miércoles, 3 de febrero de 2021

El dolmen de Amatriain






Domingo, 31 de enero de 2021

Como el fin de semana se presentaba, en lo meteorológico, complicado, estuvimos hasta última hora dudando de qué hacer el domingo. 

Las predicciones hablaban de una tregua en las lluvias entre las 8 y las 12 del mediodía, así que tiramos de las "reservas" y nos decidimos por una excursión corta pero interesante. 

Sergismundo localizó hace tiempo un dolmen en Amatriain; subió la ruta a Wikiloc y me la pasó. Así que hoy daremos una vuelta por la Valdorba. 

Son las 08:30 horas. Aparcamos enfrente de la iglesia de Amatriain y salimos. 

El día está muy nublado, pero parece que nos va a respetar. 

Si en enero tomas helado, no preguntes de qué has enfermado. 

El termómetro marca 7º.

Apenas anda aire y en el pueblo no se ve a nadie.


Por detrás de la parroquia de San Esteban, el camino nos lleva en dirección O. 

Enseguida tomamos un desvío a la dcha. que nos dirige hacia el monte de San Pelayo. 

El cercado nos separa de la espesura del bosque, donde proliferan las encinas y los enebros. 

Seguimos subiendo suavemente y al llegar a un cruce tomamos el camino de la dcha. 

La cerca tiene un paso y nos permite pasar al otro lado sin dificultad. 

Damián coge en brazos a Vera, la galga, y la lanza por los aires por encima del alambre. Ella, sorprendida y asustada, lanza un tímido quejido, pero se tranquiliza al tocar tierra.

El paraje por el que caminamos es una maravilla. 

El robledal, silencioso y adormecido, nos muestra la variedad del bosque: Robles, enebros y hasta un acebo de buen tamaño. 

Siguiendo un sendero que desaparece y vuelve a aparecer, llegamos a donde queríamos. 

09:20 horas. Dolmen de Amatriain



En medio del bosque aparecen los restos del monumento megalítico. 

Localizado el 24 de enero de 2009 por Nikolás Urdampilleta, no se ha realizado ninguna excavación a su alrededor.

Permanecemos un rato para contemplando el descubrimiento.

Tiene una superficie de unos 10 m2 y en una de sus losas hay un agujero que llama la atención.

La zona es húmeda y fresca. Encontramos trozos de troncos con hongos adheridos en su superficie. 

Por la senda que sale hacia el N. descendemos hasta llegar a un pequeño túmulo de piedras que nos llama la atención. 

Está bien construido y no se ve ninguna abertura en sus paredes. 

Seguimos caminando por el robledal. La mañana sigue gris, plomiza, pero aguanta sin llover.

Comenzamos a subir una corta cuesta y llegamos a la Peña del Ladrón. 

Su cima no tiene vistas porque las oculta la abundante vegetación.

En cambio, cuando bajamos y echamos la vista atrás, s´ podemos apreciar la sencillez de este montículo. 

 El bosque nos sigue fascinando. 

De nuevo la alambrada nos corta el paso y otra vez, por el paso de personas, cruzamos al otro lado. 

Estamos en la senda que sube a San Pelayo. El recorrido de Sergismundo inicia el regreso, pero mis acompañantes propone que subamos hasta la ermita. Se nos ha hecho corto el paseo hasta aquí. 

En un cruce, clavada en un roble, hay una flecha de madera que marca el sendero. 

Subimos por la estrecha y preciosa senda que desemboca en una pista grande.

Cuando estamos casi arriba, nos llama la atención una planta. 

Es la conocida vulgarmente como Culebrera.

10:00 horas. En la ermita no hay nadie. Empiezan a caernos cuatro gotas. No nos preocupa demasiado esto porque vemos que la amenaza de lluvia no es muy grande. 

Hacemos la parada obligatoria para reponer fuerzas. La lluvia ha cesado. 

Comentamos los hallazgos del día. 

Antes de tomar el camino de regreso, hacemos una visita al buzón. 

Apartado de la ermita, lo instaló el club Trinkete de Tafalla. 

Levantamos la tapa y vemos que está vacío. La antigua costumbre de los clubes de depositar tarjetas va desapareciendo. 

Desandamos el camino hasta llegar al cruce en el que el cartel nos indica la dirección de Amatriain. 

El sendero, precioso, se convierte poco a poco en ancho camino y llegamos a los primeros campos de cereal. 

11:40 horas. Amatriain. La cortina de agua que veíamos bajando en la parte de Montejurra ha llegado hasta aquí. Comienza a llover de manera suave pero persistente.

Nos metemos en el coche y regresamos. Volvemos contentos. Ha sido un paseo por la Valdorba serrana muy interesante.

En este enlace se puede ver el recorrido de hoy.



Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.

Cuentos de la Baldorba

 

1. Ambición castigada

 

“Jesús le dijo: Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos”

(Mateo 8, 22)

I (Año 1000 a. C.)

Por fin cayó la tarde y la noche se adueñó del mundo. Los pájaros cesaron sus cantos y solo se oían el viento y los grotescos gritos de los extranjeros. Las mujeres, los muchachos y hasta los niños, que habían asistido espantados a la lucha, pudieron bajar al valle que abría el pequeño río y comprobar quienes de los suyos habían muerto en ella. Olía a humo, a carne quemada.

Esa mañana, antes de amanecer, su poblado había sido atacado por unos hombres venidos del sur y, todo aquel que no iba a luchar escapó hasta la enhiesta cima de la Peña de Unzué, donde fue testigo espantado de cómo se desenvolvían los acontecimientos.

Los refugiados, a salvo en el secreto escondrijo que ofrecían las rocas, habían abandonado el poblado sin poder recoger ninguna de sus pertenencias, alimentos ni enseres, por lo que, durante el día solo pudieron beber el agua de una fuente cercana y comer algunas plantas y pequeños animales que encontraron en la altura. Al atardecer, estaban desfallecidos y desanimados, pues ninguno de los hombres había regresado junto a ellos.

Cuando se acercaron al escenario de la lucha, vieron diez o doce cuerpos, alguno desmembrado, yaciendo en, posturas inverosímiles, entre las carrascas y robles que poblaban el lugar. Seguían oyendo los aullidos, ahora de satisfacción, que proferían los enemigos vociferantes que habían comenzado su festín de carne humana. También veían el resplandor de las hogueras que habían encendido, entre los huecos que dejaban los bojes, enebros e ilagas del sotobosque.

Sabían que, en ese momento, no tenían nada que temer, pues los extranjeros estaban ocupados en celebrar su victoria, comiendo la carne de los vencidos y bebiendo el vino y la cerveza que habían conseguido tras saquear el almacén del poblado. Seguirían así toda la noche, hasta caer ebrios, agotados y satisfechos por lo conseguido.

Conocían qué debían hacer en tales circunstancias. Durante varias horas fueron retirando, arrastrando y transportando los cuerpos de los muertos hasta la ladera de una pequeña colina cercana, donde los de su pueblo enterraba a sus muertos. Uno tras otro, todos los cuerpos, o lo que quedaba de ellos, fue llevado hasta las inmediaciones del túmulo, del gran dolmen que servía para depositar los restos de los que se habían ido, desde tiempo inmemorial.

Cuando llegó la fresca mañana de otoño, ya casi habían terminado de inhumar a los difuntos en lo más recóndito de aquel santuario que guardaba los huesos de sus antepasados, entre robles, acebos y bojes, desde, así lo creían, el principio de los tiempos. Una vez acabaron de colocar los restos, en posición fetal, mirando hacia poniente y con los escasos restos del ajuar de los guerreros que habían podido rescatar después de la lucha, cerraron la galería de la tumba y todos amontonaron tierra a su alrededor, para evitar que los osos, los lobos u otras alimañas menores escarbaran en ella para devorar los restos putrefactos que contenía.

Con las mujeres, los jóvenes y los niños, había permanecido el viejo chamán, al que los de su tribu llamaban Beguilun. A mediodía los supervivientes regresaron a lo que quedaba de su poblado para recoger lo que había quedado, pues iban a abandonarlo para buscar, hacia el norte, lugares más seguros. Beguilun se quedó, únicamente acompañado por su nieta Izarzuri. Se disponía a realizar el ritual de tránsito y protección de los muertos.

La razón de que lo acompañara su nieta, que ya tenía doce años, era que los conocimientos del oficio de brujo o bruja de la tribu, se transmitía de abuelos a nietos, al primer nieto o nieta, concretamente. Izarzuri era la primera nieta. La chica iba aprendiendo las artes en que su abuelo la instruía: sacrificio de animales a los dioses; predicción del futuro y del tiempo; cálculo de los días de bajar y subir a los pastos, en verano o en invierno; cuándo había que sembrar el cereal y otras plantas y, sobre todo, aquellos ritos que tenían que ver con el paso al más allá y el mundo de los genios, las lamias y los espíritus, en general.

La muchacha se sentó. Bajo el túmulo, sobre otros muchos antepasados que habían ido reposando en el mismo, a lo largo de años, de siglos, reposaban ahora aquellos que ella había conocido. A Izarzuri le apenaba la muerte de todos, pero, especialmente, la de su padre Bizarzun y la de su hermano Artzazcar. Con ellos, también se había ido un chico que le gustaba, Sendoa. Era mayor que ella, pero varias veces habían cruzado miradas, que no palabras, de esas centelleantes y fugaces, que solo se producen cuando dos seres están destinados a quererse para siempre.

Pero, ahora, todo aquello se había marchado. Izarzuri no sabía adónde. Sentada, observando y escuchando las evoluciones y plegarias de su abuelo (tan antiguas debían ser, que no las entendía), la muchacha se sentía apenada. Pero no lloraba; quizá porque en aquella época remota las personas no sabían qué era llorar o porque intuía que el llorar gastaba energías, líquidos y sales que su cuerpo, nada sobrado de nutrientes, no podía desperdiciar.

Pasado un rato, el anciano calló y, dejando el largo báculo que siempre lo acompañaba, miró a su alrededor. Lo que vio, pensaba su nieta, no parecía gustarle demasiado, porque fue ampliando su terreno de búsqueda entre los robles que poblaban el monte, levantando las ramas bajas de los bojes, de los enebros y hasta de los sagrados acebos (algunos de los cuales ya ofrecían sus frutos rojos, preludio del invierno ya próximo) y no paró hasta encontrar dos pequeñas planta de tallos y hojas verdes, de apenas dos palmos de altura y que sacó de la tierra con todas sus raíces, con sumo cuidado, tras escarbar un agujero a su alrededor.

Una vez las plantas en sus manos, todavía con un pellón de tierra húmeda en su parte inferior, el anciano volvió a la cabecera del dolmen. Se trataba de la parte que daba al oeste. La gran laja que cerraba la tumba presentaba un orificio redondo en la parte superior y, a ras de tierra, a ambos lados, unos a modo de portabúcaros de piedra, unos recipientes que servían para dejar en su interior las ofrendas que los vivos hacían, de vez en cuando a sus muertos.

El viejo Beguilun sabía que aquella era una ocasión especial, que ya nadie más iba a venir a ofrecer a sus antepasados ningún presente para recordar su memoria, por eso, esa vez, escarbó en los recipientes, sacando toda la tierra que pudo de los mismos. Una vez lo hubo hecho, plantó los vegetales que había buscado con tanto afán. Hasta ese momento, su nieta Izarzuri había estado callada, observando las evoluciones del anciano, pero, al ver cómo volvía a introducir en la tierra de aquella manera tan extraña las plantas que poco antes había arrancado con tanto cuidado, preguntó:

-Abuelo, ¿para qué haces eso? ¿Para qué sirven estas plantas?

El hombre, miró detenidamente a su nieta y, solemne, con una voz que la niña no le había escuchado nunca, respondió:

-Mira, nieta. Esta planta se llama “suguemaite”. Atrae a las víboras, que acuden junto a ellas y, ahí, si encuentran las piedras y oquedades adecuadas, establecen su cubil. Lo más curioso, y así me lo transmitió mi abuelo, y a él su abuela, es que las víboras y los hijos de las víboras, y los nietos de las víboras viven en ese lugar para siempre. Esto que hemos hecho servirá para que aquí, en la tumba de nuestros antepasados siempre haya un nido de víboras y, si alguien atrevido se atreve a remover esta tierra sagrada, ellas le darán su merecido. Como bien sabes, son animales venenosos capaces de matar a un hombre hecho y derecho, de una sola mordedura.

La tarde iba cayendo, fresca y triste. Procurando no tener ningún tropiezo desafortunado, abuelo y nieta se perdieron por vericuetos y atajos escondidos entre bosques, laderas y barrancos, para ver de alcanzar, al día siguiente, a los supervivientes de su tribu. Conocían a dónde se dirigían y esperaban alcanzarlos sin problemas.

En la ladera del monte, llamado muchos años más tarde “La Peña del Ladrón”, muy cerca de otro más alto donde también mucho después se levantaría la “Ermita de San Pelayo”, muy venerada por los habitantes de la Baldorba, el gran dolmen se quedó solitario. Únicamente se dejaba oír el rumor que el cierzo levantaba a su paso, cuando veloz cruzaba entre las ramas de los robles de hojas verdes y doradas. Saludaba a las almas de los muertos a modo de oración ininterrumpida, y así seguiría, por los siglos de los siglos.   

 

 

II (Año 2018 d. C. Primavera)

El Jeep blanco, que llevaba en las puertas delanteras el distintivo “Gobierno de Navarra”, se detuvo en la ancha pista que comunica los pueblos baldorbeses de Amatriain y Orisoain cuando llegó al camino que conducía a la cumbre del monte San Pelayo. Una vez convenientemente aparcado sin entorpecer la vía, de él bajaron dos hombres y una mujer que sacaron unas pequeñas mochilas y unos bastones de travesía. Siguiendo las indicaciones del chófer, que iba vestido de verde, al modo como lo hacen los guardas forestales, echaron a andar hacia el este, ganando cada vez más altura. El camino se iba convirtiendo, poco a poco, en una senda abarrancada llena de hoyos y cantos rodados. Discurría entre un valle, a la izquierda, donde aún se veían algunas piezas de cebada, a punto de ser cosechada y una tosca cerca de estacas de madera y alambre de espino, tras de la cual comenzaba un amplio bosque de robles, no muy gruesos, tapizado de largas hierbas, brezos, escaramujos y enebros y que también trepaba buscando la altura.

En un momento dado, siempre siguiendo al guarda, abandonaron la senda y, cruzando la cerca por una langa, comenzaron a andar entre los árboles. Caminaban uno detrás de otro, sin hablar, excepto cuando el de adelante avisaba al de atrás que soltaba alguna rama con “efecto arco”, para que no le golpeara. Transcurrieron unos veinte minutos y el guarda dijo que ya habían llegado. En la ladera oeste de la llamada “Peña del Ladrón”, entre robles, bojes y algún acebo que otro, se adivinaba más que se veía, un conjunto de lajas de piedra, clavadas verticalmente en el suelo, que formaban una suerte de cuadrilátero. La losa que se levantaba en la parte baja, algo mayor que las demás, estaba horadada cerca del borde superior por un orificio redondo de unos cinco centímetros de diámetro. Alrededor del cuadrilátero, especialmente ladera abajo, se veían esparcidas unas cuantas lajas más que podrían haber formado parte del recinto, pero que habían sido desplazadas, muy probablemente por el paso del tiempo y los elementos.

El guarda y las otras dos personas se desprendieron de las mochilas y apoyaron los bastones en el tronco de un roble. El hombre mayor, no muy alto, moreno y de cara bastante blanca y en la que podía verse unas gruesas gafas de pasta, lo que le confería un cierto aire académico, dijo:

-Bueno, creo que antes de empezar nuestro trabajo deberíamos echar un bocado. Son las diez y media y, desde que salimos de Pamplona creo que ya habremos hecho gana. ¿No les parece?

-Por supuesto, profesor -respondió la mujer, mucho más joven que el aludido- después del viaje y la caminata los primero es reponer fuerzas.

-Pues, por mí de acuerdo, añadió el guarda forestal. No les diré que no. Pero les aconsejo que no se sienten por aquí, no es bueno para la salud. ¿Ven ustedes estas plantas verdes que crecen en los alrededores de las piedras y son más abundantes cuanto más cerca de ellas están? El hombre y la mujer asintieron al unísono. La mujer preguntó, frunciendo el ceño, con cara de extrañeza:

-Sí que las vemos. ¿qué son y por qué dice usted que no nos sentemos por aquí?

-Se llaman lechetreznas, porque exudan un látex blanco al cortarlas, que es tóxico e irrita la piel. Además, actúa como fortísimo purgante. Por aquí, los baldorbeses las conocen como “suguemaite”, amor de culebra. En otros lugares, pues es una planta muy extendida por todo el planeta, el género consta de unas dos mil especies. La llaman también “albahaca venenosa, hierba del coyote o siempre verde”. Su nombre científico es “Euphorbia”, en honor al médico griego del rey Juba II de Mauritania, hacia el 50 antes de Cristo, que la utilizaba como medicina y recomendaba frotar con ellas las puntas de las flechas, por su efecto venenoso.

-Bueno-intervino el profesor-, pero no veo la relación entre estas plantitas y su recomendación de que no nos sentemos. ¿Es que hay algún otro peligro asociado a ellas? Por supuesto, no vamos a tocar ninguna, ni nos las vamos a comer.

-Ya-repuso el guarda-. Ya sé que no van a arrancar ninguna, pero se sabe, desde antiguo, que, entre sus muchas propiedades, la más desconocida, quizá, es que tienen la particularidad de atraer a las víboras, y por estos lares, de los tres tipos que habitan en Navarra, tenemos dos. O sea, no solo es conveniente no sentarse por aquí, sino que también hay que tener cuidado dónde se echa la mano, pues, aunque las víboras suelen desaparecer cuando llega el ser humano, en condiciones especiales de cría o si están haciendo la digestión, entre otras, suelen morder aquello que entra en su zona de confort.

Una vez oídas estas palabras, el profesor y su ayudante femenina permanecieron quietos y erguidos, mientras daban buena cuenta de los bocadillos que habían traído para almorzar y echaban algún que otro trago del agua que contenían las cantimploras que habían sacado de sus mochilas. Nadie habló mientras comían. Únicamente, de vez en cuando, las cabezas se movían para escudriñar el suelo y las piedras, para ver si por ahí andaba alguno de los ofidios citados. Cuando terminaron, el profesor dijo:

-Bueno, y ahora, con cuidado, a lo nuestro. Desde que recibimos el aviso de que en estos montes había un conjunto de rocas que podrían haber sido un dolmen, he procurado recabar toda la documentación posible sobre la época prehistórica en la zona de la Baldorba. Y no hay mucho. Sí que se han descubierto abrigos y algún que otro menhir, así como varios castros de época ya tardía, pero de dólmenes no tenemos ninguna noticia. Por eso hoy vamos a explorar el terreno, a medir los restos y a tomar nota de la distribución de todo lo que está diseminado a su alrededor. Usted-añadió mirando al forestal- haga una recopilación del entorno vegetal y animal, que se deje ver. Nosotros nos dedicaremos, con cuidado, al dolmen. Ayúdeme, señorita.

La muchacha, que había defendido recientemente su tesis sobre arqueología prehistórica de Navarra y trabajaba con el profesor en una de las universidades de esa Comunidad, algo recelosa fue siguiendo las indicaciones que le daba su maestro. Durante el resto de la mañana acotaron; situaron geográficamente el lugar; lo midieron; apuntaron los datos; sacaron fotografías desde diferentes ángulos y recogieron unas muestras de tierra y algunas rocas del entorno del menhir, para que las analizaran en el laboratorio de la universidad. El profesor comentó que, una vez hechos los estudios e investigaciones pertinentes, prepararían la excavación, eso sí, en invierno, para evitar el peligro de las víboras, pues no estaba dispuesto a que a nadie de su equipo le ocurriese ninguna desgracia.

A mediodía, dieron por finalizado su trabajo, recogieron los bártulos y se pusieron las mochilas para volver por donde habían venido.

 

III (Año 2018 d. C. Otoño)

 

Genaro Buldaniz (siempre decía que su apellido, tan vasco, no llevaba tilde) ya había decidido cómo iba a afrontar el asunto que se traía entre manos. Trabajaba como conserje en la Facultad de Historia y Geografía de la Universidad Pública de Navarra, en Pamplona. Frisaba ya los cuarenta y, en los veintitantos años que llevaba trabajando en ese centro nunca le habían pillado. Genaro Buldaniz se creía listo, muy listo. Mucho más listo incluso que todos esos profesores y profesoras que daban clases en la universidad. Y por supuesto, se creía también mucho más listo que todos esos pipiolos y pipiolas de alumnos que acudían a ella a estudiar. Porque Genaro Buldaniz llevaba años sacándose un sobresueldo, aprovechándose de los estudios arqueológicos que se llevaban a cabo en esa Facultad. Estaba siempre con el oído y la vista prestos a enterarse en qué lugar de Navarra o de sus alrededores se había producido un hallazgo. Cuando así ocurría y, por supuesto mucho antes que los expertos pudieran comenzar sus excavaciones, iba él, a deshoras, escondido, solo y provisto de su inseparable detector de metales y su mochila especial “recogetodo” y, cava por aquí, pasa el detector por allá, arramblaba en un “pispás” con todo aquello que encontraba y le parecía de valor. Luego, por unos cauces secretos que solo él y sus cómplices conocían, sacaba las piezas fuera de España y otros las vendían, especialmente en Francia, Alemania, Estados Unidos y Canadá.

Genaro Buldaniz estaba muy bien relacionado con varias personas de ese nuevo partido de izquierdas cuyo nombre mismo indicaba que podía todo, nacido en Madrid en 2015 y dirigido por profesores de universidad, varios de ellos, y que se movían por aquí y por allá fuera de las fronteras, expertos en el chanchullo y en el trasiego de todo tipo de objetos de valor. Lo tenía bien montado. En solo dos años sus ganancias quintuplicaban el sueldo de un curso. Por supuesto, no las ingresaba en ningún banco. Compraba oro que luego escondía en un lugar seguro que solo él conocía. Como era soltero y no muy agraciado, pues tenía una cara flaca de la que colgaba una fea nariz curvada y unos ojos muy juntos hacían que su mirada fuese torva y huidiza, ninguna mujer había querido unir su destino con él. Además, era bajo y flaco y bastante aficionado a la bebida. Por eso, ya había desistido de buscar compañera y recurría, como varios de sus amigos, dignos de él, a los brazos mercenarios. Con eso se conformaba.

Aquel otoño, recién comenzado el curso, Genaro Buldaniz se hizo con todos los datos que el profesor Enrique Trasmoz y su ayudante Pilar Lafuen habían recogido en su última investigación. Se trataba de un dolmen cercano al pueblo de Amatriain, en la Baldorba, sabía que ese invierno se disponían a iniciar una excavación. Se preguntaba por qué en invierno, pero no se atrevía a hacer ningún comentario al respecto, para que no lo asociaran con el yacimiento. Ya tenía todo preparado. El día doce de octubre se acercaría al lugar del que ya tenía todos los datos que se habían recabado y, disfrazado de “recogesetas”, con una gran cesta y un bastón, aprovecharía para llevar a cabo su expolio.

Cuando llegó el día, Genaro Buldaniz subió en su coche y se desplazó hasta la pista que enlazaba los pueblos de Amatriain y Orisoain. Aparcó en el mismo lugar en que los habían hecho el profesor y su ayudante y, siguiendo las indicaciones detalladas que había conseguido, fue caminando hasta el lugar donde se encontraba el dolmen. La mañana estaba nublada y comenzaron a caer cuatro gotas. Pensó que eso le favorecía, pues la lluvia disuadiría a quienes quisieran subir a la cercana ermita de San Pelayo. Al lugar al que él se dirigía sabía que era muy difícil que fuera nadie, pues estaba bastante apartado y escondido y la noticia de su existencia no había salido a la luz todavía. Fue subiendo y recogiendo todas las setas que veía, así podría excusarse si se encontraba con alguien.

Cuando llegó al lugar quedó un tanto decepcionada. No había un dolmen como tal, solo un conjunto de lajas verticales y otras diseminadas por los alrededores. Le extraño la abundancia de una planta pequeña, toda verde, que crecía especialmente alrededor de los restos pétreos, pero no le dio más importancia. Lo suyo no era la botánica, ni siquiera la micología. No le interesaban. Él iba a lo suyo. Sacó el detector de la mochila; lo armó y conectó. Comenzó a pasarlo, despacio, por el interior del cuadrilátero, debajo del cual,   se suponía, había personas enterradas, esperaba que con sus ajuares, pues huesos no iba a llevarse ninguno, pero objetos de metal, si los había, sí.

Durante media hora el aparato no emitió ningún sonido y en la pantalla no se veía nada interesante. Genaro Buldaniz tenía buen oído y, de vez en cuando, le pareció oír un siseo suave y continuado, al que no dio más importancia. Por fin, al lado de las piedras que miraban al sur, la máquina dio señales de vida. El hombre, guardó el aparato en la mochila, sacó una azadilla muy afilada y muy nueva y comenzó a excavar en el lugar en que se había producido la señal. No llevaba ni dos minutos enfrascado en su labor cuando sintió de nuevo el siseo que había oído anteriormente y en seguida sintió que algo le mordía la mano, antes de que pudiera retirarla. Soltó la azadilla y observó asombrado que dos pequeñas serpientes se deslizaban raudas fuera del cuadrilátero, Quiso pisarlas, pero los animales se perdieron en la espesura y al hombre no le dio tiempo a alcanzarlas.

Se miró la mano. Era la derecha. Vio con horror que cuatro pequeñas gotitas de sangre iban haciéndose cada vez más grandes en la parte más carnosa. Intentó hacerlas desaparecer con la mano izquierda, pero volvían a salir al momento. La mano comenzó a dolerle con un dolor agudo que nacía de los cuatro puntitos que habían adquirido un tono violeta. Sacó el pañuelo e intentó hacerse un torniquete en la muñeca, pero no consiguió que le saliera bien, ni siquiera ayudándose con un palito para dar vueltas a la tela.

De pronto sintió un gran pánico y pensó que tenía que salir de allí y llegar hasta el coche para ir a un hospital. Abandonando todo salió corriendo, aunque sabía que en caso de mordeduras de serpientes no había que moverse demasiado para que el veneno no se expandiera tan deprisa por el cuerpo. La mano le dolía cada vez más. Varias veces resbaló y cayó a tierra. Para levantarse, no podía apoyar la mano derecha que, cada vez que la miraba, presentaba un aspecto deforme y un lustre gangrenoso. Le dolía mucho. Tenía la garganta seca. Una de las veces que cayó, al intentar incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo doblado, sin poder ponerse derecho.

Un sol tímido había aparecido entre las nubes, era ya mediodía, cuando Genaro Buldaniz tuvo un violento escalofrío. Ya casi había llegado al coche. Volvió a caer al suelo. Extrañado notó que la mano ya no le dolía, aunque no tenía fuerzas para moverse. La sed disminuía. Pensó que el veneno comenzaba a irse. La sensación de bienestar avanzaba. Cada vez se sentía mejor. De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho y la respiración le fallaba. Solo veía cientos de plantitas verdes y víboras, por todas partes y comprendió la relación que había entre ellas. Quiso estirar los dedos de la mano, pero no pudo. Y dejó de respirar.

         Moraleja: “Cuidado con las “euforbias”.

¡Buen camino! Vale.

 




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