Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
Un
cuento infantil, escrito el cinco de enero.
Para Manuel T. L. que, con su ejemplo,
nos hace creer en la Esperanza y que hoy cumple años.
De
excursión con el abuelo
Una
de las alegrías de Sebastián Candaráiz era el poder estar con sus nietos. En el
momento en que comienza esta historia tenía cinco. Por un lado, Marta de
catorce años; Juan Martín, de trece y Javier de diez, los tres hermanos. Por
otro, Uxue y Fermín, mellizos, de doce años. Otro motivo de felicidad lo
constituía el llevarlos de excursión, por los campos que rodeaban Tafalla,
cuando los niños pasaban algunos días de sus vacaciones estivales en casa de
sus abuelos.
Aquella
mañana, de finales de junio, brillaba al sol como si el mundo estuviera recién
hecho. El aire cargado de aromas; el cielo tan azul como el manto de la Virgen,
la Patrona de Europa; Los campos a punto de siega; las colinas y montañas de
los alrededores escribían sus líneas sinuosas, subiendo y bajando, unas junto a
otras… Todo invitaba a caminar y perderse hasta el horizonte, a vagabundear.
Sebastián
Candaráiz era agricultor. Frisaba ya los sesenta y cinco, pero se mantenía en
forma y tenía todavía buena “correa”, lo que en el lenguaje de la zona quiere
decir que estaba ágil y todavía bastante fuerte. Su trabajo entre campos de
cereal, viñas y olivos hacía que estuviese curtido por mil soles, el cierzo, el
agua y los hielos. A pesar de que el trabajo agrícola, moderno, consistía en ir
subido a un tractor, o máquina similar, no era en absoluto sedentario, al
contrario, exigía el estar haciendo ejercicio la mayor parte del día.
Como
era domingo, el abuelo y los nietos, acompañados por la abuela Asun, acudieron
a misa de nueve. Cuando salieron de la iglesia de Santa María volvieron a casa.
Allí, recogieron sus mochilas, con el imprescindible almuerzo y una buena
cantimplora de agua fresca -les iba a hacer falta- y, despidiéndose, con un
beso, de la abuela que se quedaba en casa para preparar la comida familiar, a
la que acudirían también los padres de los chicos desde Pamplona, subieron al
coche del abuelo. En él podían ir hasta siete personas.
Los
primeros kilómetros los hicieron, pues, cómodamente sentados en el vehículo. A
Javier, por ser el más pequeño, le tocó ir en el transportín que su abuelo
había desplegado en la parte trasera y, por ello, fue objeto de comentarios
alegres por parte de sus hermanos y primos. La verdad, desde la última vez en
que había viajado de aquella manera había crecido y el asiento ya se le había
quedado pequeño. Pero el abuelo les había dicho que el trayecto sería corto.
Enfilaron la carretera hacia Larraga y, a unos cuatro kilómetros, el hombre
metió el coche por un camino que iba hacia el norte y que, con los últimos
arreglos, se encontraba en muy buen estado. No habían transcurrido cinco
minutos cuando apareció un caserío.
-Mirad,
nietos, este se llama el “Caserío de Valdiferrer”, que quiere decir el valle
del herrero, aunque lleva ese nombre porque era el apellido de su propietario,
no porque aquí hubiese ningún herrero. Como este, o parecidos, hay unos cuantos
por todo el término tafallés. Y cerca, casi siempre, tienen otra construcción
que se llama “corraliza”. En los caseríos vivían las familias que cultivaban
las tierras de los alrededores. En las corralizas los pastores metían las
ovejas que habían pastado todo el día por los campos y montes. Aún quedan unas
cuantas, también, pero rebaños solo dos. Los jóvenes se retiran de la vida de
antaño y prefieren irse a estudiar. Ya casi nadie quiere ser agricultor o
ganadero. Yo lo veo bien, pues los tiempos ahora son otros y, con tanto
adelanto, el campo necesita poca mano de obra. Sin ir más lejos, los
agricultores de Tafalla no llegaremos a la docena.
-
¡Pues yo sí que quiero ser agricultor, abuelo, así que ya me puedes empezar a
enseñar! - dijo Juan Martín, que era el más decidido de todos ellos.
-
Bueno, bueno -respondió el hombre-. Tú, por ahora estudia. Tiempo tendrás para
elegir profesión. Y campo también; todo el que llevo yo, pues vuestros padres
no quisieron saber nada de seguir este oficio y se fueron, a Pamplona a
estudiar.
Cuando
llegaron al caserío antes mencionado el agricultor aparcó el coche y todos
bajaron.
-Abuelo-
dijo Marta, la mayor- no hay nadie. ¿Es que no están los que viven aquí?
-
No, Marta, no. En los caseríos de Tafalla ya no vive nadie. Todo el mundo se
fue a la ciudad. Como mucho algunas familias los tienen cuidados para usarlos
como casas de recreo. Además, muchos de ellos, igual que bastantes corralizas,
son del Ayuntamiento y, como nadie los cuida, unos y otras se van cayendo. Las
tierras sí que se cultivan, pero la gente acude a los campos como nosotros o en
coche o en tractor.
-
Bueno, bueno, - dijo Fermín, que era el más callado de todos-. A mí, abuelo, me
gustaría saber adónde nos llevas, qué vamos a ver y qué historia nos vas a
contar.
Y
es que la costumbre cuando el abuelo los llevaba a conocer los términos de los
alrededores de Tafalla es que ilustrara a sus nietos con alguno de los muchos
saberes que el hombre había acumulado en su larga trayectoria de campesino. Lo
mismo les hablaba de cultivos que de arbustos y árboles. Igual les enseñaba los
nombres de los pájaros que se dejaban ver- cardelinas, perdices, “pinpines” -que
los de algún animal que se cruzaba en su camino. Sebastián Candaráiz era un
naturalista nato y disfrutaba hablando a sus nietos de aquellos parajes en los
que había pasado su vida. Una cosa en la que hacía mucho hincapié era en
enseñarles a andar por el campo evitando los peligros. Muchas veces les había dicho
que vieran bien por dónde iban, dónde se sentaban o dónde ponían la mano.
Arañas, avispas, caparras y alguna culebra o víbora que otra, podían estar en
cualquier lugar. Les hacía distinguir una ilaga de un tomillo o un romero. Les
hacía oler la fragancia del espliego o de la ontina. Poco a poco, en la medida
de sus posibilidades, iba despertando en sus nietos el amor por la naturaleza.
Ahora bien, siempre acababa advirtiéndoles que no mataran ningún bicho, ni
arrancaran plantas, que todo tenía sentido en la Creación y nosotros no éramos
quiénes para alterar su curso. Si cabe, les instaba a recoger aquellos
deshechos que los humanos arrojaban donde no debían: latas, envoltorios,
cartuchos de los cazadores… Para ello, siempre les decía que llevaran una
bolsa, a tal efecto. Eso sí, lo que se recogía debía ser con cuidado, sin
cortarse ni ensuciarse.
A
veces, además de hablarles sobre la naturaleza, les contaba algún hecho que
había sucedido por los lugares por los que pasaban o les hablaba de las gentes
que habían cultivado unas u otras piezas. Los niños se estremecían un poco
cuando lo ocurrido había supuesto una tragedia, que también las hay en el
campo; especialmente cuando el lugar estaba marcado con una cruz o una lápida
de piedra y en ellas figuraba el nombre de alguien que hubiese fallecido ahí,
bien por accidente, por un crimen e incluso por un rayo o insolación. En ese
momento, se rompía un tanto el encanto de lo bucólico y los niños intuían que
la Naturaleza, donde quiera que fuera, es un lugar donde hay que andar con
cuidado, “sobre todo -decía el abuelo- porque, aunque es nuestra madre, el que
se descuida puede acabar mal, incluidos nosotros, los humanos, pues la
Naturaleza no perdona”.
-Vale
-respondió el hombre a la pregunta de su nieto Fermín-. Hoy os voy a llevar
hasta una pieza que tenemos en la muga de Artajona. Se llama “El Práu redondo”,
que quiere decir el prado redondo. Allí almorzaremos y veréis algo interesante,
sobre lo que os contaré una historia. Fijaos bien por dónde pasamos, pues por
estos lugares ocurrieron los acontecimientos que os voy a narrar.
Y
los nietos y el abuelo se pusieron en marcha, contentos y alegres de estar
todos juntos y en el campo.
El
abuelo y los nietos comenzaron a andar a buen paso. Iban hacia el norte. Al
poco, tras dejar atrás una gran balsa, imprescindible cerca de todo caserío, el
abuelo les mostró un montón de piedras, bajo las cuales les dijo había un pozo,
una especie de aljibe donde se recogía el agua de la lluvia. Los hizo asomarse
a un hueco de lo que había estado el brocal y les indicó que tuvieran cuidado,
pues el pozo era profundo y las piedras podían ceder. Más adelante, pasaron
dejando a la izquierda las ruinas de una corraliza y más allá, al fondo unos
cuantos molinos blancos. En frente,
varias laderas de pinos verdeaban, contrastando con las mieses pardas. Llegaron
a una abejera, de las muchas que aún se conservaban en el término y el abuelo
les explicó la importancia de la miel como alimento, en la época actual y antes
de que se utilizara en azúcar. Un poco más adelante, se desviaron hacia el
oeste y, siguiendo un camino que discurría paralelo a un barranco lleno de
carrizos y de aneas, llegaron a su destino.
El
lugar, aunque se llamaba prado, no lo era. Se trataba de una gran pieza, a la
sazón, plena de cereal cuyas espigas se inclinaban y eran mecidas por una suave
y cálida brisa que venía del norte. Tenía forma redonda, eso sí, como indicaba
su nombre y se comunicaba con otros campos que también rebosaban de trigo. El
abuelo los condujo hacia la parte alta que estaba al norte orillando el campo,
sin pisar la mies, como les había enseñado. Al poco, llegaron a un lugar donde
la ladera del monte formaba una entrada curva, bastante ancha. Una vez allí,
los niños pudieron ver, entre las hierbas, las ilagas y algunos grupos de juncos,
ya fuera de la pieza, cuatro grandes rocas alargadas y acostadas sobre el
suelo, que medirían no menos de tres o cuatro metros cada una. Estaban
dispuestas con las puntas hacia el noreste y las bases, más gruesas, hacia el
suroeste. A su lado, en la parte este, se podía ver, algo cubierta por la
vegetación una piedra horizontal, inclinada, a la que sujetaban dos verticales
y cuya parte trasera parecía emerger del propio suelo. Bajo la parte más
elevada se abría un hueco, a modo de boca.
Un almuerzo y una historia
El abuelo Sebastián dijo a sus nietos:
-Escuchadme, ahora sentaos, recordad,
nunca de cara al sol, que no os deslumbre, y sacad los bocadillos que os ha
preparado vuestra abuela. Mientras almorzáis os contaré una historia que tiene
que ver con este lugar. Cuando los cinco niños hicieron lo que su abuelo les
había dicho, entre bocado y bocado y echando, de vez en cuando un generoso
trago de agua de las cantimploras, el hombre comenzó a hablar:
-Lo que os voy a decir no es una
historia que me haya inventado yo. Y bien sabéis que me gusta mucho hacerlo,
para luego contároslo. No. El relato de hoy es una historia de verdad. Me la
relató mi gran amigo Pedro Mari, ya sabéis ese cura tan viejico que es un
verdadero sabio y que ha escrito varios libros sobre Navarra. Un día que lo
traje hasta aquí, porque-me dijo- había leído algo sobre este sitio en alguno
de esos papeles que él acostumbraba a leer y a estudiar. Os la contaré, más o
menos como él lo hizo, pero solo la primera parte, pues toda es bastante larga.
Y, además, aún tenéis mucho que estudiar sobre los personajes y los hechos que
aparecen en la misma.
Mirad. Hace más o menos dos mil
doscientos años hubo un pueblo, los romanos, que se apoderaron de todo el mundo
conocido entonces. Desde su capital, Roma, que os sonará porque es la capital
de Italia y la ciudad donde vive el Papa Francisco, fueron extendiendo sus
dominios por todo el continente europeo, por el norte de África y llegaron
incluso hasta el Oriente próximo, la tierra donde nacería Nuestro Señor
Jesucristo, y los países que la rodean. Eran los amos del mundo conocido
(recordad que América y otros lugares del mundo todavía no se habían
descubierto). Pues bien, los romanos llegaron a nuestro país, al que llamaron
Hispania, para luchar contra sus más feroces enemigos, los Cartagineses. Esto
sucedía, año arriba, año abajo, doscientos antes del nacimiento de Jesús.
Apenas desembarcaron en las costas de Tarragona (cerca de donde hoy está “Port
Aventura”, lugar que ya conocéis), empezaron las peleas. Unas veces ganaban los
cartagineses, otras los romanos. Muchos años y mucha sangre costó aquello,
pero, al fin, los segundos vencieron a los primeros y se hicieron los dueños de
toda la costa mediterránea. Luego, se propusieron también vencer a los demás pueblos
indígenas que vivían en Hispania.
En ese momento, Uxue, que era una niña
un tanto impaciente y que ya había acabado su bocadillo, interrumpió a su
abuelo.
-Pero abuelo, ¿qué tiene que ver todo
aquello, tan lejano, para que nos cuentes la historia de este sitio, donde no
hay romanos, ni “cartaguineses”, ni mar, sino solo unas piedrotas grandes y
campos de trigo? Además, empieza a hacer calor y quiero volver a casa, con la
abuela.
-Bien, nieta. Lo haré más breve. Mirad,
lo que quiero deciros es que, después de muchos años y muchas batallas, aquellos
romanos se fueron acercando, siguiendo el río Ebro, hasta Navarra. Poco a poco
fueron conquistando estas tierras, fundando pueblos y ciudades y enseñándonos a
vivir algo mejor de lo que se estilaba hasta entonces. ¿Recordáis cómo
comienzan los tebeos de Asterix, el galo? “… toda la Galia estaba conquistada.
¿Toda? No, toda no… una pequeña aldea gala resistía al invasor…”. Bueno, creo que es así o algo parecido.
Bien, pues podríamos decir que aquí, en
el lugar en que nos hallamos ahora, según me contó mi amigo Pedro Mari, también
hubo unos cuantos, no galos sino vascones -los antiguos pobladores de Navarra-
que resistieron al invasor. En primer lugar, hay que decir que este sitio era
una especie de templo, una como iglesia, cuyas paredes eran las cuatro piedras
largas sobre las que estáis sentados. Esas piedras se llaman menhires. En medio
de ellas crecía un hermoso roble, más que centenario, bajo el cual se reunían
los jefes y los sacerdotes de los poblados de los alrededores. Lo que hoy son
Artajona, Barásoain, Garinoain, Tafalla, Larraga y Mendigorría, para celebrar
sus consejos y asambleas. La manera de avisar de estas reuniones era encender
una gran hoguera en lo alto del monte Busquil. Apenas esto ocurría, todas las
gentes de estos lugares, acudían, al día siguiente, a la reunión.
O sea, que este era un lugar sagrado.
Aquí vivían los tres guardianes del fuego eterno, que no debía apagarse nunca,
pues si algún día ocurría así, los vascones de la zona perderían su libertad.
Además, ahora no lo veis, porque es de día, pero, de noche, sobre nuestras
cabezas podríamos observar un largo camino de estrellas, que va de este a oeste
y acaba en el océano Atlántico, en Galicia. Es la llamada “Vía Láctea o Camino
de Santiago”, cuyo centro, desde la lejana Francia, cae, más o menos, cae por
aquí. Y, cuando el viento cambia de dirección y los aires vienen del oeste hacia
el este, por aquí encima pasan grandes tormentas que descargan todo tipo de
meteoros, rayos y centellas, eso lo sabemos bien los agricultores. ¡O sea, este
es un sitio de aúpa!
Pues bien, cuando llegaron hasta aquí
esos romanos que os he dicho, para conquistarlo todo, vivían en él los que
fueron los tres últimos guardianes: El sacerdote Ochoa, el guerrero Gudar y la
hechicera Sorguín. Cuando fueron informados de que aquel ejército del este se
acercaba, convocaron a los habitantes de los alrededores. Una vez reunidos, les
dijeron que, pasara lo que pasara, aquellos soldados no debían conocer este
lugar, pues si lo descubrían, los vascones estarían perdidos. Apagarían la
llama sagrada; serían conquistados y pasarían a ser esclavos y servidores de
tales señores. En aquel momento, todo el mundo decidió combatir a los intrusos.
Como eran menos, lo harían de la manera que luego se conoció como “guerra de
guerrillas”.
-Y, ¿qué ocurrió?, abuelo. Dinos qué
ocurrió-preguntó impaciente Juan Martín, que no se había perdido ni un ápice de
la narración-.
-Pues ocurrió lo de siempre- continuó
el condescendiente abuelo-: que el pez grande se comió al chico. Pero, a los
romanos, les costó varios años el vencer a los vascones. Luego, fundaron
campamentos y ciudades, como siempre hacían: Andelos, Pompaelo, Cara… Y lo
último que hicieron fue arrasar este lugar sagrado, cuando lo descubrieron. Apagaron
el fuego, derribaron los menhires, talaron el gran roble y echaron sal por los
campos, para que no creciera ni la hierba, como era su costumbre.
-Y a los guardianes, ¿qué les ocurrió a
los guardianes, abuelo? - preguntó impaciente Marta, la más sensible de los
cinco.
- A los guardianes, los últimos
guardianes del “Prau redondo”, los mataron. Luego, cuando los soldados se
marcharon, los vascones enterraron sus cuerpos ahí, bajo esa losa, que se llama
“dolmen”. Y aunque, desde entonces vascones y romanos convivieron más o menos
en paz durante muchos años, los habitantes de los alrededores venían en el
aniversario de su muerte y permanecían durante todo un día aquí, recordándolos
y honrándolos, como si de una romería se tratase. Y, hasta me han dicho, aunque
no lo he comprobado, que hay personas que todavía lo hacen.
- ¡Nosotros, abuelo! ¡Nosotros lo hemos
hecho hoy! ¡Nos has traído adrede! – dijo Fermín-. Has querido que conociéramos
la historia de este lugar para que, en adelante, también nosotros lo sepamos y podamos
seguir viniendo, ¿verdad?
- ¡Qué listo eres, nieto! ¡Pues claro!
Y eso que no os he contado ni la mitad de la historia. Pero, se hace tarde y
vuestra abuela y vuestros padres pensarán que nos ha ocurrido algo. ¡Vamos para
casa, que además yo no he almorzado y tengo mucha hambre!
Y así lo hicieron. El abuelo, feliz con
todos sus nietos, y estos, fascinados con aquella historia, imaginando las
partes de la misma que su abuelo les contaría otro día, se encaminaron hacia el
coche que los llevaría de vuelta a Tafalla. Era medio día y ya hacía calor,
pero uno y otros, no olvidarían nunca la visita a aquellas viejas piedras que
yacen, todavía hoy, olvidadas y solitarias en el “Prau redondo” de Tafalla,
allá arriba, en la muga con Artajona, donde el “Saltus” y el “Ager vasconum” se
unen.
Deseando que los Reyes magos os traigan
muchas cosas y, sobre todo Paz y Felicidad, ¡Buen camino! Vale.
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