miércoles, 6 de enero de 2021

Navidad en el Prado Redondo



Domingo, 3 de enero de 2021

El dos de febrero hará un año que me di, en solitario, una vuelta por el "Prau Redondo".
En una oportuna conversación, Perico Margain me desveló algo muy interesante y desconocido para mí. La ubicación de la caseta de Bordonaba.
Hoy, casi un año después, quiero que mis acompañantes disfruten como yo de un rincón del término de Tafalla al que, por estar a trasmano, es difícil acercarse si no eres labrador o cazador. 
Son la 08:00 horas. El día está medio nublado. La temperatura es de -1º pero, debido al viento, la sensación térmica es de -4º.
Juanjo improvisa un refrán que viene que ni pintado para hoy. 

El tres de enero, el sol mejor de frente que en el trasero. 

Abandonamos la carretera de Artajona y subimos por el camino del Vaquero.


La cuesta termina junto a las obras del TAV. Una estructura de hormigón está situada junto al trazado. 
Cruzamos el canal, que en este tramo va bajo tierra, y abandonamos Losillas para entrar en el término de la Aquitana. 
Las viñas desnudas acrecientan la sensación de invierno. 
Los sembrados verdean en las piezas y las suaves lomas parecen inmensas praderas. 
08:45 horas. Cruz de la Corpus. 
La parada es obligatoria. 


Algunas matas de romero que, al abrigo, ofrecen diminutas flores, nos sirven para hacer un pequeño ramillete que colocar en el alambre del cabezal. 
Tenemos debajo el Corral del Vaquero y, detrás, La Laguna se deja ver
Las laderas lejanas están blancas. Este año el invierno ha entrado con fuerza. 


Orillamos una pieza en barbecho bajo la atenta mirada de las ruinas del Caserío del Almendrolar o de los Capitanes y llegamos a la siguiente parada, ya en término del Almendrolar. 
Abejera de Garbayo. 


Frente a las piqueras, los almendros están ateridos. 
Los viejos troncos elevan sus ramas en una súplica al débil sol que empieza a entrar desde el E. 
El campo está duro por el hielo y nos permite caminar con comodidad.
Salimos al camino de Valdiferrer y llegamos a la balsa. 


La superficie oscura y helada de la balsa nos trae, como siempre, a la memoria el hedor que despide en los días calurosos del verano.
En dirección N. el camino está bueno, arreglado.
Junto a una torre de tendido eléctrico se encuentra el Pozo de Jurío. Son las 09:25 horas.


A la orilla del camino, como si quisiera camuflarse en el terreno, el pozo se esconde bajo un montón de piedras. 
Según nos contaron, era un buen pozo. 


El propietario de una colmena próxima, de la que todavía queda un rústico venturero, lo mantenía limpio todo el año porque de él sacaba el agua para el abastecimiento de sus colmenas. 
El primer camino a la izda. nos introduce hacia en un término que compartimos con nuestros vecinos de Artajona: El Prau Redondo. 


Vamos descendiendo entre campos verdes y grandes pinares. 
Llegamos a la última pieza y, por la orilla, a las ruinas de la caseta de Bordonaba. 


09:50 horas. Una gran piedra parece que era la base. De lo que fue su estructura no queda nada. 
Bordonaba debió de ser un hombre solitario que allá por los años veinte o treinta del siglo pasado (mal) vivía en estos parajes. Los labradores que venían a trabajar aquí sus campos le daban lo que buenamente podían. Le sacaron un copla, que por las tabernas de Tafalla se cantaba como jota: 

Si vas a Valdiferrer
pregunta por Bordonaba. 
Pero llévate de todo, 
porque él no tiene de nada.

En nuestras pesquisas sobre este personaje no hemos encontrado a nadie que nos dé razón de él. Sería bonito conocer algo de la viga de este hombre. 
Aprovechamos un carasol para almorzar. 
El lugar elegido es de lo más sugerente. 
Grandes piedras en la orilla de la pieza y lo que nos llama la atención:



Tres pedruscos amontonados en forma de dólmen.
Como no somos especialistas en nada, dejamos constancia de lo que vemos por si alguien pudiera arrojar luz sobre todo esto. 
La mañana sigue fría. Al sol se está bien. 
La soledad y el silencio hacen que este rincón sea un pequeño paraíso. 
Decidimos que ésta no va a ser la única vez que caminemos por aquí. 
Nuestro plan era llegar al Caserío de Valdiferrer por su parte trasera, pero, cuando salimos de nuevo al camino, vemos cazadores, estáticos, con chalecos naranjas y sospechamos que están al jabalí. 
Desandamos el camino hasta el Pozo de Jurío y tomamos el camino viejo que nos lleva hasta el Corral de Valdiferrer. 
Son las 11:00 horas


La construcción era sólida. Está totalmente en ruinas. 
Se encuentra en un pequeño cerro y la maleza se va apoderando de todo. 

Corraliza de Valdiferrer o de las Cruces. Con una superficie de 5.500 robadas, linda con Artajona (N) y las corralizas de la Laguna (S), Vaquero (E) y Beratxa (O). Vendida por el Ayuntamiento a Bonifacio Garcés y recuperada en 1909. (J.M. Jimeno Jurío)(Toponimia Navarra IX. Tafalla)

Damos una vuelta alrededor de ella. 


De pronto, un estilizado corzo cruza veloz la pieza que tenemos enfrente y describe una amplia curva hasta salvar un ribazo y perderse en la lejanía. 
Poco después un perrillo con una campanilla corre siguiendo su rastro, que pierde en el ribazo. 
Nosotros, que ya estamos en medio del campo, lo vemos venir, inquieto y despistado. Pasa a nuestro lado y ni nos mira. Se sentirá burlado por el corzo. 
Subimos al caserío de Valdiferrer. 


Visitamos su pozo, como lo hacemos siempre, y nos acercamos a su fachada para comprobar la ruina que poco a poco va destruyendo la parte antigua del edificio. 


Nos entristece ver los derrumbes. 
Bajamos al camino principal y tomamos el desvío a la izda. 


Echamos una rápida ojeada al Corral de la Mariana
y nos acercamos a dar vista al Corral del Vaquero. 


Hay muchos coches aparcados en sus alrededores y decidimos continuar nuestro camino. 
Antes de entrar en el pueblo, nos desviamos a la izda. y visitamos un momento la finca de Sebastián. 
Él y su mujer son muy acogedores. Nos enseñan los enseres que han ido recuperando de aquí y de allá. Hablamos de todo: de Tintán, de caseríos, de caza,... Es un privilegio tener estas conversaciones. 
Con tanta cháchara el tiempo pasa deprisa. 
Son las 13:00 horas cuando entramos en Tafalla. 
El día ha ido a peor. 
El cielo se ha puesto grisáceo, de "panza de burro". No nos extrañaría ver pronto la nieve por aquí. 



Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.

Un cuento infantil, escrito el cinco de enero.

 

Para Manuel T. L. que, con su ejemplo, nos hace creer en la Esperanza y que hoy cumple años.

 

De excursión con el abuelo

Una de las alegrías de Sebastián Candaráiz era el poder estar con sus nietos. En el momento en que comienza esta historia tenía cinco. Por un lado, Marta de catorce años; Juan Martín, de trece y Javier de diez, los tres hermanos. Por otro, Uxue y Fermín, mellizos, de doce años. Otro motivo de felicidad lo constituía el llevarlos de excursión, por los campos que rodeaban Tafalla, cuando los niños pasaban algunos días de sus vacaciones estivales en casa de sus abuelos.

Aquella mañana, de finales de junio, brillaba al sol como si el mundo estuviera recién hecho. El aire cargado de aromas; el cielo tan azul como el manto de la Virgen, la Patrona de Europa; Los campos a punto de siega; las colinas y montañas de los alrededores escribían sus líneas sinuosas, subiendo y bajando, unas junto a otras… Todo invitaba a caminar y perderse hasta el horizonte, a vagabundear.

Sebastián Candaráiz era agricultor. Frisaba ya los sesenta y cinco, pero se mantenía en forma y tenía todavía buena “correa”, lo que en el lenguaje de la zona quiere decir que estaba ágil y todavía bastante fuerte. Su trabajo entre campos de cereal, viñas y olivos hacía que estuviese curtido por mil soles, el cierzo, el agua y los hielos. A pesar de que el trabajo agrícola, moderno, consistía en ir subido a un tractor, o máquina similar, no era en absoluto sedentario, al contrario, exigía el estar haciendo ejercicio la mayor parte del día.

Como era domingo, el abuelo y los nietos, acompañados por la abuela Asun, acudieron a misa de nueve. Cuando salieron de la iglesia de Santa María volvieron a casa. Allí, recogieron sus mochilas, con el imprescindible almuerzo y una buena cantimplora de agua fresca -les iba a hacer falta- y, despidiéndose, con un beso, de la abuela que se quedaba en casa para preparar la comida familiar, a la que acudirían también los padres de los chicos desde Pamplona, subieron al coche del abuelo. En él podían ir hasta siete personas.

Los primeros kilómetros los hicieron, pues, cómodamente sentados en el vehículo. A Javier, por ser el más pequeño, le tocó ir en el transportín que su abuelo había desplegado en la parte trasera y, por ello, fue objeto de comentarios alegres por parte de sus hermanos y primos. La verdad, desde la última vez en que había viajado de aquella manera había crecido y el asiento ya se le había quedado pequeño. Pero el abuelo les había dicho que el trayecto sería corto. Enfilaron la carretera hacia Larraga y, a unos cuatro kilómetros, el hombre metió el coche por un camino que iba hacia el norte y que, con los últimos arreglos, se encontraba en muy buen estado. No habían transcurrido cinco minutos cuando apareció un caserío.

-Mirad, nietos, este se llama el “Caserío de Valdiferrer”, que quiere decir el valle del herrero, aunque lleva ese nombre porque era el apellido de su propietario, no porque aquí hubiese ningún herrero. Como este, o parecidos, hay unos cuantos por todo el término tafallés. Y cerca, casi siempre, tienen otra construcción que se llama “corraliza”. En los caseríos vivían las familias que cultivaban las tierras de los alrededores. En las corralizas los pastores metían las ovejas que habían pastado todo el día por los campos y montes. Aún quedan unas cuantas, también, pero rebaños solo dos. Los jóvenes se retiran de la vida de antaño y prefieren irse a estudiar. Ya casi nadie quiere ser agricultor o ganadero. Yo lo veo bien, pues los tiempos ahora son otros y, con tanto adelanto, el campo necesita poca mano de obra. Sin ir más lejos, los agricultores de Tafalla no llegaremos a la docena.

- ¡Pues yo sí que quiero ser agricultor, abuelo, así que ya me puedes empezar a enseñar! - dijo Juan Martín, que era el más decidido de todos ellos.

- Bueno, bueno -respondió el hombre-. Tú, por ahora estudia. Tiempo tendrás para elegir profesión. Y campo también; todo el que llevo yo, pues vuestros padres no quisieron saber nada de seguir este oficio y se fueron, a Pamplona a estudiar.

Cuando llegaron al caserío antes mencionado el agricultor aparcó el coche y todos bajaron.

-Abuelo- dijo Marta, la mayor- no hay nadie. ¿Es que no están los que viven aquí?

- No, Marta, no. En los caseríos de Tafalla ya no vive nadie. Todo el mundo se fue a la ciudad. Como mucho algunas familias los tienen cuidados para usarlos como casas de recreo. Además, muchos de ellos, igual que bastantes corralizas, son del Ayuntamiento y, como nadie los cuida, unos y otras se van cayendo. Las tierras sí que se cultivan, pero la gente acude a los campos como nosotros o en coche o en tractor.

- Bueno, bueno, - dijo Fermín, que era el más callado de todos-. A mí, abuelo, me gustaría saber adónde nos llevas, qué vamos a ver y qué historia nos vas a contar.

Y es que la costumbre cuando el abuelo los llevaba a conocer los términos de los alrededores de Tafalla es que ilustrara a sus nietos con alguno de los muchos saberes que el hombre había acumulado en su larga trayectoria de campesino. Lo mismo les hablaba de cultivos que de arbustos y árboles. Igual les enseñaba los nombres de los pájaros que se dejaban ver- cardelinas, perdices, “pinpines” -que los de algún animal que se cruzaba en su camino. Sebastián Candaráiz era un naturalista nato y disfrutaba hablando a sus nietos de aquellos parajes en los que había pasado su vida. Una cosa en la que hacía mucho hincapié era en enseñarles a andar por el campo evitando los peligros. Muchas veces les había dicho que vieran bien por dónde iban, dónde se sentaban o dónde ponían la mano. Arañas, avispas, caparras y alguna culebra o víbora que otra, podían estar en cualquier lugar. Les hacía distinguir una ilaga de un tomillo o un romero. Les hacía oler la fragancia del espliego o de la ontina. Poco a poco, en la medida de sus posibilidades, iba despertando en sus nietos el amor por la naturaleza. Ahora bien, siempre acababa advirtiéndoles que no mataran ningún bicho, ni arrancaran plantas, que todo tenía sentido en la Creación y nosotros no éramos quiénes para alterar su curso. Si cabe, les instaba a recoger aquellos deshechos que los humanos arrojaban donde no debían: latas, envoltorios, cartuchos de los cazadores… Para ello, siempre les decía que llevaran una bolsa, a tal efecto. Eso sí, lo que se recogía debía ser con cuidado, sin cortarse ni ensuciarse.

A veces, además de hablarles sobre la naturaleza, les contaba algún hecho que había sucedido por los lugares por los que pasaban o les hablaba de las gentes que habían cultivado unas u otras piezas. Los niños se estremecían un poco cuando lo ocurrido había supuesto una tragedia, que también las hay en el campo; especialmente cuando el lugar estaba marcado con una cruz o una lápida de piedra y en ellas figuraba el nombre de alguien que hubiese fallecido ahí, bien por accidente, por un crimen e incluso por un rayo o insolación. En ese momento, se rompía un tanto el encanto de lo bucólico y los niños intuían que la Naturaleza, donde quiera que fuera, es un lugar donde hay que andar con cuidado, “sobre todo -decía el abuelo- porque, aunque es nuestra madre, el que se descuida puede acabar mal, incluidos nosotros, los humanos, pues la Naturaleza no perdona”. 

-Vale -respondió el hombre a la pregunta de su nieto Fermín-. Hoy os voy a llevar hasta una pieza que tenemos en la muga de Artajona. Se llama “El Práu redondo”, que quiere decir el prado redondo. Allí almorzaremos y veréis algo interesante, sobre lo que os contaré una historia. Fijaos bien por dónde pasamos, pues por estos lugares ocurrieron los acontecimientos que os voy a narrar.

Y los nietos y el abuelo se pusieron en marcha, contentos y alegres de estar todos juntos y en el campo.

 

Caminando

El abuelo y los nietos comenzaron a andar a buen paso. Iban hacia el norte. Al poco, tras dejar atrás una gran balsa, imprescindible cerca de todo caserío, el abuelo les mostró un montón de piedras, bajo las cuales les dijo había un pozo, una especie de aljibe donde se recogía el agua de la lluvia. Los hizo asomarse a un hueco de lo que había estado el brocal y les indicó que tuvieran cuidado, pues el pozo era profundo y las piedras podían ceder. Más adelante, pasaron dejando a la izquierda las ruinas de una corraliza y más allá, al fondo unos cuantos molinos blancos.  En frente, varias laderas de pinos verdeaban, contrastando con las mieses pardas. Llegaron a una abejera, de las muchas que aún se conservaban en el término y el abuelo les explicó la importancia de la miel como alimento, en la época actual y antes de que se utilizara en azúcar. Un poco más adelante, se desviaron hacia el oeste y, siguiendo un camino que discurría paralelo a un barranco lleno de carrizos y de aneas, llegaron a su destino.

El lugar, aunque se llamaba prado, no lo era. Se trataba de una gran pieza, a la sazón, plena de cereal cuyas espigas se inclinaban y eran mecidas por una suave y cálida brisa que venía del norte. Tenía forma redonda, eso sí, como indicaba su nombre y se comunicaba con otros campos que también rebosaban de trigo. El abuelo los condujo hacia la parte alta que estaba al norte orillando el campo, sin pisar la mies, como les había enseñado. Al poco, llegaron a un lugar donde la ladera del monte formaba una entrada curva, bastante ancha. Una vez allí, los niños pudieron ver, entre las hierbas, las ilagas y algunos grupos de juncos, ya fuera de la pieza, cuatro grandes rocas alargadas y acostadas sobre el suelo, que medirían no menos de tres o cuatro metros cada una. Estaban dispuestas con las puntas hacia el noreste y las bases, más gruesas, hacia el suroeste. A su lado, en la parte este, se podía ver, algo cubierta por la vegetación una piedra horizontal, inclinada, a la que sujetaban dos verticales y cuya parte trasera parecía emerger del propio suelo. Bajo la parte más elevada se abría un hueco, a modo de boca. 

 

       Un almuerzo y una historia

         El abuelo Sebastián dijo a sus nietos:

         -Escuchadme, ahora sentaos, recordad, nunca de cara al sol, que no os deslumbre, y sacad los bocadillos que os ha preparado vuestra abuela. Mientras almorzáis os contaré una historia que tiene que ver con este lugar. Cuando los cinco niños hicieron lo que su abuelo les había dicho, entre bocado y bocado y echando, de vez en cuando un generoso trago de agua de las cantimploras, el hombre comenzó a hablar:

         -Lo que os voy a decir no es una historia que me haya inventado yo. Y bien sabéis que me gusta mucho hacerlo, para luego contároslo. No. El relato de hoy es una historia de verdad. Me la relató mi gran amigo Pedro Mari, ya sabéis ese cura tan viejico que es un verdadero sabio y que ha escrito varios libros sobre Navarra. Un día que lo traje hasta aquí, porque-me dijo- había leído algo sobre este sitio en alguno de esos papeles que él acostumbraba a leer y a estudiar. Os la contaré, más o menos como él lo hizo, pero solo la primera parte, pues toda es bastante larga. Y, además, aún tenéis mucho que estudiar sobre los personajes y los hechos que aparecen en la misma.

         Mirad. Hace más o menos dos mil doscientos años hubo un pueblo, los romanos, que se apoderaron de todo el mundo conocido entonces. Desde su capital, Roma, que os sonará porque es la capital de Italia y la ciudad donde vive el Papa Francisco, fueron extendiendo sus dominios por todo el continente europeo, por el norte de África y llegaron incluso hasta el Oriente próximo, la tierra donde nacería Nuestro Señor Jesucristo, y los países que la rodean. Eran los amos del mundo conocido (recordad que América y otros lugares del mundo todavía no se habían descubierto). Pues bien, los romanos llegaron a nuestro país, al que llamaron Hispania, para luchar contra sus más feroces enemigos, los Cartagineses. Esto sucedía, año arriba, año abajo, doscientos antes del nacimiento de Jesús. Apenas desembarcaron en las costas de Tarragona (cerca de donde hoy está “Port Aventura”, lugar que ya conocéis), empezaron las peleas. Unas veces ganaban los cartagineses, otras los romanos. Muchos años y mucha sangre costó aquello, pero, al fin, los segundos vencieron a los primeros y se hicieron los dueños de toda la costa mediterránea. Luego, se propusieron también vencer a los demás pueblos indígenas que vivían en Hispania.

         En ese momento, Uxue, que era una niña un tanto impaciente y que ya había acabado su bocadillo, interrumpió a su abuelo.

         -Pero abuelo, ¿qué tiene que ver todo aquello, tan lejano, para que nos cuentes la historia de este sitio, donde no hay romanos, ni “cartaguineses”, ni mar, sino solo unas piedrotas grandes y campos de trigo? Además, empieza a hacer calor y quiero volver a casa, con la abuela.

         -Bien, nieta. Lo haré más breve. Mirad, lo que quiero deciros es que, después de muchos años y muchas batallas, aquellos romanos se fueron acercando, siguiendo el río Ebro, hasta Navarra. Poco a poco fueron conquistando estas tierras, fundando pueblos y ciudades y enseñándonos a vivir algo mejor de lo que se estilaba hasta entonces. ¿Recordáis cómo comienzan los tebeos de Asterix, el galo? “… toda la Galia estaba conquistada. ¿Toda? No, toda no… una pequeña aldea gala resistía al invasor…”.  Bueno, creo que es así o algo parecido.

         Bien, pues podríamos decir que aquí, en el lugar en que nos hallamos ahora, según me contó mi amigo Pedro Mari, también hubo unos cuantos, no galos sino vascones -los antiguos pobladores de Navarra- que resistieron al invasor. En primer lugar, hay que decir que este sitio era una especie de templo, una como iglesia, cuyas paredes eran las cuatro piedras largas sobre las que estáis sentados. Esas piedras se llaman menhires. En medio de ellas crecía un hermoso roble, más que centenario, bajo el cual se reunían los jefes y los sacerdotes de los poblados de los alrededores. Lo que hoy son Artajona, Barásoain, Garinoain, Tafalla, Larraga y Mendigorría, para celebrar sus consejos y asambleas. La manera de avisar de estas reuniones era encender una gran hoguera en lo alto del monte Busquil. Apenas esto ocurría, todas las gentes de estos lugares, acudían, al día siguiente, a la reunión.

         O sea, que este era un lugar sagrado. Aquí vivían los tres guardianes del fuego eterno, que no debía apagarse nunca, pues si algún día ocurría así, los vascones de la zona perderían su libertad. Además, ahora no lo veis, porque es de día, pero, de noche, sobre nuestras cabezas podríamos observar un largo camino de estrellas, que va de este a oeste y acaba en el océano Atlántico, en Galicia. Es la llamada “Vía Láctea o Camino de Santiago”, cuyo centro, desde la lejana Francia, cae, más o menos, cae por aquí. Y, cuando el viento cambia de dirección y los aires vienen del oeste hacia el este, por aquí encima pasan grandes tormentas que descargan todo tipo de meteoros, rayos y centellas, eso lo sabemos bien los agricultores. ¡O sea, este es un sitio de aúpa!

         Pues bien, cuando llegaron hasta aquí esos romanos que os he dicho, para conquistarlo todo, vivían en él los que fueron los tres últimos guardianes: El sacerdote Ochoa, el guerrero Gudar y la hechicera Sorguín. Cuando fueron informados de que aquel ejército del este se acercaba, convocaron a los habitantes de los alrededores. Una vez reunidos, les dijeron que, pasara lo que pasara, aquellos soldados no debían conocer este lugar, pues si lo descubrían, los vascones estarían perdidos. Apagarían la llama sagrada; serían conquistados y pasarían a ser esclavos y servidores de tales señores. En aquel momento, todo el mundo decidió combatir a los intrusos. Como eran menos, lo harían de la manera que luego se conoció como “guerra de guerrillas”.

         -Y, ¿qué ocurrió?, abuelo. Dinos qué ocurrió-preguntó impaciente Juan Martín, que no se había perdido ni un ápice de la narración-.

         -Pues ocurrió lo de siempre- continuó el condescendiente abuelo-: que el pez grande se comió al chico. Pero, a los romanos, les costó varios años el vencer a los vascones. Luego, fundaron campamentos y ciudades, como siempre hacían: Andelos, Pompaelo, Cara… Y lo último que hicieron fue arrasar este lugar sagrado, cuando lo descubrieron. Apagaron el fuego, derribaron los menhires, talaron el gran roble y echaron sal por los campos, para que no creciera ni la hierba, como era su costumbre.

         -Y a los guardianes, ¿qué les ocurrió a los guardianes, abuelo? - preguntó impaciente Marta, la más sensible de los cinco.

         - A los guardianes, los últimos guardianes del “Prau redondo”, los mataron. Luego, cuando los soldados se marcharon, los vascones enterraron sus cuerpos ahí, bajo esa losa, que se llama “dolmen”. Y aunque, desde entonces vascones y romanos convivieron más o menos en paz durante muchos años, los habitantes de los alrededores venían en el aniversario de su muerte y permanecían durante todo un día aquí, recordándolos y honrándolos, como si de una romería se tratase. Y, hasta me han dicho, aunque no lo he comprobado, que hay personas que todavía lo hacen.

         - ¡Nosotros, abuelo! ¡Nosotros lo hemos hecho hoy! ¡Nos has traído adrede! – dijo Fermín-. Has querido que conociéramos la historia de este lugar para que, en adelante, también nosotros lo sepamos y podamos seguir viniendo, ¿verdad?

         - ¡Qué listo eres, nieto! ¡Pues claro! Y eso que no os he contado ni la mitad de la historia. Pero, se hace tarde y vuestra abuela y vuestros padres pensarán que nos ha ocurrido algo. ¡Vamos para casa, que además yo no he almorzado y tengo mucha hambre!

         Y así lo hicieron. El abuelo, feliz con todos sus nietos, y estos, fascinados con aquella historia, imaginando las partes de la misma que su abuelo les contaría otro día, se encaminaron hacia el coche que los llevaría de vuelta a Tafalla. Era medio día y ya hacía calor, pero uno y otros, no olvidarían nunca la visita a aquellas viejas piedras que yacen, todavía hoy, olvidadas y solitarias en el “Prau redondo” de Tafalla, allá arriba, en la muga con Artajona, donde el “Saltus” y el “Ager vasconum” se unen.          

        

         Deseando que los Reyes magos os traigan muchas cosas y, sobre todo Paz y Felicidad, ¡Buen camino! Vale.

 






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