miércoles, 10 de febrero de 2021

Una abejera y una cabaña en Artajona



Domingo, 7 de febrero de 2021

Hemos tenido otra semana de aguas. Para hoy anuncian una tregua entre temporales. Eso nos anima a salir a al campo. Pisaremos barro, pero mientras no llueva...
Son las 08:30 horas. 
Aparcamos junto a la ermita de San Bartolomé, en Artajona. 
La mañana está fría. 3º. El cielo tiene más nubes que claros. 

Agua de febrero, mata al usurero. 

En el suelo no se ve mucho barro. 
Salimos. La ruta de hoy también es ¡cómo no! de Sergismundo. 
Vamos a visitar muchos sitios. La cosa promete. 



Cruzamos la carretera que viene de Tafalla por senda estrecha. Además de orillar un sembrado, salimos a una pista blanca. En una finca contigua, los perros, ante la presencia de Vera, ladran dentro de sus jaulas, mientras la galga les dirige una mirada de indiferencia. 
Decido hacer el recorrido de Sergismundo al revés. 



En un desvío, un letrero nos indica la dirección de la primera visita de hoy. 
Unos pocos metros más arriba, en una finca de olivos y almendros, se encuentra la Abejera de Acarmendi. 




Perfectamente rehabilitada, es una joya.



 
Un panel en buen estado informa al visitante de lo que tiene delante. 
Damos una vuelta por su exterior apreciando las numerosas piqueras. Entramos. 
El interior todavía es más sorprendente. 



Limpio y bien cuidado, permite disfrutar de la vista de las celdas e imaginarnos la forma en que se trabajaría entonces. 
Bajamos al camino principal y torcemos a la dcha.
Enseguida llegamos a un desvío, que tomamos.



Un menhir moderno está colocado en la orilla del camino. 
Continuamos disfrutando del paisaje. 
Las cebadas verdean en grandes extensiones. 
09:20 horas. Cabaña del Sorchante. 




Es una construcción rehabilitada que servía de cobijo, según reza el cartel, a los pastores salacencos y roncaleses en la transhumancia. 




El interior está vacío, pero limpio y bien conservado. La Sociedad de Corralizas y Electra de Artajona ha hecho un trabajo magnífico. No sólo aquí, sino también en otras construcciones del término como la Cabaña de Saturnino Iriarte, que hemos podido conocer y disfrutar en nuestras excursiones. 
Un  poco más adelante vemos dos vehículos. Los cazadores están guardando los perros en el remolque. 
Les preguntamos si están al conejo y nos responden que no. Están batiendo zorros. Nos quedamos asombrados. No lo hubiéramos imaginado. 



Por el camino izdo. del Canal caminamos un largo y monótono trecho, pero con el aliciente de admirar una vista de Artajona desde una perspectiva diferente. 
Al llegar al sifón, el camino serpentea mientras divisamos la presa de la balsa del Canal y lo que nos parece una subestación del parque eólico. 



10:10 horas. Hay una cabaña de piedra en buen estado. Subimos hasta ella y aprovechamos las vistas  para echar un bocado. 
La mañana se ha puesto peor. Al NE negros nubarrones no presagian nada bueno. Sin embargo al S. y al O. el cielo está despejado. Los pueblos de la Solana disfrutan del calorcillo del sol. 
Abandonamos el camino para seguir por senda. 




Las consecuencias del incendio del 2016 todavía son patentes. 



La hierba y las coscojas se han recuperado; no así el arbolado que sufrió la furia del fuego en aquel día fatídico. 
11:10 horas. Dolmen de Karakidoia. 




El estrecho sendero nos invita a tomar un desvío a la izda. para llegar hasta él.

Sergismundo en Wikiloc: "Está emplazado en un alto y sorprende por sus dimensiones, y según la documentación, aún tiene que ser mayor, ya que continúa bajo la maleza.

Bajamos de nuevo al sendero hasta llegar a la pista. 
Cuando salimos al camino divisamos nuestra siguiente parada. 
11:30 horas. Corral de la Majada. 


Una parte del corral está en ruinas y, otra parte, ha sido rehabilitada como refugio para cazadores y caminantes. 



La zona abandonada tiene unos magníficos arcos de ladrillo que aguantan el paso del tiempo.
La casa tiene una puerta metálica que, al no estar cerrada, nos permite visitar el interior. 
El habitáculo es espacioso y está limpio. 



Una gran chimenea en un rincón sirve para proporcionar calor en los días fríos de invierno.



 
La leñera, a la que se accede por una pequeña puerta, está vacía.
En el exterior también hay un par de mesas de madera con bancos. 
Volvemos a caminar por senda. 
12:00 horas. Menhir de Soplahogueras.


Es una zona de piedras sueltas. Nos resulta imposible apreciar la importancia que tiene el lugar.  

Otra vez salimos a la pista y llegamos a un lugar conocido por nosotros.
La Fuente del Toro. 





También rehabilitada por la Sociedad de Corralizas, de su caño sale un hilo de agua. 
Nos sentamos un momento alrededor de sus mesas.



El trayecto es cuesta abajo hasta que empezamos a subir al canal. 
A los dos lados del camino hay ganado vacuno. 
A nuestra derecha, lo que parecen ser vacas royas de carne.



 
En cambio a la izda., el ganado luce tal cornamenta que tiene que ser bravo. 
Los ganaderos, que están junto a sus vehículos, nos dicen que la semana que viene quieren hacer el marcado de las reses. 
12:50 horas. Cabaña redonda. 


En un ribazo, en la orilla de una pieza, medio escondida, se encuentra una pequeña cabaña de piedra de forma redondeada.
Está bien cuidada, con el tejado de tierra y vegetación. 



En el cabezal de la puerta hay un año: 1888. El mismo que el de la construcción de la plaza de toros de Tafalla. 
Al llegar junto a una moderna estela funeraria nos encontramos a una pareja que viene paseando y surge la conversación:

- ¿Conocéis la Fuente del Toro? - nos dicen
- Acabamos de estar sentados allí. 
- No. Eso no es la fuente. Es el merendero. La fuente (el nacedero) está un poco más arriba. Es una caseta pequeña con unas escaleras para bajar y una verja en la puerta que se puede abrir. 

Volvemos a los coches. Pasamos de nuevo junto a los perros de la mañana. Nos ladran, pero menos. 
13:20 horas. Llegamos a la ermita de San Bartolomé. 
La excusión de hoy, que ha sido estupenda, nos ha "programado" otra para otro día. La fuente del Toro, la fuente de San Bartolomé, que nuestro informante nos ha dicho que es parecida, y el dolmen de San Bartolomé al que no hemos subido porque la hora se nos estaba echando encima. 


 

Harina de otro Costa

por Juanjo Costa.

Trashumancia y abejas

(No, no, el título no está equivocado; lee y verás)

 

“Camino de la Bardena

Es parecido al de Roma;

A los viejos los remata

y a los jóvenes los doma”

(Jota navarra)

 

Llovía quedamente sobre pequeño cementerio de Irurozqui, en el valle navarro de Urraúl-Alto, un agua suave, de primavera. El sol se ponía escondiéndose tras la sierra de Gongólaz. Un ruiseñor despertó al ocaso, lanzando su aúreo trino desde los chopos del pequeño río Areta. A lo lejos, hacia el oeste, se vislumbraba la torre de la iglesia de San Miguel, en Aoiz. Por las laderas de la sierra de Zariquieta se deslizaban algunos robles escuálidos, bojes, ilagas moteadas de amarillo, tomillos punteados de blanco y rosa, y matas de espliego que apenas apuntaban su espiga añil. La campana de la iglesia de San Adrián, a la que rodeaban apenas una quincena de casas tocaba a misa de difuntos y un cielo gris cubría el paisaje como un templado y suave sudario.

Acabadas las oraciones, una pequeña comitiva fue saliendo del enjuto recinto, que apenas albergaba una decena de tumbas, la mayoría antiguas, y se dirigió hacia el pueblo por un camino tapizado de verde, flanqueado por juncos y matas de escaramujos, que desparramaban a borbotones sus pequeñas rosas blancas y esparcían por el aire una fragancia fresca.

Al llegar a las primeras casas el grupo se fue dispersando, tras las oportunas despedidas, pésames y condolencias. También el cura dijo adiós a los deudos del finado, pues debía acudir a otro de los pueblos cercanos a seguir con su cometido de pastor de almas. Por una estrecha callejuela cuyos adoquines vestidos de verdín y desgastados por los pasos y el tiempo, llegaron a la puerta de una casa en cuyo dintel podía leerse “1775 Pedro de Ilarregui me hizo”. Todos entraron en ella y subieron al comedor que estaba en la primera planta. En la estancia había una gran mesa sobre la que dos mujeres del pueblo, contratadas para la ocasión por Josefa, que se ocupaba habitualmente de atender al patriarca y al hermano de este, que no era otro que el fallecido, habían dispuesto la merienda-cena para la familia de Juan Irigoyen, el dueño de la casa que aquel mes de mayo de 2005 había cumplido los 85 años.

Todos tomaron asiento en silencio. Alrededor del anciano, que presidía, se distribuyeron su hija y yerno; su hijo y nuera y los hijos de ambos matrimonios, un total de seis jóvenes de entre quince y veinticinco años. Todos esperaron a que el abuelo bendijera la mesa para empezar a servirse los entremeses y otras viandas que las mujeres habían dispuesto. Al principio se hablaba poco, pues casi todos se ocupaban en comer. El día había sido largo y todos, menos el dueño de la casa, habían llegado, temprano, por la mañana, desde Pamplona.

Cuando la comida y la bebida fue templando los cuerpos y los espíritus de los comensales, la hija de Juan Irigoyen, Lucía, habló:

-Bueno, padre, todos esperamos que, ahora que el tío Venancio se ha ido,  vengas con nosotros a Pamplona. Aquí ya no puedes seguir, viviendo casi solo; a tus años estarás mejor atendido. Incluso, si lo prefieres, te podemos buscar plaza en una de las residencias para la tercera edad. Ya sabes que en la capital las hay muy buenas y, además, tienes posibles y vas a estar muy bien atendido.

-Mira hija-respondió el anciano-. Sé que lo haces por mi bien, pero en este momento no quiero hablar de ello. Hoy es un día muy triste para mí y quiero estar con vosotros y con mis nietos, a gusto. No te preocupes; te prometo que a partir de mañana hablaremos tú, tu hermano y yo, sobre mi futuro. Ahora, por favor, os pido que tratemos otras cosas.

- ¡Eso, eso-intervino uno de los nietos-! ¿Por qué no nos cuentas alguna historia de cuando el tío abuelo y tú bajabais a la Bardena con las ovejas para pasar el invierno? ¡Seguro que os pasaron infinidad de aventuras interesantes!

- ¡Sí, sí-intervinieron varios de los otros nietos!

- ¡Cuéntanos algo, así además te distraerás un rato! -dijo una de las chicas-. Sabemos que el tío-abuelo Venancio, además de pastor, estuvo en la guerra. Nunca nos habéis contado nada de eso; todo lo habéis mantenido en secreto. Ya somos mayores y queremos saber cosas de nuestra familia.

         Por un momento, tras esta perorata dicha con tono juvenil y desenfadado, todos callaron. Los hijos de Juan Irigoyen no dijeron nada. Sabían que al viejo no le gustaba hablar de las cosas de la guerra. De hecho, siempre se habían preguntado por qué su padre, a los pocos años de la misma, había vendido su rebaño y había abandonado el oficio de pastor para quedarse en el pueblo cultivando la tierra. Sabían también que el tío Venancio había estado muchos años en el extranjero y solo había vuelto a su pueblo cuando, una vez muerto Franco, termino la Dictadura. Su padre nunca les había contado nada; es más, cuando se quedó viudo, allá por los años setenta, los había enviado a estudiar a Pamplona y únicamente volvían al pueblo en vacaciones. Cuando volvió el tío Venancio, convivieron varios veranos con él, pero como era un hombre reservado y taciturno, nunca les había contado nada.

Los trataba muy bien, eso sí. Y los quería. Incluso les enseñaba muchas cosas sobre su pueblo y la Naturaleza, pero nunca les había hablado de sí mismo y mucho menos de los tiempos pasados.

Seguía el silencio. El abuelo estaba algo cabizbajo y con la mirada perdida en algún lugar recóndito del pasado, aunque parecía mirar al mantel. Pasados unos minutos, levantó la cabeza y habló:

-Bueno. Como no sé si tendré muchas oportunidades de teneros a todos reunidos de nuevo, voy a aprovechar la ocasión para que sepáis algo de mi hermano Venancio. Esto, solo se lo conté a vuestra madre y abuela Luisa cuando decidí dejar la trashumancia y el oficio de pastor. Si no, no habría entendido el por qué de mi decisión. Además, el suceso que os voy a relatar, fue un “milagro”. Yo mismo no me explico, todavía, qué ocurrió aquellos días. Fue algo tan extraño. A ver por dónde empiezo…

Como ya sabéis, mi hermano Venancio y yo hemos sido gran parte de nuestra vida pastores. Pastores trashumantes, además. Desde que éramos pequeños, nuestro padre, vuestro abuelo y bisabuelo, Adrián, y sus hermanos nos enseñaron el oficio. Luego, de mayores, seguimos la tradición y, con nuestros primos, nos dedicamos a criar ovejas.

La gente piensa que solo los pastores de Roncal y Salazar bajaban con el ganado a al Bardena, para pasar el invierno, pero eso no es así. También los de estos valles, Urraúl-Alto, Urraúl-Bajo y Aézcoa y otros, hacíamos la trashumancia. A finales de septiembre, dos o tres semanas antes de San Miguel, según pintara el tiempo, estábamos atentos a las grullas. En cuanto veíamos u oíamos que las grullas iban hacia el sur, preparábamos el ganado, los perros y los trebejos y nos poníamos en marcha.

En la época de la que os voy a hablar, el año 1948, todavía se hacía todo el camino andando. Llevábamos la comida y la impedimenta en unos borricos e íbamos durmiendo en las muchas cabañas que hay preparadas al efecto por todo el trayecto. Ya sabéis que, desde tiempo inmemorial, los rebaños tienen sus propios caminos, llamados Cañadas Reales. Nadie puede cambiarlos; nadie puede roturarlos ni construir en ellos. Son sagrados. En otros lugares las cañadas atraviesan España de Norte a Sur. En Navarra también. Pero las nuestras no salen de la provincia. Como nuestro valle no es congozante de las Bardenas Reales, teníamos que buscar los pastos de invierno en sus alrededores, en otras Bardenas. Íbamos por la Cañada Real Tauste-Andía, que pasa, entre otros pueblos, por Artajona Tafalla y Peralta. Os podría contar muchas anécdotas e historias de todo lo que nos ocurrió en aquellos viajes, pero quiero, como os he dicho, relataros un suceso que tuvo como protagonista a dos hombres. Uno de ellos mi hermano -a esas alturas de la narración el abuelo tenía ya más que rendidos a sus oyentes, que miraban expectantes al anciano-.

Como he dicho, aquel año de 1948, llegado el momento, abandonamos Irurozqui y nos pusimos en marcha. Era hacia el quince de septiembre. Aunque durante el día el tiempo era sereno, anochecía cada vez más pronto y por la noche refrescaba. Salimos cuatro pastores: dos primos nuestros, mi hermano y yo. Aunque llevábamos muchas ovejas, casi dos mil, de raza “rasa”. No habíamos podido contratar a nadie que nos quisiera ayudar; cada vez había menos pastores. Con nosotros caminaban dos borricos con la ropa y las provisiones y seis perros que nos ayudaban con las ovejas. A la cabeza de la manada marchaban los moruecos con sus grandes esquilas, a los que el rebaño seguía mansamente. Llevábamos también una punta de cabras a las que había que vigilar, pues eran animales muy levantiscos y causaban más de un estropicio en los campos.

La cosa pintaba normal. El paisaje, cuanto más al sur, se iba haciendo más llano. Las viñas estarían pronto en sazón y los pueblos eran cada vez más grandes. Cuando llegamos a Monreal, mi hermano Venancio se encontró con un amigo que dijo llamarse Ángel Corvina. Venancio nos explicó que se habían conocido haciendo el servicio en Ceuta, antes de la guerra Civil. Ya sabéis que mi hermano me llevaba varios años. Habían hablado de cómo se vivía en nuestra tierra y al tal Ángel le había quedado la idea de venirse aquí desde las tierras extremeñas, donde había nacido. Y así lo había hecho.

Al principio, no me expliqué cómo se habían encontrado los dos en un lugar tan pequeño como Monreal, pero más tarde supe que mi hermano y él estaban conchabados para que esto se produjera. Venancio nos comentó a los primos y a mí que Ángel también había sido pastor, entre otras cosas, y que, si nos parecía bien, nos podría ayudar. O sea que nos apalabramos con él; así se hacían las cosas en aquellos tiempos. Se vino con nosotros. A los dos días estábamos cruzando el término de Artajona, después de haber bordeado la Sierra de Alaiz. Al atardecer llegamos a la que las gentes del lugar llaman “La cabaña del Sorchante”, una construcción redonda; de piedra, donde dormíamos los pastores trashumantes.

No habíamos podido hablar mucho con el recién llegado. Únicamente a las horas de comer charlábamos algo, sin profundizar, sobre esto y aquello y, sobre todo, sobre la tarea que estábamos realizando. En una de estas paradas, antes de llegar a la citada cabaña, Ángel se retiró a hacer sus necesidades. Yo, sin querer, me encontraba cerca de él y cuando se incorporaba y se componía la ropa, me pareció ver que llevaba una pistolera colgando del hombro izquierdo. Cuando se percató de que yo andaba por ahí, se puso la zamarra, rápidamente. Ninguno de los dos dijimos nada. Yo, algo extrañado por lo que había visto, pensé hablar con mi hermano, pero a aquellas horas teníamos que preparar el rebaño para pasar la noche y apañar nuestra cena y nuestra propia habitación para pasar la noche.

Cuando oscureció, tras comprobar que todos los animales se encontraban bien, echamos el último cigarro y nos fuimos a dormir. A mí me tocaba la tercera imaginaria (así se llamaba en la “mili” a la vigilancia que una persona hacía del sueño de sus compañeros). A las dos de la mañana, uno de los primos me llamó y salí al relente para vigilar hasta las cuatro de la mañana.

Normalmente no me entraba el sueño, pero aquella noche no sé por qué, el cansancio que ya se iba acumulando, la cena, la hora o ¡vaya usted a saber!, me cercioré de que todo iba bien y me senté en el poyo que había a un lado de la puerta. Poco a poco, me quedé dormido. No sé cuanto rato estuve así, pero, de pronto, el chasquido de una rama quebrada, me sobresaltó. Me desperté y me puse de pie. Al momento, alguien me puso un objeto frío en la nuca y me susurró “no te muevas o eres hombre muerto”.

Atónito vi cómo varios números de la Guardia Civil rodeaban la cabaña.  Dos de ellos entraron y dijeron a grandes voces:
- ¡Alto a la Guardia Civil; no os mováis o sois hombres muertos!

No se oyó ni una voz más. Únicamente el sonido de forcejeo y arrastrarse de cuerpos hasta el exterior de la caseta. Aparecieron más guardias apuntándonos con sus máuseres; nos pusieron contra la pared. Confieso que sentí miedo, mucho miedo. No tenía ni idea de qué iba aquello. En un momento determinado, antes de que los guardias dijeran ni una palabra, Ángel sacó su pistola y disparó dos tiros. Un guardia, cayó, herido de muerte. El pistolero echó a correr, barranco abajo. Los guardias comenzaron a disparar frenéticamente, mientras lo perseguían. Entonces, horrorizado, vi a mi hermano Venancio echarse a correr en sentido contrario al del fugado. Pronto desapareció de la vista, pero los guardias se habían percatado de su huida y dos de ellos comenzaron a seguirle. Los demás no nos atrevíamos casi ni a respirar, Los perros comenzaron a ladrar, el rebaño, encerrado en un redil cercano a la cabaña se revolvía inquieto. Oíamos sus balidos.

         Todo transcurrió rápidamente. Al rato seguíamos de pie, vigilados, sin hablar. Los guardias nos obligaron a echarnos en el suelo, bocabajo. Nos seguían apuntando con los fusiles. Transcurrida media hora, un grupo de guardias volvieron trayendo un cuerpo inerte. Sentí miedo; pensé que podría ser mi hermano, pero, cuando amaneció, comprobé que se trataba de Ángel. Bien entrada la mañana seguíamos en el mismo sitio. Los guardias nos hicieron preparar algo para desayunar. Comprobé que con nosotros había ocho. Más tarde, los que habían salido en persecución de mi hermano, volvieron con las manos vacías. El cuerpo de Ángel había desaparecido. Luego supe que los guardias lo habían enterrado por los alrededores.

         No nos dieron ninguna explicación. Lo primero que hicieron fue llevarnos al cuartelillo de Artajona, cargando el cuerpo de su compañero muerto sobre uno de los borricos. Enviaron a algunos paisanos para que se hicieran cargo del rebaño. Nos tuvieron todo el día en el calabozo. Nos iban sacando, de uno en uno, para interrogarnos. Nos preguntaban “no sé qué” del “maquis” y si también éramos comunistas. Por supuesto nosotros no sabíamos nada. Les explicamos cómo habíamos conocido al muerto y, cuando comprobaron que éramos unos pastores que nada teníamos que ver con él, nos dejaron marchar. Sobre mi hermano también nos interrogaron y les dijimos todo lo que sabíamos sobre su persona.

         Al día siguiente nos dejaron libres; eso sí nos tomaron la filiación y nos recomendaron que nos presentáramos al cuartel de la Guardia Civil más próximo que hubiera al lugar al que íbamos. También nos conminaron a que no dijéramos ni una palabra sobre lo ocurrido. Por supuesto, les dijimos que así lo haríamos y así fue. Luego, tras contratar a dos pastores de Artajona para suplir a mi hermano y a Ángel, continuamos nuestro camino. Pasamos ese invierno, como estaba previsto, con las ovejas y, en primavera, volvimos al pueblo. Ni mis primos ni yo sabíamos qué había sido del tío Venancio. Explicamos lo que nos había ocurrido a los más allegados. A los amigos y vecinos les dijimos que Venancio, que era soltero, se había cansado de ser pastor y se había ido a Barcelona, a trabajar.

         El anciano calló. El auditorio pareció despertar. Una pregunta flotó en el ambiente. Fue el hijo del viejo, Juan Ignacio, el que la formuló:

-Pero, ¿qué ocurrió con el tío? Hoy lo acabamos de enterrar, luego no lo mataron los guardias. ¿Escapó o lo capturaron?

         Juan Irigoyen miró a su hijo y con parsimonia le respondió:

-Durante muchos años no supe nada de vuestro tío. Ni en la radio, ni en la prensa, ni en ningún sitio, publicaron nada de lo ocurrido, Por fin, muchos años después, cuando murió Franco, apareció un día en el pueblo. Mucho más viejo, pero con buen aspecto. Entonces, supe lo que había ocurrido.

         Lo primero que me dijo fue que su amigo Ángel Corvina pertenecía al “Maquis”, la guerrilla comunista que luchaba contra Franco. Él y otros habían pasado, desde Francia a Navarra, el año 1944 y estuvieron “dando guerra” hasta 1948. No demasiada, por cierto. Este año, los pocos de ellos que quedaron fueron sorprendidos en el pueblo de Goldáraz. Él fue el único que se salvó. A los demás los mataron y enterraron como a bestias salvajes; lo mismo que hicieron luego con él. Se había unido a nosotros, para despistar e intentar huir a Francia. Pero, como sabéis, no pudo ser.

- ¿Pero, y el tío? ¿Qué ocurrió? ¿Cómo se salvó? -Preguntó uno de los nietos.  

-Ya, ya. Ahora os cuento -Respondió el anciano-. Mi hermano no era comunista, ni era del “maquis”. Pero, a veces, “Nobleza obliga”. Se creyó en la obligación de ayudar a su amigo y así lo hizo. Me dijo que escapó más por miedo que por culpabilidad. Aunque lo podrían acusar de cómplice. Y ¿cómo se escabulló? Pues porque conocía el terreno. No muy lejos de aquí hay una abejera de piedra a la que los de Artajona llaman “Abejera de Arcamendía”. Venancio consiguió llegar hasta ella y colarse dentro. Sabía que, en la oscuridad echado sobre el suelo y tapado con la chaqueta.  sin moverse, las abejas no le harían nada, aunque no las tuvo todas consigo. Los guardias lo buscaron durante una semana. Por supuesto, ni se les ocurrió molestar a las abejas y mirar dentro. Eso lo salvó. Bueno, eso y la miel que pudo ir chupando de los panales, con cuidado. Luego salió, eso sí, hecho un “Ecce Homo”. Me dijo que le costó dos meses reponerse, robando comida por aquí y por allá, y pasar a Francia con ayuda de unos “mugalaris”. El resto, ya lo sabéis. Sobrevivió. ¿Fue un milagro su salvación, o no? Por supuesto, desde aquellos días, su alimento preferido fue la miel. Se comprende, ¿no?

 

¡Buen camino! Vale.

 

 

 
 



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