Sergismundo en Wikiloc: "Está emplazado en un alto y sorprende por sus dimensiones, y según la documentación, aún tiene que ser mayor, ya que continúa bajo la maleza.
Harina de otro Costal
por Juanjo Costa.
Trashumancia
y abejas
(No,
no, el título no está equivocado; lee y verás)
“Camino
de la Bardena
Es parecido
al de Roma;
A los
viejos los remata
y a los
jóvenes los doma”
(Jota
navarra)
Llovía
quedamente sobre pequeño cementerio de Irurozqui, en el valle navarro de Urraúl-Alto,
un agua suave, de primavera. El sol se ponía escondiéndose tras la sierra de
Gongólaz. Un ruiseñor despertó al ocaso, lanzando su aúreo trino desde los
chopos del pequeño río Areta. A lo lejos, hacia el oeste, se vislumbraba la
torre de la iglesia de San Miguel, en Aoiz. Por las laderas de la sierra de Zariquieta se deslizaban algunos robles
escuálidos, bojes, ilagas moteadas de amarillo, tomillos punteados de blanco y
rosa, y matas de espliego que apenas apuntaban su espiga añil. La campana de la
iglesia de San Adrián, a la que rodeaban apenas una quincena de casas tocaba a
misa de difuntos y un cielo gris cubría el paisaje como un templado y suave
sudario.
Acabadas las oraciones,
una pequeña comitiva fue saliendo del enjuto recinto, que apenas albergaba una
decena de tumbas, la mayoría antiguas, y se dirigió hacia el pueblo por un
camino tapizado de verde, flanqueado por juncos y matas de escaramujos, que
desparramaban a borbotones sus pequeñas rosas blancas y esparcían por el aire
una fragancia fresca.
Al llegar a las
primeras casas el grupo se fue dispersando, tras las oportunas despedidas,
pésames y condolencias. También el cura dijo adiós a los deudos del finado,
pues debía acudir a otro de los pueblos cercanos a seguir con su cometido de
pastor de almas. Por una estrecha callejuela cuyos adoquines vestidos de verdín
y desgastados por los pasos y el tiempo, llegaron a la puerta de una casa en
cuyo dintel podía leerse “1775 Pedro de Ilarregui me hizo”. Todos entraron en
ella y subieron al comedor que estaba en la primera planta. En la estancia
había una gran mesa sobre la que dos mujeres del pueblo, contratadas para la
ocasión por Josefa, que se ocupaba habitualmente de atender al patriarca y al
hermano de este, que no era otro que el fallecido, habían dispuesto la
merienda-cena para la familia de Juan Irigoyen, el dueño de la casa que aquel
mes de mayo de 2005 había cumplido los 85 años.
Todos tomaron asiento
en silencio. Alrededor del anciano, que presidía, se distribuyeron su hija y
yerno; su hijo y nuera y los hijos de ambos matrimonios, un total de seis
jóvenes de entre quince y veinticinco años. Todos esperaron a que el abuelo
bendijera la mesa para empezar a servirse los entremeses y otras viandas que
las mujeres habían dispuesto. Al principio se hablaba poco, pues casi todos se
ocupaban en comer. El día había sido largo y todos, menos el dueño de la casa,
habían llegado, temprano, por la mañana, desde Pamplona.
Cuando la comida y la
bebida fue templando los cuerpos y los espíritus de los comensales, la hija de
Juan Irigoyen, Lucía, habló:
-Bueno,
padre, todos esperamos que, ahora que el tío Venancio se ha ido, vengas con nosotros a Pamplona. Aquí ya no
puedes seguir, viviendo casi solo; a tus años estarás mejor atendido. Incluso,
si lo prefieres, te podemos buscar plaza en una de las residencias para la
tercera edad. Ya sabes que en la capital las hay muy buenas y, además, tienes
posibles y vas a estar muy bien atendido.
-Mira
hija-respondió el anciano-. Sé que lo haces por mi bien, pero en este momento
no quiero hablar de ello. Hoy es un día muy triste para mí y quiero estar con
vosotros y con mis nietos, a gusto. No te preocupes; te prometo que a partir de
mañana hablaremos tú, tu hermano y yo, sobre mi futuro. Ahora, por favor, os
pido que tratemos otras cosas.
-
¡Eso, eso-intervino uno de los nietos-! ¿Por qué no nos cuentas alguna historia
de cuando el tío abuelo y tú bajabais a la Bardena con las ovejas para pasar el
invierno? ¡Seguro que os pasaron infinidad de aventuras interesantes!
-
¡Sí, sí-intervinieron varios de los otros nietos!
-
¡Cuéntanos algo, así además te distraerás un rato! -dijo una de las chicas-.
Sabemos que el tío-abuelo Venancio, además de pastor, estuvo en la guerra.
Nunca nos habéis contado nada de eso; todo lo habéis mantenido en secreto. Ya
somos mayores y queremos saber cosas de nuestra familia.
Por un momento, tras esta perorata
dicha con tono juvenil y desenfadado, todos callaron. Los hijos de Juan
Irigoyen no dijeron nada. Sabían que al viejo no le gustaba hablar de las cosas
de la guerra. De hecho, siempre se habían preguntado por qué su padre, a los
pocos años de la misma, había vendido su rebaño y había abandonado el oficio de
pastor para quedarse en el pueblo cultivando la tierra. Sabían también que el
tío Venancio había estado muchos años en el extranjero y solo había vuelto a su
pueblo cuando, una vez muerto Franco, termino la Dictadura. Su padre nunca les
había contado nada; es más, cuando se quedó viudo, allá por los años setenta,
los había enviado a estudiar a Pamplona y únicamente volvían al pueblo en
vacaciones. Cuando volvió el tío Venancio, convivieron varios veranos con él,
pero como era un hombre reservado y taciturno, nunca les había contado nada.
Los
trataba muy bien, eso sí. Y los quería. Incluso les enseñaba muchas cosas sobre
su pueblo y la Naturaleza, pero nunca les había hablado de sí mismo y mucho
menos de los tiempos pasados.
Seguía el silencio. El
abuelo estaba algo cabizbajo y con la mirada perdida en algún lugar recóndito
del pasado, aunque parecía mirar al mantel. Pasados unos minutos, levantó la
cabeza y habló:
-Bueno.
Como no sé si tendré muchas oportunidades de teneros a todos reunidos de nuevo,
voy a aprovechar la ocasión para que sepáis algo de mi hermano Venancio. Esto,
solo se lo conté a vuestra madre y abuela Luisa cuando decidí dejar la
trashumancia y el oficio de pastor. Si no, no habría entendido el por qué de mi
decisión. Además, el suceso que os voy a relatar, fue un “milagro”. Yo mismo no
me explico, todavía, qué ocurrió aquellos días. Fue algo tan extraño. A ver por
dónde empiezo…
Como ya sabéis, mi
hermano Venancio y yo hemos sido gran parte de nuestra vida pastores. Pastores
trashumantes, además. Desde que éramos pequeños, nuestro padre, vuestro abuelo
y bisabuelo, Adrián, y sus hermanos nos enseñaron el oficio. Luego, de mayores,
seguimos la tradición y, con nuestros primos, nos dedicamos a criar ovejas.
La gente piensa que
solo los pastores de Roncal y Salazar bajaban con el ganado a al Bardena, para
pasar el invierno, pero eso no es así. También los de estos valles,
Urraúl-Alto, Urraúl-Bajo y Aézcoa y otros, hacíamos la trashumancia. A finales
de septiembre, dos o tres semanas antes de San Miguel, según pintara el tiempo,
estábamos atentos a las grullas. En cuanto veíamos u oíamos que las grullas
iban hacia el sur, preparábamos el ganado, los perros y los trebejos y nos
poníamos en marcha.
En la época de la que
os voy a hablar, el año 1948, todavía se hacía todo el camino andando. Llevábamos
la comida y la impedimenta en unos borricos e íbamos durmiendo en las muchas
cabañas que hay preparadas al efecto por todo el trayecto. Ya sabéis que, desde
tiempo inmemorial, los rebaños tienen sus propios caminos, llamados Cañadas
Reales. Nadie puede cambiarlos; nadie puede roturarlos ni construir en ellos.
Son sagrados. En otros lugares las cañadas atraviesan España de Norte a Sur. En
Navarra también. Pero las nuestras no salen de la provincia. Como nuestro valle
no es congozante de las Bardenas Reales, teníamos que buscar los pastos de
invierno en sus alrededores, en otras Bardenas. Íbamos por la Cañada Real
Tauste-Andía, que pasa, entre otros pueblos, por Artajona Tafalla y Peralta. Os
podría contar muchas anécdotas e historias de todo lo que nos ocurrió en
aquellos viajes, pero quiero, como os he dicho, relataros un suceso que tuvo
como protagonista a dos hombres. Uno de ellos mi hermano -a esas alturas de la
narración el abuelo tenía ya más que rendidos a sus oyentes, que miraban
expectantes al anciano-.
Como he dicho, aquel
año de 1948, llegado el momento, abandonamos Irurozqui y nos pusimos en marcha.
Era hacia el quince de septiembre. Aunque durante el día el tiempo era sereno,
anochecía cada vez más pronto y por la noche refrescaba. Salimos cuatro
pastores: dos primos nuestros, mi hermano y yo. Aunque llevábamos muchas
ovejas, casi dos mil, de raza “rasa”. No habíamos podido contratar a nadie que
nos quisiera ayudar; cada vez había menos pastores. Con nosotros caminaban dos
borricos con la ropa y las provisiones y seis perros que nos ayudaban con las
ovejas. A la cabeza de la manada marchaban los moruecos con sus grandes
esquilas, a los que el rebaño seguía mansamente. Llevábamos también una punta
de cabras a las que había que vigilar, pues eran animales muy levantiscos y
causaban más de un estropicio en los campos.
La cosa pintaba normal.
El paisaje, cuanto más al sur, se iba haciendo más llano. Las viñas estarían
pronto en sazón y los pueblos eran cada vez más grandes. Cuando llegamos a
Monreal, mi hermano Venancio se encontró con un amigo que dijo llamarse Ángel
Corvina. Venancio nos explicó que se habían conocido haciendo el servicio en
Ceuta, antes de la guerra Civil. Ya sabéis que mi hermano me llevaba varios
años. Habían hablado de cómo se vivía en nuestra tierra y al tal Ángel le había
quedado la idea de venirse aquí desde las tierras extremeñas, donde había
nacido. Y así lo había hecho.
Al principio, no me
expliqué cómo se habían encontrado los dos en un lugar tan pequeño como
Monreal, pero más tarde supe que mi hermano y él estaban conchabados para que
esto se produjera. Venancio nos comentó a los primos y a mí que Ángel también
había sido pastor, entre otras cosas, y que, si nos parecía bien, nos podría
ayudar. O sea que nos apalabramos con él; así se hacían las cosas en aquellos
tiempos. Se vino con nosotros. A los dos días estábamos cruzando el término de
Artajona, después de haber bordeado la Sierra de Alaiz. Al atardecer llegamos a
la que las gentes del lugar llaman “La cabaña del Sorchante”, una construcción
redonda; de piedra, donde dormíamos los pastores trashumantes.
No habíamos podido
hablar mucho con el recién llegado. Únicamente a las horas de comer charlábamos
algo, sin profundizar, sobre esto y aquello y, sobre todo, sobre la tarea que
estábamos realizando. En una de estas paradas, antes de llegar a la citada
cabaña, Ángel se retiró a hacer sus necesidades. Yo, sin querer, me encontraba
cerca de él y cuando se incorporaba y se componía la ropa, me pareció ver que
llevaba una pistolera colgando del hombro izquierdo. Cuando se percató de que
yo andaba por ahí, se puso la zamarra, rápidamente. Ninguno de los dos dijimos
nada. Yo, algo extrañado por lo que había visto, pensé hablar con mi hermano,
pero a aquellas horas teníamos que preparar el rebaño para pasar la noche y
apañar nuestra cena y nuestra propia habitación para pasar la noche.
Cuando oscureció, tras
comprobar que todos los animales se encontraban bien, echamos el último cigarro
y nos fuimos a dormir. A mí me tocaba la tercera imaginaria (así se llamaba en
la “mili” a la vigilancia que una persona hacía del sueño de sus compañeros). A
las dos de la mañana, uno de los primos me llamó y salí al relente para vigilar
hasta las cuatro de la mañana.
Normalmente no me
entraba el sueño, pero aquella noche no sé por qué, el cansancio que ya se iba
acumulando, la cena, la hora o ¡vaya usted a saber!, me cercioré de que todo
iba bien y me senté en el poyo que había a un lado de la puerta. Poco a poco,
me quedé dormido. No sé cuanto rato estuve así, pero, de pronto, el chasquido
de una rama quebrada, me sobresaltó. Me desperté y me puse de pie. Al momento,
alguien me puso un objeto frío en la nuca y me susurró “no te muevas o eres
hombre muerto”.
Atónito vi cómo varios
números de la Guardia Civil rodeaban la cabaña. Dos de ellos entraron y dijeron a grandes
voces:
- ¡Alto a la Guardia Civil; no os mováis o sois hombres muertos!
No
se oyó ni una voz más. Únicamente el sonido de forcejeo y arrastrarse de
cuerpos hasta el exterior de la caseta. Aparecieron más guardias apuntándonos
con sus máuseres; nos pusieron contra la pared. Confieso que sentí miedo, mucho
miedo. No tenía ni idea de qué iba aquello. En un momento determinado, antes de
que los guardias dijeran ni una palabra, Ángel sacó su pistola y disparó dos
tiros. Un guardia, cayó, herido de muerte. El pistolero echó a correr, barranco
abajo. Los guardias comenzaron a disparar frenéticamente, mientras lo
perseguían. Entonces, horrorizado, vi a mi hermano Venancio echarse a correr en
sentido contrario al del fugado. Pronto desapareció de la vista, pero los
guardias se habían percatado de su huida y dos de ellos comenzaron a seguirle.
Los demás no nos atrevíamos casi ni a respirar, Los perros comenzaron a ladrar,
el rebaño, encerrado en un redil cercano a la cabaña se revolvía inquieto.
Oíamos sus balidos.
Todo transcurrió rápidamente. Al rato
seguíamos de pie, vigilados, sin hablar. Los guardias nos obligaron a echarnos
en el suelo, bocabajo. Nos seguían apuntando con los fusiles. Transcurrida
media hora, un grupo de guardias volvieron trayendo un cuerpo inerte. Sentí
miedo; pensé que podría ser mi hermano, pero, cuando amaneció, comprobé que se
trataba de Ángel. Bien entrada la mañana seguíamos en el mismo sitio. Los
guardias nos hicieron preparar algo para desayunar. Comprobé que con nosotros
había ocho. Más tarde, los que habían salido en persecución de mi hermano,
volvieron con las manos vacías. El cuerpo de Ángel había desaparecido. Luego
supe que los guardias lo habían enterrado por los alrededores.
No nos dieron ninguna explicación. Lo
primero que hicieron fue llevarnos al cuartelillo de Artajona, cargando el
cuerpo de su compañero muerto sobre uno de los borricos. Enviaron a algunos
paisanos para que se hicieran cargo del rebaño. Nos tuvieron todo el día en el
calabozo. Nos iban sacando, de uno en uno, para interrogarnos. Nos preguntaban “no
sé qué” del “maquis” y si también éramos comunistas. Por supuesto nosotros no
sabíamos nada. Les explicamos cómo habíamos conocido al muerto y, cuando
comprobaron que éramos unos pastores que nada teníamos que ver con él, nos
dejaron marchar. Sobre mi hermano también nos interrogaron y les dijimos todo
lo que sabíamos sobre su persona.
Al día siguiente nos dejaron libres; eso
sí nos tomaron la filiación y nos recomendaron que nos presentáramos al cuartel
de la Guardia Civil más próximo que hubiera al lugar al que íbamos. También nos
conminaron a que no dijéramos ni una palabra sobre lo ocurrido. Por supuesto,
les dijimos que así lo haríamos y así fue. Luego, tras contratar a dos pastores
de Artajona para suplir a mi hermano y a Ángel, continuamos nuestro camino.
Pasamos ese invierno, como estaba previsto, con las ovejas y, en primavera,
volvimos al pueblo. Ni mis primos ni yo sabíamos qué había sido del tío
Venancio. Explicamos lo que nos había ocurrido a los más allegados. A los
amigos y vecinos les dijimos que Venancio, que era soltero, se había cansado de
ser pastor y se había ido a Barcelona, a trabajar.
El anciano calló. El auditorio pareció
despertar. Una pregunta flotó en el ambiente. Fue el hijo del viejo, Juan
Ignacio, el que la formuló:
-Pero,
¿qué ocurrió con el tío? Hoy lo acabamos de enterrar, luego no lo mataron los
guardias. ¿Escapó o lo capturaron?
Juan Irigoyen miró a su hijo y con
parsimonia le respondió:
-Durante
muchos años no supe nada de vuestro tío. Ni en la radio, ni en la prensa, ni en
ningún sitio, publicaron nada de lo ocurrido, Por fin, muchos años después,
cuando murió Franco, apareció un día en el pueblo. Mucho más viejo, pero con
buen aspecto. Entonces, supe lo que había ocurrido.
Lo primero que me dijo fue que su amigo
Ángel Corvina pertenecía al “Maquis”, la guerrilla comunista que luchaba contra
Franco. Él y otros habían pasado, desde Francia a Navarra, el año 1944 y
estuvieron “dando guerra” hasta 1948. No demasiada, por cierto. Este año, los
pocos de ellos que quedaron fueron sorprendidos en el pueblo de Goldáraz. Él
fue el único que se salvó. A los demás los mataron y enterraron como a bestias
salvajes; lo mismo que hicieron luego con él. Se había unido a nosotros, para
despistar e intentar huir a Francia. Pero, como sabéis, no pudo ser.
-
¿Pero, y el tío? ¿Qué ocurrió? ¿Cómo se salvó? -Preguntó uno de los nietos.
-Ya,
ya. Ahora os cuento -Respondió el anciano-. Mi hermano no era comunista, ni era
del “maquis”. Pero, a veces, “Nobleza obliga”. Se creyó en la obligación de
ayudar a su amigo y así lo hizo. Me dijo que escapó más por miedo que por
culpabilidad. Aunque lo podrían acusar de cómplice. Y ¿cómo se escabulló? Pues
porque conocía el terreno. No muy lejos de aquí hay una abejera de piedra a la
que los de Artajona llaman “Abejera de Arcamendía”. Venancio consiguió llegar
hasta ella y colarse dentro. Sabía que, en la oscuridad echado sobre el suelo y
tapado con la chaqueta. sin moverse, las
abejas no le harían nada, aunque no las tuvo todas consigo. Los guardias lo
buscaron durante una semana. Por supuesto, ni se les ocurrió molestar a las
abejas y mirar dentro. Eso lo salvó. Bueno, eso y la miel que pudo ir chupando
de los panales, con cuidado. Luego salió, eso sí, hecho un “Ecce Homo”. Me dijo
que le costó dos meses reponerse, robando comida por aquí y por allá, y pasar a
Francia con ayuda de unos “mugalaris”. El resto, ya lo sabéis. Sobrevivió. ¿Fue
un milagro su salvación, o no? Por supuesto, desde aquellos días, su alimento
preferido fue la miel. Se comprende, ¿no?
¡Buen
camino! Vale.
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