Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
Una
de cal y otra de lobos en el Monte Plano de Tafalla ( domingo 20 de junio de 2021)
(Todos los personajes y los hechos que
contiene esta narración, excepto las citas bibliográficas, debidamente
documentadas, y los topónimos, se deben a la imaginación del autor y no guardan
semejanza con la realidad. )
La mañana del 25 de abril, festividad de
San Marcos, de 1493 amaneció fresca y despejada en la villa de Tafalla. Por el
Portal de Falces salieron, a primera hora, tres hombres a los que los dos
guardianes franquearon el paso sin ningún problema. Ambos soldados conocían de
sobra a los vecinos Martín de Leoz, Johan de Villanueva y Miguel Milia. A estos
acompañaban dos borricos con los serones cargadas de víveres para unos días, y
herramientas para poder llevar a cabo el trabajo que la Cambra Concejil les
había encomendado. Iban al Monte Plano, terreno comunal que en forma de meseta
se eleva entre Tafalla y Olite, con el encargo de hacer unos hornos para
fabricar cal con la abundante piedra caliza que cubre ese paraje Esta iba a ser
destinada a la obra del templo de San Sebastián, que se levantaba extramuros,
en el Camino Real hacia Olite y que estaba siendo reparado.
Nada más salir de la población pasaron
al lado de un horno de yeso que había en aquel lugar, propiedad del vecino
Miguel de Azagra, para el que los tres habían trabajado en diferentes ocasiones,
pues eran expertos en el oficio de elaborar ambos materiales. Al poco llegaron
a una bifurcación. Por la izquierda bajaba un carretil que llevaba hasta el
templo antes citado; por la derecha se enfilaba el camino llamado de Miranda,
que discurría, varios kilómetros, lamiendo la parte norte del Monte Plano, el
llamado Canto el Plano, una larga ladera cubierta por ilagas, coscojas, encinas
y otra suerte de arbustos varios, donde los hombres pensaban instalar su
industria.
Mientras caminaban con parsimonia, pues
en aquellos tiempos precolombinos las gentes, como dijo el poeta, no conocían
la prisa, charlaban de los últimos acontecimientos ocurridos en el pueblo y sus
alrededores. Hacía pocos días, el 20, el Concejo de la villa hizo una relación
de cómo el Conde de Lerín había llegado desde Castilla, hasta esa zona trayendo
a mucha gente castellana, tanto de a caballo como de a pie. El alcalde Charles
de Vergara y los jurados habían ordenado incrementar la vigilancia en las
torres de los portales, especialmente por la noche, no fuera que los
castellanos les dieran una mala sorpresa.
Por si esto fuera poco, el Concejo había
ordenado también a los vecinos que hicieran batidas para matar a los lobos y
lobeznos que abundaban por todo el término tafallés. Los últimos días se habían
observado gran abundancia de camadas, especialmente en los parajes de la
Recueja y los Ferreruelos, lo que era también indicio de que abundarían por
otros lugares más abruptos. Hasta tal punto llegaban los daños que causaban
dichos cánidos entre los ganados de la villa que habían tomado también la
decisión de contratar a loberos profesionales. Como en otras ocasiones, se
había negociado con dos hermanos del pueblo de Bigüezal, Sancho y Ferrando de
Ichaso, expertos alimañeros, que cobrarían 5 sueldos y 6 dineros por pieza
cazada. Incluso se había hablado de pedir ayuda al Consejo Real, si las medidas
tomadas hasta la fecha no surtían efecto.
Con estos y otros comentarios, fueron
entreteniéndose hasta cubrir la distancia que había hasta las caleras, que, por
poco, no llegaba a una legua.
2. El
trabajo
Llegados a su destino, lo primero que
hicieron fue instalar el pequeño campamento en el que iban a pasar alrededor de
una semana, a la vera del camino principal que atravesaba la meseta por la
parte más alta, en dirección norte-sur, cerca de la ladera donde se encontraban
los hornos de cal. Cuando terminaron de acomodarse, no sin levantar un pequeño
refugio con techumbre de ramas, para guarecerse en caso de que la primavera los
sorprendiera con algún aguacero, Martín de Leoz, que era el mayor de ellos,
aunque los otros dos tampoco cumplirían ya los cuarenta, sacó un pequeño
recipiente de barro que contenía unas pocas brasas y se puso a preparar el
rancho que iba a consistir en habas con tocino y pan. Eso, sí, regado todo con
buenos tragos de vino de una gran bota que ya colgaba de la rama de una encina
cercana, a la sombra.
Mientras, Johan de Villanueva y Miguel
Milia, se acercaron a los hornos, para inspeccionar su estado, pues no habían
sido utilizados desde el otoño anterior, pues este era un trabajo que
necesitaba, mayormente de buen tiempo para llevarlo a cabo. De los cinco hornos que había cerca, separados
unos de otros por una corta pero suficiente distancia para poder trabajar en
ellos con holgura, observaron que tres se hallaban en perfecto estado. Sin
embargo, los otros dos, se habían colmatado de tierra y piedras desprendidas de
la parte de arriba de la ladera, una especie de escorrentía, a causa de las
aguas caídas durante el pasado invierno.
Cuando subieron a comer, informaron a su
compañero del estado de las construcciones. Decidieron que, tras el yantar y la
consabida siestecilla acomodados a la sombra de una encina, darían comienzo a
su trabajo. Una vez repuestos de los rigores de la digestión, se pusieron manos
a la obra. Martín de Leoz, que era el más ducho en el oficio, comenzó a
restaurar el primer horno. Este era un gran agujero cavado en una terraza de la
ladera, que estaba reforzado por piedra arenisca y cuya profundidad, desde el
nivel del suelo podía estar entre el metro y medio y los dos metros. La primera
tarea que había que llevar a cabo era asentar el borde superior, con un pequeño
alféizar, para colocar sobre este la piedra que se iba a calcinar, de manera
que se levantase una pequeña cúpula acabada en punta. Un poco más arriba del
ras del suelo, se dejaba un hueco por el que se iban introduciendo los arbustos
que iban a servir de combustible: ilagas, coscojas, carrascas, encinas…
La combustión debía durar horas,
alimentando el horno para que no se apagase. Este trabajo duraba unos tres
días, tras lo cual había que esperar uno o dos para que, después de apagado, se
barriesen las cenizas y, posteriormente, se extrajese la cal que se
transportaría luego hasta Tafalla.
Los tres
hombres estaban perfectamente sincronizados. El primer día no cebaron todavía
el primer horno. Cuando llegó la noche, cenaron y, tras un rato de charla, se
arrebujaron en las mantas y se durmieron.
El campo hacía oír los sonidos habituales
que componían su sinfonía nocturna: el ulular del búho; el rítmico sonido de los primeros
grillos, cuyo canto frenético auguraba un día siguiente de calor; el rozar de
la basta piel de los jabalíes al transitar por las seculares y escondidas
sendas por las que se desplazaban; el siseo de las grandes culebras de
escalera, en busca de presas, y, allá abajo, en el valle por donde discurría el
camino que iba hasta Miranda, en alguno de los árboles que crecían al borde del
Barranco Grande, se podía oír, con frecuencia matemática, el estridente canto
nocturno del ruiseñor que avisaba a sus rivales de que aquellos eran sus
dominios.
Acuciado por los achaques de la edad,
Martín de Leoz se levantó a eso de la media noche para satisfacer sus
necesidades fisiológicas. Cuando terminó, antes de volver al lugar que había
elegido para dormir, oteó el horizonte hacia el oeste. No había luna y la noche
estaba limpia y oscura. Al principio pensó que se trataba de chiribitas que
hacían sus ojos por mor de las legañas que solían acompañar al sueño, así que
se los restregó. Volvió a mirar y no, no eran sus ojos, a lo lejos, hacia
Larraga, se divisaban unas diez o doce luces, cercanas unas a otras. ‹‹ Eso son
fuegos››- dijo para sí-. ‹‹ Tienen que ser las tropas castellanas. Habrá que
estar vigilantes, por si se les ocurre acercarse››. Y, cuando se iba a acostar,
oyó un nuevo sonido nocturno. Esta vez venía de levante. Sonaron, lejanos, como
una letanía monacal, durante varios minutos, los aullidos de varios lobos que
se apoderaron de la noche. Como sus compañeros no se despertaron, Martín de
Leoz se acostó de nuevo. Eso sí, desenfundó su cuchillo, que había dejado cerca
de sí y se volvió a dormir con él en la mano. Pero su sueño ya no fue muy
profundo. De vez en cuando, en una especie de duermevela que lo mantenía
expectante, aguzaba el oído, por si oía algún sonido cercano que fuera
amenazante.
3.
La Amenaza
El día siguiente a San Marcos amaneció
muy parecido al anterior. Ni uno, ni otro, habían hecho bueno el refrán que
solían repetir las comadres: “Llega San Marcos, agua en los charcos”. Ese año,
no se cumpliría. Los tres hombres, se levantaron y, en primer lugar, hicieron
sus abluciones matinales. En el Monte Plano, el agua era escasa, así que, tras
lavarse someramente con parte del agua que habían llevado en una tinaja y
varios pellejos, procuraron que el sobrante cayera a otro recipiente. Nunca se
sabía cuándo iba a hacer falta el agua para lavarse las manos, o los cuchillos
o, incluso, para contener algún pequeño fuego que se escapase de los hornos.
Desayunaron lo de siempre, pan, queso y
un trago de pacharra- aguardiente- que les entonó el estómago. Luego, organizaron
el trabajo y empezaron la faena a manos llenas. Primero, pegaron fuego al horno
ya preparado desde el día anterior. Luego, se dedicaron a armar, uno tras otro
los otros dos. Como tenían la piedra caliza a mano, no les costó demasiado.
Para el mediodía, ya los tenían dispuestos y también los prendieron. Luego,
comieron y… ¡La siestica! Después, los tres juntos, limpiaron, uno tras otro
los otros dos hornos que se habían derrumbado durante el invierno, lo que
terminaron cerca del anochecer. Tras la cena, una vez caída la noche, Martín de
Leoz contó a sus compañeros, Johan de Villanueva y Miguel de Milia lo que había
observado y oído la pasada noche. Los tres decidieron esperar a que la
oscuridad fuera plena para ver si se repetían las fogatas que suponían de los
castellanos. Respecto del aullido de los lobos, habría que esperar aún un rato,
pues estos animales no eran muy madrugadores vespertinos. Las fogatas se
encendieron de nuevo, diez o doce. Los aullidos tardaban y los hombres,
cansados, se echaron a dormir.
Amaneció de nuevo. El día tampoco deparó sorpresas
respecto de los anteriores, cosa que los hombres agradecieron. Siguieron con su
trabajo, que ya se había vuelto rutinario. Y pasó ese día. Y luego, el
siguiente. Más tarde dos más. Aún vieron alguna noche las luces de las hogueras
por poniente y oyeron los aullidos de los lobos por levante, pero la cosa no
pasó de ahí. No se presentó en la cantera ni hombre, ni animal. Cuando llegó el
día 1 de mayo, ya tenían gran parte de la mercancía elaborada. Era la fecha en
que habían apalabrado con Pedro Serrano y Miguel de Usón, los carreteros, que
vendrían a recoger con esportizos, la cal elaborada.
Y así fue. A media mañana vieron subir
por el camino que conducía a la calera un carro de ruedas macizas, arrastrado
por una yunta de bueyes que, con paso parsimonioso pero firme, se iban
acercando. A ambos lados de los animales, los dos boyeros arreaban a estos con
sendas varas de avellano. En el momento en que se iban acercando más y más,
comenzaron a oír el chirrido de los ejes del carro, tan característico de estos
vehículos. Cuando sus paisanos llegaron, los caleros ya tenían apañada la
comida, así que comieron los cinco, en paz y armonía. Los recién llegados
correspondieron a sus anfitriones relatándoles las últimas novedades acaecidas
en la villa. La primera noticia era buena. Los castellanos, temerosos de
enfrentarse a las gentes de Tafalla y a los refuerzos solicitados para defender
la población, se habían replegado hacia Los Arcos, feudo castellano, con lo
cual, por ese lado, no había que temer nada, por el momento.
Sin embargo, en lo que concernía a la
fauna lobuna, esta había hecho estragos. De los dos hermanos loberos, los
Ichaso que habían venido para ponerles coto, los animales habían conseguido
cercar y herir a uno de ellos, en un feroz ataque que tuvo lugar en las laderas
de la Carravieja. Ambos alimañeros ya habían matado una porción de animales,
pero, en vista de las heridas ya citadas, habían decidido marchar a su pueblo,
eso sí, tras cobrar lo estipulado por los animales que habían abatido.
Pero, lo que era peor, una loba parida
se había acercado hasta uno de los huertos a orillas del río Cidacos, donde
había varias mujeres trabajando y se había llevado a un niño de teta, que su
madre había dejado en el cobertizo cercano, mientras ella se dedicaba a recoger
verdura. Del infante, nada más se supo. Además, a los dos días y muy cerca del
lugar donde ocurrió la tragedia, una anciana que recogía las últimas berzas en
un huertecillo vio a otra loba que se le venía con la mirada de la muerte en
los ojos. Empezó a gritar porque el animal le brincó al cuello y, aunque cerca
había otras mujeres faenando, se la llevó a rastras. No llegó a comerla, pues
huyó cuando se le acercaron blandiendo palos, pero la dejó muerta en la
acequia.
Así que ellos, dijeron, no las tenían
todas consigo. Aunque se habían hecho acompañar de dos mastinas que les habían
dejado unos pastores, por si se presentaban las fieras, querían cargar cuanto
antes la mercancía y volver al pueblo, si podía ser antes de que entrara la
noche. A los caleros les dijeron que estuviesen ojo avizor, pues se había corrido
la especie de que, al marcharse las tropas castellanas, que los lobos oreaban
por este lado, se suponía que iban a perder el miedo y a ampliar sus correrías.
Por eso les recomendaron que recogieran sus bártulos y volvieran con ellos. De
esa manera, al ser más, se podrían defender mejor, en caso de ataque.
Martín de Leoz, que ejercía de capataz
de la cuadrilla les dijo a sus compañeros que él no se iba. Quería quedarse,
por lo menos esa noche y el día siguiente, para rematar la labor y asegurarse
de que los hornos quedaban limpios y apagados, no fuera que se produjese algún
fuego y se quemase el Monte Plano, que era de donde se sacaba la mayor parte
del combustible de Tafalla. Además, en otras ocasiones ya se había tenido que
enfrentar a esa chusma perruna, como él los llamaba, y no les tenía miedo.
Tenía sus propios recursos para defenderse, si llegaba el caso. Al oír esto,
Johan de Villanueva y Miguel Milia dijeron que ellos también se quedaban para
acabar el trabajo de buena manera. Los boyeros se despidieron, no sin antes
desearles buena suerte. También comentaron que darían parte al Alcaide del
Castillo Y al Concejo de que se habían quedado en las caleras, por si podían
acercar alguna tropa que sirviese de salvaguarda a los tres hombres. Dicho lo
cual, se pusieron en camino con su pesada carga.
5. La
mejor defensa es un buen ataque
Los tres hombres se quedaron solos. El
resto de la tarde se dedicaron a vaciar y a apagar los hornos, teniendo mucho
cuidado de que no quedase ningún asomo de fuego. Eran conscientes de que al
quedarse sin él perdían un arma frente a los lobos, pues es sabido que, como el
resto de los animales, lo temen sobremanera. Sin embargo, por precaución,
encendieron tres grandes hogueras alrededor de su pequeño campamento. Las
alimentarían, por turnos, durante toda la noche, de ese modo estarían a salvo.
Además,
Martín de Leoz, que en su juventud había sido soldado, luchando a favor del
fenecido rey Juan II, en las campañas que este había mantenido contra su hijo
Charles, Príncipe de Viana, le dijo que iba a preparar un arma secreta para
usarla contra la lobina, si esta les atacaba por el camino al día siguiente.
Aunque los boyeros se habían llevado
casi toda la cal elaborada, aquí y allá, alrededor de los hornos habían quedado
algunas pellas de este material, que se había caído durante la carga. Dijo a sus
compañeros que le trajesen toda la que pudiesen. Él, mientras tanto, se dedicó
a cortar algunos de los zurrones de cuero y alforjas donde habían llevado las
provisiones y a coserlos en forma de bolsa, dejando un orificio en un lado.
Cuando le llevaron la cal, el hombre la fue introduciendo a puñados en las
improvisadas bolsas y, luego, fue echando en cada una de ellas un buen chorro
de aceite de oliva que se mezcló con la piedra molida. Colgó con unos vencejos
de esparto el resultado de su trabajo y lo tapó cuidadosamente, por si llovía.
Luego avisó a sus compañeros que, bajo ningún concepto dejaran que se mojaran
las bolsas y su contenido. Estos, aunque no entendían los tejemanejes de su
amigo, no preguntaron nada. Cenaron, avivaron las hogueras, establecieron los
turnos de guardia y se dispusieron a pasar la noche de la mejor manera posible.
Al rato, comenzaron a oírse los aullidos de los lobos, que sonaban más bien
cerca, pero los hombres, confiando en el temor de las bestias al fuego, no
tenían miedo, al menos mientras las hogueras siguiesen encendidas.
Y amaneció el último día. Como de
costumbre, los hombres se asearon, desayunaron y recogieron todos sus bártulos
y la impedimenta. Tras cargarlos en los serones de los borricos, que habían
pasado una temporada bastante descansada esos días, y comprobar que todo
quedaba bien apagado, se pusieron en marcha. Apenas los separaba una legua del
pueblo, pero era un tramo despoblado, donde solo había viñas, tierras de pan
traer y algún olivar que otro. Una vez bajado el Monte Plano, el camino
llaneaba y las posibilidades de defensa y los lugares para refugiarse, en caso
de que atacara la manada, no eran muchos.
Martín de Leoz introdujo sus armas
secretas en un canasto y lo colgó de los arneses de uno de los borricos. Él iba
al lado, para tenerlas a mano. A sus compañeros les dijo que tuviesen a mano,
también a lomos de los borricos, el pellejo del agua y el pellejo del vino. Les
pidió que en caso de que él lo solicitara, agarrasen uno cada uno e hiciesen lo
que les mandase, eso sí, en caso de ser atacados por los lobos. Anduvieron lo
de una hora. Ya estaban casi en la mitad del trayecto. A lo lejos podían ver
ya, hacia el norte, la torre de la iglesia de Santa María y, un poco más
arriba, el castillo. Solo les quedaba pasar un último tramo donde el camino
quedaba encerrado entre el monte de San Cristóbal y un pequeño teso que se
levantaba hacia el sur.
De pronto, los dos borricos, casi al
unísono se pusieron a rebuznar por lo bajo, enseñando los dientes, emitiendo
unos ronquidos que eran más bien guturales, como si no les saliese el sonido.
Al mismo tiempo, los hombres vieron cómo a ambos animales se les erizaban las
crines y pateaban el suelo con las pezuñas delanteras. Supieron el por qué
enseguida. A su espalda, bajando hacia el camino por donde habían pasado hacía
poco, vieron una decena de lobos que, con un trote quedo, los seguían, sin
prisa. Poco más tarde, apareció el resto de la manada por la parte delantera.
Los borricos enloquecieron de tal modo que a los caleros les era muy difícil
sujetarlos.
Entonces, Martín de Leoz descolgó el
saco donde llevaba las bolsas que había fabricado y sacando tres o cuatro las
depositó en el camino. Seguidamente, pidió a sus compañeros que las rociasen
con los líquidos respectivos que cada uno custodiaba, teniendo en cuenta que se
mojase bien el interior y que se alejasen de ellas rápidamente. Uno les echó
agua, el otro vino. Para el caso daba lo mismo. Ambos líquidos se
complementaban, como cuando se celebraba la misa. Luego, hizo lo mismo por la
parte delantera. Adelantándose unos pasos a los borricos, depositó otras tantas
bolsas y pidió a sus asombrados y ¡cómo no! asustados compañeros, que creían
que su capataz se había vuelto loco que las remojasen también. Luego les dijo
que agarraran bien a los borricos y que se hicieran una piña con ellos.
Al principio, no ocurrió nada. Los
lobos, en silencio, envalentonados por su número y ansiosos de la carne fresca
de los humanos y de los jumentos, se acercaban enseñando los dientes. De
pronto, como si de un milagro se tratara, cuando los cánidos pasaban al lado de
las bolsas sin reparar siquiera en ellas, se produjo un fenómeno que llenó de
asombro a los dos compañeros de Martín de Leoz y de terror a las fieras. Las
bolsas estallaron, una tras otra, en una suerte de lenguas oleosas que caían
sobre la pelambrera de las bestias y la incendiaba. Lo mismo ocurrió por la
parte delantera, un minuto más tarde. La algarabía de lamentos de dolor que
salían de las gargantas de los lobos era indescriptible. Fue un visto y no
visto. El aire se pobló de un olor a chamusquina, a pelo quemado, lo que aún
contribuyó más aún, si cabe a acrecentar el pánico de los socarrados animales.
En un santiamén, a la desbandada, los
lobos desaparecieron como alma que lleva el diablo, cada uno en una dirección,
y sin mirar atrás. Los hombres, agarrando con fuerza a los jumentos del ronzal,
se pusieron en marcha para salir de aquel estrecho y poder alcanzar las
murallas de Tafalla, de las que no los separaba mucha distancia, a la mayor
brevedad. Cuando ya casi lo habían conseguido, vieron que un grupo de jinetes
salía de la población, por el Portal de Falces y se dirigía hacia ellos. De ese
modo, estuvieron fuera de peligro y llegaron, sanos y salvos, a la villa.
Esa noche, reunidos los tres con el Alcalde,
el Alcaide del castillo, el Preboste y los cabildos, después de cobrar la
soldada que les correspondía por su trabajo, Martín de Leoz explicó a sus
compañeros y a las autoridades presentes que el arma que había utilizado se
llamaba “fuego griego” y que aprovechaba que la cal viva genera mucho calor si
se la mezcla con agua, por lo que si se le añade un líquido altamente
inflamable puede ser un arma bastante eficaz, como quedaba demostrado. En otros
lugares, en vez de aceite ponían nafta o resina. De todos modos, pidió a los
presentes que usasen el arma, si les convenía, pero que procurasen guardar el
secreto de su elaboración, por si tenían que utilizarla en el futuro, pues los
tiempos que se avecinaban no auguraban una época de paz, precisamente. Y
acertó, ¿no os parece?
¡Buen
camino!
Vale.
NB.: Me reconozco deudor en lo que a
ideas y algunos datos respecta, de lo escrito en el magnífico libro “La España
del silencio” de Borja Cardelús, del tomo 19 de las Obras completas de José Mª
Jimeno Jurío y de varios artículos de Google que tratan sobre los hornos de cal
en Navarra.
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