miércoles, 23 de junio de 2021

Las caleras del Plano



Domingo, 20 de junio de 2021

Este domingo habíamos planeado salir al monte. 
Además de las excursiones recomendadas por amigos, queremos  continuar haciendo recorridos que pasen por los Monumentos Naturales de Navarra. Así que tenemos la "agenda llena".
Sin embargo, las últimas lluvias y las predicciones meteorológicas para el fin de semana nos han hecho replantearnos el domingo. 
Hace unos meses Sergismundo me pasó un recorrido por las Caleras del Plano. 
Hoy iremos a dar una vuelta por allí. La mañana promete. 
Son las 08:00 horas. El cielo está limpio. La temperatura es de 17º.

Tormentas por San Juan, quitan vino y no dan pan. 

En los caminos hay algo de barro. No importa. Los aromas del campo, con la humedad,  se intensifican en estas primeras horas del día.



Salimos por la UR2 (los enredos que decía el Templao).
La nueva variante ha cortado el camino. Pasar al otro lado de la carretera supone saltar los quitamiedos o atravesar un pequeño túnel de evacuación de aguas. No lo entendemos. 




Llegamos al cruce de la Celada y tomamos el camino de la izda. 
Cuando llegamos a la finca de Txirolas, entramos un momento.



 
Una piedra con su nombre, recostada en un árbol, nos da la bienvenida.
El lugar está cuidado. 




Los primeros rayos del día comienzan a iluminar la caseta en la que tantas conversaciones tuvimos con Félix.
Seguimos. 
La Cuesta del Melón sigue siendo cuesta pero, como ya lo hemos dichos otras veces, ha perdido el encanto que tenía.


Los sifones del Canal de Navarra anuncian que los tiempos modernos han llegado hasta aquí, hasta el comienzo del Plano. 
Continuamos en dirección S. y unos metros más adelante, medio escondido por la maleza, encontramos un pequeño sendero. 
09:00 horas. Calera.


 
En el Canto del Plano, invadido por las zarzas, encontramos el primero de los tres hornos. Es el que mejor conservado está.



Ayudados por los bastones y tirando de aquí y de allá, conseguimos desbrozar algo para poder apreciar la maravilla que tenemos delante. 

Calera del Canto el Plano. 
Los horneros que trabajaron ahí tenían a mano la piedra y leña de sabinas, jinebro, coscojo y chaparrro para quemar. En el talud perduran hornos antiguos, de planta circular, excavados en el suelo . La calcina o calera de Canto el Plano se documenta desde el siglo XV. (J.M. Jimeno Jurio)(Toponimia Navarra IX. Tafalla)



 
En la siguiente calera, mucho peor conservada, se observa la formación del suelo: piedras de cal, cantos rodados y tierra. 



En los alrededores encontramos un montón de piedras calcinadas que habrían pertenecido a alguna otra calera. 
Salimos al camino y nos dirigimos hasta el antiguo comedero de buitres.


 
Es uno de los rincones mejor conservados del Plano. 
Damos una corta vuelta por los alrededores y volvemos al camino principal. 
Junto a un charco, nos detenemos ante un sapo de buen tamaño que permanece inmóvil. 



Una multitud de hormigas se están dando un festín con su cadáver. 



En una larga y baja tapia levantada con piedras irregulares, aprovechamos el carasol para reponer fuerzas. 
El lugar es excepcional. En las zonas en que el arbolado no existe, la variedad vegetal es abundante: Ilagas, espliegos, aladiernos, llantenes ... 
Nos ponemos en marcha. 



Una senda estrecha nos conduce al interior del encinar. 
Este rincón, aunque lo conocemos bien, siempre guarda un algo distinto. Matices diferentes, la luz, la frescura o el calor. Una delicia pasear por aquí dentro. 
10:40 horas. Corral del Plano.





La senda se termina y salimos al camino principal. Tenemos enfrente el corral. 
Por el camino de la dcha., junto a la antigua gravera, llegamos a la cuesta del camino de Falces. 
Un grupo numeroso de esforzados ciclistas sube jadeando sin dejar de pedalear. Algunos de ellos llevan camisetas de Artajona por lo que pensamos que serán de allí. Es sabido que cuentan con un grupo muy activo de aficionados a la mountain bike.



 
En este lugar siempre nos gusta detenernos un poco y contemplar Tafalla y la Sierra de Alaiz cerrando el paisaje. 
Al llegar a la fuente de Los Falces sufrimos una decepción. 



El abrevadero más bajo que fue destruido cuando se arregló el camino, a pesar del aviso que hicimos en la Línea Verde, no ha sido reconstruido. Otra cosa más que nos resulta incomprensible. 
11:30 horas. Entramos en la urbanización. 
Ha sido una mañana fantástica. Además de caminar por El Plano, que siempre es un placer, hemos conocido los hornos de las Caleras. Unas joyas de nuestro patrimonio rústico que merecen una buena rehabilitación. 



Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.


Una de cal y otra de lobos en el Monte Plano de Tafalla ( domingo 20 de junio de 2021)   

 

(Todos los personajes y los hechos que contiene esta narración, excepto las citas bibliográficas, debidamente documentadas, y los topónimos, se deben a la imaginación del autor y no guardan semejanza con la realidad. )

 

1.Camino del Monte Plano

    La mañana del 25 de abril, festividad de San Marcos, de 1493 amaneció fresca y despejada en la villa de Tafalla. Por el Portal de Falces salieron, a primera hora, tres hombres a los que los dos guardianes franquearon el paso sin ningún problema. Ambos soldados conocían de sobra a los vecinos Martín de Leoz, Johan de Villanueva y Miguel Milia. A estos acompañaban dos borricos con los serones cargadas de víveres para unos días, y herramientas para poder llevar a cabo el trabajo que la Cambra Concejil les había encomendado. Iban al Monte Plano, terreno comunal que en forma de meseta se eleva entre Tafalla y Olite, con el encargo de hacer unos hornos para fabricar cal con la abundante piedra caliza que cubre ese paraje Esta iba a ser destinada a la obra del templo de San Sebastián, que se levantaba extramuros, en el Camino Real hacia Olite y que estaba siendo reparado. 

 

       Nada más salir de la población pasaron al lado de un horno de yeso que había en aquel lugar, propiedad del vecino Miguel de Azagra, para el que los tres habían trabajado en diferentes ocasiones, pues eran expertos en el oficio de elaborar ambos materiales. Al poco llegaron a una bifurcación. Por la izquierda bajaba un carretil que llevaba hasta el templo antes citado; por la derecha se enfilaba el camino llamado de Miranda, que discurría, varios kilómetros, lamiendo la parte norte del Monte Plano, el llamado Canto el Plano, una larga ladera cubierta por ilagas, coscojas, encinas y otra suerte de arbustos varios, donde los hombres pensaban instalar su industria.

 

       Mientras caminaban con parsimonia, pues en aquellos tiempos precolombinos las gentes, como dijo el poeta, no conocían la prisa, charlaban de los últimos acontecimientos ocurridos en el pueblo y sus alrededores. Hacía pocos días, el 20, el Concejo de la villa hizo una relación de cómo el Conde de Lerín había llegado desde Castilla, hasta esa zona trayendo a mucha gente castellana, tanto de a caballo como de a pie. El alcalde Charles de Vergara y los jurados habían ordenado incrementar la vigilancia en las torres de los portales, especialmente por la noche, no fuera que los castellanos les dieran una mala sorpresa.

 

       Por si esto fuera poco, el Concejo había ordenado también a los vecinos que hicieran batidas para matar a los lobos y lobeznos que abundaban por todo el término tafallés. Los últimos días se habían observado gran abundancia de camadas, especialmente en los parajes de la Recueja y los Ferreruelos, lo que era también indicio de que abundarían por otros lugares más abruptos. Hasta tal punto llegaban los daños que causaban dichos cánidos entre los ganados de la villa que habían tomado también la decisión de contratar a loberos profesionales. Como en otras ocasiones, se había negociado con dos hermanos del pueblo de Bigüezal, Sancho y Ferrando de Ichaso, expertos alimañeros, que cobrarían 5 sueldos y 6 dineros por pieza cazada. Incluso se había hablado de pedir ayuda al Consejo Real, si las medidas tomadas hasta la fecha no surtían efecto.

 

       Con estos y otros comentarios, fueron entreteniéndose hasta cubrir la distancia que había hasta las caleras, que, por poco, no llegaba a una legua.

        

2. El trabajo

      Llegados a su destino, lo primero que hicieron fue instalar el pequeño campamento en el que iban a pasar alrededor de una semana, a la vera del camino principal que atravesaba la meseta por la parte más alta, en dirección norte-sur, cerca de la ladera donde se encontraban los hornos de cal. Cuando terminaron de acomodarse, no sin levantar un pequeño refugio con techumbre de ramas, para guarecerse en caso de que la primavera los sorprendiera con algún aguacero, Martín de Leoz, que era el mayor de ellos, aunque los otros dos tampoco cumplirían ya los cuarenta, sacó un pequeño recipiente de barro que contenía unas pocas brasas y se puso a preparar el rancho que iba a consistir en habas con tocino y pan. Eso, sí, regado todo con buenos tragos de vino de una gran bota que ya colgaba de la rama de una encina cercana, a la sombra.

 

         Mientras, Johan de Villanueva y Miguel Milia, se acercaron a los hornos, para inspeccionar su estado, pues no habían sido utilizados desde el otoño anterior, pues este era un trabajo que necesitaba, mayormente de buen tiempo para llevarlo a cabo.  De los cinco hornos que había cerca, separados unos de otros por una corta pero suficiente distancia para poder trabajar en ellos con holgura, observaron que tres se hallaban en perfecto estado. Sin embargo, los otros dos, se habían colmatado de tierra y piedras desprendidas de la parte de arriba de la ladera, una especie de escorrentía, a causa de las aguas caídas durante el pasado invierno.

 

       Cuando subieron a comer, informaron a su compañero del estado de las construcciones. Decidieron que, tras el yantar y la consabida siestecilla acomodados a la sombra de una encina, darían comienzo a su trabajo. Una vez repuestos de los rigores de la digestión, se pusieron manos a la obra. Martín de Leoz, que era el más ducho en el oficio, comenzó a restaurar el primer horno. Este era un gran agujero cavado en una terraza de la ladera, que estaba reforzado por piedra arenisca y cuya profundidad, desde el nivel del suelo podía estar entre el metro y medio y los dos metros. La primera tarea que había que llevar a cabo era asentar el borde superior, con un pequeño alféizar, para colocar sobre este la piedra que se iba a calcinar, de manera que se levantase una pequeña cúpula acabada en punta. Un poco más arriba del ras del suelo, se dejaba un hueco por el que se iban introduciendo los arbustos que iban a servir de combustible: ilagas, coscojas, carrascas, encinas…

 

       La combustión debía durar horas, alimentando el horno para que no se apagase. Este trabajo duraba unos tres días, tras lo cual había que esperar uno o dos para que, después de apagado, se barriesen las cenizas y, posteriormente, se extrajese la cal que se transportaría luego hasta Tafalla.

Los tres hombres estaban perfectamente sincronizados. El primer día no cebaron todavía el primer horno. Cuando llegó la noche, cenaron y, tras un rato de charla, se arrebujaron en las mantas y se durmieron.

 

       El campo hacía oír los sonidos habituales que componían su sinfonía nocturna: el ulular del  búho; el rítmico sonido de los primeros grillos, cuyo canto frenético auguraba un día siguiente de calor; el rozar de la basta piel de los jabalíes al transitar por las seculares y escondidas sendas por las que se desplazaban; el siseo de las grandes culebras de escalera, en busca de presas, y, allá abajo, en el valle por donde discurría el camino que iba hasta Miranda, en alguno de los árboles que crecían al borde del Barranco Grande, se podía oír, con frecuencia matemática, el estridente canto nocturno del ruiseñor que avisaba a sus rivales de que aquellos eran sus dominios.

 

       Acuciado por los achaques de la edad, Martín de Leoz se levantó a eso de la media noche para satisfacer sus necesidades fisiológicas. Cuando terminó, antes de volver al lugar que había elegido para dormir, oteó el horizonte hacia el oeste. No había luna y la noche estaba limpia y oscura. Al principio pensó que se trataba de chiribitas que hacían sus ojos por mor de las legañas que solían acompañar al sueño, así que se los restregó. Volvió a mirar y no, no eran sus ojos, a lo lejos, hacia Larraga, se divisaban unas diez o doce luces, cercanas unas a otras. ‹‹ Eso son fuegos››- dijo para sí-. ‹‹ Tienen que ser las tropas castellanas. Habrá que estar vigilantes, por si se les ocurre acercarse››. Y, cuando se iba a acostar, oyó un nuevo sonido nocturno. Esta vez venía de levante. Sonaron, lejanos, como una letanía monacal, durante varios minutos, los aullidos de varios lobos que se apoderaron de la noche. Como sus compañeros no se despertaron, Martín de Leoz se acostó de nuevo. Eso sí, desenfundó su cuchillo, que había dejado cerca de sí y se volvió a dormir con él en la mano. Pero su sueño ya no fue muy profundo. De vez en cuando, en una especie de duermevela que lo mantenía expectante, aguzaba el oído, por si oía algún sonido cercano que fuera amenazante.

 

3. La Amenaza  

      El día siguiente a San Marcos amaneció muy parecido al anterior. Ni uno, ni otro, habían hecho bueno el refrán que solían repetir las comadres: “Llega San Marcos, agua en los charcos”. Ese año, no se cumpliría. Los tres hombres, se levantaron y, en primer lugar, hicieron sus abluciones matinales. En el Monte Plano, el agua era escasa, así que, tras lavarse someramente con parte del agua que habían llevado en una tinaja y varios pellejos, procuraron que el sobrante cayera a otro recipiente. Nunca se sabía cuándo iba a hacer falta el agua para lavarse las manos, o los cuchillos o, incluso, para contener algún pequeño fuego que se escapase de los hornos.

 

      Desayunaron lo de siempre, pan, queso y un trago de pacharra- aguardiente- que les entonó el estómago. Luego, organizaron el trabajo y empezaron la faena a manos llenas. Primero, pegaron fuego al horno ya preparado desde el día anterior. Luego, se dedicaron a armar, uno tras otro los otros dos. Como tenían la piedra caliza a mano, no les costó demasiado. Para el mediodía, ya los tenían dispuestos y también los prendieron. Luego, comieron y… ¡La siestica! Después, los tres juntos, limpiaron, uno tras otro los otros dos hornos que se habían derrumbado durante el invierno, lo que terminaron cerca del anochecer. Tras la cena, una vez caída la noche, Martín de Leoz contó a sus compañeros, Johan de Villanueva y Miguel de Milia lo que había observado y oído la pasada noche. Los tres decidieron esperar a que la oscuridad fuera plena para ver si se repetían las fogatas que suponían de los castellanos. Respecto del aullido de los lobos, habría que esperar aún un rato, pues estos animales no eran muy madrugadores vespertinos. Las fogatas se encendieron de nuevo, diez o doce. Los aullidos tardaban y los hombres, cansados, se echaron a dormir.

 

4. Sin novedad  

      Amaneció de nuevo. El día tampoco deparó sorpresas respecto de los anteriores, cosa que los hombres agradecieron. Siguieron con su trabajo, que ya se había vuelto rutinario. Y pasó ese día. Y luego, el siguiente. Más tarde dos más. Aún vieron alguna noche las luces de las hogueras por poniente y oyeron los aullidos de los lobos por levante, pero la cosa no pasó de ahí. No se presentó en la cantera ni hombre, ni animal. Cuando llegó el día 1 de mayo, ya tenían gran parte de la mercancía elaborada. Era la fecha en que habían apalabrado con Pedro Serrano y Miguel de Usón, los carreteros, que vendrían a recoger con esportizos, la cal elaborada.

 

       Y así fue. A media mañana vieron subir por el camino que conducía a la calera un carro de ruedas macizas, arrastrado por una yunta de bueyes que, con paso parsimonioso pero firme, se iban acercando. A ambos lados de los animales, los dos boyeros arreaban a estos con sendas varas de avellano. En el momento en que se iban acercando más y más, comenzaron a oír el chirrido de los ejes del carro, tan característico de estos vehículos. Cuando sus paisanos llegaron, los caleros ya tenían apañada la comida, así que comieron los cinco, en paz y armonía. Los recién llegados correspondieron a sus anfitriones relatándoles las últimas novedades acaecidas en la villa. La primera noticia era buena. Los castellanos, temerosos de enfrentarse a las gentes de Tafalla y a los refuerzos solicitados para defender la población, se habían replegado hacia Los Arcos, feudo castellano, con lo cual, por ese lado, no había que temer nada, por el momento.

 

      Sin embargo, en lo que concernía a la fauna lobuna, esta había hecho estragos. De los dos hermanos loberos, los Ichaso que habían venido para ponerles coto, los animales habían conseguido cercar y herir a uno de ellos, en un feroz ataque que tuvo lugar en las laderas de la Carravieja. Ambos alimañeros ya habían matado una porción de animales, pero, en vista de las heridas ya citadas, habían decidido marchar a su pueblo, eso sí, tras cobrar lo estipulado por los animales que habían abatido.

 

       Pero, lo que era peor, una loba parida se había acercado hasta uno de los huertos a orillas del río Cidacos, donde había varias mujeres trabajando y se había llevado a un niño de teta, que su madre había dejado en el cobertizo cercano, mientras ella se dedicaba a recoger verdura. Del infante, nada más se supo. Además, a los dos días y muy cerca del lugar donde ocurrió la tragedia, una anciana que recogía las últimas berzas en un huertecillo vio a otra loba que se le venía con la mirada de la muerte en los ojos. Empezó a gritar porque el animal le brincó al cuello y, aunque cerca había otras mujeres faenando, se la llevó a rastras. No llegó a comerla, pues huyó cuando se le acercaron blandiendo palos, pero la dejó muerta en la acequia.

 

       Así que ellos, dijeron, no las tenían todas consigo. Aunque se habían hecho acompañar de dos mastinas que les habían dejado unos pastores, por si se presentaban las fieras, querían cargar cuanto antes la mercancía y volver al pueblo, si podía ser antes de que entrara la noche. A los caleros les dijeron que estuviesen ojo avizor, pues se había corrido la especie de que, al marcharse las tropas castellanas, que los lobos oreaban por este lado, se suponía que iban a perder el miedo y a ampliar sus correrías. Por eso les recomendaron que recogieran sus bártulos y volvieran con ellos. De esa manera, al ser más, se podrían defender mejor, en caso de ataque.

 

       Martín de Leoz, que ejercía de capataz de la cuadrilla les dijo a sus compañeros que él no se iba. Quería quedarse, por lo menos esa noche y el día siguiente, para rematar la labor y asegurarse de que los hornos quedaban limpios y apagados, no fuera que se produjese algún fuego y se quemase el Monte Plano, que era de donde se sacaba la mayor parte del combustible de Tafalla. Además, en otras ocasiones ya se había tenido que enfrentar a esa chusma perruna, como él los llamaba, y no les tenía miedo. Tenía sus propios recursos para defenderse, si llegaba el caso. Al oír esto, Johan de Villanueva y Miguel Milia dijeron que ellos también se quedaban para acabar el trabajo de buena manera. Los boyeros se despidieron, no sin antes desearles buena suerte. También comentaron que darían parte al Alcaide del Castillo Y al Concejo de que se habían quedado en las caleras, por si podían acercar alguna tropa que sirviese de salvaguarda a los tres hombres. Dicho lo cual, se pusieron en camino con su pesada carga.

 

5. La mejor defensa es un buen ataque  

      Los tres hombres se quedaron solos. El resto de la tarde se dedicaron a vaciar y a apagar los hornos, teniendo mucho cuidado de que no quedase ningún asomo de fuego. Eran conscientes de que al quedarse sin él perdían un arma frente a los lobos, pues es sabido que, como el resto de los animales, lo temen sobremanera. Sin embargo, por precaución, encendieron tres grandes hogueras alrededor de su pequeño campamento. Las alimentarían, por turnos, durante toda la noche, de ese modo estarían a salvo.

Además, Martín de Leoz, que en su juventud había sido soldado, luchando a favor del fenecido rey Juan II, en las campañas que este había mantenido contra su hijo Charles, Príncipe de Viana, le dijo que iba a preparar un arma secreta para usarla contra la lobina, si esta les atacaba por el camino al día siguiente.

 

       Aunque los boyeros se habían llevado casi toda la cal elaborada, aquí y allá, alrededor de los hornos habían quedado algunas pellas de este material, que se había caído durante la carga. Dijo a sus compañeros que le trajesen toda la que pudiesen. Él, mientras tanto, se dedicó a cortar algunos de los zurrones de cuero y alforjas donde habían llevado las provisiones y a coserlos en forma de bolsa, dejando un orificio en un lado. Cuando le llevaron la cal, el hombre la fue introduciendo a puñados en las improvisadas bolsas y, luego, fue echando en cada una de ellas un buen chorro de aceite de oliva que se mezcló con la piedra molida. Colgó con unos vencejos de esparto el resultado de su trabajo y lo tapó cuidadosamente, por si llovía. Luego avisó a sus compañeros que, bajo ningún concepto dejaran que se mojaran las bolsas y su contenido. Estos, aunque no entendían los tejemanejes de su amigo, no preguntaron nada. Cenaron, avivaron las hogueras, establecieron los turnos de guardia y se dispusieron a pasar la noche de la mejor manera posible. Al rato, comenzaron a oírse los aullidos de los lobos, que sonaban más bien cerca, pero los hombres, confiando en el temor de las bestias al fuego, no tenían miedo, al menos mientras las hogueras siguiesen encendidas.

 

      Y amaneció el último día. Como de costumbre, los hombres se asearon, desayunaron y recogieron todos sus bártulos y la impedimenta. Tras cargarlos en los serones de los borricos, que habían pasado una temporada bastante descansada esos días, y comprobar que todo quedaba bien apagado, se pusieron en marcha. Apenas los separaba una legua del pueblo, pero era un tramo despoblado, donde solo había viñas, tierras de pan traer y algún olivar que otro. Una vez bajado el Monte Plano, el camino llaneaba y las posibilidades de defensa y los lugares para refugiarse, en caso de que atacara la manada, no eran muchos.

 

      Martín de Leoz introdujo sus armas secretas en un canasto y lo colgó de los arneses de uno de los borricos. Él iba al lado, para tenerlas a mano. A sus compañeros les dijo que tuviesen a mano, también a lomos de los borricos, el pellejo del agua y el pellejo del vino. Les pidió que en caso de que él lo solicitara, agarrasen uno cada uno e hiciesen lo que les mandase, eso sí, en caso de ser atacados por los lobos. Anduvieron lo de una hora. Ya estaban casi en la mitad del trayecto. A lo lejos podían ver ya, hacia el norte, la torre de la iglesia de Santa María y, un poco más arriba, el castillo. Solo les quedaba pasar un último tramo donde el camino quedaba encerrado entre el monte de San Cristóbal y un pequeño teso que se levantaba hacia el sur.

 

      De pronto, los dos borricos, casi al unísono se pusieron a rebuznar por lo bajo, enseñando los dientes, emitiendo unos ronquidos que eran más bien guturales, como si no les saliese el sonido. Al mismo tiempo, los hombres vieron cómo a ambos animales se les erizaban las crines y pateaban el suelo con las pezuñas delanteras. Supieron el por qué enseguida. A su espalda, bajando hacia el camino por donde habían pasado hacía poco, vieron una decena de lobos que, con un trote quedo, los seguían, sin prisa. Poco más tarde, apareció el resto de la manada por la parte delantera. Los borricos enloquecieron de tal modo que a los caleros les era muy difícil sujetarlos.

       Entonces, Martín de Leoz descolgó el saco donde llevaba las bolsas que había fabricado y sacando tres o cuatro las depositó en el camino. Seguidamente, pidió a sus compañeros que las rociasen con los líquidos respectivos que cada uno custodiaba, teniendo en cuenta que se mojase bien el interior y que se alejasen de ellas rápidamente. Uno les echó agua, el otro vino. Para el caso daba lo mismo. Ambos líquidos se complementaban, como cuando se celebraba la misa. Luego, hizo lo mismo por la parte delantera. Adelantándose unos pasos a los borricos, depositó otras tantas bolsas y pidió a sus asombrados y ¡cómo no! asustados compañeros, que creían que su capataz se había vuelto loco que las remojasen también. Luego les dijo que agarraran bien a los borricos y que se hicieran una piña con ellos.

 

       Al principio, no ocurrió nada. Los lobos, en silencio, envalentonados por su número y ansiosos de la carne fresca de los humanos y de los jumentos, se acercaban enseñando los dientes. De pronto, como si de un milagro se tratara, cuando los cánidos pasaban al lado de las bolsas sin reparar siquiera en ellas, se produjo un fenómeno que llenó de asombro a los dos compañeros de Martín de Leoz y de terror a las fieras. Las bolsas estallaron, una tras otra, en una suerte de lenguas oleosas que caían sobre la pelambrera de las bestias y la incendiaba. Lo mismo ocurrió por la parte delantera, un minuto más tarde. La algarabía de lamentos de dolor que salían de las gargantas de los lobos era indescriptible. Fue un visto y no visto. El aire se pobló de un olor a chamusquina, a pelo quemado, lo que aún contribuyó más aún, si cabe a acrecentar el pánico de los socarrados animales.

 

       En un santiamén, a la desbandada, los lobos desaparecieron como alma que lleva el diablo, cada uno en una dirección, y sin mirar atrás. Los hombres, agarrando con fuerza a los jumentos del ronzal, se pusieron en marcha para salir de aquel estrecho y poder alcanzar las murallas de Tafalla, de las que no los separaba mucha distancia, a la mayor brevedad. Cuando ya casi lo habían conseguido, vieron que un grupo de jinetes salía de la población, por el Portal de Falces y se dirigía hacia ellos. De ese modo, estuvieron fuera de peligro y llegaron, sanos y salvos, a la villa.

 

       Esa noche, reunidos los tres con el Alcalde, el Alcaide del castillo, el Preboste y los cabildos, después de cobrar la soldada que les correspondía por su trabajo, Martín de Leoz explicó a sus compañeros y a las autoridades presentes que el arma que había utilizado se llamaba “fuego griego” y que aprovechaba que la cal viva genera mucho calor si se la mezcla con agua, por lo que si se le añade un líquido altamente inflamable puede ser un arma bastante eficaz, como quedaba demostrado. En otros lugares, en vez de aceite ponían nafta o resina. De todos modos, pidió a los presentes que usasen el arma, si les convenía, pero que procurasen guardar el secreto de su elaboración, por si tenían que utilizarla en el futuro, pues los tiempos que se avecinaban no auguraban una época de paz, precisamente. Y acertó, ¿no os parece?  

 

¡Buen camino!

Vale.

 

NB.: Me reconozco deudor en lo que a ideas y algunos datos respecta, de lo escrito en el magnífico libro “La España del silencio” de Borja Cardelús, del tomo 19 de las Obras completas de José Mª Jimeno Jurío y de varios artículos de Google que tratan sobre los hornos de cal en Navarra.

 





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