue el primer buque que les prestó auxilio. Con posterioridad se
desplazó el remolcador “Audaz”, y cuyas primeras maniobras consistieron en
sostener el buque y que la marea no lo empujase contra los rompientes, hasta la
llegada del “Luzón” y del “Concha”, que trasladaba personal técnico de la
Comandancia Militar de Marina a las órdenes del capitán de corbeta Felix
Jiloca, además de un grupo de buzos para intentar ponerlo a flote.
En
el momento del embarrancamiento, muchos de los pasajeros estaban durmiendo, por
lo que la alarma fue aún mayor, subiendo en su mayoría a cubierta para tratar
de conocer lo sucedido, encontrándose el barco escorado y con su proa orientada
al sur, en la dirección en la que se estaba desplazando. El pasaje fue
desembarcado en una maniobra muy difícil dificultada por el mal estado de la
mar y por encontrarse en bajamar, registrándose algunas lesiones graves en
algunos de los miembros de la tripulación. Los pasajeros se trasladaron al
barrio de Las Galletas donde fueron atendidos por los lugareños que les
proporcionaron agua, alimentos y alojamiento hasta su traslado a Santa Cruz de
Tenerife desde donde pudieron reemprender el viaje a bordo de los buques “Badajoz”
y “Alcázar”.
Para
sacar a flote al “Aurora”, lo cual no se logró a las cinco de la tarde del día 17,
se utilizó dinamita para volar las rocas en las que estaba incrustado y, una
vez a flote, lo remolcaron hasta el puerto de Los Cristianos para atender a los
heridos y reconocer los daños y desde donde partió en la tarde del día 18 rumbo
al Puerto de la Luz, en Las Palmas de Gran Canaria, para proceder a su
reparación.
Pues
bien, tras hacerle partícipe de este suceso, me veo en la triste situación de
comunicarle que, como consecuencia de las heridas sufridas, el marinero de
primera Jonás Zabaldica Ariamain falleció el pasado día 20 de agosto del
presente, sin recuperar el conocimiento. Tras administrarle el sacramento de la
Extremaunción, y tras las pertinentes averiguaciones legales, sus restos fueron
debidamente preparados para trasladarlos a esa, su casa, a fin de que le puedan
dar cristiana sepultura.
Le
comunico, asimismo, que, en su momento, los abogados de la Compañía a la que
pertenecía el buque donde trabajaba el fallecido, se pondrán en contacto con
ustedes, a fin de explicarles los pormenores del cobro de la indemnización que
corresponde, por haber ocurrido el óbito como consecuencia de heridas sufridas
en accidente laboral.
Le
traslado nuestro más sincero pésame y quedo su disposición, para cuantas
aclaraciones considere oportunas. Atentamente,
Fdo.
Juan
Fulgencio Ricart Iradiel
Capitán
Letrado Instructor
Comandancia Militar
de Marina de Las Islas Canarias
Las
Palmas de Gran Canaria
España”
Como es de suponer, tras la lectura de la carta todos, unos más otros menos, se echaron a llorar. Se quedaron petrificados al conocer el triste fin del tío Jonás. Durante muchas semanas no levantaron cabeza y, el recuerdo del ausente, esta vez para siempre, los sumió en una tristeza infinita. Una noche Benjamín sorprendió la conversación de sus padres en la cocina, cuando creían que todos estaban acostados. El hombre le contaba a su mujer que Jonás, su hermano, le había confesado el año anterior, en la visita vacacional que realizaba casi todos los veranos, y que aquel ya no haría, que una gitana de Cádiz le había leído la mano algunos meses antes. Le dijo también que aquella lectura de la “buenaventura” lo había trastornado un tanto, pues la mujer le había predicho que iba a morir en breve y “a causa de las rocas”. No le dijo más, ni cómo ni cuándo. En un principio, el marino no había tomado en consideración lo que él creía una “paparrucha”, pero, con los días, fue recordando que cuando era niño, las rocas del caserío que eran de tamaño considerable, le habían ocasionado varias heridas y hasta la rotura de un brazo cuando jugaba sobre ellas. Por ello, la madre le había dicho, literalmente, “que un día se iba a romper la “crisma”. Y así había ocurrido. No fueron las grandes del caserío, sino las peligrosas rocas de los rompientes canarios las que habían acabado con su vida. Quizá, sentenció Martín, el destino se venga de los que quieren retorcer la línea que la vida les tiene preparada, Jonás no quiso ser agricultor y acabó su vida, antes de tiempo, muy lejos de la tierra que lo vio nacer.
Esta
conversación dejó a Benjamín muy afectado, pues, quiso entender que su padre
decía que, si su hermano no se hubiera marchado de casa, aún estaría vivo.
4. El
Éxodo
Pasaron los meses. La vida, dentro de
lo que cabe, siguió su curso. Tras realizar todos los trámites pertinentes y
enterrarlo en el cementerio de Pueyo, la familia de Jonás recibió una
importante cantidad de dinero que, en un primer momento, quedó depositada en un
banco. No querían tocarlo. Les parecía que estaba maldito. En invierno, el
abuelo Martín, que desde la muerte de su hijo no había levantado cabeza,
decidió que no quería sufrir más y se murió. Este fue el detonante para que la
familia Zabaldica se planteara dejar aquel lugar donde habían vivido tantas
generaciones de antepasados.
Además, tenían el dinero del seguro.
Decidieron marcharse y anduvieron buscando en Pamplona y en Tafalla algún
negocio que se traspasara y que ellos fueran capaces de sostener. Decidieron
mudarse a Tafalla, pues así estarían más cerca del terruño que aún les tiraba.
Aprovechando la bonanza económica que se iba produciendo en España y que cada
vez la gente disponía de más dinero y aconsejados por un buen abogado que los orientó
convenientemente, abrieron una tienda de electrodomésticos.
La cosa resultó bien, pues era el momento en
que todo el mundo comenzaba a comprar lavadoras, frigoríficos, aparatos de radio
y, más tarde, televisiones. Prosperaron tanto que, pasados unos años, los hijos
abrieron un concesionario de coches, pues este era el nuevo elemento que los
españoles compraban y se vendían sin esfuerzo. Benjamín fue el único que no
participó de los negocios, pues al ser el más joven, hicieron que estudiara.
Primero en Tafalla; luego en Pamplona y, finalmente, ¿qué carrera diréis que
decidió seguir el último nacido en el caserío de San Lorenzo? Pues, sí. Habéis
acertado: marino. Como su tío Jonás. Estudió en la Escuela Naval Militar de
Marín, en Pontevedra y llegó a ser Oficial de la Armada. Siempre procuró seguir
el lema que ostenta la fachada de la Escuela: “Honor, Valor, Disciplina,
Lealtad”, sobre todo en recuerdo a aquel marino valdorbés, quizá el único hasta
él, que fue su tío Jonás Zabaldica Ariamain, hombre inquieto al que, a pesar de
su nombre, no derrotó una ballena, sino unas rocas que lo perseguían desde la
infancia y, al final, le hicieron pagar caro su espíritu aventurero.
¡Buen Camino!
Vale
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